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Authors: Katherine Webb

El Legado (24 page)

BOOK: El Legado
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—¡Rick! ¡Mira! Casi hemos llegado al otro lado hace un momento, pero luego se ha derrumbado —grita Eddie, excitado, cuando me acerco a ellos—. ¡Pero antes de hundirse el agua llegaba hasta muy arriba! Por eso nos hemos mojado...

—Eso ya lo veo. ¡Debéis de estar helados! —Sonrío a Harry, que me devuelve la sonrisa y señala una piedra a mis pies. Me agacho y se la paso con cuidado, resbalándome por la orilla lodosa, y la añade a la presa.

—Gracias —dice Eddie distraído, hablando inconscientemente por su amigo—. No está tan fría una vez que te has acostumbrado. —Se encoge de hombros.

—¿De verdad?

—¡Mierda, no, la verdad es que tengo los puñeteros pies congelados! —Sonríe.

—¡Ese lenguaje! —digo, automáticamente y sin convicción. De pie en el barro, con las manos en las caderas, añado—: Es una gran presa, tengo que reconocerlo. ¿Qué vais a hacer si lográis terminarla? Formará un gran lago.

—¡Esa es la idea!

—Entiendo. ¡Bueno, Eddie, estás cubierto de barro! —Tiene hasta en las mangas del jersey, que se ha arremangado con las manos embarradas; también las perneras de los pantalones de pana donde se las ha limpiado—. ¿Cómo has logrado enguarrarte tanto? ¡Mira..., Harry no se ha ensuciado!

—¡Está más hecho al terreno que yo! —protesta Eddie.

—Eso es cierto —concedo.

Agarrándose al abrigo de Harry para no caer, Eddie se abre paso hacia mí, balanceándose sobre el lecho pedregoso del río.

—¿Ya es la hora de comer? Estoy muerto de hambre —declara, perdiendo el equilibrio y echándose hacia delante para recuperarlo, las manos en el barro helado.

—Casi. Vuelve y cámbiate..., podréis acabarlo más tarde. —Le tiendo una mano y Eddie me la coge, da un gran salto apoyándose en mi brazo—. ¡No..., no tires de mí, Eddie, o me resbalaré! —grito, pero es demasiado tarde. Las piernas me fallan y me siento bruscamente, con un ruidoso splash.

—¡Perdona! —grita Eddie.

Detrás de él, Harry sonríe con un extraño ruido amortiguado, y me doy cuenta de que se está riendo.

—Creéis que es muy divertido, ¿eh? —pregunto, levantándome insegura, con el barro colándose por mis bragas. Me subo los pantalones y al hacerlo dejo grandes marcas de barro. Eddie vuelve a tambalearse y, chapoteando, da un paso que levanta una ola de agua sobre la parte superior de mis botas—. ¡Eddie!

—¡Perdona! —vuelve a decir, pero esta vez no puede evitar sonreír, y Harry se ríe aún más.

—¡Capullos! ¡Me estoy congelando! —Encuentro mi dedo más embarrado y lo meto en la nariz de Eddie—. ¡Aquí tienes más!

—¡Vaya, gracias Rick! ¡Y aquí... esto es para ti! ¡Feliz Navidad! —Eddie recoge barro con la mano y me lo tira.

Aterriza aparatosamente en la pechera de mi jersey, que es gris pálido. Suelto un grito al mirarlo. Eddie se queda parado, como si de pronto temiera haber ido demasiado lejos. Me arranco casi todo el barro y lo sostengo en la palma de la mano.

—Eh, tú. ¡Eres hombre muerto! —digo, lanzándoselo.

Con una carcajada, Eddie pasa corriendo por mi lado, sube la orilla y se esconde en la maleza.

He de recorrer cierta distancia hasta alcanzarlo y tengo que tirar el barro y prometer una tregua para que deje que me acerque. Le rodeo con el brazo, más que nada para calentar mis dedos palpitantes. Harry ha estado siguiéndonos, pero se detiene, levanta la vista hacia un espino en el que dos petirrojos se están insultando.

—¿Viene con nosotros? —pregunto.

Eddie se encoge de hombros.

—Siempre se para a mirar los pájaros y cosas así. ¡Hasta luego, Harry! —grita, diciéndole adiós con las manos.

Deberíamos entrar por la cocina, pero está cerrada con llave y no tenemos más remedio que utilizar la puerta principal. Nos quitamos las botas fuera... Un gesto inútil, ya que tenemos los calcetines igual de mojados y embarrados. Beth asoma la cabeza por la puerta de la cocina.

—¿Qué demonios habéis estado haciendo? —grita—. ¡Cómo os habéis puesto!

Eddie parece un poco arrepentido, me mira buscando apoyo.

—Humm, ¿he vuelto a los ocho años? —me aventuro a decir, con cara de inocencia.

Beth me mira fijamente, pero no puede continuar. Un amago de sonrisa le tuerce la boca.

—¿Queréis cambiaros antes de comer? —pregunta.

Llamo a mamá por la tarde, para asegurarme de que todo va bien y para preguntarle cuándo tienen pensado venir.

—¿Qué tal va todo por ahí? ¿Cómo está Beth? —pregunta ella con un tono despreocupado que reconozco. El mismo que utiliza para preguntar sobre cosas importantes. Escucho para saber si mi hermana anda cerca.

—Creo que bien. Con algún altibajo, supongo.

—¿Ha dicho algo? ¿Alguna cosa sobre la casa?

—No..., ¿como qué?

—Nada en particular. Estoy impaciente por veros a las dos..., y a Eddie, por supuesto. ¿Lo está pasando bien?

—¿Bromeas? ¡Le encanta! Casi no le vemos el pelo... Se pasa el día entero jugando en el bosque. Mamá..., ¿puedes hacerme un favor?

—Sí, por supuesto. ¿Cuál?

—¿Puedes buscar tu copia del árbol genealógico que hizo Mary y traerla cuando vengas?

—Sí, si consigo encontrarla. ¿Para qué la quieres?

—Solo quiero comprobar algo. ¿Has oído decir alguna vez que Caroline tuviera un hijo antes de casarse con lord Calcott?

—No, nunca. Pero lo dudo mucho... Era muy joven cuando se casó. ¿Por qué demonios me lo preguntas?

—Es que he encontrado una foto... Te la enseñaré cuando vengas.

—De acuerdo. Pero cualquier pregunta sobre la historia de la familia deberías hacérsela a Mary. Después de todo, fue ella la que hizo las indagaciones.

—Supongo que sí. Bueno, será mejor que cuelgue. Hasta muy pronto.

No puedo telefonear a mi tía Mary..., la madre de Henry. No puedo hablar con ella por teléfono. Tengo una sensación insoportable, como si el aire se volviera más espeso en mis pulmones. En el funeral de Meredith me escondí. Para mi vergüenza. Me escondí detrás de un gran jarrón de lirios.

Como lectura antes de dormir, me pongo el estuche con la correspondencia de Caroline sobre las rodillas y leo unas cuantas cartas más de Meredith. Algunas de las primeras son de sus años en la universidad y hablan de un tutor temible, del politiqueo en las residencias, de las visitas a la ciudad para ir de compras. Luego empiezan las solitarias cartas desde Surrey. Hojeo unas cuantas más y de pronto, en uno de los bolsillos de la carpeta, encuentro un sobre escrito por otro puño. Una letra mucho más grande que la de Meredith, trazada con una enérgica presión de la pluma, como con apremio. Está fechada el 15 de marzo de 1905:

Caroline:

He recibido tu carta esta mañana no sin cierta preocupación. Tu reciente matrimonio y tu delicada situación son motivos de gran celebración, y nadie puede alegrarse más de verte asentada y unida a un hombre como lord Calcott, que goza de buena posición para ofrecerte todo lo que necesitas para tener una vida feliz. Poner innecesariamente en peligro tu actual situación sería sumamente temerario. Sea lo que sea lo que crees que debes confesar, te recomiendo encarecidamente que todos los asuntos relacionados con tu vida anterior en Estados Unidos
se queden en Estados Unidos
en la medida de lo posible. Nada bueno puede salir de sacar a la luz tales asuntos ahora. Puedes estar agradecida por el nuevo comienzo que se te ha brindado, por la feliz circunstancia de tu fortuito matrimonio, y que estas sean las últimas palabras al respecto entre nosotras. Si trajeras la deshonra o cualquier clase de infamia sobre ti o nuestra familia, no tendría otra elección que romper todos los lazos contigo, por doloroso que fuera para mí.

Tu tía,

B.

El subrayado de «se queden en Estados Unidos» ha rasgado el papel. Un trazo pesado, violento. En el silencio que sigue a estas palabras resonantes veo todos los secretos que esconde esta casa amontonándose como el polvo y las sombras en las esquinas de la habitación.

Nuestros padres llegan en Nochebuena, y ver su familiar coche detenerse frente a la casa es como un pequeño milagro. Prueba de que existe un mundo exterior, y de que esta casa, Beth y yo somos parte de él. Quería que Eddie se quedara en casa esta mañana, y así se lo he sugerido a Beth, pero se ha levantado y se ha ido. En el fregadero de la cocina, un bol vacío con cereales secos en los bordes, y medio vaso de zumo de grosella en la mesa.

—Me temo que hemos perdido a vuestro nieto —digo mientras beso a papá y cojo las maletas del maletero. Tal vez no sea el comentario más acertado. Mamá titubea.

—¿Qué le ha pasado a Eddie?

—Tiene un amigo... Harry. Acampa aquí, como... Bueno, el caso es que siempre están en el bosque. Casi no lo hemos visto últimamente —dice Beth, y notamos que le preocupa un poco.

—¿Acampando? ¿No querrás decir...?

—Dinny está aquí. Y su primo, Patrick, y algunos más —digo con naturalidad. Pero no puedo evitar sonreír.

—¿Dinny? ¡Lo dices en broma! —exclama mamá.

—¡Vaya, vaya! —añade papá.

—Bueno, ahora ya sabes cómo nos sentíamos nosotros entonces —le dice mamá a Beth, besándola en la mejilla antes de entrar.

Beth y yo nos miramos. No se nos había ocurrido pensarlo.

Beth se parece a nuestra madre. Siempre se ha parecido, pero más con el paso de los años. Las dos tienen la figura esbelta de Meredith, los delicados huesos de su cara, largas manos de artista. Meredith llevaba el pelo corto y marcado, pero mamá siempre se lo ha dejado natural, y Beth lo lleva largo y suelto. Las tres tienen un aire especial que yo no tengo. Gracia, supongo. Yo he salido a nuestro padre. Más baja, más ancha, también más torpe. Papá y yo nos damos con el dedo del pie contra todo. Se nos enganchan las mangas en los pomos, tiramos las copas de vino, nos hacemos moretones con los bordes de la mesa de centro, las patas de la silla o las encimeras. Aprecio mucho este rasgo, porque viene de él.

Mientras tomamos un café, admiro el árbol de Navidad que llegó ayer y que se eleva en el hueco de la escalera. Los adornos que compramos parecen insuficientes. Se ven un poco perdidos en las ramas tan grandes. Pero las luces se encienden y se apagan, y el olor a resina llega hasta el último rincón de la casa, recordándonos en todo momento las fechas en que estamos.

—Un poco exagerado, ¿no, cariño? —le dice papá a Beth, que se limita a arquear una ceja.

—La casa necesitaba un toque alegre. Por Eddie.

—Ya, claro —concede papá.

Lleva un jersey rojo; el pelo gris le sale disparado en un tupé como a Eddie, y el café caliente le deja las mejillas rosadas. Tiene un aspecto jovial y afable... tal como es él.

Llaman a la puerta y al abrirla me encuentro a Eddie y a Harry en el umbral, sin aliento, como siempre, y mojados.

—¡Hola, Rick! He venido a saludar a los abuelos. Y le he dicho a Harry que venga a ver el árbol. Puede, ¿verdad?

—Por supuesto, ¡pero quitaos esas botas ahí fuera antes de dar un paso más!

Eddie es abrazado, besado, interrogado. Papá le tiende una mano a Harry, pero él se limita a mirarla, desconcertado. Se acerca al árbol, se agacha para mirarlo desde abajo, como si quisiera verlo en su forma más grandiosa e imponente. Papá me mira con expresión burlona y yo digo moviendo mudamente los labios: Luego te cuento. Decidimos retener a Eddie, ya que no falta mucho para comer, y mandamos a Harry a casa con una caja de tartaletas de frutas hechas por Beth, en las que va metiendo los dedos mientras cruza el césped arrastrando los pies.

—Es un poco rarito —dice mamá con suavidad.

—Es una pasada. Conoce los mejores lugares del bosque..., dónde encontrar setas y nidos de tejones —dice Eddie, defendiendo a su amigo.

—Los tejones tienen madrigueras, no nidos, Eddie —dice mamá—. Y espero que no hayáis estado jugando con hongos..., ¡son muy peligrosos!

Veo que Eddie se molesta.

—Harry sabe cuáles se pueden comer —murmura, a la defensiva.

—Seguro que sí. No te preocupes, mamá —digo, para tranquilizarla. Y le susurro a Eddie—: Los mayores no entienden la palabra «pasada».

Pone los ojos en blanco y se escabulle escaleras arriba para cambiarse de ropa.

—Es bueno para él tener un amigo fuera de casa. Pasa tanto tiempo encerrado en el colegio —dice Beth con firmeza.

Mamá levanta una mano.

—¡No era una crítica! La de tiempo que pasasteis vosotras dos con Dinny en el bosque cuando veníamos aquí.

—A ti no te importaba, ¿no? —pregunta Beth, nerviosa.

Se ha vuelto muy sensible a los desaires de los niños a sus padres. Mamá y papá se miran, y él le sonríe a ella con afecto.

—Supongo que no —dice mamá—. Habría sido bonito que quisierais pasar un poco más de tiempo con nosotros... —En el sorprendido silencio que sigue, Beth y yo nos miramos con culpabilidad y mamá se ríe—. ¡Tranquilas! Era el principio de mi síndrome del nido vacío, eso es todo.

—No sé qué haré cuando Eddie vaya a la universidad. Ya es bastante duro que esté toda la semana en el internado —murmura Beth, cruzando los brazos.

—Lo añorarás como una loca, lo consentirás cuando venga a casa y encontrarás una nueva ocupación..., como hacemos todas las madres, cariño —le dice mamá, pasándole un brazo alrededor de los hombros huesudos.

—Pero falta mucho para eso —recuerdo—. Solo tiene once años.

—¡Sí, pero hace cinco segundos era un bebé! —dice Beth.

—Crecen muy deprisa. —Papá asiente—. ¡Y puedes estar contenta, Beth! ¡Después de seis años con un adolescente en casa estarás encantada de dejarlo ir a la universidad!

—Y piensa en las fases tan divertidas que te esperan antes de eso: las discusiones sobre el toque de queda, el carnet de conducir, las primeras novias que lleve a casa. Las revistas porno debajo de su cama..., o el examen de sus ojos aturdidos por la mañana, preguntándote qué drogas se metió la noche anterior...

—¡Erica! ¡La verdad! —me riñe mamá, viendo a Beth abrir mucho los ojos, horrorizada.

—Lo siento. —Sonrío.

Papá suelta una risita.

—Rick, creo que llevas demasiado tiempo siendo profesora.

—Síndrome de la tía engreída, ese es tu problema. Me ves pasar por todo esto y te ríes a escondidas mientras lo hago todo mal y me tiro de los pelos —me dice Beth en tono acusador.

—Vamos, Beth. Solo era una broma. Nunca has metido la pata como madre —digo rápidamente, antes de que se produzca un silencio, antes de que todos recordemos el gigantesco mal paso que dio no hace mucho—. Vamos, tomad tartaletas... Beth se ha superado con ellas.

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