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Authors: Katherine Webb

El Legado (12 page)

BOOK: El Legado
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—Pronto cruzaremos el North Canadian, señora Massey —dijo Hutch—. Pero no quiero alarmarla. En esta época del año no será ningún problema.

Caroline asintió y sonrió dócilmente.

El río era ancho pero poco profundó, el agua solo cubría hasta la mitad de las ruedas del carromato y el vientre de los caballos. Cuando llegaron a la otra orilla, Hutch dejó sueltos a los dos animales, que bebieron ávidamente y chapotearon con las patas, salpicándose el pelo polvoriento y llenando las fosas nasales de Caroline del olor de su piel caliente. Ella se frotó unas gotitas en la falda pero solo logró ensuciarla más. Se detuvieron para comer al otro lado, donde había un bosquecillo de álamos de Virginia cuyas raíces retorcidas se hundían en la orilla de arena y proyectaban una sombra moteada. Hutch extendió una manta gruesa, luego le tendió la mano a Caroline, que se bajó del carromato y se acomodó en el suelo como pudo. Pero el corsé no le permitía estar cómoda, y habló poco mientras comía una loncha de jamón que la obligaba a masticar de forma poco delicada y pan que se le desmigajaba en el regazo, y molía granos de arena entre los dientes. El único ruido era el siseo y el estruendo de la brisa a través de las hojas de los álamos que se retorcían y temblaban, lanzando silenciosas sombras plateadas y verdes. Antes de reemprender el camino, Caroline se tomó muchas molestias para sacar su sombrilla de seda del equipaje.

El carromato avanzó más despacio por la pradera abierta, dando sacudidas sobre manojos de artemisas y arrastrándose por tramos de arenas movedizas o por el lodoso cauce de un riachuelo poco profundo. De vez en cuando pasaban por viviendas, casas excavadas y construidas con prisas para albergar a una familia, tomar posesión, señalar un nuevo comienzo. Pero estaban muy alejadas unas de otras y se volvieron cada vez más escasas. Según avanzaba la tarde Caroline dormitó, balanceándose en el asiento al lado de Hutch. Cada vez que empezaba a caérsele la cabeza la despertaba una sacudida.

—Pronto pararemos para pasar la noche, señora. Supongo que no le vendrá mal un café caliente o una cama.

—Ya lo creo. Estoy bastante cansada. ¿Estamos muy lejos aún de la ciudad?

—Parece más lejos en carro. He hecho el viaje en un solo día a caballo, sin forzarlo demasiado. Lo único que se necesita es un animal rápido, y su marido cría algunos de los mejores de todo el territorio de Oklahoma.

—¿Dónde pasaremos la noche? ¿Hay algún poblado cerca?

—No. Esta noche acamparemos.

—¿Acamparemos?

—Eso es. ¡No se alarme, señora Massey! Soy un hombre de honor además de discreto —dijo él sonriendo con ironía al ver el desconcierto de Caroline.

Ella tardó un momento en comprender que él había creído escandalizarla con la idea de pasar la noche sola con él. Se sonrojó y bajó la vista, y se sorprendió mirando la cinturilla de sus pantalones, donde se le había salido un poco la camisa, dejando ver un trozo de vientre duro y bronceado. Tragó saliva y clavó la mirada con firmeza en el horizonte. En realidad su primer temor había sido dormir a la intemperie, expuesta a los animales, a los elementos y a otros ensañamientos de la naturaleza.

Antes de que se pusiera el sol, Hutch detuvo el carromato en una extensión llana donde el suelo era más verde y exuberante. Ayudó a Caroline a bajar y ella se quedó de pie con todo el cuerpo dolorido, sin saber qué hacer. Hutch soltó los caballos, les quitó las bridas y les dio una palmada en la grupa. Con alegres relinchos y agitando las colas, estos trotaron perezosamente unos pasos y se pusieron a comer enormes bocados de hierba.

—Pero... ¿no se escaparán? —preguntó Caroline.

—No creo que se vayan muy lejos. Y harán kilómetros por una rebanada de pan.

Hutch descargó del carromato una tienda y la montó rápidamente. Extendió mantas sobre unas pieles de búfalo para hacer una cama dentro y dejó el neceser de ella al lado.

—Aquí estará cómoda. Igual que en un hotel de Nueva York.

Caroline lo miró, sin saber si se burlaba de ella, luego sonrió y se sentó dentro de la tienda, arrugando la nariz por el olor de las pieles. Pero la cama era mullida y blanda, y los lados de la tienda se inflaban y desinflaban con la brisa, como si respirara con delicadeza. Notó cómo se le acompasaba el pulso y le inundaba una suave calma.

Hutch había hecho rápidamente un fuego y estaba acuclillado a su lado, vigilando una sartén alargada y plana que chisporroteaba echando humo. De vez en cuando arrojaba a las llamas algo seco y marrón que Caroline no reconoció.

—¿Qué utiliza como combustible?

—Boñigas de vaca —replicó Hutch, sin dar ninguna explicación.

Caroline no se atrevió a preguntar más. El cielo era una apoteosis de vetas rosas y azul turquesa que se alejaban del fulgor del oeste hacia el profundo y aterciopelado azul del este. El fuego iluminaba la cara de Hutch.

—He puesto allí esa caja para que se siente —dijo, señalándola con el tenedor.

Caroline se sentó en ella, obediente. En la oscuridad que había más allá de la hoguera un caballo resopló y relinchó con suavidad. Y de pronto un profundo aullido, alto y fantasmal, resonó por toda la llanura hasta donde se encontraban ellos.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Caroline, poniéndose de pie.

Se le bajó la sangre de la cabeza y se tambaleó alargando un brazo que Hutch, apareciendo a su lado al instante, asió a tiempo.

—Siéntese, señora —insistió—. Siéntese otra vez.

—¿Son lobos? —preguntó ella, incapaz de impedir que le temblara la voz.

—Solo son lobos de la pradera, eso es todo. No tienen ni el tamaño de un perro y no son más feroces. No se acercarán, se lo prometo.

—¿Está seguro?

—Tan seguro como que estoy aquí sentado, señora Massey.

Caroline se envolvió con su chal y se acurrucó sobre la dura caja de madera, con cada fibra de su cuerpo en tensión. Hutch pareció notar su miedo y empezó a hablar.

—A veces los llaman coyotes. Se mueven en manada y se pelean por los huesos abandonados. De eso están hablando ahora, de quién ha encontrado los mejores huesos para comérselos. La peor diablura que harán es robar gallinas de alguna granja, pero solo si se ven obligados a hacerlo. Supongo que han aprendido a no acercarse a la gente, a menos que quieran recibir un tiro en la cola, claro... —Y así siguió hablando, con voz suave y de algún modo tranquilizadora, y al oírla Caroline se serenó.

Una y otra vez se oyó el aullido del coyote, largo y triste, sobre el campamento.

—Suena tan solitario —murmuró ella.

Hutch la miró, con los ojos ocultos en la sombra. Le pasó con cuidado una taza de hojalata.

—Tome un poco de café, señora.

El amanecer despertó a Caroline, con la luz brillando irresistible dentro de la tienda. Había estado soñando con Bathilda, que la observaba por encima del hombro mientras hacía escalas en el piano y exclamaba, como solía hacer: «¡Las muñecas! ¡Las muñecas!». Por un momento no recordó dónde estaba. Sacó la cabeza con cautela de la tienda y sintió alivio al no ver señales de Hutch. El cielo por el este estaba deslumbrante. Nunca se había despertado tan temprano. Se levantó y se estiró, colocando las manos en la parte inferior de la espalda. Tenía el pelo enredado y un gusto amargo en la boca del café de la noche anterior. Se frotó los ojos y se dio cuenta de que tenía las cejas llenas de arena. De hecho, toda la cara y la ropa. En los puños vio una línea de suciedad, y la notó también dentro del cuello, frotándole la piel. Un montón de mantas arrugadas al lado de las brasas apagadas de la hoguera señalaban dónde había pasado la noche el capataz.

—Buenos días, señora Massey —dijo Hutch, sobresaltándola.

Se acercaba desde una explanada verde que había al otro lado del carromato, llevando un caballo castaño en cada mano.

—¿Qué le ha parecido su primera noche de vaquera? —Sonrió.

Caroline le devolvió la sonrisa, sin acabar de entenderle.

—Buenos días, señor Hutchinson. He dormido bien, gracias.

—Voy a llevar a estos dos al riachuelo de ahí abajo para que beban y luego vendré a preparar el desayuno.

Caroline asintió y miró alrededor.

—He dejado una lata llena de agua allí, por si quiere refrescarse un poco —añadió él sonriendo de nuevo mientras se abría paso por el campamento.

Sin embargo, la verdadera necesidad de Caroline era descargar el vientre. Titubeó un rato hasta que cayó en la cuenta, horrorizada, de que iba a tener que hacerlo entre los matorrales, y que al partir de forma tan ostentosa en dirección contraria Hutch probablemente quería tranquilizarla haciéndole saber que no estaría cerca para presenciar esa indignidad. Al lado de la solícita lata de agua había dejado un fajo de papel de periódico y una fina toalla de algodón. Con una mueca de horror, Caroline hizo el mejor uso que supo de esos precarios utensilios. Cuando Hutch regresó tuvo la delicadeza de no mirar ni preguntar por lo que le había dejado preparado.

Hacia el mediodía el sol abrasaba, pero a Caroline le pesaba el brazo con que aferraba su polvorienta sombrilla. Se rindió y la dobló en el regazo. Mirando hacia el vasto cielo insondable, vio a lo lejos dos puntos negros que describían un círculo.

—¿Son águilas? —preguntó ella señalándolos, y fijándose al hacerlo en lo sucio que estaba su guante de encaje.

Hutch siguió su mirada, con los ojos entrecerrados.

—Me temo que solo son buitres. No hay muchas águilas en las praderas. Si sube a las Rocosas verá aves muy hermosas. Tiene una vista muy aguda, señora Massey. —Volvió a mirar por encima de las orejas de los caballos y cantó para sí—: Daisy, Daisy, give me your answer do...

Caroline dejó vagar la mirada por el horizonte, luego se irguió y señaló de nuevo.

—¡Viene alguien! —exclamó excitada.

—Bueno, ya no estamos lejos del rancho, señora. Podría ser uno de nuestros jinetes —dijo Hutch con una sutil sonrisa.

—¿Es Corin? —preguntó ella, llevándose las manos al pelo despeinado. Y empezó a esconder los mechones sueltos debajo del sombrero—. ¿Cree que es el señor Massey?

—Bueno. —Hutch volvió a sonreír mientras ella seguía arreglándose frenética—. No conozco a otro hombre que cabalgue una yegua tan negra como esa, de modo que podría ser su marido después de todo, señora.

Caroline seguía sacudiéndose las faldas y pellizcándose las mejillas, sin importarle que Hutch fuera testigo de sus esfuerzos, cuando el jinete se acercó y por fin vio a Corin por primera vez desde su boda, hacía un mes. Dejó caer las manos en el regazo y se irguió a pesar de los nervios. La yegua negra cubrió la distancia galopando sin esfuerzo y levantando arena a su paso, y cuando por fin llegó hasta ellos, Corin se bajó el pañuelo de la cara y mostró una gran sonrisa. Estaba tan bronceado y atractivo como ella lo recordaba.

—¡Caroline! —gritó—. ¡Qué alegría verte!

Bajó del caballo y se acercó hasta detenerse a sus pies. Ella se quedó sentada en el carromato, paralizada por el miedo y la expectación.

—¿Estás bien? ¿Qué tal ha ido el viaje?

Cuando ella no respondió, a Corin se le demudó la expresión y los ojos se le llenaron de desconcierto. Esto fue su perdición. Sin saber qué decir, y más aliviada de verlo de lo que habría reconocido jamás, dejó a un lado todo el decoro y se arrojó a los brazos que la esperaban. Solo la delgadez de ella impidió que los dos acabaran tumbados sobre la arena de la pradera. Detrás de ellos, sosteniendo despreocupadamente las riendas con una mano, Hutch observó la escena con una sonrisa lacónica y saludó a su jefe con un gesto de la cabeza.

Había unas cuantas personas alrededor cuando el carro que llevaba a la nueva esposa de Corin Massey se detuvo delante del rancho. La mayoría eran hombres jóvenes, con ropa gastada y polvorienta, y que sin embargo parecían haber hecho un esfuerzo por peinarse y meterse la camisa dentro de los pantalones. Corin sonrió al ver la preocupación en la cara de Caroline cuando, desesperada, echó otra mirada a su mugriento atuendo. Los hombres ladearon el sombrero y murmuraron saludos mientras ella bajaba del carromato y les sonreía educada.

—Quiero que des una vuelta por el rancho, Caroline —dijo Corin, bajando del caballo—. ¡Me hace tanta ilusión enseñártelo todo! A menos que estés demasiado cansada después del viaje.

—¡Estoy tan cansada, Corin! Por supuesto que quiero que me lo muestres, pero necesito echarme un rato y bañarme.

Corin asintió rápidamente, aunque pareció un poco decepcionado.

La casa alta y blanca que Caroline había imaginado era un edificio bajo de madera; y aunque la fachada había sido pintada de blanco, la arena de la pradera se había adherido a la mitad inferior, dándole un aspecto sucio. Corin siguió su mirada.

—El viento de primavera sopló antes de que pudiera secarse la pintura —explicó tímidamente—. Volveremos a pintarla, no te preocupes. ¡Por suerte solo nos dio tiempo de hacer la fachada, así que no habrá sido todo en balde!

Caroline miró los lados de la casa, todavía de madera desnuda.

—Ya me ocupo yo de Strumpet. Lleva a la señora Massey a la casa —dijo Hutch, cogiendo las riendas de las manos de Corin.

—¿Strumpet? —preguntó Caroline, desconcertada.

—Mi yegua. —Corin sonrió, frotando la frente del animal.

Caroline sabía poco de caballos, pero el animal pareció fruncir el ceño.

—No encontrarás alma más contestataria y temperamental en estos parajes, y no exagero.

—¿Por qué te la has quedado si es tan antipática?

Corin se encogió de hombros, como si nunca se le hubiera ocurrido pensarlo.

—Bueno, es mi montura.

En el interior de la casa, las paredes estaban desnudas y no había cortinas en las ventanas. Había suficientes muebles, pero estaban colocados al azar por la habitación, en ángulos extraños. Lo único que parecía estar en su lugar era una mecedora junto a la estufa, y un montón de publicaciones sobre ganado y catálogos de semillas a un lado. Por el suelo había muchas cajas de madera y de cartón. Caroline dio una vuelta despacio, mirándolo todo, y la arena crujió bajo las suelas de sus botas. Cuando miró a su marido, no pudo disimular su horror. La sonrisa de Corin desapareció de su cara.

—No lo he arreglado a propósito, porque pensé que era absurdo hacerlo hasta que llegaras y me dijeras cómo lo quieres —se apresuró a explicar—. Ahora que estás aquí, nos ocuparemos de ello enseguida.

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