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Authors: Katherine Webb

El Legado (29 page)

BOOK: El Legado
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Corin la rodeó con los brazos y la estrechó fuerte con silenciosa e impotente desesperación.

—Nunca te dejaré —susurró él.

La primera noche de junio, Caroline se despertó en la oscuridad con un sudor frío corriéndole entre los pechos, formando un charco en el hueco de su estómago y pegándole el pelo a la frente. Había soñado que se despertaba sola en medio de labradera, como si se hubiera quedado dormida el día que se dirigió a la casa de los Moore y no se hubiera despertado hasta entonces. No había rastro de la casa, ni del rancho, ni de gente, ni de Corin. Inmóvil en la cama, oyó cómo la sangre le afluía a los oídos, y cómo su propia respiración, a medida que se acallaba, se acompasaba. Tenía la carne de gallina en los brazos. Se volvió hacia el reconfortante perfil de Corin, recortado a la luz grisácea que entraba por los postigos. Fuera resonaba el canto del coyote que siempre se oía por la noche, propagándose kilómetro tras kilómetro sin fronteras ni límites. Cerró los ojos e intentó aislarse del sonido. La sacudía hasta lo más profundo de su ser, despertándola de sueños como ese, de pesadillas como esa. Le hablaba, una y otra vez, de las tierras vírgenes que había más allá de esas paredes; del espacio vacío e implacable.

De pronto se enfrentó con lo que sabía hacía mucho tiempo pero se negaba a reconocer. Este era el lugar donde vivía. Aquí estaba su marido, su vida, y no había más que hablar. No habría cambios ni traslados; Corin lo había dejado claro. Tampoco hijos. Llevaban dos años casados y si no había logrado concebir no era por no intentarlo. Vería cómo Magpie y Joe criaban una prole, pensó; y ella nunca tendría un hijo propio. Sería insoportable. Si Magpie volvía a quedarse embarazada no sería capaz de tenerla en la casa todo el día. La casa se quedaría vacía, por tanto, cuando Corin fuera a comprar o vender reses, o a entregar un pura sangre a su nuevo dueño, o a discutir el precio del trigo en Woodward. Vacía en esta tierra vacía, durante el resto de su vida. Perderé el juicio, Caroline lo vio con toda claridad, como si las palabras aparecieran escritas ante sus ojos. Perderé el juicio. Se sentó en la cama gritando y se tapó los oídos para no oír el grito ni el silencio resonante que vendría después.

—¿Qué pasa? ¿Qué tienes? ¿Estás enferma? —preguntó Corin arrastrando las palabras, despertándose—. ¿Has tenido una pesadilla, cariño? ¡Por favor, dímelo! —le suplicó, cogiéndole las manos para detener los golpes que ella repartía sobre los dos.

—Solo es... —dijo ella con voz entrecortada, ahogándose y negando con la cabeza.

—¿Qué? ¡Dímelo!

—¡Solo es... que no puedo dormir con esos malditos coyotes aullando toda la noche! ¿No se cansan nunca? ¡Toda la noche! ¡Cada maldita noche! ¡Me están volviendo loca! —gritó, con los ojos desorbitados de cólera y miedo.

Corin lo asimiló y sonrió.

—¿Sabes que es la primera vez que te oigo maldecir? —dijo soltándola y apartándole el pelo despeinado de la cara—. ¡Y debo decir que lo has bordado! —sonrió.

Caroline dejó de gritar. Distinguió el esbozo de su sonrisa en la oscuridad y una extraña calma la inundó..., el letargo del sueño exhausto se apoderó sigilosamente de ella y la venció en cuestión de segundos.

Al día siguiente, Corin salió brevemente antes de desayunar y volvió sonriendo con los ojos centelleantes. Caroline tenía los ojos hinchados y escocidos. En silencio, se puso a preparar el desayuno, pero se le quemaron los granos de café y la bebida quedó amarga y granulada. Calentó potaje de la noche anterior y para acompañarlo hizo una hornada de galletas que Corin se comió con gran apetito. Poco después se oyó un grito fuera. Caroline abrió la puerta y se encontró a Hutch y Joe montados sobre sus caballos color pardo con un rifle sobresaliendo de la silla y pistolas en las caderas. Joe sostenía las riendas de Strumpet, que también estaba ensillada y lista para ser montada.

—No sabía que ibas a salir a caballo hoy. Creía que ibas a reparar las cercas —dijo Caroline a su marido con un hilo de voz después de la crisis de la noche anterior.

—Bueno —dijo Corin, bebiendo el resto del café con una pequeña mueca y saliendo de la casa—. Es una salida que he decidido hacer de forma improvisada.

—¿Adonde vais?

—¡Vamos... a cazar coyotes! —Corin se sentó de un salto en su silla y sonrió—. Tienes razón, Caroline, hay demasiados viviendo cerca del rancho. Hemos perdido gallinas y tú estás perdiendo el sueño. ¡Es un buen día para un poco de diversión! —exclamó haciendo girar a Strumpet en un estrecho círculo.

La yegua se levantó sobre sus patas delanteras y resopló llena de expectación.

—¡Oh, Corin! —dijo Caroline, conmovida por sus esfuerzos.

Los hombres se llevaron una mano al sombrero, y con un grito y gran estruendo de cascos se marcharon, dejando solo huellas en la arena.

A la hora de comer el cielo se había encapotado y espesas nubes avanzaban sin cesar hacia el noroeste. Caroline estaba sentada a la mesa de la cocina con Magpie, pelando guisantes mientras William dormía tranquilo a sus pies. De vez en cuando se movía y gimoteaba como si soñara, haciendo sonreír a su madre, pero un dolor frío atenazaba el corazón de Caroline. ¿Cuánto faltaba para que ese frío se volviera irrevocable, se preguntó, y perdiera el corazón como Hutch había perdido los dedos de los pies? Magpie parecía percibir su tristeza.

—Nube Blanca es una mujer muy sabia —dijo.

En el silencio de la casa, el ruido de las vainas al abrirse y de los guisantes al caer al cubo retumbaba. Caroline esperó a que Magpie continuara, sin saber cómo responder.

—Sabe preparar medicinas —continuó Magpie por fin.

Caroline levantó la vista y clavó la mirada en los ojos negros de Magpie.

—¿Sí? —dijo con todo el interés y cortesía que era capaz de mostrar.

—En los viejos tiempos, cuando vivía entre nuestra gente mucho más al norte, muchos ponca acudían a ella para pedirle consejo. Muchas mujeres acudían a ella —dijo Magpie con énfasis.

Caroline sintió un cálido hormigueo en las mejillas, y se levantó para encender una lámpara con que combatir la lúgubre luz de la tarde. El resplandor amarillo iluminó las trenzas negras y la piel oscura. Caroline se sintió como una especie de espectro, como si Magpie fuera real y ella no. Como si no fuera totalmente de carne y hueso, como si no estuviera completa. La lámpara no la iluminaba a ella de la misma manera.

—¿Crees... que Nube Blanca podría ayudarme? —preguntó en apenas un susurro.

Magpie la miró con gran compasión, y Caroline bajó la vista y vio cómo los guisantes se volvían borrosos ante ella.

—Puedo pedírselo. Si quiere que lo haga —dijo Magpie en voz baja.

Caroline no pudo hablar, pero asintió.

Más tarde, Caroline se levantó y observó desde la ventana cómo empezaban a caer las primeras gotas de lluvia. No era una tormenta violenta, solo una lluvia ininterrumpida que caía del cielo. No soplaba ni una pizca de viento. Escuchó la percusión en el tejado, el gorgoteo del agua en los canalones y al caer en la cisterna. Estuvo un rato sin comprender la causa de su desazón. La lluvia había llegado despacio procedente del noroeste, y los hombres habían partido en esa misma dirección. Debían de haberla visto acercarse formando un velo gris sobre el horizonte. Debía de haberlos pillado mucho antes de llegar al rancho, y sin embargo todavía no habían regresado. No era posible cazar con una lluvia así y además era tarde. Magpie había puesto un guiso de conejo al fuego y se había ido hacía una hora. La mesa estaba puesta, el guiso listo. Caroline se había frotado las uñas para limpiarse las manchas de las vainas de guisantes. Se quedó junto a la ventana y su inquietud fue en aumento con cada gota que caía.

Cuando por fin creyó ver a los jinetes, había tan poca luz que costaba distinguirlos. Solo alcanzaba a ver dos sombreros. Dos jinetes en lugar de tres. El corazón le palpitaba en el pecho..., no tanto deprisa como con fuerza. Una opresión continua, lenta y fuerte que resultaba casi dolorosa. Solo dos sombreros y, a medida que se acercaban, solo dos caballos. Cuando los tuvo más cerca, vio los dos caballos color pardo y ninguno negro.

Porque me crié

en la gran ciudad, encerrado en claustros sombríos,

y nada hermoso vi salvo el cielo y las estrellas.

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE,

«Frost at Midnigh»

Capítulo 5

El día de San Esteban me despierto al oír voces en la cocina, el ruido del hervidor del agua, el grifo abierto y las cañerías de la pared de mi cama rugiendo. Sonidos que me recuerdan tanto a las mañanas que pasé aquí siendo niña que por un momento me quedo inmóvil en la cama, aturdida por la sensación de que he retrocedido en el tiempo. Cuento con ser la última en levantarse, como entonces. Todavía llena y pesada por la comilona de anoche, subo en bata a la buhardilla, desenvuelvo el anillo de hueso del baúl de Caroline y me lo llevo al piso de abajo. En las escaleras flota el olor a café y a beicon a la parrilla, y, contra toda lógica, me suenan las tripas.

Los cuatro están sentados a la mesa, que está bien puesta con platos y cubiertos, tazones, una gran cafetera, una fuente de beicon y huevos, y tostadas pulcramente colocadas en una rejilla en lugar de directamente en mi plato. Las cuatro personas a las que más quiero en el mundo, sentadas juntas alrededor de una mesa abarrotada. Me apoyo en la jamba de la puerta unos instantes, pensando en cuánto me gustaría que siempre fuera así. El vapor caliente en el aire, el lavaplatos trabajando a lo largo de su ruidoso ciclo.

—¡Ah! Has decidido honrarnos con tu presencia —dice papá radiante, sirviéndome un café.

—Dame un respiro, papá. Solo son las nueve de la mañana —digo bostezando; me acerco a la mesa y me siento en un banco.

—Yo ya he salido a buscar más leña —se jacta Eddie, untando una tostada de crema de chocolate.

—No presumas —lo acuso.

—Ed, ¿quieres más tostadas con tu Nutella? —pregunta Beth de forma significativa.

Eddie le sonríe y da un gran mordisco que deja una sonrisa de chocolate en sus mejillas.

—¿Habéis dormido bien? —pregunto a mis padres.

Han ocupado el mismo cuarto de invitados de siempre. Tantas habitaciones donde escoger y todos hemos ocupado las de siempre, como niños bien educados.

—Muy bien, gracias, Erica.

—Toma, mamá, este es el anillo del que te hablé, el que encontré entre las cosas de Caroline. —Se lo doy—. Parece de hueso o algo parecido.

Mamá le da la vuelta y me mira con incredulidad.

—No es un anillo, boba, es un mordedor de bebé. Uno precioso, por cierto. Y es de marfil, no de hueso... Y la campanilla de plata sirve de sonajero, lo que le proporciona un interés añadido.

—¿Un mordedor? ¿De verdad?

—Uno muy anticuado, sí. Estoy segura.

—Vi algo parecido en The Antiques Roadshow no hace mucho —añade papá.

—Marfil y plata... Debía de ser un niño muy rico —observa Eddie, con la boca llena.

—¿Era de Clifford? ¿Lo recuerdas? —pregunto.

Mamá frunce ligeramente el ceño.

—No, no lo recuerdo. Pero podría haberlo olvidado. O... —Alarga una mano detrás de ella para coger el árbol genealógico del aparador—. Fíjate en el intervalo que hay entre la boda de Caroline y el nacimiento de Meredith... ¡Siete años! Es bastante raro. Aquí está mi tía abuela, Evangeline..., murió antes de cumplir un año, la pobre. —Señala el nombre que precede al de Meredith, las tristes fechas entre paréntesis que hay debajo—. Dos hijos en siete años no son muchos. Tal vez antes de tener a Meredith tuvo otro hijo que también murió y ese mordedor era de él.

—Pero ¿no estaría en el árbol, aunque hubiera muerto?

—Bueno, no necesariamente. No si nació prematuramente o muerto —musita mamá—. Sé que Meredith perdió un hijo antes de que yo naciera. Esas cosas pasan en las familias.

—¿No podríamos hablar de otra cosa durante el desayuno? —dice Beth en voz baja.

Mamá y yo nos callamos con aire culpable. Beth perdió un bebé, muy al principio del embarazo, antes de tener a Eddie. No era más que un brote de vida, pero su repentina ausencia fue como una pequeña luz que se apaga.

—¿Qué vamos a hacer hoy entonces? —pregunta papá, sirviéndose más huevo revuelto—. Siento la necesidad de estirar un poco las piernas... para quemar los excesos de ayer.

—¿Y hacer sitio a los excesos de hoy, David? —comenta mamá mirando su plato.

—¡Exacto! —exclama él alegremente.

Hoy hace un día soleado, pero unas nubes grises se acercan resueltas por un extremo del cielo y sopla un viento recio, penetrante. Cruzamos el pueblo hacia el oeste, pasando por delante de la pequeña iglesia de piedra encaramada en una loma verde salpicada de las lápidas de generaciones de muertos de Barrow Storton. Al otro lado está la tumba de los Calcott, y en tácita armonía nos acercamos a ella. Tiene unos dos metros de ancho y otros tantos de largo. Un frío lecho de grava de mármol para que descanse nuestra familia. Aquí dentro están Henry, lord Calcott, y Caroline, con la hija que perdió antes de tener a Meredith, Evangeline. Y ahora Meredith se ha reunido con ellos. Hace tan poco tiempo que las flores del funeral siguen ahí en un pequeño jarrón de latón, y su nombre tallado en la piedra se ve reciente. No puedo evitar pensar que habría preferido una sepultura para ella sola, al lado de su marido Charles, que pasar la eternidad con Caroline, pero ya es demasiado tarde. Me estremezco, suplicando en silencio no yacer nunca en esa claustrofóbica tumba familiar.

—Supongo que si Caroline hubiera tenido un hijo, lo habrían enterrado aquí —digo, rompiendo el silencio.

Beth suspira audiblemente y se aleja. Se encamina hacia Eddie, que está trepando por la entrada con tejado de dos aguas.

—Supongo que sí. Pero ¿quién sabe? Si era tan pequeño lo debieron de enterrar en una tumba infantil —responde mamá.

—¿Qué aspecto tendría?

—Como una tumba normal pero con una lápida más pequeña, normalmente con un ángel o un querubín.

Papá me mira de lado.

—Debo decir que estás mostrando mucho interés en todo esto de repente —dice.

—No, solo... —Me encojo de hombros—. Ya sabes que nunca he podido soportar un misterio sin solución.

—Entonces me temo que te has equivocado de familia.

—¡Eh, Eddie! ¡Busca tumbas pequeñas con ángeles encima y con el apellido Calcott!

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