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Authors: Katherine Webb

El Legado (7 page)

BOOK: El Legado
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—¡Vaya! —exclama él moviéndola en un arco descendente.

Le agarro la muñeca y compruebo la hoja con el pulgar.

—Ten muchísimo cuidado con ella —digo mirándolo a los ojos—. Y no entres con ella en la casa.

—No —dice él describiendo otro arco y sonriendo al oír el silbido de la hoja cortando el aire.

Fuera está más oscuro y empieza a llover con fuerza. Una corriente de agua lodosa corre borboteando por delante del garaje.

—Vamos dentro. Tu madre se estará preguntando dónde estamos.

—Me gustaría que saliera y echara un vistazo a la cabaña del árbol, a ver si cree que podemos reconstruirla. ¿Crees que lo haría?

—No lo sé, Ed. Ya sabes que enseguida coge frío con este tiempo. —No hay nada entre su cuerpo y el frío invernal. Ni carne, ni músculo, ni piel gruesa.

Beth está haciendo más tartaletas de frutas cuando entramos con estrépito en la cocina. Extiende la masa, corta las formas, las rellena y las mete en el horno, y cuando las saca las guarda en bolsas. Empezó ayer, preparándose para la llegada de Eddie, y no da muestras de parar. La mesa de la cocina está llena de harina, restos de masa y tarros vacíos de frutas. Huele maravillosamente. Acalorada, saca otra hornada del Rayburn y deja las bandejas en la mesa de trabajo cubierta de arañazos. Ha llenado todas las latas y cajas de galletas, y en el viejo congelador del sótano hay varias bolsas. Cojo dos y le ofrezco una a Eddie. El relleno me quema la lengua.

—Están buenísimas, Beth —digo a modo de saludo.

Ella me dedica una pequeña sonrisa que se agranda cuando se acerca a su hijo. Lo besa en la mejilla, dejando huellas de dedos fantasmales en sus mangas.

—Enhorabuena, cariño. Todos tus profesores parecen muy contentos contigo.

Cojo el informe de la mesa y soplo para quitar la harina antes de hojearlo.

—Con la excepción quizá de la señorita Wilton... —puntualiza. La de la violeta africana.

—¿De qué da clase? —pregunto mientras él se retuerce ligeramente.

—De francés —murmura Eddie con la boca llena.

—Dice que no te esfuerzas lo suficiente y que cuando lo haces, solo demuestras que podrías hacerlo mucho mejor —continúa Beth, sujetando a Eddie por los hombros sin dejarlo escapar.

Él hace un gesto ambiguo.

—Y te han castigado tres veces después de clase. ¿Qué ha pasado?

—El francés es tan aburrido —declara él—. Y la señorita Wilton es muy estricta. ¡No es justo! ¡Uno de los castigos fue porque Ben me lanzó una nota! ¡Yo no tuve la culpa!

—Bueno, intenta prestar un poco más de atención. El francés es muy importante... Sí, lo es —insiste cuando Eddie pone los ojos en blanco—. Cuando sea rica y me retire en el sur de Francia, ¿cómo te las arreglarás si no sabes hablar el idioma?

—¿Gritando y haciendo señas? —aventura él.

Beth aprieta los labios con severidad, luego se ríe, un sonido alegre e intenso que casi nunca oigo. No puede evitarlo, cuando está con Eddie.

—¿Puedo comer otra tartaleta? —pregunta él, percibiendo que ha ganado.

—Adelante, y luego ve a bañarte, que estás hecho un asco.

Eddie coge dos tartaletas y sale corriendo de la cocina.

—¡Llévate la cartera! —grita Beth detrás de él.

—¡No tengo manos!

—Di mejor que no tienes ganas —me dice Beth, sonriendo con aire arrepentido.

Más tarde vemos una película; Beth y Eddie se acurrucan juntos en el sofá con un gran bol de palomitas entre ambos. Cuando la miro veo que casi no está siguiendo el argumento. Apoya la barbilla en la cabeza de Eddie y cierra los ojos satisfecha, y noto como uno de los nudos de mi interior se deshace y se escabulle en el calor del fuego abierto. El fin de semana pasa rápidamente: una película en el cine de Devizes, los deberes en la mesa de la cocina, las tartaletas de frutas; Eddie en el garaje o merodeando por los establos vacíos, blandiendo el hacha. Beth está tranquila, aunque un poco distraída.

Deja de hacer tartaletas cuando se queda sin harina y pasa largos ratos observando a Eddie por la ventana con una sonrisa ausente.

—Podría llevarlo a Francia el verano que viene —me dice sin interrumpir la vigilancia cuando le alcanzo una taza de té.

—Creo que le encantaría —digo.

—A la Dordoña tal vez. O al valle del Lot. Podríamos nadar en el río.

Me encanta oírle hacer planes. Planes para el futuro. Me encanta saber que está pensando con tanta antelación. Apoyo un momento la barbilla en su hombro y sigo su mirada hacia el jardín.

—Ya te dije que se lo pasaría bien aquí. Las navidades serán fantásticas.

El pelo le huele ligeramente a menta. Lo dejo caer por encima de su hombro y se lo aliso sobre el jersey.

El domingo por la noche Maxwell viene a recoger a su hijo. Llamo a Beth mientras abro la puerta, y como ella no aparece le enseño a Maxwell la planta baja y le preparo un café. Se divorció de Beth hace cinco años, cuando la depresión de ella pareció empeorar y se adelgazó de golpe; él dijo que no podía afrontarlo y que no había manera de criar a un hijo así. De modo que la dejó y volvió a casarse casi inmediatamente con una mujer baja y rolliza de aspecto saludable llamada Diane: dientes blancos, cachemira, uñas perfectas. Nada complicada. La depresión de Beth le vino muy bien a Maxwell, siempre lo he pensado. Pero no es mal tipo. La conoció en un buen momento, eso es todo. Cuando era todo elegancia y belleza recatada. Era como un cisne entonces, como un lirio. Un amigo en la prosperidad, eso es lo que resultó ser Maxwell. Ahora su gabardina gris gotea sobre las losas, pero la lluvia no puede estropear el brillo de la opulencia en el pelo, los zapatos, la piel.

—Una casa impresionante —dice, y toma un sorbo de café con un ruido fuerte que no me gusta.

—Supongo que sí —concedo, apoyándome en el Rayburn con los brazos cruzados.

Me costaba sentir simpatía por Maxwell cuando todavía era mi cuñado. Ahora me resulta casi imposible.

—Habría que hacer obras, por supuesto. Pero tiene mucho potencial —declara.

Se hizo rico en el negocio inmobiliario y me pregunto, con un poco de malicia, cómo le está afectando la crisis de los créditos. Un gran potencial. Eso mismo dijo de la casa de campo que Beth compró cerca de Esher después del divorcio. Lo ve todo con ojos de promotor inmobiliario. Pero ella ha dejado las puertas de madera hinchadas y las chimeneas que solo tiran cuando las ventanas están abiertas. Le gusta destartalada.

—¿Habéis decidido qué vais a hacer con ella?

—No. Aún no. Beth y yo todavía no hemos hablado realmente de ello —digo.

Veo en su cara una oleada de irritación. Nunca le ha gustado que las dudas se interpongan en la sensatez.

—Bueno, esta herencia podría haceros muy ricas a las dos...

—Pero tendríamos que quedarnos a vivir aquí. No estoy segura de que sea eso lo que queremos.

—No tendríais por qué ocupar toda la casa. ¿Habéis pensado en hacer apartamentos? Necesitáis planos, por supuesto, pero no habría problema. Podríais quedaros con un apartamento y el pleno dominio, y vender los derechos de arrendamiento de los demás. Ganaríais un montón de dinero y cumpliríais los términos del contrato.

—Eso costaría miles y miles... —Niego con la cabeza—. Además, estamos en recesión, ¿recuerdas? Creía que el sector de la construcción estaba parado.

—Es posible que haya recesión, pero en dos o tres años la gente necesitará lugares donde vivir a largo plazo. —Maxwell inclina la cabeza, reflexionando—. Necesitaríais inversores. Yo podría ayudaros con eso. Podría incluso interesarme a mí invertir... —Lo veo mirar alrededor de la habitación con renovada atención, como si trazara planos, tomara medidas. Me produce una sensación desagradable.

—Gracias. Se lo comentaré a Beth —concluyo.

Maxwell me mira con severidad, pero se queda un rato callado. Clava la mirada en un cuadro de una fruta que cuelga en la pared del fondo. Cuando finalmente carraspea, sé qué va a preguntar a continuación.

—¿Y cómo está Beth?

—Está bien. —Me encojo de hombros, mostrándome deliberadamente vaga.

De nuevo se trasluce la irritación en su cara, aparecen nuevos surcos en su frente.

—Vamos, Erica. Cuando la vi hace una semana volvía a estar muy delgada. ¿Está comiendo lo suficiente? ¿Ha estado haciendo de las suyas?

Trato de no pensar en las tartaletas. En los cientos de tartaletas.

—No he notado nada.

Es una gran mentira. Vuelve a estar mal, y aunque no sé exactamente por qué, sé cuándo empezó... con la muerte de Meredith. Cuando, al morir, la abuela introdujo esta casa de nuevo en nuestras vidas.

—¿Y dónde está?

—No tengo ni idea. Probablemente en el cuarto de baño. —Me encojo de hombros.

—No la pierdas de vista —murmura—. No quiero que Eddie pase las navidades aquí si va a tener uno de sus episodios. No es justo para él.

—No va a tener ningún episodio —replico—. No a menos que trates de apartarla de Eddie.

—No se trata de apartarla de Eddie, sino de hacer lo mejor para mi hijo, y...

—¿Qué puede ser mejor para él que pasar tiempo con su madre? Y a ella le sienta tan bien tenerlo cerca. Siempre está mucho mejor...

—¡No debería ser cosa de Edward hacer sentir mejor a su madre!

—¡No es eso lo que he dicho!

—Si accedí a que Edward viniera es porque sabía que tú estarías aquí para controlar, Erica. Beth ya ha demostrado lo impredecible e inestable que es. Esconder la cabeza debajo del ala no ayudará, lo sabes.

—Creo que conozco a mi hermana, Maxwell, y no es inestable...

—Mira, sé que solo quieres defenderla, y es admirable. Pero esto no es un juego, Erica. ¡Verla peor que nunca podría afectar a Edward para el resto de su vida, y no estoy dispuesto a permitirlo! No otra vez.

—¡Baja la voz, por el amor de Dios!

—Mira, solo quiero...

—Sé lo que quieres, Maxwell, pero no puedes cambiar el hecho de que Beth es la madre de Eddie. Nadie es perfecto... Beth no es perfecta. Pero es una gran madre y adora a Eddie, y si pudieras concentrarte solo en eso para variar, en lugar de vigilar, esperar y llorar por la custodia cada vez que está un poco deprimida...

—Eso es quedarse corto, ¿no te parece? —dice él, y solo puedo mirarlo furiosa porque tiene razón.

Oigo un ruido fuera de la habitación y le lanzo una mirada acusadora. Eddie está en el pasillo, balanceando la cartera incómodo. Tuerce su delgada muñeca de izquierda a derecha.

—¡Edward! —grita Maxwell con una gran sonrisa, y se acerca a su hijo para estrujarlo en un breve abrazo.

Tardo un rato en encontrar a Beth. La casa está oscura hoy, como el mundo exterior. Un domingo en pleno invierno en el que el sol apenas ha salido y ya está escondiéndose de nuevo. Voy de puerta en puerta, abriéndolas de golpe y mirando dentro, inhalando el olor a cerrado de las habitaciones que llevan mucho tiempo sin utilizarse. Hace unas horas hemos disfrutado de un desayuno tardío sentados a la larga mesa de la cocina. Beth estaba animada y radiante, ha preparado chocolate deshecho y ha calentado cruasanes en el Rayburn para todos. Demasiado animada y radiante, me doy cuenta ahora. No la he visto escabullirse. Acciono los interruptores a medida que entro, pero muchas de las bombillas están fundidas. Por fin la encuentro, sentada en el alféizar de una ventana en uno de los dormitorios del piso de arriba. Desde allí ve el coche plateado en la entrada, veteado y borroso por las gotas de lluvia en la sucia ventana.

—Maxwell ya está aquí —digo inútilmente.

Beth no hace caso. Se agarra el labio inferior con dos dedos, lo empuja entre los dientes y lo muerde con fuerza.

—Eddie tiene que irse, Beth. Vamos, tienes que bajar a despedirte. Y Maxwell quiere hablar contigo.

—No quiero hablar con él. No quiero verle. No quiero que Eddie se vaya.

—Lo sé. Pero solo serán unos días. Y no puedes dejar que se vaya sin decirle adiós.

Vuelve la cabeza para mirarme con odio. Se la ve tan cansada. Tan cansada y triste.

—Por favor, Beth. Están esperando... Hemos de bajar.

Beth toma una bocanada de aire y se baja del alféizar con un lento y deliberado movimiento acuático.

—¡La he encontrado! —Mi alegre anuncio suena demasiado estridente—. Esta casa es lo bastante grande para perderte en ella.

Beth y Maxwell me ignoran, pero Eddie sonríe, sin saber qué hacer. Ojalá Beth supiera fingir un poco mejor y demostrara que es capaz de arreglárselas. La zarandearía por no ofrecer una imagen mejor a Maxwell en este momento. Se queda parada delante de él con los brazos cruzados, perdida dentro de un jersey amorfo. No discutió cuando él se fue. Llegaron a un acuerdo amistoso, ese es el término que las dos familias utilizaron. Amistoso. No hay nada amistoso en Beth allí de pie, con la cara gris y una mirada severa. No se tocan.

—Me alegro de verte, Beth. Tienes buen aspecto —miente Maxwell.

—Tú también.

—Mira, ¿te importa si traemos a Eddie el próximo sábado en lugar del viernes? Hay un concierto de villancicos en el colegio de Melissa el viernes por la noche y nos gustaría ir todos, ¿verdad, Ed?

Eddie se encoge de hombros y asiente al mismo tiempo. Podría dar clases de diplomacia. Beth aprieta los labios, tensa la mandíbula. Cómo odia que Max mencione a su nueva familia, cada segundo de más que Eddie pasa con ella. Pero la petición es razonable y se esfuerza por ser también razonable.

—Por supuesto. No hay ningún problema.

—Estupendo. —Maxwell esboza una rápida sonrisa profesional.

Sigue un silencio en el que solo se oye el roce de la cartera de Eddie balanceándose de un lado a otro.

—¿Tenéis muchos planes para la semana?

—No muchos... Ordenar los trastos de la abuela, empezar con los preparativos de la Navidad —digo alegremente.

Beth no añade nada a este resumen.

—Bueno, tenemos que irnos, ¿eh, Ed? —Maxwell lo conduce hacia la puerta—. Hasta el sábado. Que paséis una buena semana.

—¡Espera! Eddie... —Beth corre hacia él y lo abraza demasiado fuerte.

Se iría con él si pudiera. Lo mantendría agarrado y no le dejaría olvidarla, no le dejaría querer demasiado a Diana y a Melissa. Cuando la puerta se cierra tras ellos, me vuelvo hacia Beth. Pero ella no me mira.

—¡Ojalá no te quedaras tan pasmada delante de Maxwell! —estallo—. ¿No puedes ser más...? —Me callo, no encuentro las palabras adecuadas.

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