Read El Legado Online

Authors: Katherine Webb

El Legado (28 page)

BOOK: El Legado
7.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Hacia la primavera de 1904 parecía haber crías en todas partes. Varias yeguas tenían potros desgarbados corriendo detrás de ellas, las gallinas del patio se meneaban sobre un mar de pollos plumosos, los berridos de William a veces se oían desde el otro extremo del rancho, y una pequeña terrier de pelo áspero que pertenecía a Rook, el cocinero negro, dio a luz una camada de cachorros de morro chato tras un encuentro fortuito con un perro cruzado de Woodward de dudosa procedencia. Volvían a subir las temperaturas, los días se hacían más largos. No hubo más hielo en la cisterna, ni granizadas ni vientos del norte. Los campos de trigo y sorgo tierno eran de un verde pálido, y en los cerezos larguiruchos de Caroline salieron un puñado de flores valientes. Pero por mucho que lo intentara, ella no podía quitarse de encima sus malditas expectativas o el miedo al espacio abierto que su marido tanto amaba.

Un hermoso domingo por la tarde, después de que un predicador de paso hubiera celebrado un servicio para todos los habitantes del rancho, estaban sentados en el porche; al ver la satisfacción en el rostro de Corin, en su mecedora, Caroline se sintió a cientos de kilómetros de él.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó él al final, sobresaltándola, porque había creído que dormía debajo de
The Woodward Bulletin
. Sonrió y levantó el libro para que leyera la cubierta—. ¿Cómo, otra vez
El virginiano
? ¿No te has cansado de leerlo?

—Un poco. Pero es uno de mis favoritos, y hasta que me lleves a la ciudad para comprar otros... —Ella se encogió de hombros.

—Está bien, está bien. Iremos la semana que viene, ¿qué te parece? En cuanto dé a luz Bluebell. Podrías ir tú sola, si no quieres esperarme. No te pasará nada...

—¡Eso no lo sabes! —lo interrumpió Caroline—. Prefiero esperarte.

La sola idea de ir a Woodward bastaba para revolverle el estómago.

—De acuerdo. —Corin se escondió bajo el periódico—. Léeme algo en voz alta. Veamos qué tiene de especial.

Caroline miró la página que había estado leyendo. No tenía nada de especial, pensó. Nada más que una heroína, una dama civilizada del Este, que había emprendido ella sola una nueva vida y había encontrado la felicidad en las tierras vírgenes; había sido capaz de descubrir en ellas una belleza que Caroline no había visto. Pasó las páginas, como si el secreto estuviera oculto en alguna parte, como si pudieran enseñarle a asentarse en el Oeste, a amarlo y prosperar en él. Pero el pasaje que había estado leyendo describía la decisión de Molly Wood de marcharse, el oscuro período antes del final feliz, y Caroline dudó antes de leerlo, sentada muy erguida como le habían enseñado, sosteniendo el libro en alto frente a ella para que la voz no se viera obstruida por un cuello doblado.

—«Aquella fue la consecuencia decisiva de la visita que le había hecho el virginiano. Le había prometido que llegaría pronto. De esa promesa ella había decidido huir. Iba a huir de su propio corazón. No se atrevía a vérselas de nuevo cara a cara con su fuerte e indómito amante...»

—Uf, qué drama —murmuró Corin adormilado cuando Caroline terminó; ella cerró el libro y pasó las manos por la cubierta, manoseada y arrugada de tanto releerlo.

—¿Corin? —preguntó Caroline titubeante al cabo de un rato, cuando el sol crecía por el oeste—. ¿Estás despierto?

—Humm —llegó la respuesta somnolienta.

—Pronto heredaré mi dinero, Corin. Sé que ya te lo he dicho antes, pero... nunca te he dicho cuánto dinero es. Es... mucho dinero. Podríamos ir a donde quisiéramos..., no tienes por qué trabajar tanto...

—¿Ir adonde? ¿Por qué íbamos a ir a ninguna parte?

Caroline se mordió el labio.

—Esto es... tan solitario. ¡Está tan lejos de la ciudad! Tal vez podríamos... comprar una casa en Woodward. Podríamos pasar parte de la semana allí... ¡o trasladar todo el rancho a un lugar más cercano! Tal vez... hacerme socia del Coterie Club...

—¿De qué estás hablando, Caroline? ¡No puedo trasladar el rancho más cerca de la ciudad! El ganado necesita pastos al aire libre y ya han repartido entre los granjeros la tierra de los alrededores.

—Pero ya no te hará falta criar ganado, ¿no lo entiendes? Tendremos dinero..., ¡mucho dinero!

Corin se irguió y dobló el periódico. Miró a su mujer y ella retrocedió al ver su expresión dolida.

—¡Si lo que quisiera fuera dinero me habría quedado en Nueva York, cariño! Esta vida representa todo aquello con lo que he soñado desde que mi padre me llevó a Chicago cuando era niño y vi el espectáculo de Búfalo Bill del salvaje Oeste en la Exposición Universal... Entonces decidí acompañarlo cuando viniera a buscar nuevos proveedores. ¡Vi esos jinetes manejando el lazo y supe que esto era lo que quería hacer con mi vida! Cuidar del rancho no solo es un trabajo para mí..., es nuestra vida, y este es nuestro hogar, y no puedo imaginarme trasladándome o viviendo en otra parte. ¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres vivir en otra parte? ¿Lejos de mí, tal vez? —Hizo la pregunta con la voz embargada por la emoción y ella levantó rápidamente la vista, sorprendida al ver que estaba al borde de las lágrimas.

—¡No! ¡Por supuesto que no! No quiero estar lejos de ti, Corin, es solo...

—¿Qué?

—Nada. Solo pensé... que tal vez me sentiría mejor con un poco más de compañía. Una vida social un poco más refinada de la que tengo aquí. Y... tal vez, si fuera más feliz, podríamos tener por fin familia.

Al oír esas palabras, Corin miró hacia los corrales y pareció reflexionar largo rato. Creyendo Caroline que la discusión había terminado, se arrellanó en la silla y cerró los ojos, profundamente triste y exhausta después de ese intento de expresar sus temores.

—Podríamos construir algo. Utilizar parte del dinero para hacer más grande la casa, si quieres, y tal vez tener una criada. Un ama de llaves que sustituya a Magpie ahora que tiene que cuidar a William... Instalar un generador eléctrico, tal vez. ¡Y tuberías! Un cuarto de baño como es debido, con agua corriente dentro de la casa... ¿Qué te parece? ¿Eso lo arreglaría? —preguntó Corin. Sonaba tan dolido, tan desesperado.

—Sí, tal vez. Sería estupendo tener un cuarto de baño. Ya veremos cuando llegue el dinero.

—Y pronto te llevaré a la ciudad. Podemos quedarnos a pasar la noche, tal vez un par de noches, si quieres. Comprar todos los libros y las revistas que podamos traernos de vuelta; y tengo que ir a Joe Stone para comprar unas espuelas nuevas. He sido tan estúpido que he roto las que tenía de recambio y sigo sin encontrar las...

—Están en casa de Joe y Magpie. En la caseta —dijo Caroline inexpresiva.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—Las vi cuando fui a ayudar en el parto. —Detestándose a sí misma, Caroline lo escudriñó con atención, buscando indicios de culpa o vergüenza, o una turbación reveladora.

En lugar de ello, Corin se dio una palmada en la frente.

—¡Claro! Se las presté a Joe hace varios meses. Aquel día que fuimos a la frontera del estado para perseguir a esos ladrones... Se le rompieron las espuelas, y como Strumpet se estaba comportando y su caballo castrado hacía el bruto, le di las mías. No se me ocurrió pedírselas al final de ese largo día... ¡Solo quería tumbarme en la cama y dormir! ¿Por qué no me lo dijiste, cariño?

—Bueno, yo... —titubeó Caroline, encogiéndose de hombros—. Pensé... que te las habías dejado allí, eso es todo. Luego el bebé nació y se me olvidó...

Corin se levantó.

—¡Qué bien que te hayas acordado! Iré a buscarlas ahora mismo, antes de que los dos nos volvamos a olvidar. —Sonrió y se alejó a grandes zancadas.

Caroline lo observó irse y ocultó la cara entre las manos, llorando por todas las veces desde el nacimiento de William que había recordado las espuelas en la casa de Magpie; todas las veces que había pensado en las prisas y el apremio con que habían acabado allí, arrojadas por apasionadas manos impacientes por alcanzar ese oculto y adúltero nido de mantas.

Después de su sugerencia de mudarse a la ciudad, y a medida que se acercaba el segundo aniversario de su boda, Caroline sorprendió a su marido observándola de cerca..., buscando signos de malestar, tal vez, o de melancolía. Debía de haber notado que estaba cada vez más callada y visiblemente debilitada, pero no podía hacer nada. Sonreía cuando él le preguntaba cómo estaba y le aseguraba que estaba bien. No le decía que cuando abría la puerta creía que iba a desplomarse, que iba a caer rodando en el vacío abierto de la pradera, sin construcciones hechas por el hombre para sostenerla. No le decía que, al mirar a lo lejos, el corazón se le encogía y le golpeaba contra las costillas con tanto estrépito que estaba segura de que Magpie podía oírlo. No le decía que el cielo era demasiado grande y deslumbrante para contemplarlo. Solo parecía relajarla mecer a William en sus brazos. Le maravillaba su creciente fuerza para agarrarla y morderle los dedos. El movimiento de su pequeño cuerpo contra ella parecía llenar un agujero grande y oscuro en su interior, y Magpie sonreía al ver su expresión de ternura. Pero Caroline siempre tenía que devolver el bebé a su madre, y cada vez que lo hacía regresaba el agujero.

Las plantas del jardín se marchitaban ahogadas por las malas hierbas que las rodeaban. Las hortalizas sin cosechar se partían y pudrían al sol. Magpie accedió a cuidar el huerto, pero observó a Caroline con un ligero ceño, y la obligó a supervisar cómo arrancaba las plantas mustias del invierno y a reorganizar el huerto para las cosechas de verano.

—Tiene que decirme qué plantar y dónde quiere que lo plante, señora Massey —insistió, aunque las dos sabían que Magpie era mucho más experta.

Caroline protestó, pero la joven ponca de pelo negro, con serena insistencia, no admitía oposición. Mientras cavaba con la azada, Caroline se quedaba siempre a la sombra con las manos a la espalda, apoyada en la áspera madera de la pared como para sostenerse. Magpie saltó hacia atrás con un grito cuando desenterró una serpiente de cascabel entre las hojas marchitas, pero la mató desafiante con la azada y arrojó el cuerpo inerte a un lado.

—¡Imagínese si la señora blanca hubiera hecho esto en el Jardín del Edén! —gritó, riéndose.

Pero la violencia produjo arcadas a Caroline.

—El Edén —susurró—. Era el Jardín del Edén. —Volvió a entrar en silencio, sin apartar los dedos de la pared.

Una tarde, Caroline vio a Corin detener a Magpie cuando esta regresaba a casa con William a la espalda para preparar otra cena y cuidar de otro hogar. Se quedó junto a la ventana y contuvo el aliento mientras él se acercaba corriendo a Magpie y le ponía una mano en el brazo para detenerla. Aguzó el oído como si quisiera oír lo que decía su marido, porque aun desde el interior de la casa veía las preguntas escritas en su cara. Magpie respondió con su habitual comedimiento, sin gestos ni expresiones faciales reveladoras, o al menos que ella pudiera leer. Cuando Corin soltó a la joven y echó a andar de nuevo hacia la casa, Caroline se volvió y se ocupó en servir la comida que Magpie había preparado para ellos: sopa de maíz con gruesos trozos de rosbif y pan caliente.

Era evidente que Corin estaba preocupado por lo que le había dicho Magpie, y Caroline sintió una punzada de resentimiento hacia ella, pero mientras ponía el pan en la mesa sonrió, deseando tranquilizarlo y que no se preocupara por ella, porque no sabía qué respondería si le preguntara si era feliz. Lo que él dijo, cuando se sentaron a la mesa, fue:

—Creo que deberías aprender a montar, venir conmigo alguna vez, para conocer mejor la tierra donde vivimos. No hay nada que levante más mi espíritu que un buen caballo... —Pero se interrumpió al verla negar con la cabeza.

—¡No puedo, Corin! Por favor, no me lo pidas. ¡Lo intenté! Los caballos me dan miedo. Y ellos lo saben... Hutch dice que notan lo que sienten las personas y por eso se comportan mal...

—Pero también te asustaban Joe y Magpie, hasta que te los presenté. Ahora no les tienes miedo, ¿no?

—Bueno, no... —accedió a regañadientes.

A Magpie ya no le tenía miedo, por supuesto, pero las raras veces que Joe iba a la casa para hablar con Corin, o para llevar provisiones de Woodward, a ella se le seguía formando un nudo en la boca del estómago. Dijera lo que dijese Corin, la cara de Joe le parecía feroz. Sus rasgos expresaban violencia y salvajismo.

—Bueno, pasaría lo mismo con los caballos. Esa yegua que montaste, Clara, es mansa como un cordero. Y la silla de amazona que te compré sigue en el cobertizo, llenándose de telarañas... Está cambiando el tiempo y empieza a hacer calor... Si salieras conmigo y vieras la belleza de estas tierras vírgenes que Dios...

—¡No puedo! ¡Por favor, no me obligues! Estoy mucho más contenta aquí...

—Pero ¿lo estás? —preguntó.

Caroline revolvió la sopa con la cuchara y no dijo nada.

—Magpie me ha dicho... —Se interrumpió.

—¿Qué? ¿Qué te ha dicho de mí?

—Que no quieres salir de casa. Que te quedas dentro y estás muy callada, y ella tiene que trabajar cada vez más. Caroline..., yo...

—¿Qué? —volvió a preguntar ella, temiendo oír lo que él iba a decir.

—Yo solo quiero que seas feliz —dijo con tono desgraciado.

La contempló con los ojos muy abiertos y ella no vio nada en ellos aparte de sinceridad y cariño, y se detestó de nuevo por pensar que la había traicionado, que podía haber dejado de lado su cuerpo infértil para engendrar un hijo en otra parte.

—Yo... —empezó a decir ella, pero no se le ocurrió nada—. Yo también quiero ser feliz —susurró.

—Entonces dime qué puedo hacer para que lo seas, por favor —imploró él.

Caroline guardó silencio. ¿Qué podía decir? Había hecho todo lo que un hombre puede hacer para darle un hijo y ofrecerle una nueva vida, y no podía volver a pedirle que renunciara a esa vida.

—Volveremos a ir a nadar. Repetiremos nuestra luna de miel. Este domingo... Al demonio el rancho y el trabajo, solos tu y yo, amor mío. Y esta vez concebirás, lo sé. ¿Qué te parece? —la apremió él.

Caroline negó con la cabeza y sintió un temblor en lo más profundo de su ser. Era demasiado tarde, se daba cuenta. Demasiado tarde para su segunda luna de miel. No podía volver a ese estanque, ya no. Era demasiado tarde, y el camino, demasiado abierto, demasiado aterrador; era más de lo que podría soportar. Pero ¿qué le quedaba? ¿Qué otra cosa podía proponer ella?

—Solo..., solo prométeme que no me dejarás —dijo por fin.

BOOK: El Legado
7.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Driving Blind by Ray Bradbury
Expo 58: A Novel by Jonathan Coe
Lake of Fire by Linda Jacobs
Eye Spy by Tessa Buckley
The King's Bastard by Daniells, Rowena Cory
Obsidian Flame by Caris Roane