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Authors: Katherine Webb

El Legado (14 page)

BOOK: El Legado
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—Es precioso —dijo Caroline sonriendo cuando Corin la bajó de la calesa.

—Me alegro de que te guste —dijo él plantándole un beso en la frente—. Es uno de mis rincones favoritos. Vengo a veces cuando necesito pensar en algo, o cuando me siento algo desanimado...

—¿Por qué no vives aquí entonces? ¿Por qué construiste el rancho tan al este?

—Quería hacerlo, pero Geoffrey Buchanan no me dejó. Su granja está a unos tres kilómetros de aquí y estas son sus tierras.

—¿Y no le importará que vengamos?

—Lo dudo. Es un tipo tranquilo. —Corin sonrió—. Además, no tiene por qué enterarse.

Ella se acercó a la orilla del estanque y sumergió los dedos en el agua, riéndose.

—Entonces, ¿vienes a menudo? ¿Te deprimes aquí?

—Venía a menudo cuando llegué. Me preguntaba si había hecho bien en reclamar estas tierras, si no estaba demasiado lejos de mi familia, si el terreno era adecuado para el ganado. Pero hacía muchos meses que no venía. —Se encogió de hombros—. Pronto tuve claro que no podía haber hecho nada mejor que reclamarlas y tomar las decisiones que tomé. Todo ocurre por alguna razón, eso es lo que creo, y ahora sé que es así.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, volviéndose hacia él mientras se secaba los dedos en la falda.

—Porque te tengo a ti. Cuando murió mi padre, pensé... Por un tiempo pensé que debía volver a Nueva York y cuidar de mi madre. Pero en cuanto regresé supe que no podía quedarme allí. Y entonces te encontré a ti, y estabas dispuesta a venir conmigo..., y si algo bueno podía traer la pérdida de mi padre, ese algo eres tú, Caroline. Tú eres lo que faltaba en mi vida. —Habló con tanta claridad, tanta resolución, que Caroline se sintió abrumada.

—¿De verdad lo crees? —susurró muy cerca de él, notando el calor en la piel.

El sol brillaba en los ojos de él, volviéndolos de color caramelo.

—Lo creo de verdad —dijo él en voz baja, y ella se puso de puntillas para besarlo.

Extendieron las mantas a la sombra de los sauces, sacaron la comida y desengancharon el caballo, que Corin ató a un árbol. Caroline se sentó con las piernas dobladas debajo de ella y sirvió a Corin un vaso de limonada. Él se tumbó a su lado, apoyado sobre un codo, y se desabrochó los botones de la camisa para que le entrara el aire fresco. Caroline lo observó casi con timidez, sin acostumbrarse aún a la idea de que él le pertenecía, sin acostumbrarse a su actitud relajada. Hasta que llegó al rancho no sabía que a los hombres les crecía vello en el pecho, y ahora lo examinó, ensortijado sobre la piel y húmedo con el calor del cuerpo.

—¿Corin? —preguntó de pronto.

—¿Sí, cariño?

—¿Cuántos años tienes?

—¿Cómo? ¡Ya lo sabes!

—No lo sé. Acabo de caer en la cuenta de que no sé cuántos años tienes. Pareces mucho mayor que yo..., ¡no quiero decir físicamente! Bueno, también físicamente, pero además en... otros sentidos —balbuceó ella.

Corin sonrió.

—Voy a cumplir veintisiete —dijo—. ¿Estás horrorizada de haberte casado con un viejales como yo?

—¡Veintisiete no son tantos! Yo cumpliré diecinueve dentro de un par de meses... Pero parece que lleves aquí toda la vida. ¡Te has adaptado como si llevaras cincuenta años!

—Bueno, la primera vez vine con mi padre, en un viaje de negocios..., buscando nuevos proveedores de carne. Mi padre comerciaba con carne, ¿te lo había dicho? La vendía a los mejores restaurantes de Nueva York, y durante un tiempo yo trabajé con él. Pero en cuanto vine aquí supe que mi lugar estaba en el otro extremo de la cadena y ya no me fui. Solo tenía dieciséis años cuando decidí quedarme y aprender a criar el ganado en lugar de comprar su carne.

—¡Dieciséis! —repitió Caroline—. ¿No te dio miedo dejar a tu familia de ese modo?

Corin pensó un momento, luego negó con la cabeza.

—Nunca he tenido mucho miedo a nada. Hasta que te saqué a bailar —dijo.

Caroline se sonrojó alegremente, colocándose bien las faldas.

—Hace mucho calor, ¿verdad? Hasta en la sombra.

—¿Sabes cuál es la mejor manera de refrescarse?

—¿Cuál?

—¡Nadar! —declaró Corin, levantándose de un salto y sacándose la camisa por la cabeza.

—¡Nadar! —Caroline se rió—. ¿Qué quieres decir?

—¡Te haré una demostración! —dijo él, quitándose las botas, tirando los pantalones a un lado y zambulléndose en el agua como Dios lo trajo al mundo entre gritos y salpicones.

Caroline se levantó y lo observó, profundamente asombrada.

—¡Ven aquí, cariño! ¡Es increíble!

—¿Estás loco? —gritó ella—. ¡No puedo nadar ahí!

—¿Por qué? —preguntó él, nadando con brazadas amplias a lo largo del pequeño estanque.

—Bueno..., hay... —Ella agitó un brazo con incredulidad—. ¡Hay barro! Y está al aire libre..., ¡puede verte cualquiera! Y no tengo bañador.

—¡Ya lo creo que sí! Lo tienes justo debajo de tu vestido. —Corin sonrió—. ¿Y quién va a verte? ¡No hay nadie en kilómetros a la redonda! Estamos solos tú y yo. ¡Vamos! ¡Te encantará!

Caroline se acercó titubeante a la orilla, se desabrochó las botas y vaciló. El sol se reflejaba en la superficie del agua y había pequeños peces descansando en la parte menos profunda. El sol caía a plomo sobre ella, quemándole la coronilla y haciendo que se sintiera agobiada y constreñida dentro de la ropa. Se inclinó para quitarse las botas y las medias, y las dejó con cuidado en la orilla, y, recogiéndose la falda hasta la rodilla, dio un paso hasta que el agua le lamió los tobillos. El alivio del agua fría en la piel húmeda fue su perdición.

—Dios mío —jadeó.

—¿No estás mucho mejor? —gritó Corin, acercándose a ella.

Sus blancas nalgas brillaban distorsionadas por debajo de la superficie y Caroline se rió.

—¡Pareces una rana en un cubo!

—¿Ah, sí? —dijo él, salpicándola.

Ella retrocedió con un grito.

—Vamos, ven aquí si te atreves.

Caroline miró por encima del hombro, como si pudiera aparecer un gran público, listo para gritar horrorizado ante su descaro.

Luego se desabrochó el vestido y el corsé, y los colgó en una rama de sauce. Se dejó la camisa puesta, sintiendo la piel de los hombros totalmente expuesta, luego regresó a la orilla rodeándose el torso con los brazos. Se quedó allí, fascinada con la textura del barro que se colaba entre los dedos de sus pies. Nunca había experimentado nada parecido; se arremangó las enaguas y miró hacia abajo, flexionando los pies y sonriendo. Cuando levantó la vista para comentar algo, encontró a Corin contemplándola extasiado.

—¿Qué pasa? —preguntó alarmada.

—Mírate... Eres tan valiente. Y tan hermosa. Nunca he visto nada parecido —se limitó a decir.

Le había caído el pelo sobre la frente, dándole un aspecto más juvenil.

Caroline solo había querido caminar por la orilla, pero el contacto con el agua y las palabras de Corin le infundieron valor, y se sumergió hasta la cintura, notando cómo se le arremolinaban los pliegues translúcidos de la camisa alrededor de las piernas. Con una risa nerviosa se echó hacia atrás y dejó que el agua la mantuviera a flote. La sintió helada a través del pelo.

—Ven aquí y bésame —exigió Corin.

—Mis disculpas, señor, pero estoy demasiado ocupada nadando —respondió ella majestuosamente, alejándose con brazadas desgarbadas.

De pronto cayó en la cuenta de que no había nadado desde que era niña, en la casa de veraneo de la familia.

—Tendré mi beso aunque tenga que perseguirte para conseguirlo —dijo él.

Riéndose y moviendo los pies, Caroline trató de escapar, pero no se esforzó mucho.

El sol se ponía cuando ascendieron la última loma y contemplaron las luces del rancho brillando a sus pies. Caroline se notaba la piel caliente y escocida donde le había dado el sol, y tenía una extraña sensación al llevar el vestido sin la camisa debajo, que estaba extendida en la parte trasera de la calesa, secándose. Se pasó la lengua por los labios y notó el gusto mineral del agua del riachuelo. Los dos llevaban el olor impregnado en la piel, en el pelo. Habían hecho el amor en la orilla y la languidez persistía en sus músculos, se sentía pesada y caliente. De pronto no quiso volver a la casa. Quería que el día se prolongara eternamente; Corin y ella en un lugar umbrío un día caluroso, haciendo el amor una y otra vez, sin ningún otro pensamiento o preocupación terrenal. Como si le leyera la mente, Corin detuvo el caballo y miró la casa un momento antes de volverse hacia ella.

—¿Estás preparada para volver?

—¡No! —dijo Caroline con ferocidad—. Yo..., ojalá todos los días fueran como hoy. Ha sido tan perfecto.

—Ya lo creo, cariño —dijo Corin, cogiéndole la mano y llevándosela a los labios.

—Prométeme que volveremos. No me acercaré un paso más a la casa hasta que me lo prometas.

—¡Tenemos que regresar! Se está haciendo de noche..., pero te prometo que volveremos. Podemos volver cuando queramos..., volveremos y disfrutaremos de muchos días como hoy. Te lo prometo.

Caroline contempló su perfil a la media luz azul añil, el brillo de sus ojos, el esbozo de una sonrisa. Alargó una mano y le tocó la cara.

—Te quiero —dijo sin más.

Con una sacudida de las riendas, el caballo emprendió el lánguido descenso hacia la casa de madera, y con cada paso que daba, Caroline notaba cómo un vago presentimiento se expandía en su interior. Se volvió hacia la oscura tierra que tenía ante sí y, pese a la promesa de Corin, de pronto temió que no volvieran a disfrutar de un día tan maravilloso como el que acababan de pasar.

... mi ojo

clavado con fingida concentración en mi libro desenfocado:

salvo cuando la puerta se abría a medias, y robaba

una mirada apresurada, y aun así mi corazón daba un brinco,

porque seguía esperando ver la cara del desconocido.

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE,

«Frost at Midnight»

Capítulo 3

He intentado recordar algo bueno acerca de Henry. Tal vez se lo debemos, porque nosotros llegamos a crecer, a vivir una vida, a enamorarnos, a reñir. A él le gustaba contar chistes tontos y a mí me encantaba oírlos. Beth siempre era amable, me llevaba con ella y me ayudaba, pero era bastante seria, incluso de niña. Una vez me reí tanto con los chistes de Henry que casi me hice pipí encima..., el miedo a hacerlo detuvo de golpe las carcajadas y me impulsó a subir corriendo al lavabo con un puño entre las piernas. «¿Cómo se llama un dinosaurio con un solo ojo? Nos-habrá-visto-saurio ¿Cómo se llama un chino sin luz? Chin lú. ¿Sabes por qué los elefantes se pintan los pies de amarillo? Para esconderse cabeza abajo dentro de los tarros de mostaza. Lleva gorro verde y blusa anaranjada. La zanahoria. Una vieja arrugadita que de joven daba vino y ahora frutita. Una pasa.» Podía seguir durante horas, y yo me apretaba las mejillas con los dedos cuando me dolían.

Me estuvo contando chistes tontos un día, yo tendría siete años. Era sábado, porque en la mesa de comedor seguían esparcidos los restos de un desayuno caliente; fuera hacía sol pero todavía no calentaba. Las puertas correderas que daban a la terraza estaban abiertas y dejaban entrar un poco de aire, lo bastante frío para que sintiera un cosquilleo en los tobillos. No veía realmente lo que hacía Henry mientras contaba los chistes. No prestaba atención. Solo lo seguía, lo bastante cerca para hacerle la zancadilla, pidiéndole que continuara cada vez que se paraba: «¡Cuenta otro!». «¿Cómo sabes que hay un elefante debajo de tu cama? Porque tocas el techo con la nariz. Tan largo como una soga y tiene dientes de zorra. La zarza.» Tenía una lata de galletas y estaba juntando dos con una gruesa capa de mostaza inglesa. De la extrafuerte con un color desagradable que a Clifford le gustaba con las salchichas. He intentado recordar algo bueno de él y me ha venido esto a la cabeza.

No se me ocurrió preguntar por qué. No le pregunté adónde íbamos. Él envolvió las galletas en una servilleta y se las guardó en el bolsillo. Lo seguí por el césped como un mono adiestrado, pidiéndole más chistes, más chistes. Nos encaminamos al oeste, no al sur entre los árboles sino hacia el camino; lo recorrimos bordeándolo por detrás del seto, hasta que llegamos al campamento de Dinny. Henry se metió en la zanja y tiró de mí. Fui a parar detrás de un muro blanquecino y acre de perejil de monte. En ese momento solo se me ocurrió susurrar: «Henry, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué nos escondemos?». Me dijo que me callara y eso hice. Un juego de espionaje, pensé; traté de no hacer ruido, busqué debajo de mí ortigas, hormigueros, abejorros. El abuelo de Dinny estaba sentado en una silla plegable frente a su destartalada caravana blanca, con un gorro impermeable encasquetado hasta los ojos, los brazos cruzados, las manos en las axilas. Duerme, pensé. Unas arrugas profundas y oscuras le bajaban por los lados de la nariz hasta las comisuras de la boca. Lo flanqueaban sus perros, con el morro sobre las patas. Dos collies de color blanco y negro llamados Dixie y Fiver, a los que no podías tocar hasta que el abuelo Flag te daba su consentimiento. «Te comerán esos dedos si les das un motivo.»Henry tiró el sándwich de galleta por encima del seto. Los perros se levantaron al instante, pero olisquearon las galletas y no ladraron. Se las zamparon, con la mostaza y todo. Contuve el aliento. ¡Henry!, grité mentalmente. Dixie pareció toser, estornudó, metió el morro debajo de una pata y se lo rascó con la otra. Levantó la vista con los ojos entrecerrados; volvió a estornudar y sacudió la cabeza con un gemido. Henry tenía los nudillos entre los dientes, los ojos brillantes, concentrado. Estaba encendido por dentro. El abuelo Flag se había despertado y murmuraba algo a los perros. Tenía las manos en el cuello de Dixie, la miraba mientras ella hacía arcadas y estornudaba. Fiver describió despacio un pequeño círculo hacia un lado, tuvo arcadas y vomitó una horrible masa amarilla. Del puño de Henry escapó una carcajada. Yo me moría de pena por los perros, muerta de remordimientos. Quería levantarme y gritar: No he sido yo. Quería desaparecer, volver corriendo a casa. Pero no me moví. Me balanceé sobre las piernas dobladas, con la cara entre las rodillas.

Pero lo peor de todo fue que cuando por fin Henry dejó que me marchara, dándome un pellizco en el brazo para que me moviera, no habíamos dado ni dos pasos cuando aparecieron Dinny y Beth. Ella llevaba los bajos de los téjanos empapados de rocío y una pequeña hoja verde en el pelo.

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