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Authors: Katherine Webb

El Legado (26 page)

BOOK: El Legado
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—¡Eddie! —grito, pero es un sonido patético.

Veo los equipos de búsqueda en formación estricta, cruzando este bosque hace veintitrés años. Cinco días después de su desaparición seguían intentándolo. Con caras sombrías; los perros tirando de las correas. El crepitar de las radios de la banda civil. ¡Henry! Sus gritos eran fuertes y claros pero aun así sonaban forzados, casi tímidos, como si supieran que gritaban el nombre en vano porque solo llegaría a sus propios oídos. Hizo un tiempo horroroso ese fin de semana... Era el puente de agosto, después de todo. El final del huracán Charley, que azotaba Gran Bretaña con viento y lluvia.

—¡Eddie! —vuelvo a intentarlo, a voz en cuello.

Cuando mis torpes pies se detienen, el silencio es asombroso. Salgo del bosque más allá del estanque. El túmulo es un bulto indefinido en el horizonte. Bordeo el campo siguiendo la cerca en dirección a casa y distingo poco a poco unas figuras junto al agua. Dos grandes y una pequeña. Expulso de golpe el aire de los pulmones y siento un escalofrío en la espalda. No sabía lo asustada que estaba. Harry, Eddie y Dinny. Podrían ser los tres protagonistas de un cuento y aquí están, junto al estanque. Haciendo cabrillas en la penumbra el día de Navidad.

—¿Quién eres? —pregunta Eddie cuando me ven.

Su voz suena aguda, infantil.

—Soy yo, payaso —digo, burlándome de mi propio miedo a sus expensas.

—Ah, Rick.

Harry suelta un extraño silbido, el primer sonido real que le he oído hacer. Rodea la orilla hacia mí con grandes y torpes pasos. Contengo la respiración, esperando que se resbale o tropiece, pero no lo hace. Me da una piedra pequeña y lisa, casi triangular. Casi lo veo sonreír.

—Quiere que lo intentes —dice Dinny.

Me acerco con cuidado a ellos. Le doy vueltas a la piedra en mi mano. Lisa y caliente.

—He venido a buscar a Eddie. Es hora de volver..., está totalmente oscuro —le digo a Dinny.

Me noto susceptible, en peligro. El agua solo es negrura a nuestros pies.

—Solo tienes que esperar a que se te acostumbren los ojos, eso es todo —me dice Dinny mientras los otros dos vuelven a prestar atención a sus piedras, al agua negra y plana, contando los rebotes de espuma blanca en la oscuridad.

—De todos modos tenemos que volver. Mis padres están aquí...

—¿Sí? Salúdalos de mi parte.

—Lo haré.

Me quedo de pie a su lado, lo bastante cerca para que nuestras chaquetas se rocen. No me importa si lo agobio. Necesito tener algo cerca para agarrarme, algo que me sujete. Lo oigo respirar, oigo la forma que toma en los ecos del estanque.

—¿No vas a tirar esa piedra? —Su tono es divertido.

—Casi no veo el agua.

—¿Y qué? Sabes que está allí.

Me mira de lado, solo una silueta, y quiero tocarle la cara y palpársela para saber si sonríe.

—Bueno, allá va.

Me acerco al borde y encuentro un lugar de apoyo para los pies. Me agacho, describo un círculo con el brazo y cuando suelto la piedra, la sigo hacia la superficie, hacia el agua obsidiana. Uno, dos tres... Cuento los rebotes y me tambaleo, me patina la vista vertiginosamente, se me resbalan los pies hacia la orilla y grito. Dónde he lanzado esa piedra inocente..., qué oscuridad.

—¡Tres! ¡Mierda! ¡Harry ha conseguido siete hace un rato! —grita Eddie.

Siento las manos de Dinny debajo de mis brazos, su peso tranquilizador levantándome. Me tiembla el pecho de pánico.

—Creo que no es una noche para bañarte —murmura Dinny.

Niego con la cabeza, alegrándome de que no pueda verme la cara, los ojos llorosos.

—Vamos, Eddie. Nos vamos a casa —digo, con tono entrecortado.

—Pero solo he...

—¡Vamos, Eddie!

Él suspira y le da a Harry el resto de sus piedras con solemnidad. Hacen un ruido alegre y afectuoso mientras chocan la mano. Me alejo de la orilla en dirección a casa.

—Erica —me llama Dinny. Me vuelvo, y él titubea.

—Feliz Navidad.

No es lo que quería decir, lo noto, pero no me siento lo bastante fuerte para preguntarle en ese momento de qué se trataba.

—Feliz Navidad, Dinny —respondo.

Pérdida, 1903-1904

El verano avanzaba hacia su fin y el cuerpo de Magpie maduraba con él, parecía expandirse por días a medida que crecía el niño. Se movía con una curiosa gracilidad, con la misma resolución que siempre pero nunca de forma repentina, maniobrando cuidadosamente alrededor de los muebles y a través de la estrecha puerta de la caseta donde vivía con Joe. Caroline la observaba. La observaba, y se hacía preguntas, con el corazón lleno de recelo que iba de la incredulidad a la certeza veinte veces al día. Pero sobre todo estaba celosa. Se sentía enferma y débil, llena de algo oscuro y amargo, al ver crecer el cuerpo de la joven india. Si hubo un motivo que la hizo salir de la casa y exponerse al sol de verano, fue ese.

La casa de madera no aislaba el calor como las gruesas paredes de piedra caliza de Nueva York. Además, cuando hacía calor en Nueva York, nunca era como ese, y ella jamás había tenido que estar activa con esas temperaturas. Pero la serenidad de Magpie y la exhortación que le había hecho Hutch en Nochevieja surtieron efecto; y un día que amaneció ligeramente encapotado y un poco más fresco de lo habitual, decidió salir de la casa. Llenó una cesta con un melón maduro, unas galletas y una botella de agua tónica, se ató la cinta del sombrero debajo de la barbilla y se encaminó hacia la granja vecina más próxima, que era de una familia irlandesa llamada Moore. Se encontraba a casi diez kilómetros al noreste y Caroline, que no tenía ni idea de lo que era caminar diez kilómetros, había oído decir a Corin que un hombre podía recorrer fácilmente seis kilómetros en una hora. Si salía temprano, pensó, llegaría a tiempo de tomar un café y almorzar algo, y volvería con tiempo de sobra para ayudar a preparar la cena. Le dijo a Magpie a donde iba, y cuadró los hombros cuando la joven ponca la miró con incredulidad y parpadeó despacio, como una lechuza.

Caminó durante una hora, al principio admirando las flores de menta y de verbena silvestres, y haciendo un ramo para dárselo a los Moore, pero la cesta no tardó en parecerle un peso muerto en el brazo que le magullaba la piel. Estaba empapada de sudor a pesar de las nubes, y sentía un hormigueo en el cuero cabelludo debajo del sombrero. Tenía las faldas sucias, cubiertas de grama y cardos, y se balanceaban pesadamente alrededor de las piernas haciéndole tropezar. Los pies se le hundían en el suelo arenoso, que se ondulaba ligeramente, y caminar por él era mucho más agotador de lo que había imaginado. Subió despacio una larga cuesta, convencida de que desde lo alto se vería la granja vecina. Pero respirando ruidosamente, vio como el paisaje se prolongaba hasta perderse de vista. Dejó la cesta en el suelo y, volviéndose con lentitud, contempló el interminable horizonte. Un viento caliente hacía ondas en la hierba alta, que, a lo lejos, parecía un océano verde y dorado. El viento se llevó el olor a tierra seca y artemisa, y gimió en una nota baja en sus oídos.

—No hay nada —murmuró para sí.

Se apoderó de ella algo parecido al pánico, o a la cólera.

—¡No hay nada! —gritó con todas sus fuerzas.

Tenía la garganta seca e irritada. El viento se llevó sus palabras sin darle ninguna respuesta. Se dejó caer al suelo y se tumbó para descansar. Un cielo infinito por encima de ella, tierras interminables alrededor. Si no volvía a levantarse y se quedaba donde estaba, pensó, solo los perros salvajes y los buitres la encontrarían. Era un pensamiento irresistible, aterrador.

Por fin emprendió el regreso, sin llegar nunca a la casa de los Moore. Casi se pasó de largo el rancho. Había caminado durante un par de kilómetros hacia el norte y solo por casualidad vio el humo que se elevaba de la cabaña de pertrechos a su derecha, donde un silencioso negro de Luisiana llamado Rook estaría cocinando para los peones del rancho. Volviéndose hacia el sur, las piernas le fallaron de agotamiento. Tenía la boca seca y, después de un día expuesta a la cruda luz y al viento caliente, se notaba la cara tirante y escocida. Detrás de ella sentía la vastedad de la pradera que se extendía vigilante y, más allá del rancho, los prados prolongándose hacia todos los puntos cardinales. Los corrales, las cercas, los campos de trigo y sorgo que su marido había incorporado a la tierra se veían lastimosamente pequeños. El rancho era una isla, un pequeño atolón de civilización en un mar infinito, y cuando por fin llegó a la casa, luchando por respirar y dejando caer flores marchitas detrás de ella, cerró la puerta y rompió a llorar.

Esa noche, Caroline no lograba conciliar el sueño, a pesar del agotamiento. Las nubes se disiparon al caer la noche y la luna llena brillaba. No era eso lo que la desveló, sino la nueva conciencia de lo vasta y desierta que era la tierra donde vivía. Se sentía engullida por ella; diminuta e invisible. Quería crecer, expandirse, ocupar más espacio fuera como fuese. Quería contar algo. El ambiente del dormitorio era asfixiante, con la lasitud del verano. A su lado Corin roncaba suavemente, con la cara apretada sobre la almohada, los brazos a los costados. La luna ponía de relieve los músculos de sus brazos y los hombros, y la línea donde el cuello bronceado se juntaba con la espalda pálida. Se levantó, cogió una manta y salió.

Extendió la manta entre los fecundos círculos de las sandías y se tumbó sobre ella. Algo se escabulló entre el follaje cerca de su cara y se estremeció. No hubo más sonidos, aunque estuvo atenta por si oía algún movimiento en las casetas de los peones, una señal de que se acercaba uno de ellos. Luego se subió el camisón hasta los pechos, dejando la parte inferior de su cuerpo expuesto al cielo nocturno. Los huesos de las caderas le sobresalían orgullosos, arrojando sombras propias a la luz plateada. El corazón le latía con fuerza en el pecho y no cerró los ojos. En el cielo había estrellas desperdigadas. Empezó a contarlas, se perdió y volvió a empezar, una y otra vez; había perdido la noción del tiempo y no sabía dónde estaba. Luego la puerta se abrió de golpe detrás de ella y oyó pasos desiguales; Corin la asió por debajo de los brazos y la apoyó en su regazo.

—¿Qué pasa? —gritó Caroline.

Corin tenía el rostro contorsionado de miedo, pintado en tonos grises y negros, y los ojos muy abiertos. Al ver que estaba despierta y bien, la soltó respirando pesadamente y se cubrió la cara con las manos.

—¿Qué estás haciendo aquí fuera? —murmuró—. ¿Estás bien?

—Estoy... bien. Solo..., hacía tanto calor en la habitación...

Caroline se apresuró a bajarse el camisón.

—¡Pero hace el mismo calor aquí fuera! ¿Qué estabas haciendo... desnuda?

Caroline se alarmó al ver que temblaba. Se mordió el labio y apartó la mirada.

—Tomaba la luna.

—¿Qué?

—Tomaba la luna... Angie me dijo que podía ayudar —dijo Caroline en voz baja.

Se había burlado en secreto cuando su vecina se lo había mencionado, pero ahora era capaz de probarlo todo.

—¿Ayudar a qué? ¡Cariño, estás diciendo tonterías!

—Ayudar a una mujer a quedarse embarazada. Dejar que la luna le ilumine el cuerpo —dijo Caroline, avergonzada.

—¿Y te lo has creído?

—La verdad es que no. Pero... ¿por qué aún no me he quedado embarazada, Corin? ¡Ha pasado un año! —gritó—. No lo entiendo.

—Yo tampoco. —Corin suspiró—. Pero estoy seguro de que estas cosas pasan cuando llega el momento. ¡Un año no es tanto! Eres joven y... ha sido un gran cambio para ti instalarte aquí conmigo. Cariño, intenta no preocuparte, por favor. —Le levantó la barbilla con las puntas de los dedos—. Vuelve a entrar.

—Corin..., ¿por qué te has asustado tanto hace un momento?

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—Cuando me has encontrado aquí fuera, ahora mismo. ¡Parecías tan preocupado! ¿Qué creías que estaba pasando?

—Hubo una mujer al otro lado de Woodward, hará un par de años..., no importa. Pensé que podía haberte pasado algo así. Pero estás bien y no hay nada de que preocuparse... —Corin la tranquilizó.

—Dímelo, por favor —insistió ella, percibiendo su resistencia—. ¿Qué le pasó a esa mujer?

—Parece ser que el calor le sentaba muy mal, como a ti a veces, y también echaba de menos su casa en Francia, y le dio por dormir en el patio para estar más fresca, pero una noche..., una noche ella... —Atrapó el aire nocturno con los dedos, tratando de encontrar una forma de decírselo sin decírselo.

—¿Ella qué?

—Se cortó el cuello —dijo él rápidamente—. Dentro de casa la esperaban tres niños.

Caroline tragó saliva convulsivamente y su propia garganta se cerró al imaginar tanta violencia.

—¿Y tú me has creído capaz... de hacer eso? —preguntó jadeando.

—¡No! No, cariño, no. Solo estaba preocupado por ti, eso es todo.

La llevó a la habitación y le dijo que esperaría a que se durmiera, pero sus suaves ronquidos no tardaron en llenar de nuevo la habitación, y Caroline siguió mirando fijamente el techo.

Se hacía preguntas. Se preguntaba dónde había estado Corin todo el día. Nunca se le había ocurrido pensarlo. Siempre le contaba todo lo que había hecho mientras cenaban, pero ¿cómo podía saber si decía la verdad? ¿Cómo podía saber lo que se tardaba en rescatar a los animales extraviados, perseguir a los ladrones de ganado, marcar los nuevos terneros, juntar un semental apache con una yegua de cría, reparar las cercas, arar, sembrar o segar los campos de trigo, cortar el heno? Corin podía mandar a Joe a cualquier parte si quería tenerlo lejos. Y hacía más de una hora que Magpie se había ido cuando Corin llegaba por la noche. Había veces que no tenía ni idea de dónde estaba ninguno de los dos. Y la forma en que él había tocado a Magpie aquel día..., cómo había puesto las manos sobre ella en la fiesta de Woodward. Esos eran los pensamientos a los que daba vueltas Caroline despierta en la cama, y mientras esperaba sentada a que regresara Corin en el silencio resonante del final del día. En cuanto veía a su marido, sus temores se desvanecían. Cuando estaba sola afloraban como las malas hierbas. Lo único que la consolaba era la falta de atractivo de Magpie, tal como ella la veía. Su pelo áspero, su figura gruesa, los extraños planos de su rostro. Mientras se concentraba en esos defectos, recordaba cuánto había elogiado Corin su belleza.

Pero un duro día de agosto en que el sol alto y perverso blanqueaba la hierba, hasta ese consuelo le fue arrebatado. Magpie estaba junto a la ventana de la cocina, colocada de lado para apoyar la cadera mientras pelaba zanahorias con un cuchillo corto y afilado. Cantaba, como siempre, con una expresión serena y las manos ocupadas. Caroline la observaba a través de la puerta desde la habitación principal, detrás del libro que se suponía que leía, y un titubeo en la canción la hizo parpadear. Magpie dejó de pelar, con la mirada perdida, y se llevó una mano al vientre hinchado. Una pequeña sonrisa le torció los labios, y reanudó la canción y el trabajo. El bebé había cambiado de posición, Caroline se dio cuenta. Estaba despierto y vivo dentro de ella. La oía cantar. Tragando saliva, Caroline se llevó una mano al estómago. Estaba más que delgado, cóncavo; no había en él ni un pliegue de carne acogedor, ni rastro de vitalidad. Se palpó las costillas y las caderas, duras y afiladas. Qué seco, duro y muerto parecía su cuerpo. Y de pronto se le obstruyó la garganta y no pudo respirar. El sol que entraba por la ventana hacía brillar el pelo negro y abundante de Magpie; la amplia curva de su labio superior; la inclinación de los pómulos altos y de los ojos; el cálido brillo de la piel. Era hermosa.

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