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Authors: Katherine Webb

El Legado (5 page)

BOOK: El Legado
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—Señor..., señor Massey —tartamudeó cuando él se apartó, sin soltarle la cara, contemplándola con silencioso apremio.

—Caroline..., venga conmigo. Cásese conmigo.

Caroline no encontraba las palabras para responderle.

—Entonces ¿me ama? —preguntó.

Se le aceleró el pulso mientras esperaba la respuesta, las palabras que anhelaba oír.

—¿No lo sabe? ¿No se ha dado cuenta? —preguntó él con incredulidad—. La he amado desde el instante en que la vi.

Caroline cerró los ojos, aliviada.

—Está sonriendo —dijo él, acariciándole la mejilla con un dedo—. ¿Eso significa que se casará conmigo o que se está riendo de mí?

Sonrió ansioso, y Caroline puso las manos sobre las suyas, que seguían sosteniéndole la cara, y las apretó.

—Eso significa que me casaré con usted, señor Massey. Significa que... no hay nada que desee más que casarme con usted —respondió sin aliento.

—La haré muy feliz —prometió él, besándola de nuevo.

Bathilda se negó a anunciar el compromiso entre su sobrina y Corin Massey. Se negó a ayudarla a reunir su ajuar, a comprar ropa de viaje o a llenar los baúles de cuero. En lugar de ello observó cómo su sobrina doblaba pulcramente las nuevas faldas hechas a medida y las blusas bordadas.

—Supongo que te crees emancipada para actuar de un modo tan desastroso. Toda una chica Gibson, estoy segura —observó.

Caroline no respondió, aunque la pulla le dolió porque no estaba lejos de la verdad. Enrolló las joyas en un paño de terciopelo azul y las guardó en su joyero. Más tarde buscó a Bathilda por la espaciosa casa de Gramercy Park y la encontró sentada bajo un rayo de sol de primavera, tan sorprendentemente brillante que parecía más joven. Caroline volvió a pedirle que anunciara su compromiso. Quería hacer las cosas como era debido, oficialmente, como estaba mandado; pero la petición cayó en oídos sordos.

—No es precisamente motivo de celebración —replicó Bathilda—. Por fortuna no estaré aquí para tener que responder preguntas. Voy a regresar a Londres para quedarme con una prima de mi difunto marido, una dama que merece todo mi respeto y afecto. Ya no hay nada que me retenga en Nueva York.

—¿Va a volver a Londres? Pero... ¿cuándo? —preguntó Caroline, más mansamente.

Con tristeza cayó en la cuenta de que a pesar de la distancia que había entre ambas, su tía Bathilda era su única familia, su hogar.

—El mes que viene, cuando el tiempo sea más benigno.

—Entiendo —dijo Caroline en voz baja. Entrelazó los dedos ante ella y los apretó con fuerza.

Bathilda levantó la vista del libro que leía con ostentación y su expresión se endureció, volviéndose casi agresiva.

—Supongo que ya no nos veremos mucho a partir de ahora —murmuró Caroline.

—No lo creo, querida. Pero tampoco lo haríamos si me quedara en Nueva York. Estarás viviendo más allá de la distancia que podría haber recorrido cómodamente. Te daré mi dirección de Londres y, por supuesto, quiero que me escribas. Tal vez encuentres quien te haga compañía en la granja. Habrá otras mujeres en los alrededores, estoy segura —dijo con una leve sonrisa mientras volvía a concentrarse en su libro.

El cuello de encaje de Caroline pareció ahogarla. Sintió una punzada de temor y no supo si correr hacia Bathilda o huir de ella.

—Nunca me ha dado siquiera una pequeña muestra de cariño —susurró con voz asustada y tensa—. No sé por qué le sorprende que corra tras lo que se me ofrece.

Y se marchó de la habitación antes de que Bathilda pudiera burlarse de ese sentimiento.

Así pues, nadie llevó a Caroline al altar el día de su boda y en la ceremonia no estuvo presente ningún familiar. Escogió un traje de diáfana muselina blanca, con una ancha franja de volantes de encaje que cruzaba el pecho y puntillas almidonadas en el cuello y los puños. Se recogió el cabello en un tocado alto, sujeto con peinetas de marfil, y unos pendientes de perla fueron las únicas joyas que llevó. No se maquilló y, cuando se miró por última vez en el espejo, vio su rostro algo pálido. Aunque no hacía calor, se deslizó en la cintura el abanico de seda de su madre, que toqueteó nerviosa mientras se dirigía a una pequeña iglesia en el Upper East Side, cerca de donde había vivido Corin de niño. A su lado iba sentada Sara, la criada; cuando entró en la iglesia, deseó que sus padres se encontraran allí. Corin llevaba un traje y una corbata prestados, el pelo pulcramente peinado hacia atrás, y las mejillas recién rasuradas, con la piel suave y ligeramente irritada. Se toqueteó el cuello mientras ella se acercaba por la nave, pero cuando la miró a los ojos, llenos de ansiedad, sonrió y se quedó inmóvil, como si nada más importara. Lo acompañaban su madre y sus dos hermanos mayores, que observaron solemnes mientras la pareja hacía sus votos frente al pastor. La señora Massey todavía iba de luto y, aunque le dio la bienvenida como nuera, su duelo era demasiado reciente para que se alegrara realmente. Era otro día lluvioso, y el interior de la iglesia, oscuro y silencioso, olía a polvo húmedo de ladrillo y a cera de cirio. A Caroline no le importó. Su mundo se había contraído hasta abarcar solo al hombre que tenía ante sí, el hombre que le sostenía la mano y la miraba de manera posesiva mientras pronunciaba promesas con tanta convicción. Asiéndole la mano ante Dios, Caroline sintió una oleada de euforia irresistible que no pudo contener, y que estalló en una tormenta de lágrimas de felicidad que Corin recogió con las yemas de los dedos y enjugó con besos. Con él empezaría por fin una verdadera vida.

Pero, para consternación de la recién casada, Corin hizo el equipaje y estuvo listo para marcharse de Nueva York al día siguiente.

—Quiero que pasemos la luna de miel en la casa que he mandado construir para nosotros, y no aquí, en un lugar que sigue llorando la muerte de mi padre. Vine a un funeral y no contaba con encontrar esposa. —Sonrió, besándole las manos—. Tengo que ocuparme de unos asuntos y preparar la casa para cuando llegues. Quiero que todo sea perfecto.

—Será perfecto, Corin —lo tranquilizó ella, sin acostumbrarse aún a llamarlo solo por el nombre de pila. Sus besos le ardían en la piel, le dificultaban la respiración—. Por favor, deja que vaya contigo.

—Dame un mes. Eso es todo, cariño. Ven dentro de cuatro semanas y tendré todo preparado. Así tendrás tiempo de despedirte de tus amigos, y yo tendré tiempo de presumir de que me he casado con la joven más hermosa del país —dijo él; y ella asintió, aunque su partida fue como si el cielo se oscureciera.

Fue a visitar a antiguas compañeras de colegio para despedirse de ellas, pero casi todas estaban ocupadas o habían salido. Al final comprendió que era persona
non grata
, y se pasó las cuatro semanas en casa, sufriendo el incómodo silencio que reinaba entre su tía y ella, haciendo y volviendo a hacer el equipaje, escribiendo una carta tras otra a Corin, y contemplando a través de la ventana un paisaje dominado por el recién construido edificio Fuller, un gigante en forma de cuña que se elevaba casi noventa metros hacia el cielo. Caroline nunca hubiera imaginado que el hombre podía construir algo tan alto. Lo miraba y se sentía empequeñecida, y empezaron a asaltarle las primeras dudas. Desde que se había ido Corin, era casi como si nunca hubiera estado allí, como si ella lo hubiera soñado todo. Dio vueltas al anillo en el dedo con el entrecejo fruncido, luchando por mantener a raya esos pensamientos. Pero ¿qué podía haber tan terrible para que no la hubiera llevado consigo? ¿Qué tenía que esconder...? ¿Que estaba arrepentido de su precipitado matrimonio? Sara percibió su preocupación.

—Ya falta menos, señorita —dijo cuando le llevó el té.

—Sara..., ¿puedes quedarte un momento?

—Por supuesto, señorita.

—¿Crees... que todo irá bien? ¿En Oklahoma? —preguntó Caroline en voz baja.

—¡Por supuesto que sí, señorita! Quiero decir... No conozco Oklahoma, nunca he estado allí. Pero... el señor Massey se ocupará de usted, eso lo sé —la tranquilizó Sara—. Estoy segura de que no la llevaría a ningún lugar que usted no quisiera ir.

—Bathilda dice que tendré que trabajar. Hasta que herede la fortuna que me corresponde... seré la mujer de un granjero.

—Es cierto, señorita, pero no será precisamente vulgar.

—¿Es muy duro trabajar? ¿Llevar una casa y demás? Tú lo haces tan bien, Sara... ¿Es muy difícil? —preguntó ella, tratando de disimular su ansiedad.

Sara la miró con una extraña mezcla de diversión, compasión y resentimiento.

—No será tan duro, señorita —dijo con cierta rotundidad—. ¡Usted será la señora de la casa! Podrá hacer las cosas a su manera y estoy segura de que tendrá quien la ayude. ¡No se preocupe, señorita! Puede que tarde un poco en acostumbrarse a una vida tan diferente de la que ha llevado hasta ahora, pero será feliz, estoy segura.

—Lo seré, ¿verdad? —Caroline sonrió.

—El señor Massey la quiere. Y usted le quiere a él... ¿Cómo no van a ser felices?

—Le quiero —dijo Caroline, tomando una profunda bocanada de aire y asiendo con fuerza la mano de Sara—. Le quiero.

—¡Y yo me alegro muchísimo por usted, señorita! —exclamó Sara, con la voz embargada por la emoción, conteniendo las lágrimas.

—¡Oh, no, Sara, por favor! ¡Cómo me gustaría que vinieras conmigo!

—A mí también me gustaría, señorita —dijo Sara en voz baja, secándose los ojos con el delantal.

Cuando por fin llegó una carta de Corin con palabras de amor y aliento, instándola a tener un poco más de paciencia, Caroline la leyó y releyó veinte veces al día, hasta que se aprendió de memoria las frases y se sintió alentada por ellas. Transcurridas las cuatro semanas, dio un beso en la colorada mejilla de Bathilda y trató de atisbar algún rastro de pesar en su semblante. Pero a la estación solo la acompañó Sara, quien lloró desconsolada junto a su joven señorita mientras los caballos bayos trotaban con elegancia por las concurridas calles y avenidas.

—No sé cómo será esto sin usted, señorita. ¡No sé si me gustará Londres! —Lloró, y Caroline le cogió la mano y se la apretó con fuerza, demasiado emocionada para hablar.

Solo cuando estuvo delante de la locomotora, que escupía vapor y hollín con gran vigor, y le llenó la nariz del acre olor a hierro candente y cenizas, tuvo por fin la sensación de haber encontrado algo más en el mundo que se alegraba tanto como ella de emprender el viaje. Cerró los ojos mientras el tren se deslizaba hacia delante y, entre fuertes y solemnes toses de vapor, su vieja vida terminó y empezó una nueva.

Capítulo 2

El hermano de mi madre, el tío Clifford, y su mujer Mary quieren el viejo armario ropero del cuarto de los niños, la mesa redonda estilo reina Ana de la biblioteca y la colección de miniaturas que hay en una vitrina al pie de la escalera. No estoy segura de si Meredith se refería a eso cuando dijo que sus hijos podían llevarse un recuerdo, pero me da igual. Me atrevería a decir que unas cuantas cosas más acabarán en la furgoneta de Clifford al final de la semana y, si bien Meredith se habría indignado, yo no lo haré. Es una casa suntuosa, pero no es Chatsworth. No hay piezas de museo, exceptuando un par de cuadros tal vez. Solo es una casa grande y vieja llena de grandes y viejos trastos; tal vez valiosos, pero sin un valor sentimental. Nuestra madre solo ha pedido todas las fotos de la familia que encontremos. La quiero por su decoro y por su buen corazón.

Espero que Clifford envíe suficientes hombres. El armario ropero es enorme. Se alza contra la pared del fondo del cuarto de los niños: hectáreas de caoba francesa con minaretes y cornisas, un templo al almidón y la naftalina a escala reducida. Detrás de él hay unas escaleras de madera que crujen y se tambalean bajo mis pies. Saco rígidos y sólidos montones de ropa blanca de los estantes y los dejo caer al suelo. Son planos y pesados, y al aterrizar sacuden los cuadros. Levantan polvo que se me mete en la nariz y Beth aparece corriendo en el umbral para averiguar la causa del estruendo. Hay tanta ropa blanca. Generaciones de sábanas, lo bastante gastadas para haberlas reemplazado pero no para tirarlas. Podría hacer décadas que nadie toca esos montones. Recuerdo al ama de llaves de Meredith subiendo las escaleras jadeante con los brazos cargados; sus mejillas rojas y cuarteadas, sus manos anchas y feas.

Una vez he vaciado el armario no estoy segura de qué hacer con toda esa ropa blanca. Supongo que podría darla a alguna organización benéfica, pero no me veo con fuerzas de meterla en bolsas, bajarla hasta el coche y hacer viajes para llevarla a Devizes. Mientras la amontono contra la pared, me fijo en un estampado, débiles salpicaduras de color sobre un fondo blanco. Flores amarillas. Tres fundas de almohada con flores amarillas y tallos verdes bordados en las esquinas con hilo de seda que sigue reflejando la luz. Recorro con el pulgar las pulcras puntadas, siento cómo los años de uso han dado una suavidad acuática a la tela. En algún rincón de mi mente hay algo que sé pero que no consigo recordar. ¿He visto antes esas flores? Tienen un aspecto irregular, asilvestrado. No sé cómo se llaman. Y solo hay tres fundas. Hay cuatro en todos los juegos de sábanas excepto en este. Las dejo caer sobre el montón y tiro más ropa encima. Me sorprendo con el ceño fruncido y lo relajo de forma consciente.

Clifford y Mary son los padres de Henry. Eran los padres de Henry. Estaban en Saint-Tropez cuando desapareció, algo que la prensa recalcó mucho injustamente. Como si lo hubieran dejado con unos desconocidos o solo en casa. Nuestros padres también lo hacían. Veníamos a menudo aquí a pasar las vacaciones escolares, y casi todos los años, durante dos o tres semanas, viajaban sin nosotros. A Italia, para dar largos paseos; al Caribe para navegar. El hecho de que se fueran me gustaba y me daba miedo a la vez. Me gustaba porque Meredith nunca nos vigilaba, nunca salía a buscarnos cuando llevábamos horas fuera de casa. Nos sentíamos liberadas, corríamos por los alrededores como criaturas salvajes. Pero me daba miedo porque dentro de la casa estábamos a cargo únicamente de Meredith. Teníamos que estar con ella. Comer delante de ella, responder sus preguntas, discurrir mentiras. Nunca se me ocurrió que no me gustaba o que era desagradable. Era demasiado pequeña para pensar de ese modo. Pero cuando mamá volvía, corría hacia ella y le agarraba las faldas con manos húmedas.

Beth me vigilaba cuando nuestros padres estaban fuera. Si se adelantaba siempre era con una mano ligeramente tendida hacia detrás, con los largos dedos extendidos, esperando a que los cogiera. Y si yo no lo hacía, se detenía y miraba por encima del hombro para asegurarse de que la seguía. Un año Dinny le construyó una cabaña en una haya alta del otro extremo del bosque. Hacía días que casi no lo veíamos y nos había prohibido que lo espiáramos. El tiempo había sido inestable, y el viento había formado hoyuelos en la superficie del estanque, demasiado frío para nadar en él. Habíamos jugado a disfrazarnos en un dormitorio vacío; habíamos hecho castillos con los jarrones vacíos del invernadero, y construido una guarida secreta en el centro hueco del seto de tejo recortado en forma de globo del césped superior. Luego volvió a salir el sol y vimos a Dinny saludarnos desde una esquina del jardín, y Beth me sonrió con los ojos centelleantes.

BOOK: El Legado
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