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Authors: Katherine Webb

El Legado (32 page)

BOOK: El Legado
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—Por favor, Beth. Por favor, quédate aquí conmigo. Al menos hasta Nochevieja. Intentemos... descifrar lo que es. Sea lo que sea.

—¿Descifrar? —repite con amargura—. No es un acertijo, Erica.

—Lo sé. Pero la vida no puede seguir como hasta ahora. Esta es nuestra oportunidad, Beth... Nuestra oportunidad para arreglar las cosas.

—Hay ciertas cosas que no se pueden deshacer, Erica —susurra—. Cuanto antes lo aceptes, mejor. Las lágrimas brillan en sus ojos, pero cuando levanta la vista hacia mí están llenos de rabia.

—¡No se puede arreglar!

Y se aleja como un huracán.

Espero un momento antes de seguirla y me sorprendo temblando.

Durante el resto del día jugamos al escondite. Esta casa siempre ha sido perfecta para eso. La lluvia entra de lado, y por las chimeneas se cuelan corrientes de aire. Invito a Harry a pasar y le preparo un té con mucho azúcar. Sentado a la mesa de la cocina, lo bebe a cucharadas como un niño. Gotea agua en el suelo y llena la estancia de olor a lana mojada. Pero no encuentro a Beth para ofrecerle un té. No la encuentro para preguntarle qué quiere comer, si tiene ganas de ir a alguna parte, si le apetece que alquilemos una película en la tienda de la carretera de Devizes. Tengo la sensación de que ahora me corresponde a mí llenar su tiempo; el tiempo que estoy obligándola a pasar aquí. Pero ella se funde con la casa como un gato y voy de habitación en habitación en vano.

Una vez Henry la tuvo en su escondite durante horas. La dejó sola, atrapada, presa del pánico. Volvió a hacerme su cómplice. Yo era pequeña. Debía de serlo, porque Caroline todavía estaba viva. Poco antes ese día la habíamos sacado en su silla de ruedas a la terraza. Tenía una de esas viejas sillas de ruedas de mimbre. Las grises de plástico y metal de la Seguridad Social no eran para ella. Crujía al desplazarse, con los Pinos radios destellando, pero Henry decía que era ella la que crujía, porque era tan vieja que estaba momificada. Yo sabía que era una tontería, pero aun así cada vez que lo decía pensaba en piel apergaminada rompiéndose; en pelo que se convertía en polvo cuando lo tocabas; en una lengua que se había vuelto rígida y acartonada dentro de una boca marchita. No teníamos que besarla. Mamá se ocupaba de ello, menos mal.

En aquel entonces estaba prácticamente postrada en la cama, pero hacía un día precioso y estábamos todos: Clifford, Mary y mis padres. La empujamos hasta la mesa y le pusimos la comida en una bandeja que encajaba con el marco de la silla. El ama de llaves servía la sopa en una sopera de porcelana blanca que era como una coliflor gigante, y había patatas, ensaladas y jamón en la mesa. Me reprendieron por meter los dedos en la mantequilla derretida del fondo del recipiente de las patatas. Meredith ayudaba a Caroline, a veces le daba de comer como si fuera una niña. Fruncía el ceño mientras lo hacía; apretaba los labios. A Caroline le clareaba el pelo. Se le veía el cuero cabelludo, como de papel. La conversación discurría a su alrededor, y yo tenía los ojos cuidadosamente clavados en mi plato, ella solo habló una vez y, aunque su voz sonó más fuerte de lo que esperaba, las palabras brotaron despacio y con énfasis.

—¿Sigue vivo Dinsdale? —Soltó el tenedor mientras hablaba, como si sostenerlo y hablar a la vez fuera excesivo. Cayó ruidosamente al suelo.

—No, madre. Ya no —respondió Meredith, y me consumí sabiendo que de hecho había muchos Dinsdale vivitos y coleando a menos de doscientos metros de donde estábamos sentados. Pero era lo bastante prudente para no hablar en la mesa. Caroline hizo un ruidito, agudo y titubeante, que podría haber significado cualquier cosa. Satisfacción, tal vez.

—Pero creo que su hijo sí lo está —añadió Meredith.

—¿No puedes deshacerte de él, niña? —preguntó Caroline.

Me quedé tan desconcertada al oírla decir «niña» como de la pregunta en sí. Al otro lado de la mesa, Henry sonrió con satisfacción y me dio una patada en la espinilla.

—No más que tú —replicó Meredith.

—Gente itinerante —murmuró Caroline—. Se suponía que tenían que irse, que iban a seguir su camino.

—Y se van, pero al cabo de un tiempo vuelven —murmuró Meredith—. Y, por desgracia, no puedo hacer nada para impedirlo.

Al oír esto Caroline se quedó inmóvil. Una pausa poco natural, como si fuera a decir algo más. Todos esperamos, pero no volvió a hablar. Meredith desdobló la servilleta, se la puso en el regazo y empezó a servirse ensalada. Pero su ceño seguía fruncido, uniéndole las cejas, y cuando miré a Caroline estaba contemplando el césped, con los ojos clavados en los árboles lejanos como si pudiera ver a través de ellos. La cabeza le bamboleaba sobre el cuello, y de vez en cuando las manos se le movían en un tic involuntario, pero sus ojos claros y ausentes nunca parpadeaban.

Después de comer, los niños fuimos a dormir la siesta: yo era pequeña y molestaba, Henry había sido grosero durante la comida y Beth no tenía a nadie con quien entretenerse. Henry propuso el juego. Él se escondió primero, y al final lo encontramos en la buhardilla, detrás del mismo baúl desvencijado de cuero color burdeos que he redescubierto hace poco. Levantamos motas de polvo que destellaban y se arremolinaban lentamente a la luz de los aleros. Encontré una mariposa pavo real envuelta en una telaraña, y tan momificada como temía que lo estuviera Caroline. Supliqué que dejaran que me escondiera yo, pero Beth había encontrado a Henry primero y le tocaba a ella. Henry y yo, arrodillados al pie de las escaleras con los ojos cerrados, contamos.

No creo que supiera contar más de cien a esa edad. Dependía de Henry, quien normalmente contaba: «uno, dos, me salto unos cuantos, noventa y nueve, y cien»; después de lo que pareció mucho tiempo, oí al ama de llaves hacer ruido en la cocina y abrí un ojo para mirar a Henry. No estaba. Levanté la vista y lo vi bajar las escaleras. Me sonrió de forma desagradable y miré alrededor. Lo hacía de forma instintiva cuando me encontraba sola con Henry y veía esa expresión en su cara, por si había cerca alguien a quien pedir socorro. Se me aceleró el pulso.

—¿No tenemos que buscar a Beth? —susurré al fin.

—No, aún no. Ya te avisaré —respondió—. Vamos, ven conmigo. —Utilizó su voz falsamente agradable, un tono más agudo, que también utilizaba para engañar a los labradores. Me ofreció una mano y la acepté de mala gana. Fuimos a la biblioteca, y él encendió el televisor.

—¿No es la hora ya? —pregunté de nuevo.

Pasaba algo. Me acerqué a la puerta, pero él alargó la pierna y me bloqueó el paso.

—¡Aún no! Ya te lo he dicho. No puedes ir a buscarla hasta que sea la hora.

Esperé. Me sentía fatal. No vi lo que daban por la televisión. Mi mirada iba de Henry a la puerta. ¿Qué es el tiempo cuando tienes cinco años? No tenía ni idea de cuánto había que esperar. Debió de ser más de una hora y se me hizo eterna. Cuando se abrió la puerta, corrí hacia ella. Mi padre entró y preguntó por Beth. Observó mi cara de preocupación y volvió a preguntar. Henry se encogió de hombros. Papá y yo fuimos por toda la casa, llamándola a gritos. La oímos en el pasillo del piso superior, aporreando la puerta entre débiles sonidos de angustia. En el último tramo de escaleras hasta la buhardilla había un armario con una llave de hierro en la cerradura. Papá la hizo girar, levantó el picaporte y Beth salió rodando, con la cara pálida, llena de polvo y lágrimas.

—Pero ¿qué pasa aquí? —gritó papá, cogiéndola en brazos.

Ella jadeaba tan fuerte que los sollozos la ahogaban, y miraba tan fijamente que me asusté. Era como si no quisiera vernos ni a mí ni al resto del mundo. El miedo la había llevado a esconderse dentro de su cabeza. El armario era pequeño y estaba lleno de telarañas, y el interruptor de la luz estaba fuera. Henry la había apagado y había echado la llave mientras yo esperaba con los ojos cerrados a que él contara. La había dejado allí sola, en la oscuridad con las arañas y sin espacio para moverse. Yo sabía todo eso y se lo dije a papá, que interrogó a Henry. Beth se quedó detrás de él, sumida en un silencio poco natural. Tenía las rodillas cubiertas de polvo, las manos rasguñadas; se había enganchado el pelo con algo y le salía un mechón de la cinta.

—Yo no he hecho nada —respondió Henry—. He estado todo el tiempo aquí abajo. Nos hemos cansado de buscarla.

Se encogió de hombros y, aunque balanceaba los pies por la excitación, logró mantener la cara seria. Beth había dejado de llorar. Miraba a Henry con un odio que me sorprendió.

Es media tarde y estoy en el piso de arriba, sentada en el alféizar de la ventana de mi habitación. He empañado el cristal con el aliento y no se ve nada, pero estoy leyendo y no importa. Más cartas de Meredith a Caroline. Me sorprende que las guardara todas, junto con las cosas de Caroline, como una prueba de su problemática relación. Las cartas pertenecen al destinatario, lo sé, pero habría sido fácil, y comprensible, que al morir su madre las destruyera. Tal vez las quería exactamente por lo que registraban: el hecho de que intentara empezar una nueva vida, aunque fracasara.

Querida madre:

Gracias por la postal. Solo puedo decir que estoy todo lo bien que cabe esperar. Estoy muy ocupada con Laura, que hace poco empezó a andar y no deja de dar vueltas a mi alrededor; es casi imposible impedir que haga travesuras. Esta semana le apasionan en particular el barro y los gusanos. Tengo una niñera excelente, una chica del pueblo llamada Doreen, que ejerce una influencia tranquilizadora sobre la niña y debo reconocer que también sobre mí. Nada parece alterarla, lo que en estos tiempos agitados constituye una verdadera virtud. He pensado mucho en su ofrecimiento de que vuelva con usted a Storton Manor, pero por el momento tengo la intención de quedarme aquí. Cuento con el apoyo de mis vecinos, que han demostrado ser muy comprensivos en los momentos de necesidad. Muchas de las mujeres de aquí tienen a sus maridos y a sus hijos en el frente, y cada vez que llega el temido telegrama mandan una representación para asegurarse de que hay comida en la casa, de que los niños van vestidos y de que la mujer o la madre sigue respirando. Me atrevería a decir que usted no aprueba que se mezclen de este modo las clases sociales, pero me conmovió profundamente recibir su visita cuando llegó la noticia de la muerte de Charles. El pasado viernes fui a Londres para recoger las pertenencias que quedaban de él en su club y en su despacho. No puede imaginarse las escenas de horror de las que fui testigo allí. Bastaron para helarme el corazón.

De modo que me quedaré aquí todo lo que pueda, porque, aunque me resulta muy doloroso poner por escrito estas palabras, aún no la he perdonado, madre. Por no venir al funeral de Charles. Las objeciones que tenía contra él como marido nunca fueron tan grandes ni su aversión a viajar tan fuerte para impedirle asistir, insultándolo de esa manera. El desaire no pasó inadvertido entre nuestros conocidos. ¿Y qué hay de mí? ¿No se da cuenta de cuánto me habría gustado tenerla allí y de lo mucho que necesité su apoyo en un día así? Sin duda hay límites al estoicismo que debe mostrar una viuda reciente. Eso es todo lo que tengo que decir por el momento. Debo acostumbrarme a vivir sin mi marido, y cuidar de mí misma, de la pequeña Laura y del hijo que estoy esperando. Por el momento no creo que ni usted ni nadie pueda pedirme más.

MEDERITH

Justo cuando acabo de leer oigo el ruido del timbre. Bajo del alféizar con una mueca, notando cómo la sangre se precipita por mis rígidas piernas. Me dirijo a las escaleras y me detengo en lo alto cuando oigo a Beth abrir la puerta y reconozco la voz de Dinny. Mi primer impulso es bajar corriendo para verlo, para facilitarles las cosas. Pero los pies no me responden. Me quedo inmóvil con una mano en la barandilla, escuchando.

—¿Cómo estás, Beth? —dice él, y la pregunta lleva más peso del que normalmente llevaría. Más significado.

—Estoy muy bien, gracias —responde ella, con un tono extraño que no sé identificar.

—Esto... Erica me dijo que tú...

—¿Qué te dijo Erica? —replica ella.

—Que no estabas contenta de haber vuelto. Que querías irte. —No oigo la respuesta de Beth, si es que la hay. Él añade, casi nervioso—: ¿Puedo pasar?

—Creo que es mejor que no. En este momento estoy... ocupada —miente ella, y la tensión que percibo en su interior me provoca un dolor en los hombros.

—Bueno, solo quería darle las gracias a Erica por la ropa de bebé que le llevó a Honey. Casi sonreía cuando volví..., fue asombroso. —Sonrío al oírlo, pero no sé si Beth entenderá lo raro que es ver sonreír a Honey.

—Se lo diré. ¿O quieres que la llame? —pregunta ella con rigidez.

—No, no hace falta —dice Dinny, y mi sonrisa desaparece.

Se hace un silencio. Siento una corriente de aire entrando por la puerta y subiendo susurrante por las escaleras.

—Escucha, Beth, me gustaría hablar contigo de... lo que pasó. Creo que hay ciertas cosas que no entiendes...

—¡No! —lo interrumpe ella, con voz más aguda, alarmada—. No quiero hablar de eso. No hay nada de qué hablar. Es cosa del pasado.

—¿Lo es? —pregunta él en voz baja, y yo contengo la respiración, esperando su respuesta.

—¡Sí! ¿Qué quieres decir? Claro que lo es.

—Me refiero a que hay ciertas cosas que son difíciles de dejar atrás. Que cuestan de olvidar. A mí al menos.

—Tienes que intentarlo con ahínco —dice ella en tono sombrío—. Con más ahínco.

Oigo el movimiento de los pies sobre las losas del suelo e imagino a Beth retorciéndose, tratando de escapar.

—Pero no es tan sencillo, ¿verdad, Beth? —dice él con voz más fuerte—. Solíamos... hablar de todo, tú y yo.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Sabes, no tienes por qué cargar con todo, Beth. No puedes fingir que no pasó nada, no puedes desentenderte de ello, de mí.

—No quiero hablar de ello. —Enfatiza cada palabra, las refuerza con sentimiento.

—Puede que no tengas otra elección. Hay cosas que debes oír —dice Dinny, cada vez más firme.

—Por favor —dice Beth. Su voz se ha vuelto dócil y asustada—. No lo hagas, por favor.

Se hace un largo y vacío silencio. No me atrevo a respirar.

—Me alegro de haberte visto de nuevo, Beth —dice Dinny por fin, y esta vez tampoco es el comentario que suele decirse a la ligera—. Empezaba a pensar que nunca lo haría.

—No deberíamos estar aquí. No estaría aquí si no fuera por...

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