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Authors: Katherine Webb

El Legado (31 page)

BOOK: El Legado
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—¿Qué tal han ido las navidades?

La oigo inspirar, cobrando ánimos.

—Bien, gracias. —Otro silencio—. Pero le sigo comprando un regalo a Henry todos los años, ¿sabes? Clifford cree que estoy loca, por supuesto, pero él nunca ha llegado a entenderlo. Lo que significa para una madre perder a un hijo. No puedo dejarlo a un lado y pasar página, como él ha logrado hacer.

—¿Qué le has comprado? —pregunto antes de poder detenerme.

—Un libro sobre la RAE unas botas de fútbol y unas películas —responde con voz más firme, como si se sintiera orgullosa de esos regalos. Regalos que nunca dará. No sé qué decir. Sería fascinante saber si compra las botas de fútbol de tamaño infantil o ha intentado adivinar la talla que Henry habría tenido de adulto—. ¿Alguna vez piensas en tu primo, Erica? ¿Piensas en Henry? —pregunta, y las palabras se precipitan.

—Claro. Claro que pienso en él. Sobre todo ahora que... hemos vuelto.

—Bien, bien. Me alegro —dice ella, y me pregunto qué quiere decir. Me pregunto si percibe la culpabilidad que flota alrededor de Beth y de mí como un mal olor.

—Entonces, ¿no se sabe nada más? ¿De él..., de Henry? —Es ridículo que se lo pregunte, veintitrés años después de su desaparición. Pero ¿qué conclusión puedo sacar de los regalos que sigue comprándole sino que espera que vuelva algún día?

—No —responde con tono inexpresivo. Una sola palabra; no hace ningún esfuerzo por explayarse en el tema.

—Eddie ha estado aquí con nosotros esta Navidad.

—¿Quién?

—Edward..., el hijo de Beth.

—Ah, sí, por supuesto.

—Ahora tiene once años, la misma edad que... Bueno, lo ha pasado bien, jugando en el bosque, ensuciándose.

—Clifford quería tener otro, ya sabes, cuando perdimos a Henry. Habría estado a tiempo.

—Oh.

—Pero le dije que no podía. ¿Qué se creía, que podíamos reemplazarlo como un reloj perdido? —Hace un extraño ruido que parece una risa sofocada.

—No, por supuesto que no.

Se produce otra larga pausa, otra profunda inspiración de Mary.

—Sé que nunca congeniasteis. Vosotras y Henry. Sé que nunca os gustó —dice de pronto tensa, ofendida.

—¡Nos gustaba! —miento—. Es solo que..., bueno, también nos gustaba Dinny. Y tuvimos que tomar partido, por así decirlo...

—¿Alguna vez se te ocurrió que a veces Henry fingía porque lo excluíais en vuestros juegos y corríais a jugar con Dinny?

—No. Nunca... se me ocurrió. No parecía que quisiera jugar con nosotras —murmuro.

—Bueno, pues yo creo que sí. Creo que le dolía que estuvierais deseando huir —me dice con resolución.

Trato de imaginarme a mi primo desde esa perspectiva, intento recrear la forma en que nos trataba, en que trataba a Dinny. Pero no puedo..., no me encaja. Las cosas no eran así, él no era así. Siento una oleada de indignación, pero, por supuesto, no puedo decir una palabra, y el silencio zumba a través de la línea.

—Bueno, Erica, tengo que irme —dice por fin con una larga exhalación—. Me ha... gustado hablar contigo. Adiós.

Cuelga antes de que pueda responder. No lo hace enfadada ni bruscamente, sino más bien distraída, como si otro asunto hubiera acaparado su atención. Desde el año en que murió Henry se ha volcado en un montón de proyectos y actividades: tapices, acuarelas, horóscopos, calco de planchas, poesía anglosajona. El árbol genealógico es lo que más tiempo le ocupó, a lo que realmente se dedicó. Me pregunto si lo hizo para poder pronunciar el nombre de su hijo, una y otra vez, porque Clifford no le dejaba hablar de él. Henry Calcott, Henry Calcott, Henry Calcott. Averiguando todo lo posible de sus antepasados, la fuente de cada pieza que lo había integrado, como si pudiera reconstruirlo.

Está muerto. Eso lo sé. No se lo llevó nadie. Él no era el chico que encontraron en el maletero de un coche en el aparcamiento de Devizes. No era él, el secuestrado por un vagabundo misterioso en la A361. Lo sé porque puedo sentirlo, siento el recuerdo de su muerte. Puedo sentirlo en la orilla del estanque, aunque no pueda verlo. Como oí la silueta de Dinny en la oscuridad el día de Navidad. Nosotros estábamos allí, Henry estaba allí; y Henry murió. Tengo la silueta. Solo necesito colorearla. Porque estoy estancada. Estoy bloqueada. No puedo seguir en ninguna dirección hasta que llene el agujero en mi cabeza, hasta que logre arrancar la astilla de Beth. Cualquier otro pensamiento dará un rodeo alrededor de las piezas que faltan y no servirá. Ya no. Si tengo que empezar a partir de 1904, lo haré.

Por la ventana de la cocina veo a Harry, junto a los árboles del fondo del jardín. Sigue lloviendo, ahora con más fuerza. Tiene las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta y está encorvado, mojado, con aspecto melancólico. Sin pensar, voy a buscar los restos de la nevera y de la despensa, y empiezo a cortar rodajas del pavo frío con las puntas de las patas quemadas. Unto dos rebanadas de pan blanco con mayonesa, y pongo pavo y relleno con la consistencia de madera. Luego se lo llevo, envuelto en papel de aluminio, con el abrigo sobre la cabeza. No me sonríe. Cambia el peso de un pie al otro, sufriendo y aparentemente indeciso. Las puntas de los rizos rasta gotean. Reconozco el olor de su cuerpo sin lavar. Un olor ligero, animal, Extrañamente entrañable, casi evocador.

—Toma, Harry. Te he preparado esto para comer. Es un sándwich de pavo —digo, tendiéndoselo. Lo coge. No sé por qué espero que hable cuando sé que no lo hará. Es algo tan intrínsecamente humano, supongo. Comunicarte con ruido—. Eddie se ha ido a la casa de su padre, Harry. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? Ya no está aquí —explico, con toda la suavidad que puedo. Si supiera cuándo va a volver, se lo diría. Pero no lo sé. No sé nada—. Su padre ha venido hoy a llevárselo a su casa. —Harry mira el sándwich. La lluvia cae sobre el papel de aluminio, una pequeña melodía metálica—. Bueno, al menos cómetelo —digo con suavidad, poniendo una mano sobre el sándwich—. Para matar el hambre.

Beth me encuentra en la biblioteca. Estoy acurrucada en el sillón orejero de cuero. Me he subido al escritorio para coger del estante más alto este libro de flores silvestres. Me han llovido moscas muertas, un olor a vidas pasadas. Lo tengo abierto sobre las rodillas, en una doble página de lirios amarillos, irregulares, mantecosos. Los pétalos colgando con indiferencia de los largos tallos, como banderines en un día sin viento. Los reconozco en cuanto los veo.

—Ha dejado de llover. ¿Te apetece dar un paseo corto? —pregunta Beth.

Se ha hecho trenzas, y se ha puesto unos téjanos limpios y un jersey de color fresa.

—Claro que sí —digo, perpleja—. Vamos.

—¿Qué estás leyendo?

—Sobre flores silvestres. En el armario había tres fundas de almohada viejas con unas flores amarillas bordadas y quería saber qué eran.

—¿Qué son?

—Lirios amarillos. ¿Te suena de algo?

—No. ¿Debería? ¿A qué podría sonarme?

—Probablemente a algo que no viene a cuento. Voy a por mis botas.

No nos alejamos mucho porque el cielo está negro como el carbón sobre el horizonte. Solo bajamos al pueblo y subimos al túmulo. Estoy segura de que he visto a una de las chicas de la fiesta del solsticio en el pub. Sentada junto a la chimenea, aceptando una pinta de cerveza de un hombre que da la espalda. Me llega una acogedora mezcla de humo de leña, cerveza y voces, pero pasamos de largo. Hoy hay mucha gente por las calles, dando una vuelta para bajar los pudines y los pasteles. Todos nos saludan, aunque estoy segura de que no nos reconocen. Me suenan varias caras. Encajan en alguna parte de mi memoria pero en bloque, no las distingo. Una mujer robusta pasa por nuestro lado montada a caballo con un espumillón plateado en la cola.

Cruzamos el prado de un ámbar oscuro hasta el túmulo y asustamos a las dos docenas de grajos brillantes que se pavonean resueltos sobre él. El viento se los lleva, y de lejos parecen agujeros irregulares de bala en el cielo. Beth me coge del brazo, caminando con brío.

—Hoy pareces contenta —digo con cautela.

—Lo estoy. He tomado una decisión.

—¿Qué clase de decisión?

Hemos llegado al túmulo. Beth me suelta el brazo, conquista el montículo en tres zancadas y se vuelve para mirar la vista por encima de mi cabeza.

—Me voy. No voy a quedarme —dice arrojando los brazos al aire, como una niña, teatralmente.

Toma una bocanada enorme de aire y exhala.

—¿Qué quieres decir? ¿Adónde vas a ir?

—A casa, por supuesto. Hoy mismo. ¡Ya he hecho las maletas! —Se ríe como si fuera algo irresponsable y temerario—. Voy a tomar esa carretera. —Entrecierra los ojos, señalando la hilera de chopos altos que bordean la carretera que sale del pueblo.

—¡No puedes irte! —La sola idea de quedarme sola en la casa me llena de un terror que no puedo definir. Preferiría bucear hasta el fondo del estanque, dejar que me engulla. Siento algo parecido al pánico en la boca del estómago.

—Por supuesto que puedo. ¿Por qué iba a quedarme? ¿Qué estamos haciendo aquí, para empezar? Ni siquiera me acuerdo de para qué vinimos. ¿Y tú?

—Vinimos para... arreglar las cosas. —Busco las palabras—. Para... decidir qué queremos hacer.

—Vamos, Erica. Ni tú ni yo queremos vivir aquí. —Deja caer los brazos mientras lo dice y me mira—. Tú no quieres, ¿verdad? No quieres vivir aquí, no quieres quedarte, ¿no?

—Aún no lo sé.

—Pero... es imposible que quieras. Es la casa de Meredith. Todo lo que hay en ella habla de Meredith. Además de... lo otro.

—¿Henry?

Ella asiente, solo una vez. Breve y cortante.

—Ahora es nuestra casa, Beth. Tuya y mía.

—Dios mío, quieres quedarte, ¿verdad? —Se muestra profundamente incrédula.

—¡No lo sé! No lo sé. Tal vez no para siempre. Solo un tiempo. No lo sé. No te vayas, Beth. Aún no. No... he acabado. No puedo irme aún y no me veo capaz de quedarme aquí sola. Por favor, quédate un poco más. —En lo alto del túmulo, Beth se encorva. El viento sopla sobre el risco, hace temblar la hierba. La veo estremecerse. La veo insoportablemente sola allí arriba.

Al final viene hacia mí, con la mirada baja.

—Lo siento —digo.

—¿Qué quieres decir con que no has acabado? —Su voz es monótona, sin vida.

—Necesito... saber qué pasó. Necesito recordar. —Una verdad a medias. No puedo decirle lo de la astilla, explicarle lo que me propongo. Se retraería, sin dejar que la tocara; como hizo Eddie con su dedo hinchado.

—¿Recordar qué?

Me quedo mirándola. Tiene que saber de qué estoy hablando.

—Lo que pasó con Henry, Beth. Necesito recordar qué le pasó a Henry.

Ella me mira furiosa, sus ojos reflejan el cielo gris. Me escudriña la cara mientras espero.

—Te acuerdas de lo que pasó. No mientas. Eras lo bastante mayor.

—Pero no me acuerdo. Por favor, dímelo.

Beth desvía la mirada, más allá de los tejados y las estelas de humo de las chimeneas del pueblo que está más abajo, hacia el este, como si se proyectara a sí misma allí.

—No, no te lo diré. No se lo diré a nadie. Nunca.

—¡Por favor, Beth! ¡Yo no lo sé!

—¡No! Y si... me quieres, dejarás de preguntármelo.

—¿Lo sabe Dinny?

—Por supuesto que Dinny lo sabe. ¿Por qué no se lo preguntas a él? —Me clava los ojos. Hay un frío resentimiento en ellos, un instante. Luego desaparece—. Pero tú también lo sabes. Y si es cierto lo que dices, tal vez sea bueno que lo hayas olvidado.

Se aleja por la loma en dirección a casa. La sigo.

Se detiene en el estanque artificial. Ha vuelto por primera vez, que yo sepa, y se para tan bruscamente que casi choco contra ella. El viento sopla sobre su superficie, lo vuelve mate y desagradable. Espero verla llorar, pero tiene los ojos secos y duros. Las líneas de tristeza de su cara se vuelven más profundas que nunca. Mira hacia el fondo.

—Tuve tanto miedo la primera vez que nadaste en él —murmura, en voz tan baja que casi no la oigo—. Pensé que nunca conseguiría que salieras. Como aquel erizo ese en el estanque de casa. ¿Te acuerdas? Nadó sin parar hasta que estuvo tan agotado que no pudo seguir y se ahogó. Todos esos vídeos que nos pasaban en el colegio: Nunca nadéis en presas y ríos. Creía que el agua sin cloro tenía algo aterrador, un poder oculto que esperaba vigilante y se comía a los niños.

—Recuerdo que me gritabas como una loca.

—Estaba asustada por ti —dice, encogiéndose ligeramente de hombros—. Ahora eres tú la que está asustada por mí. Excepto hoy. ¿Por qué tengo que quedarme? Tienes que ver... que es malo para mí.

—No..., creo que es bueno para ti —me obligo a decir.

—¿Qué quieres decir? —pregunta sombría.

El corazón me late más deprisa.

—Lo que he dicho. ¡No puedes seguir huyendo, Beth! Por favor, si hablaras de ello...

—Ya te lo he dicho una y otra vez. ¡No hablaré ni contigo ni con nadie!

—¿Por qué no conmigo? Soy tu hermana, Beth. ¡Nada que puedas decirme hará disminuir el cariño que siento por ti! —digo con firmeza—. Nada.

—Entonces, ¿eso es lo que crees? —susurra ella—. ¿Que hay en mí algo despreciable que trato de ocultar?

—No, Beth. Eso no es lo que creo. ¡No me estás escuchando! Pero ocultas algo..., no puedes negarlo. ¡Yo no tengo secretos contigo!

—Todo el mundo tiene secretos, Erica —replica ella.

Es cierto, y desvío la mirada.

—Todo lo que quiero es dejar atrás este lugar...

—¡Estupendo! Yo también. Larguémonos.

—Irse no es lo mismo que dejarlo atrás, Beth. ¡Mírate..., desde que hemos vuelto ha sido como compartir la casa con un fantasma! —grito—. ¡Eres... desgraciada y pareces resuelta a seguir siéndolo!

—¿De qué estás hablando? —me grita ella a su vez, extendiendo los brazos furiosa—. ¡Eres tú la que está resuelta a retenerme aquí..., a hacerme desgraciada! ¡Solo he venido aquí porque me presionaste!

—Estoy decidida a deshacerme de lo que sea que te está deprimiendo, Beth. Y sé que está aquí. ¡Está en esta casa..., no me dejes sola! —Le cojo el brazo y la detengo.

Beth jadea, sin mirarme a los ojos. Está muy pálida.

—Si no me sueltas, puede que nunca te perdone. No sé qué voy a hacer —añade, con voz temblorosa.

Sorprendida, le suelto el brazo, pero creo que no se refiere a mi mano. Tengo miedo de lo que va a hacer. Mi resolución se tambalea, pero lucho por aferrarme a ella.

BOOK: El Legado
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