Read El Legado Online

Authors: Katherine Webb

El Legado (8 page)

BOOK: El Legado
8.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Beth levanta los brazos.

—¡No, no puedo! —grita—. Sé que quiere arrebatarme a Eddie. ¡No puedo fingir que no lo sé o que no me importa!

—Lo sé, lo sé —la tranquilizo.

Se lleva las manos al pelo despeinado.

—Eddie volverá pronto —añado—. Ya sabes cuánto le gusta estar contigo, Beth... Te adora y nada de lo que haga Maxwell podrá cambiarlo. —La sujeto por los hombros con suavidad y trato de arrancarle una sonrisa.

Ella suspira, cruza los brazos.

—Lo sé... Solo que... Me voy a duchar —dice, y me da la espalda.

Ahora que Eddie no está, la casa vuelve a parecer grande y vacía. Tácitamente hemos dejado de revisar las cosas de Meredith. Es una tarea demasiado complicada y parece inútil. Todo lleva tanto tiempo en esta casa que se ha corroído en su sitio. Sería imposible vaciarla.

Tendrían que emplear la fuerza, tal vez bulldozers... Me imagino un cubo con dientes metálicos chirriando a través de capas de tela, alfombras, papel, madera y polvo. Un trabajo duro, como tratar de sacar bolitas con una cuchara de un melón poco maduro. Sería un terrible acto de violencia. Todos los pequeños rastros de tantas vidas.

—Nunca me había parado a pensar en lo que pasa con las cosas de una persona cuando se muere —digo mientras cenamos.

La despensa estaba llena de latas de sopa Heinz cuando llegamos y estamos dando cuenta de ellas. En algún momento tendré que aventurarme a ir al pueblo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno..., solo eso. Nunca he conocido a nadie que se haya muerto. Hasta ahora nunca había tenido que vérmelas con las consecuencias...

—¿Las consecuencias? Haces que morir parezca un acto egoísta. ¿Es lo que piensas? —La voz de Beth es baja e intensa. Se ha producido un cambio tan grande en ella, ahora que Eddie no está.

—¡No! Por supuesto que no. Eso no es lo que estoy diciendo. Solo quiero decir que no te paras a pensarlo hasta que ocurre..., quién se ocupará de todo. Adónde irán a parar las cosas. Por ejemplo, ¿qué pasará con los camisones de Meredith, con sus calcetines, con la comida de su despensa? —Me cuesta hablar; no pretendía iniciar una conversación seria.

—¿Qué importa, Erica? —replica Beth.

Dejo de hablar, arranco un trozo de pan y lo desmigajo con los dedos.

—No importa —digo.

A veces me siento muy sola con Beth. Antes no me pasaba. No nos enfrentábamos la una con la otra ni discutíamos. Tal vez la diferencia de edad era lo bastante grande. O tal vez era porque teníamos un enemigo común. Ni siquiera cuando nos encerraban dos días enteros, dos largos días soleados, nos volvíamos la una contra la otra. Eso era cosa de Henry, y de Meredith. Meredith nos prohibió tajantemente jugar con Dinny; nos dijo que no habláramos con nadie de su familia, que no nos acercáramos a ellos, después de que anunciáramos inocentemente nuestra nueva amistad mientras tomábamos el té.

Lo conocimos en el estanque, donde lo sorprendimos nadando. Hacía calor pero no era sofocante. Creo que estábamos a principios de verano, porque el paisaje seguía estando verde. Soplaba una brisa fresca, de modo que cuando lo vimos en el agua, temblamos. Su ropa estaba amontonada en la orilla. Toda su ropa. Beth me cogió la mano, pero no nos movimos. Nos quedamos inmediatamente fascinadas. Quisimos conocerlo inmediatamente... Un chico desnudo, delgado, moreno, con el pelo mojado pegado al cuello, nadando y buceando él solo. ¿Cuántos años tenía yo? No estoy segura. Cuatro o cinco, como mucho.

—¿Quiénes sois? —preguntó, flotando en el agua en posición vertical.

Me acerqué más a Beth, agarrándole la mano con más fuerza.

—Esta es la casa de nuestra abuela —explicó ella, señalándola.

Dinny se acercó un poco más.

—Pero ¿quiénes sois? —Sonrió, con la dentadura y los ojos brillantes.

—¡Beth! —susurré con apremio—. ¡No lleva nada encima!

—Chist —me hizo callar ella.

Pero fue un ruido extraño que flotó con la risa tonta.

—Entonces tú eres Beth. ¿Y tú? —Dinny me miró.

—Yo soy Erica —anuncié, con toda la compostura de que fui capaz.

En ese momento un terrier Jack Russell marrón y blanco salió disparado del bosque y se acercó a nosotros, ladrando y moviendo la cola.

—Yo soy Nathan Dinsdale y este es Arthur. —Señaló al perro con la cabeza.

Después de eso lo habría seguido a todas partes. Me moría por tener una mascota, una mascota de verdad y no un pez dorado, que era todo lo que había en nuestra habitación de casa. Estaba tan ocupada jugando con el perro que no recuerdo cómo salió del agua Dinny sin que Beth lo viera desnudo. Sospecho que no lo hizo.

Seguimos viéndolo, por supuesto, a pesar de la prohibición de Meredith, y por lo general lográbamos mantenerlo en secreto, zafándonos de Henry antes de bajar al campamento donde Dinny vivía con su familia, al otro lado de los jardines. Henry procuraba evitarlo. No quería desobedecer a Meredith, y en lugar de ello asimiló el desdén que sentía ella por la gente itinerante, lo alimentó y dejó que se convirtiera en odio propio. El día que ella nos encerró, nuestros padres se habían ido fuera a pasar el fin de semana. Fuimos con Dinny al pueblo para comprar caramelos y Coca-Cola en la tienda, y cuando me volví, vi a Henry. Se escondió detrás de la cabina de teléfono, pero no lo bastante deprisa, y mientras regresábamos a casa sentí un hormigueo entre los omóplatos. Dinny se despidió de nosotras y se metió entre los árboles, dando un gran rodeo.

Meredith nos esperaba en la entrada cuando volvimos; a Henry no se le veía por ninguna parte. Pero supe que ella lo sabía. Nos agarró del brazo, clavándonos las uñas, y acercó su cara lívida a la nuestra.

—Quien con perros se echa, con pulgas se levanta —dijo con tono entrecortado y cortante.

Nos mandó al piso de arriba e hizo que nos bañáramos con agua tan caliente que la piel se nos quedó roja e irritada, y yo lloré sin parar. Beth guardó silencio, furiosa.

Después, mientras yo lloriqueaba en la cama, Beth me aleccionó en voz baja:

—Quiere castigarnos, encerrándonos en casa. Tenemos que demostrarle que no nos importa, que nos trae sin cuidado. ¿Lo entiendes, Erica? ¡Por favor, no llores! —susurró, acariciándome el pelo con dedos temblorosos de rabia.

Creo que asentí, pero estaba demasiado alterada para hacerle caso. Fuera todavía era de día. Oí a Henry jugar con uno de los perros en el jardín, y reconocí la voz de Clifford, confusa a través de las tablas del suelo. Una larga tarde de agosto y nos habían obligado a acostarnos. Estuvimos confinadas todo el fin de semana.

Cuando nuestros padres volvieron y les contamos lo que había sucedido, papá dijo:

—Esto es demasiado, Laura. Esta vez lo digo en serio.

Sentí una oleada de alegría, de amor hacia él.

—Hablaré con ella —dijo mamá.

A la hora del té las oí en la cocina. A mamá y a Meredith.

—Parece un chico agradable. Muy sensato. No veo qué puede tener de malo, madre —dijo mamá.

—¿No lo ves? ¿Quieres que tus hijas empiecen a hablar con el horrible argot de Wiltshire? ¿Quieres que aprendan a robar y a decir palabrotas? ¿Quieres que vuelvan llenas de piojos y degeneradas a casa? No tiene nada de malo si eso es lo que quieres —replicó Meredith fríamente.

—Mis hijas nunca robarían —dijo mamá con firmeza—. Y creo que degeneradas es excesivo, la verdad.

—No, Laura. Tal vez has olvidado los problemas que nos ha causado esa gente durante años.

—¿Cómo iba a olvidarlos? —Mamá suspiró.

—Bueno, son tus hijas...

—Sí, lo son.

—Pero si quieres que vivan bajo el mismo techo que yo y a mi cuidado, tendrán que hacerlo según mis reglas —replicó Meredith.

Mamá respiró hondo.

—Si me entero de que las has encerrado otra vez, no volverán nunca más, y David y yo tampoco —dijo en voz baja.

Pero noté la tensión. Casi un temblor. Meredith no respondió. Oí sus pasos en dirección a mí y salí corriendo. En cuanto pasó el peligro fui a buscar a mi madre. La encontré lavando los platos con silencioso ímpetu, los ojos brillantes. Le rodeé las piernas con los brazos. Meredith nunca dejó de oponerse a que jugáramos con Dinny, pero no volvió a encerrarnos en nuestra habitación. En eso, al menos, ganó mamá.

La mañana del lunes es lluviosa y plomiza. Me he despertado con los dedos de las manos y de los pies helados, y así se han quedado; y ahora también lo está la punta de la nariz. No recuerdo la última vez que pasé tanto frío. En Londres no es así. Hace un calor pegajoso en el metro, y las tiendas y los cafés te reciben con una bofetada de calor. Hay ciento y un lugares donde escapar de cualquier descenso en picado de la temperatura exterior. Estoy en el invernadero, en el lado sur de la casa, mirando una pequeña extensión de césped bordeada de frutales retorcidos. Cuando jugábamos ruidosamente, poniendo a prueba la paciencia de Meredith, nos mandaban aquí, a la pequeña parcela de césped, mientras los adultos se quedaban sentados alrededor de una mesa de hierro blanca en la terraza orientada hacia el oeste, bebiendo té helado y vodka. Aquí mis compañeros son los restos esqueléticos de unas tomateras y un sapo rollizo sentado junto al grifo que gotea agua con verdín sobre una verdosa capa de lentejas acuáticas. Había olvidado el silencio del campo; me intimida.

Aquí dentro huele a tierra y a humedad, un olor fecundo, a pesar de la estación en que estamos. Uno de mis primeros recuerdos de Henry, a los ocho o nueve años: en la pequeña extensión de césped cuando yo tenía unos cinco, un caluroso día de agosto de uno de esos veranos que parecían durar eternamente; la hierba amarillenta y chamuscada; las piedras de la terraza demasiado calientes para ir descalzo; los perros demasiado desfallecidos para jugar; mi nariz pelada y los brazos de Beth cubiertos de pecas. Montaron una de esas piscinas enormes en el césped para nosotros. Tan grande que había escaleras a un lado y una extensión de plástico azul en el fondo, muy tentadora incluso antes de llenarla de agua. Todavía recuerdo el olor del plástico caliente. La instalaron, la aplanaron; llevaron una manguera ilícita hasta ella. El agua de la manguera procedía directamente de la red de suministro y estaba helada en contraste con nuestra piel tostada. Agradablemente entumecedora. Con mi bañador rojo la agitaba, desesperada por que se llenara.

Henry se metió enseguida, con las plantas de los pies cubiertas de hierba que se quedó flotando. En cuanto se retiraron los adultos, se hizo con la manguera y la agitó hacia nosotras. Nos mojó y no dejó que nos acercáramos. Recuerdo que yo estaba desesperada por meterme, por mojarme los pies. Pero a mi manera. No quería que él me salpicara. Primero los pies y luego el resto, poco a poco. Pero cada vez que me acercaba, él me mojaba. El agua le llegaba hasta los tobillos, y tenía los pies blancos y ondulados. El cuerpo también lo tenía blanco, con aspecto blando, y los pezones le caían ligeramente. Luego se detuvo e hizo un juramento. Juró que podía zambullirme sin miedo, que él no me mojaría. Le hice bajar la manguera antes de meterme con cuidado. No había transcurrido ni un segundo de frío extático en los pies cuando Henry me agarró, me inmovilizó la cabeza debajo de su brazo y me apuntó la manguera a la cara. El agua helada se me metió por la nariz y los ojos, ahogándome; Beth gritaba desde el borde. Tosí y berreé hasta que llegó mamá.

Ojalá Beth saliera de casa. He leído en alguna parte que lo mejor para la depresión es estar al aire libre. Un paseo vigorizante en comunión con la naturaleza. Como si la depresión fuera algo indigesto que ha de eliminarse del organismo. No sé si funciona en esta época del año, con este viento que te atraviesa el alma, pero tiene que ser más saludable que merodear por la casa. En el banco de trabajo del invernadero encuentro un cesto y una podadera, y me dirijo hacia el bosque.

Camino en un círculo pasando por el estanque. Lo hago la mayoría de los días. Parece que no puedo dejar de ir. En la orilla empinada, tirando piedras con el pie, vuelven a mí vagos recuerdos. Siempre que estoy por Storton Manor vuelven a mí, como pequeños flashes que acompañan una vista, un olor, una habitación. Una cinta atada detrás de la cabecera de una cama. Flores amarillas bordadas en una funda de almohada. Cada paso me evoca algo. Aquí en este estanque hay algo que debería recordar, algo más que los juegos, la piscina de plástico, la emoción de lo prohibido. Cierro los ojos y me acuclillo, me abrazo las rodillas. Me concentro en el agua y la tierra, en el susurro de los árboles sobre mi cabeza. Oigo ladrar un perro a lo lejos, tal vez en el pueblo. Hay algo, sin duda, algo que intento saber. Alargo los dedos a ciegas hasta que tocan la superficie. El agua muerde de lo helada que está. Me imagino que se solidifica, que cristales de hielo tejen hilos a través de ella. Por un momento experimento el viejo miedo de que me trague. Porque si el agua pudiera salir del fondo, de la nada, como por arte de magia, todo podría ir también en dirección contraria. Un desagüe gigante. A veces me da por pensar en eso mientras nado y siento un delicioso escalofrío, como cuando nadas en el mar y de pronto piensas en tiburones.

Al filo de las colinas, por donde desaparecen los árboles, el terreno desciende abruptamente hacia una cavidad redonda. Un gigante retirando con una pala la tierra llena de espinos, endrinos y saúcos, todo estrechamente ligado a la barba de un viejo. La helada es más intensa aquí, dura más. Tengo la mira puesta en un arbusto de acebo, justo en el centro, con sus bayas brillantes como piedras preciosas en la maraña descolorida, pero no llego muy lejos. Bajo, deslizándome por la hierba espesa, y cuando alcanzo el matorral no encuentro la manera de adentrarme en él. El aire está en calma, increíblemente frío. Veo ante mí el vaho que forma mi aliento mientras doy vueltas, tratando de localizar una entrada. No se ve más que la ladera que se eleva y se aleja, el borde por donde se junta con el cielo. Hago un intento de abrirme paso a través y retrocedo, cubierta de arañazos.

Regreso al bosque con la cesta vacía exceptuando unos zarcillos de hiedra del jardín. No es un bosque público; no está cuidado ni entrecruzado por senderos. Todas las tierras de pastoreo de la finca se han arrendado o vendido recientemente a granjeros de la vecindad, y me pregunto si alguno de ellos ha venido aquí, para coger leña, levantar faisanes o atrapar conejos. No hay señales de que lo hayan hecho. El suelo está invadido de hojas caídas y zarzas, de leños astillados y medio podridos. Unas criaturas invisibles se alejan de mí con pequeños crujidos, sin dejar ningún otro rastro. Bellotas, hayucos; alrededor de un árbol, una alfombra de pequeñas manzanas amarillas pudriéndose. Tengo que ir con cuidado para no tropezar y sobre mi cabeza no oigo pájaros. Solo una respiración silenciosa, el viento que se cuela entre las ramas desnudas.

BOOK: El Legado
8.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Close by Martina Cole
Aphelion by Andy Frankham-Allen
Aristocrats by Stella Tillyard
Lone Stallion's Lady by Lisa Jackson
Mourning Cloak by Gale, Rabia
Tax Assassin by Claudia Hall Christian
Ghost Hunter by Michelle Paver, Geoff Taylor