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Authors: Katherine Webb

El Legado (13 page)

BOOK: El Legado
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Caroline sonrió, tomando una temblorosa bocanada de aire con olor a roble recién talado.

—Verás, es que... me ha llevado más tiempo de lo previsto construir la casa. Lo siento, Caroline.

—¡Oh, no lo sientas! —exclamó ella, angustiada al verlo preocupado—. Estoy segura de que quedará preciosa... Sé lo que hay que hacer para terminarla. Te ha quedado muy bien. —Se volvió y apoyó la cabeza en su pecho, inhalando el olor que desprendía.

Corin le apartó los mechones de la frente y la abrazó con fuerza. El contacto produjo en Caroline un calor interno y una sensación de opresión, como de hambre.

—Ven conmigo —murmuró él, y la condujo por una puerta situada en el otro extremo de la sala principal y que se abría a una habitación más pequeña dominada por una cama con una cabecera de hierro cubierta con una bonita colcha de colores. Caroline deslizó los dedos por ella, estaba hecha con retazos de raso y seda, fríos y acuosos al tacto.

—He hecho traer la cama desde Nueva York —dijo Corin—. Ha llegado justo antes que tú; y la colcha era de mi madre. ¿Por qué no la pruebas?

—¡Oh, no! ¡La ensuciaré! Es preciosa, Corin —dijo ella entusiasmada.

—Bueno, yo también estoy sucio e insisto en que la probemos. —Corin le cogió la mano y luego la cadera, y la rodeó con los brazos.

—¡Espera! ¡No! —Caroline se rió mientras él la arrastraba consigo, y daban botes sobre el colchón.

—Nunca disfrutamos de nuestra noche de bodas —susurró él.

El sol que entraba a raudales por la ventana le iluminaba el pelo y dejaba en la sombra sus ojos castaños. Caroline era muy consciente del olor que desprendía su cuerpo sin lavar y de la sequedad de su boca.

—Pero si aún no es la hora de irnos a la cama. Y necesito bañarme. .. Además, podría vernos alguien.

—Ya no estamos en Nueva York, cariño. No tienes que hacer lo que te dice tu tía, y no hemos de comportarnos como dicta la sociedad...

Corin le puso una mano en el vientre y ella contuvo el aliento. Él le desabrochó los botones de la blusa y se la abrió con delicadeza.

—Pero yo...

—No hay peros que valgan —murmuró él—. Date la vuelta.

Caroline obedeció, y él deshizo con torpeza los lazos del corsé.

Liberada, el aire que le entró de golpe en los pulmones hizo que la cabeza le diera vueltas. Cerró los ojos.

Corin la volvió de nuevo hacia él y recorrió su cuerpo con las manos ásperas que ella había advertido el día que se habían conocido. Le besó con delicadeza los párpados.

—Eres preciosa —susurró con voz profunda y ronca—. Con unos ojos como dólares de plata.

Sobresaltada por la fuerza de su pasión, ella lo besó ardientemente. No tenía una idea muy clara de lo que debía esperar, solo sabía que Corin tenía de pronto derechos sobre su cuerpo que nadie había tenido antes. Bathilda había insinuado que sentiría dolor y que debería cumplir con ciertos deberes, pero Caroline nunca había experimentado algo tan maravilloso como la presión de la piel de Corin contra la suya. La delicada insistencia de su roce, el movimiento de su cuerpo entre sus muslos, la llenaron de una sensación ardiente, fría y casi dolorosa, que estaba más allá de todo lo que había experimentado antes, y gritó de asombrada alegría, totalmente ajena a la falta de decoro o a que alguien pudiera oírla.

Corin llevó a su mujer a dar una vuelta por el rancho en una calesa, ya que era una gran caminata y ella nunca había montado a caballo. Se había quedado perplejo al enterarse, luego se había encogido de hombros y había dicho:

—No te preocupes. Pronto aprenderás.

Pero Caroline no se fiaba de los caballos, de su fea dentadura y su fuerza bruta, y la sola idea de sentarse encima de uno no le atraía en absoluto. Cuando Corin le presentó orgulloso sus yeguas de pura sangre y el apache semental, ella sonrió y se esforzó por distinguirlos entre sí. Pero todas las criaturas le parecían idénticas. Él la llevó por los distintos establos, corrales y cuadras, y por las cabañas bajas y toscas donde dormían sus jinetes. Caroline se fijó en lo relajado que parecía su marido, sin rastro de la incertidumbre o la inseguridad que había mostrado en Nueva York. Pasaron por delante de una triste choza medio enterrada en el suelo, con el tejado de tablones y terrones de césped.

—¡Esta habría sido nuestra casa si hubieras venido antes! —dijo Corin con una sonrisa.

—¿Esta? —repitió Caroline, horrorizada.

Corin asintió.

—Es la primera casa que construí aquí cuando reclamé mi herencia en el noventa y tres. Y pasé en ella dos inviernos antes de tener una casa como es debido... ¡Encontré una en la pradera y la arrastré hasta aquí! ¿Te lo puedes creer?

—¿Robaste una casa?

—¡No la robé! Supongo que algún colono la construyó con la intención de establecerse en esa tierra antes de que fuera legal. Fuera quien fuese debió de seguir su camino o le obligaron a hacerlo. Estaba abandonada, habitada por serpientes de cascabel; de modo que las eché, cargué la casa en un carro y la arrastré hasta aquí. Era bonita, pero no lo bastante grande para una familia. —Mientras lo decía le cogió la mano y se la apretó, y Caroline desvió la mirada, cohibida.

—¿Una gran familia? —preguntó tímidamente.

—Supongo que cuatro o cinco niños bastarán. —Corin sonrió—. ¿Tú qué dices?

—Cuatro o cinco bastarán —coincidió ella, sonriendo de oreja a oreja.

—Y aquí traemos a las yeguas cuando están a punto de parir.

—¿Qué es eso? —preguntó Caroline, señalando una tienda cónica más allá del corral de las yeguas.

—Aquí es donde vive Joe. ¿Ves la caseta de al lado? Joe y su mujer duermen en ella, pero sus viejos querían una tienda como la que siempre habían tenido y allí es donde viven aún. Son muy tradicionales.

—¿Por qué iban a...? ¿La familia de Joe vive en una tienda? —preguntó Caroline, perpleja.

Corin la miró, tan atónito como ella.

—Bueno, son indios, cariño. Y les gusta vivir como siempre lo han hecho. Pero Joe es más progresista. Ha trabajado para mí desde el principio, cuando solo podía pagarle con ropa y latas de tabaco Richmond de cinco centavos. Es uno de mis mejores jinetes...

—¿Indios? ¿Hay indios por aquí? —A Caroline se le aceleró el pulso y se le revolvió el estómago. No habría estado más sorprendida si le hubiera dicho que dejaba que los lobos se mezclaran con el ganado—. ¡Pero Hutch me dijo que todos se habían ido! —susurró.

—Bueno, la mayoría lo hicieron —explicó Corin—. El resto de la familia de Joe está en la reserva, al este de aquí, en las tierras que se extienden hasta el río Arkansas. Me refiero a los que se quedaron en el territorio de Oklahoma. Su jefe es Águila Blanca. Pero algunos regresaron hace unos años al norte. El jefe Oso de Pie los condujo a sus tierras de Nebraska. Supongo que tenían más morriña que los otros...

Pero ella apenas podía oír esa breve historia de la tribu. No podía dar crédito a sus oídos ni a sus ojos, que en su puerta acamparan los salvajes sobre cuyas atrocidades había circulado historias escabrosas por el Este durante décadas. El miedo la paralizó. Frenética, cogió las riendas de las manos de Corin y dio la vuelta al caballo para regresar a la casa.

—Espera, ¿qué estás haciendo? —Corin trató de arrebatarle las riendas mientras el caballo sacudía la cabeza en protesta, con el bocado sonando contra los dientes.

—¡Quiero irme de aquí! ¡Quiero alejarme de ellos! —gritó Caroline, temblando.

Se cubrió la cara con las manos, desesperada por ocultarla. Corin calmó el caballo y cogió las manos de Caroline.

—¡Escúchame! —dijo muy serio, mirándola fijamente—. Escúchame, Caroline. Son buenas personas. Personas como tú y como yo. Solo quieren vivir, trabajar y formar una familia. No importa lo que hayas oído en el Este, donde les gusta hablar de los indios como si fueran villanos de la peor calaña, te aseguro que no quieren causar problemas, ni a ti ni a nadie. Ha habido conflictos en el pasado, conflictos que a menudo hemos causado nosotros los blancos, pero lo que todos queremos ahora es llevarnos lo mejor posible. Joe ha traído aquí a su familia para vivir y trabajar con nosotros, y eso exige un coraje que creo que ni tú ni yo podemos entender. ¿Me estás escuchando, Caroline?

Ella asintió, aunque apenas podía creer lo que oía. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—No llores, cariño. Nada de lo que te hayan dicho sobre los indios va con Joe. Puedo asegurártelo. Ven, te lo presentaré.

—¡No! —dijo ella sin aliento.

—Sí. Ahora son tus vecinos y Joe es un gran amigo mío.

—¡No puedo! ¡Por favor! —lloró Caroline.

Corin sacó su pañuelo y le secó la cara. Le levantó la barbilla y sonrió con afecto.

—Pobrecilla. No tengas miedo, por favor. En cuanto los conozcas verás que no tienes nada que temer.

Corin dio la vuelta a la calesa, chasqueando la lengua al caballo atormentado que tiraba de ella, y se dirigió a la tienda y a la caseta. Alrededor de ambas había una serie de cuerdas y armazones para tender la ropa, herramientas y arneses. Frente a la tienda ardía un fuego, y mientras se acercaban, una mujer menuda de cabello color hierro salió con una cafetera ennegrecida para colocarla sobre las brasas. Tenía la espalda encorvada, pero le centelleaban los ojos dentro de las profundas arrugas que le entrecruzaban la cara. No dijo nada, pero se irguió y saludó con la cabeza, mirando a Caroline con silencioso interés mientras Corin bajaba de un salto de la calesa.

—Buenos días, Nube Blanca. He venido a presentarle a mi mujer —dijo, inclinando el ala ancha de su sombrero hacia la anciana en señal de respeto.

Las piernas de Caroline, mientras la ayudaba a bajar, parecían inestables. Tragó saliva, pero aún sentía un nudo en la garganta que le dificultaba el habla. Sus pensamientos se arremolinaban dentro de su cabeza como una ventisca. De la caseta salió un hombre seguido de una joven, y de la tienda salió otra mujer de mediana edad y aspecto severo. Dijo algo incomprensible a Corin y este, con gran asombro de Caroline, respondió.

—¿Hablas su lengua? —balbuceó, pero cuando todos los ojos se clavaron en ella retrocedió.

Corin sonrió con cierta timidez.

—La verdad es que sí. Caroline, te presento a Joe. Y esta es su mujer, Magpie, a la que todos llaman Magpie.

Caroline trató de sonreír, pero descubrió que no podía sostener la mirada más de unos segundos a ninguno de los dos. Cuando por fin lo hizo, vio a un hombre moreno de aspecto severo, no muy alto pero ancho de pecho; y una chica rolliza con el pelo largo y recogido en trenzas con cintas de colores entrelazadas. Joe también llevaba el pelo largo, y los dos tenían los pómulos altos de felino y las cejas en una línea severa. Magpie sonrió y agachó la cabeza, tratando de atraer la mirada de Caroline.

—Me alegro mucho de conocerla, señora Massey —dijo hablando su idioma a la perfección aunque con acento muy marcado.

Caroline la miró boquiabierta.

—¿Habla mi idioma? —susurró con incredulidad.

Magpie soltó una risita.

—Sí, señora Massey. ¡Mejor que mi marido, aunque hace menos que estoy aprendiendo! —se jactó—. Me alegro mucho de que haya venido. Hay demasiados hombres en este rancho.

Caroline miró detenidamente a la chica, que llevaba una falda sencilla, una blusa y una manta tejida de vivos colores sobre los hombros. Calzaba un tipo de zapatillas suaves que Caroline no había visto nunca. Su marido, que llevaba un chaleco grueso bordado con cuentas debajo de la camisa, murmuró algo en su propia lengua; Magpie frunció el entrecejo y respondió algo breve e indignado. Joe no sonreía tan fácilmente como su mujer y a Caroline le pareció que tenía una expresión más hostil. La negrura de sus ojos la asustó, y su boca era una línea recta e implacable.

—Nunca había conocido a ningún cherokee... —dijo Caroline, algo envalentonada por la alegre actitud de Magpie.

—Y sigue sin conocer a ninguno —replicó Joe con ironía, hablando por primera vez.

Tenía un acento tan gutural que Caroline tardó un rato en entenderlo. Miró a Corin.

—Joe y su familia son de la tribu ponca —explicó.

—Pero... Hutch me dijo que estas tierras habían sido de los cherokee...

—Y lo fueron. Es..., bueno, para simplificar, hay muchas tribus en este país. Después de todo, era el territorio Indio antes de ser el territorio de Oklahoma. Joe y su familia son un poco originales, en el sentido de que han escogido adaptarse al estilo de vida de los blancos. La mayoría de su gente prefirió quedarse con los suyos en las reservas. Pero Joe le cogió gusto a la vida de vaquero y nunca ha mirado atrás..., ¿no es así, Joe?

—Le cogí gusto a ganarte a las cartas, sobre todo —dijo el hombre ponca, torciendo la boca con aire burlón.

Mientras se alejaban de la tienda, Caroline comentó con el entrecejo fruncido:

—Joe parece un nombre extraño para un... ponco.

—Ponca. Su verdadero nombre, en su lengua, es poco menos que impronunciable. Significa Tormenta de Polvo o algo parecido. Joe nos resulta mucho más fácil de pronunciar —explicó Corin.

—No parece mostrarte mucho respeto, teniendo en cuenta que es tu empleado.

Al oír esas palabras Corin miró a Caroline con un ceño tan pronunciado que ensombreció momentáneamente sus ojos.

—El respeto que me muestra es más que suficiente, te lo aseguro; y es su respeto lo que he tenido que ganarme. La gente como Joe no te respeta porque seas blanco, tengas tierra o les pagues un sueldo, sino cuando demuestras tu integridad y tu disponibilidad para aprender, y eres capaz de mostrarles respeto a ellos cuando lo merecen. Las cosas son un poco distintas aquí que en Nueva York, Caroline. Las personas tienen que ayudarse a sí mismas y unas a otras cuando una inundación, una helada o un tornado destruye en un instante todo lo que tienen... —Corin se interrumpió.

Soplaba un viento seco desde la pradera que siseaba a través de los radios de las ruedas de la calesa. Herida con la reprimenda, Caroline guardó silencio.

—Pronto te acostumbrarás, no te preocupes —añadió Corin con un tono más alegre.

Unos días después hicieron un picnic de luna de miel; salieron en la calesa cuando el sol bordeaba el horizonte por el este y se dirigieron hacia el oeste durante tres horas, hasta un lugar donde la tierra se ondulaba en curvas voluptuosas alrededor de un estanque poco profundo al que iba a parar un riachuelo de curso lento. Las ramas inclinadas de los sauces plateados envolvían en sombra la orilla y rozaban en algunas partes la superficie del agua, surcando el amplio cielo reflejado.

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