Read El Legado Online

Authors: Katherine Webb

El Legado (11 page)

BOOK: El Legado
3.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El tren llegó a Woodward a última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse contra el cristal polvoriento de la ventana. Caroline dormitaba cuando el revisor pasó a grandes zancadas por delante de su compartimiento.

—¡Woodward! ¡Siguiente parada, Woodward!

El grito la despertó y le aceleró el pulso. Reunió sus cosas y se levantó tan deprisa que la cabeza le dio vueltas, por lo que tuvo que sentarse de nuevo y respirar hondo. En lo único que podía pensar era en Corin. ¡Volver a verlo, después de tantos días! Miró impaciente hacia la estación mientras el tren se detenía con un chirrido, desesperada por verlo. Al verse reflejada en el cristal, se apresuró a arreglarse el pelo, y se mordió los labios y se pellizcó las mejillas para darles color. No podía calmarse ni dejar de temblar.

Bajó rígidamente del tren, con las faldas pegadas a las piernas, y los pies hinchados y ardiendo dentro de las botas. Miró a uno y otro lado del andén con el alma en vilo, pero no vio a Corin entre el puñado de personas que bajaban de las calesas o aguardaban en la estación. El tren exhaló un sonido cansino y se arrastró hacia un apartadero donde un depósito de agua se alzaba contra el cielo. Un viento cálido la saludó, cantando débilmente en sus oídos, y la arena que cubría el andén crujió bajo sus pies. Volvió a mirar alrededor y de pronto se sintió vacía, como si la hubieran soltado repentinamente y la próxima ráfaga de viento se la fuera a llevar consigo. Nerviosa, se colocó bien el sombrero, pero mantuvo la sonrisa preparada mientras buscaba con la mirada. Woodward parecía una ciudad pequeña y tranquila. La calle que salía de la estación era ancha y sin pavimentar, y a lo largo de ella el viento había dibujado pequeñas ondas en la arena. Le llegó el olor a alquitrán del edificio de la estación, que ardía bajo el sol, y un penetrante hedor a ganado. Bajó la mirada hacia el suelo y con la punta del pie trazó una línea.

A medida que se alejaba la locomotora se extendió una nueva clase de silencio, detrás del traqueteo de una calesa que pasaba y del chirriar del carro que empujaba el mozo de estación, midiendo la fuerza de su espalda con el peso del equipaje. ¿Dónde estaba Corin? Dentro de ella borboteaban dudas y temores... de que se hubiera arrepentido de su decisión, de verse abandonada y tener que tomar el siguiente tren a Nueva York. Dio vueltas en un círculo, desesperada por verlo. El mozo de estación se había detenido con su equipaje e intentaba atraer su mirada para preguntarle, sin duda, adonde debía llevarlo. Pero si Corin no estaba allí, ella no sabía qué responder. No tenía ni idea de adonde ir, dónde alojarse o qué hacer. Sintió que la sangre le abandonaba el rostro y empezaba a darle vueltas la cabeza. Por un instante aterrador creyó que iba a desmayarse o a estallar en llanto, o ambas cosas. Respiró hondo, temblorosa, y, desesperada, trató de pensar qué hacer, qué decir al mozo para disimular su confusión.

—¿Señora Massey?

Al principio Caroline no se identificó con el nombre, pronunciado con marcado acento del Sur. No prestó atención al hombre que se había detenido a su lado con el sombrero en las manos y el cuerpo curvado en una postura relajada. Aparentaba unos treinta años, pero los elementos le habían curtido el rostro del mismo modo que habían desteñido el azul de su camisa de franela. El pelo despeinado estaba salpicado de mechones rojos y castaños.

—¿Señora Massey? —preguntó de nuevo, dando un paso hacia ella.

—¡Oh! Sí, soy yo —exclamó ella, sobresaltada.

—Encantado, señora Massey. Me llamo Derek Hutchinson, pero todo el mundo me llama Hutch y me gustaría que usted también lo hiciera. —Se puso el sombrero debajo del brazo y le tendió una mano, que Caroline estrechó tímidamente con las puntas de los dedos.

—¿Dónde está el señor Massey?

—Corin tenía previsto volver a tiempo para venir a recogerla, señora, y me consta que se moría de ganas, pero ha habido un problema con unos ladrones de reses y lo han llamado para que se ocupe de ello... Cuando nosotros lleguemos ya habrá regresado, estoy seguro —añadió Hutch al ver la expresión decepcionada de Caroline.

Las lágrimas de decepción le enturbiaron la vista y se mordió el labio inferior para detenerlas. Hutch titubeó, desconcertado ante su reacción.

—Entiendo —jadeó ella, balanceándose ligeramente.

Y de pronto sintió el deseo de sentarse. Corin no había ido a recogerla. Presa de un pánico repentino, empezó a hacer hipótesis acerca de las razones por las que la había evitado.

Hutch carraspeó tímidamente y cambió con torpeza de postura.

—Esto..., humm, me consta que estaba deseando venir a recogerla, señora Massey, pero cuando hay que capturar ladrones, los rancheros tienen el deber de ayudarse mutuamente. Yo he venido en su lugar y estoy a su servicio.

—¿Tienen el deber de ir? —preguntó ella, vacilante.

—Sí. Se ha visto obligado a hacerlo.

—Entonces, ¿es usted su... sirviente?

Hutch sonrió e inclinó la barbilla.

—Bueno, no exactamente, señora Massey. No exactamente. Soy el capataz del rancho.

—Entiendo —dijo Caroline, aunque no lo entendía—. ¿Y cree que habremos llegado a la hora de comer? —preguntó, luchando por recuperar la compostura.

—¿A la hora de comer, señora? ¿De mañana, quiere decir?

—¿Mañana?

—Hay casi unos sesenta kilómetros de aquí al rancho. No es mucho, pero creo que son demasiados para salir esta tarde. Le espera una habitación en la pensión, y una buena cena, que parece necesitar, si me permite el atrevimiento. —Examinó con ojo crítico lo menuda que era y la palidez de su tez.

—¿Sesenta kilómetros? Pero... ¿cuánto tardaremos?

—Saldremos mañana temprano y estaremos allí hacia el mediodía del día siguiente... No había contado con que trajera tantos baúles y cajas, y eso podría retrasarnos algo. Pero los caballos están frescos y si no cambia el tiempo será un viaje sin incidentes.

Hutch sonrió, y Caroline se recobró y trató de ofrecerle una sonrisa en lugar del cansancio que la había invadido solo de oír hablar de otro día y medio de viaje. Hutch se adelantó y le ofreció un brazo.

—Así me gusta. Venga conmigo y podrá ponerse cómoda. Parece bastante cansada, señora Massey.

El hotel Central de la calle principal estaba regentado por una mujer de formas rotundas y expresión avinagrada que se presentó como la señora Jessop. Condujo a Caroline a una habitación limpia aunque no muy espaciosa, mientras Hutch supervisaba el traslado del equipaje del carro de la estación al carromato que iba a llevarlos al rancho. Caroline le pidió a la señora Jessop que le preparara un baño caliente, y se apresuró a sacar unas monedas del bolso al ver que esta fruncía el entrecejo.

—Adelante, pues. Llamaré a su puerta cuando esté listo —dijo la propietaria, mirándola con severidad.

El cerrojo de la puerta del cuarto de baño era endeble y a través de un agujero en un nudo de la madera se veía el pasillo. Caroline no apartó la vista de él mientras se bañaba, aterrada por si veía la sombra de un ojo intruso. La bañera estaba poco llena, pero aun así resultaba regenerador sumergirse en ella. La sangre le circuló de nuevo por los músculos rígidos y la dolorida espalda, y por fin recostó la cabeza y respiró hondo. La habitación olía a toallas húmedas y a jabón barato. A través de los postigos entraba la última luz de la tarde y llegaban voces de la calle; voces lentas y melodiosas con acentos extraños. Luego sonó una fuerte voz masculina, justo debajo de la ventana.

—¡Eh, canalla! ¿Qué diantre estás haciendo aquí?

A Caroline se le aceleró el pulso al oír ese lenguaje y se sentó bruscamente, esperando más palabrotas en cualquier momento, una pelea o incluso tiros. Pero lo que oyó fue una serie de carcajadas y palmadas en el hombro. Volvió a sumergirse en el agua cada vez más fría y trató de serenarse de nuevo.

Después se secó con una toalla áspera y se puso un vestido blanco limpio sin las joyas, porque no quería eclipsar a las demás huéspedes. Sin la ayuda de Sara, su cintura era menos avispada y no iba tan pulcramente peinada, pero cuando bajó a la hora de cenar se sentía más ella misma. Buscó con la mirada a Derek Hutchinson y, al no encontrarlo, preguntó por él a la señora Jessop.

—No volverá a verlo esta noche, estoy segura —dijo la mujer con una sonrisa cómplice—. Se dirigía al Dew Drop la última vez que lo he visto.

—¿Adónde?

—Al Dew Drop, al otro lado del Miliken's Bridge, junto al depósito. ¡Lo que sea que haya decidido beber esta noche, lo beberá allí y no aquí! —Y soltó una risita—. Ha estado varios meses fuera. A un hombre se le abre el apetito. —Al ver la cara de incomprensión de Caroline, aflojó—. Adelante, señora Massey, siéntese. Le mandaré a Dora con su cena.

Así lo hizo Caroline, que comió sola en el mostrador, sin más compañía que la inquisitiva Dora, quien cada vez que le llevaba un plato le hacía un montón de preguntas sobre el Este. En el otro extremo de la sala, dos caballeros de aspecto zarrapastroso y expresión atribulada se explayaban sobre el precio del grano.

La mañana amaneció soleada, el cielo claro y despejado, y en el aire flotaba un olor que era nuevo para Caroline; un olor a tierra húmeda y artemisas recién brotadas en la pradera que rodeaba Woodward, totalmente distinto del olor a ladrillo, humo y gente de la ciudad. El sol caía a plomo cuando emprendieron el último tramo del viaje. Hutch la ayudó a subir al carromato, y Caroline notó que llevaba un arma abultada en la cadera, un revólver de seis balas enfundado. Le produjo un extraño hormigueo en las entrañas. Se ladeó el sombrero para protegerse los ojos de la luz deslumbrante, pero no pudo evitar seguir entrecerrándolos. El sol parecía brillar más allí que en Nueva York, y cuando lo comentó, Hutch inclinó la barbilla dándole la razón.

—Eso creo, señora. Nunca he estado tan al este, ni tan al norte ahora que lo pienso, pero supongo que en un lugar donde hay tantos edificios y tanta gente viviendo y muriendo el aire acaba contaminado, como sus ríos.

Una brisa juguetona levantó la arena que había bajo las ruedas del carromato, arremolinándola alrededor de ellos, y Caroline agitó las manos para protegerse, pero no evitó que se le colara por los pliegues de la falda. Hutch la observó sin sonreír.

—En cuanto salgamos de la ciudad habrá menos arena en el aire, señora Massey.

No tardaron mucho en cruzar Woodward. Bajaron por la calle principal, flanqueada por edificios con estructuras de madera y solo un par de construcciones más permanentes. Vio varios bares, bancos, una oficina de correos, unos almacenes y un teatro. Había bastantes carros y caballos que iban y venían, y numerosas personas ocupándose de sus asuntos, la mayoría hombres. Caroline miró por encima del hombro la ciudad que dejaban atrás. A lo lejos vio que muchas de las fachadas de los edificios altos eran falsas y solo había un piso detrás.

—¿Esto es todo Woodward? —preguntó con incredulidad.

—Sí, señora. Hoy día unas dos mil almas lo consideran su hogar y sigue creciendo. Desde que abrieron las tierras de los cheyenes y los arapahoes está llegando gente que se establece en granjas. A muchos les da pena ver las tierras cercadas y aradas. Yo lo llamo progreso, aunque me alegro de que todavía haya muchas tierras vírgenes para el ganado.

—¿Arapahoes? ¿Qué significa?

—¿Los arapahoes? Son indios. Sus tierras quedan más al norte, pero el gobierno los asentó aquí, como a tantos otros... Las tierras que estamos cruzando eran hasta hace poco de los cherokee, aunque viven más al este. Las alquilaron durante años a los rancheros y los ganaderos, hasta que en el noventa y tres se abrieron a los colonos...

—Pero ¿es seguro para la gente civilizada vivir junto a los indios? —Caroline estaba perpleja.

Hutch la miró de reojo y alzó un hombro.

—Han vendido sus tierras y se han trasladado más al este. Supongo que tienen tan pocas ganas de tener vecinos blancos como los blancos de vivir junto a los indios.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Caroline—. ¡No habría pegado ojo por las noches sabiendo que esas criaturas deambulaban al otro lado de mi ventana!

Soltó una risa nerviosa, sin advertir la expresión pensativa de Hutch al mirar hacia la pradera. Caroline siguió su mirada y sintió un aleteo en el estómago al pensar que esos salvajes podían haber arrancado cabelleras no hacía mucho en ese mismo lugar. Un par de conejos se asustaron a un lado del camino y se escabulleron hacia la maleza, dejando ver solo las puntas negras de sus orejas.

Al cabo de unos quince o veinte kilómetros aparecieron unos edificios a lo lejos. Caroline se alegró de verlos. Cada kilómetro que habían recorrido desde Woodward había sido como un salto que la desviaba de algún modo de la seguridad; un kilómetro más lejos de la civilización, aunque también fuera un kilómetro más cerca de Corin. Se protegió los ojos para mirar mejor.

—¿Esa es la próxima ciudad? —preguntó.

Hutch silbó suavemente a los caballos, dos animales color castaño con patas recias y cuartos traseros gruesos, para que se detuvieran.

—No, señora. Solo es el viejo fuerte. Lo llaman Fort Supply. Me temo que pronto dejaremos la carretera y empezarán los baches.

—¿Fort Supply? ¿Entonces hay tropas de guarnición aquí?

—Ya no. Ha estado vacío los últimos siete u ocho años.

—Pero ¿qué hacían aquí? ¿Proteger a la gente de los indios?

—Bueno, en cierto modo sí, claro. Pero sobre todo se ocupaban de que los blancos no se asentaran en las tierras indias. De modo que podría decirse que estaban para proteger a los indios de las personas como usted y como yo.

—Oh —dijo Caroline, desinflándose un poco.

Le había gustado la idea de que hubiera soldados tan cerca vigilando el rancho e inmediatamente se había imaginado bailando una contradanza con hombres pulcramente uniformados. Pero a medida que se acercaban vio que se trataba de una edificación baja y achaparrada, construida con madera y tierra en lugar de con ladrillo o piedra. Los huecos negros de las ventanas parecían inquietantemente vigilantes y apartó la vista con un escalofrío.

—Pero ¿adónde lleva esta carretera?

—Supongo que a ninguna parte —respondió Hutch—. Se extiende desde aquí hasta el fuerte, pero este tramo ahora lo utiliza sobre todo gente como nosotros, para que el trayecto a la ciudad resulte un poco más benévolo con sus huesos.

Caroline miró atrás hacia la carretera vacía y observó cómo el polvo se asentaba de nuevo. Se había imaginado tierras vírgenes que no habían sido tocadas por otra mano que la de Dios. Pero allí ya había ruinas fantasmales y una carretera que no llevaba a ninguna parte.

BOOK: El Legado
3.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The End of the Whole Mess: And Other Stories by Stephen King, Matthew Broderick, Tim Curry, Eve Beglarian
Tell My Dad by Ram Muthiah
Till the Break of Dawn by Tracey H. Kitts
B004TGZL14 EBOK by Omartian, Stormie
The Shining Company by Rosemary Sutcliff
Outside In by Sarah Ellis