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Authors: Katherine Webb

El Legado (3 page)

BOOK: El Legado
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—Bueno, puedes decirle que venga con un amigo. ¿Por qué no? Llámalo mañana... No todas las navidades, por supuesto. Pero los padres que trabajan podrían alegrarse de tener unos pocos días de gracia antes de que reaparezcan sus pequeños terremotos, ¿no crees?

—Hummm. —Beth pone los ojos en blanco—. No creo que ninguna madre de ese colegio haga algo tan vulgar como trabajar para ganarse la vida.

—¿Solo la chusma como tú?

—Solo la chusma como yo —acepta inexpresiva.

—No deja de ser irónico, ya que tú eres lo auténtico. Prácticamente de sangre azul.

—Qué va. Exactamente igual que tú.

—No. Creo que en mi caso la nobleza se saltó una generación. —Sonrío.

Meredith me lo dijo una vez cuando tenía diez años. «Tu hermana tiene el porte de los Calcott, Erica. Me temo que tú has salido enteramente a tu padre.» No me importó entonces y no me importa ahora. En aquel momento no estaba segura de qué significaba la palabra «porte». Pensé que se refería a mi pelo, que me había cortado casi al rape por un incidente con un chicle. Cuando me volví saqué la lengua y mamá me apuntó con un dedo.

Beth también rechaza esa nobleza. Se peleó con Maxwell —el padre de Eddie— para que su hijo fuera a la escuela de primaría del pueblo, que era pequeña y familiar, con un parque natural en una esquina del patio: los huevos de rana, los restos secos de las ninfas de libélula; las prímulas en primavera y luego los pensamientos. Pero Maxwell ganó el pulso cuando se trató de la enseñanza secundaria. Tal vez fuera lo mejor. Eddie ahora va a un internado todo el trimestre. Beth tiene semanas enteras para recuperarse y sacar brillo a su sonrisa.

—Llenaremos el espacio —la tranquilicé—. Adornaremos los salones. Rescataré una radio. No será como... —Pero me callo, no muy segura de lo que iba a decir.

En la esquina, el pequeño televisor suelta un furioso eructo de estática y damos un respingo.

Es casi medianoche, y Beth y yo nos hemos retirado a nuestras habitaciones. Las mismas habitaciones que siempre ocupábamos, donde hemos encontrado los mismos cubrecamas, gastados y descoloridos. Al principio me ha parecido increíble. Pero ¿por qué vas a cambiar los cubrecamas de unas habitaciones que nunca se utilizan? No creo que Beth se haya dormido aún. El silencio de la casa es sonoro como el tañido de una campana. El colchón se hunde bajo mi peso, los muelles han perdido su elasticidad. La cama tiene una cabecera de roble oscuro y en la pared hay una acuarela, muy descolorida. Barcos en un puerto, aunque no me consta que Meredith hubiera estado alguna vez en la costa. Meto una mano detrás de la cabecera y palpo con los dedos los soportes verticales hasta que lo encuentro. Quebradizo, granuloso de polvo. El pedazo de cinta que até, de la cinta de plástico rojo de un regalo de cumpleaños. Lo até aquí cuando tenía ocho años, para señalar un secreto que solo sabía yo. Así podría pensar en él después de que nos hubiéramos ido al colegio, imaginarlo escondido e intacto mientras limpiaban la habitación. Allí había algo que yo sabía; una reliquia de mí misma que siempre podría encontrar.

Llaman suavemente a la puerta y en el umbral aparece Beth. Se ha soltado las trenzas y el pelo le cae por la cara, lo que la rejuvenece. A veces está tan guapa que siento una opresión en el pecho, un tirón en las costillas. La tenue luz de la lamparilla de noche arroja sombras sobre sus pómulos, debajo de los ojos; deja ver la curva del labio superior.

—¿Estás bien? No puedo dormir —susurra, como si temiera despertar a alguien.

—Estoy bien, Beth. Solo que no tengo sueño.

—¡Ah! —Se queda en la puerta, indecisa—. Es tan extraño estar aquí. —No es una pregunta. Espero—. Me siento... un poco como Alicia en
A través del espejo
. ¿Me entiendes? Todo me resulta tan familiar y al mismo tiempo tan falso. Como si diéramos marcha atrás en el tiempo. ¿Por qué crees que nos ha dejado la casa?

—La verdad, no lo sé. Supongo que para irritar a mamá y al tío Clifford. Es la clase de cosa que haría Meredith. —Suspiro.

Beth se queda ahí parada, tan niña, tan guapa. En este momento es como si no hubiera pasado el tiempo. Podría tener doce años, y yo ocho, y está despertándome, para asegurarse de que no llego tarde a desayunar.

—Creo que lo ha hecho para castigarnos —dice en voz baja, y parece angustiada.

—No, Beth. No hemos hecho nada malo —digo con firmeza.

—¿Verdad que no? Ese verano. No, supongo que no. —Me lanza una mirada, confusa, y tengo la sensación de que trata de ver algo, alguna verdad sobre mí—. Buenas noches, Rick —susurra, utilizando un familiar diminutivo masculino de mi nombre, y desaparece.

Recuerdo tantas cosas de ese verano. El último verano que todo fue bien, el verano de 1986. Recuerdo cómo le afectó a Beth la separación de Wham. Recuerdo que con el calor me salieron unas ampollitas de agua en el pecho que me picaban, y que me las reventaba con las uñas, provocándome náuseas. Recuerdo el conejo muerto que encontré en el bosque y que iba a ver casi cada día, horrorizada y atraída al mismo tiempo por el lento desmoronamiento, el ablandamiento, cómo parecía respirar, hasta que lo toqué con un palo para comprobar si estaba muerto y descubrí que el movimiento se debía a la codiciosa pelea de gusanos que se producía en su interior. Recuerdo que en el pequeño televisor de Meredith vi la boda de Sarah Ferguson con el príncipe Andrés el 23 de julio, con ese enorme vestido que me puso verde de envidia.

Recuerdo que nos inventamos un número de baile con el éxito de Diana Ross, «Chain Reaction». Recuerdo que robé uno de los boas de Meredith para disfrazarme, me tropecé con él y lo pisé: una lluvia de plumas; lo escondí en un cajón apartado con el miedo en la boca del estómago, demasiado asustada para confesarme culpable. Recuerdo a los periodistas y a la policía, unos frente a otros a ambos lados de las verjas de hierro de Storton Manor. Los policías, con los brazos cruzados, parecían aburridos y acalorados con sus uniformes. Los periodistas pululaban con sus equipos, hablaban a los magnetofones, a las cámaras, esperando noticias. Recuerdo que Beth me miró fijamente cuando el policía habló conmigo de Henry, me preguntó dónde habíamos estado jugando, qué habíamos estado haciendo. Le olía el aliento a pastillas de menta agria. Se lo dije, creo, y me sentí mal; y los ojos de Beth siguieron clavados en mí, muy abiertos y con un aspecto lastimero.

A pesar de estos pensamientos me duermo al cabo de un rato, en cuanto me acostumbro al frío roce de las sábanas, a la desconocida oscuridad de la habitación. Y al olor, que no es desagradable pero que lo invade todo. Las casas huelen como sus ocupantes, a la mezcla de su pastilla de jabón, su desodorante y su pelo sucio; a su perfume, a su piel; a la comida que cocinan. A pesar de ser invierno, ese olor persiste, evocador e inquietante, en cada habitación. Me despierto una vez, me parece oír a Beth moviéndose por la casa. Luego sueño con el estanque, que nado en él y trato de bucear hasta el fondo para coger algo, pero no llego. El impacto del agua fría, la presión en los pulmones, el miedo atroz a lo que encontrarán mis dedos en el fondo.

Partida, 1902

Me mostraré resuelta, se recordó Caroline con firmeza mientras observaba a su tía Bathilda con disimulo a través de los párpados bajados. La anciana vació su plato con metódica eficiencia antes de volver a hablar.

—Temo que estés cometiendo un grave error, querida. —Pero en sus ojos había un brillo que no reflejaba temor alguno. Antes bien superioridad moral, autosatisfacción, como si, pese a todas sus protestas, se sintiera triunfante.

Caroline miró su plato, donde la grasa se había desligado de la salsa formando una capa nada apetecible.

—Ya me lo ha dicho, tía Bathilda. —Mantuvo la voz baja y respetuosa, pero aun así su tía la miró furiosa.

—Si me repito, niña, es porque no pareces escuchar —replicó.

El calor se agolpó en las mejillas de Caroline. Colocó los cubiertos con más pulcritud, sintiendo el peso de la plata lisa bajo los dedos. Irguió ligeramente la columna vertebral, tan constreñida en un severo corsé que le dolía.

—Y estate quieta —añadió Bathilda.

El comedor de La Fiorentina estaba excesivamente iluminado, rodeado de ventanas que se habían vuelto opacas de vaho con los efluvios de la comida caliente y la respiración. La luz amarilla traspasaba y rebotaba en el cristal, las joyas y el metal pulido. El invierno había sido largo y crudo, y justo cuando la primavera parecía a punto de abrirse paso en una seductora semana de trinos, azafranes y bruma verde sobre los árboles del parque, un largo período de frías lluvias se había instalado sobre la ciudad de Nueva York.

Caroline se sorprendió reflejada en varios espejos colocados alrededor de la sala del comedor, cada movimiento amplificado. Molesta ante tanto escrutinio, se sonrojó profundamente.

—Sí la escucho, tía. Siempre la escucho.

—Si me escuchabas en el pasado es porque no tenías otra elección. En cuanto te has creído lo bastante mayor, has dejado de hacerme caso. En la decisión más importante de tu vida, en un momento de lo más crucial, no me escuchas. Me alegro de que mi pobre hermano no siga con vida para ver cómo he fracasado en la crianza de su única hija. —Bathilda exhaló un suspiro de mártir.

—No ha fracasado, tía —murmuró Caroline de mala gana.

Un camarero recogió los platos vacíos, les llevó vino blanco dulce que cambió por el tinto y volvió con el carrito de los postres. Bathilda bebió un sorbo, dejando una mancha grasienta en el borde dorado de la copa, luego escogió un pastel relleno de crema, cortó un gran pedazo y abrió mucho la boca para que le cupiera dentro. Las harinosas carnes de su papada se doblaron sobre el cuello de encaje. Caroline observó la escena con repugnancia y notó que se le hacía un nudo en la garganta.

—Nunca me ha demostrado que le importo —murmuró la joven, tan bajito que las palabras se perdieron en el estruendo de voces y bocas que comían, bebían, masticaban y tragaban.

En el aire flotaban los olores a carne asada y a sopa con curry.

—No murmures, Caroline. —Bathilda terminó el pastel y se limpió las comisuras de los labios.

Ya falta menos, se dijo Caroline. No durará mucho más. Su tía era una fortaleza, pensó furiosa. Balaustradas de modales y riqueza en torno a un espacio interior..., un espacio lleno por lo general de comida sofisticada y jerez. Allí no había corazón, ni amor, ni calor. Caroline sintió un arranque de rebeldía.

—El señor Massey es un buen hombre y viene de una familia respetable —empezó a decir, adoptando un tono de calma razonable.

—La moral del hombre es irrelevante —la interrumpió Bathilda—. Corin Massey te convertirá en una vulgar esclava. No te hará feliz. ¿Cómo iba a hacerlo? Está muy por debajo de ti, en fortuna y educación..., en todos los aspectos de la vida.

—¡Si apenas lo conoce! —gritó Caroline.

Bathilda le lanzó una mirada de censura.

—Te recuerdo que tú tampoco. Puede que tengas dieciocho años y estés en situación de independizarte, pero ¿acaso no me he ganado un respeto criándote? ¿Manteniéndote y enseñándote...?

—Me ha mantenido con el dinero que le dejaron mis padres. Ha cumplido con su deber —dijo Caroline con cierta amargura.

—No me interrumpas, Caroline. Tenemos un buen apellido y te habría sido muy útil aquí, en Nueva York. Y, sin embargo, has decidido casarte con un... granjero. Y alejarte de todos y todo lo que conoces para vivir en medio de la nada. Es evidente que he fracasado. No he logrado inculcarte respeto, ni sensatez, ni decoro, a pesar de todos mis esfuerzos.

—Pero aquí no conozco a nadie, tía. En realidad solo la conozco a usted —dijo Caroline con tristeza—. Y Corin no es un granjero. Es un ganadero muy próspero. Se dedica a...

—A lo que debería dedicarse es a atender sus asuntos y no venir aquí a cazar jóvenes impresionables.

—Tengo suficiente dinero. —Caroline alzó la barbilla desafiante—. No seremos pobres.

—No enseguida, es cierto. No hasta dentro de un par de años. Entonces veremos si te gusta vivir de los ingresos de un granjero. ¡Y veremos cuánto dura tu dinero una vez tu marido descubra el modo de echar mano de él para ir a las mesas de juego!

—No diga eso. Es un buen hombre. Y me quiere y... yo le quiero a él —declaró Caroline con determinación.

Él la quería. Dejó que ese pensamiento la impregnara y no pudo evitar sonreír.

Cuando Corin le propuso matrimonio, le dijo que la había amado desde el día que la conoció: en el baile que habían dado los Montgomery hacía un mes para celebrar el comienzo de la Cuaresma. Desde su debut en sociedad, Caroline había envidiado lo mucho que se divertían las otras jóvenes en esa clase de actos. Bailaban, se reían y charlaban con naturalidad. Cada vez que se veía obligada a entrar en la sala con Bathilda se sentía en desventaja, siempre temerosa de hablar por si su tía la corregía o reprendía. Corin había cambiado todo eso.

Caroline había escogido su vestido de seda marrón claro y las esmeraldas de su madre para asistir al baile de los Montgomery. El collar, frío y pesado alrededor del cuello, cubría la esbelta extensión de su escote con un fulgor dorado y un brillo profundo que hacía centellear sus ojos grises.

—Parece una emperatriz, señorita —dijo Sara con admiración mientras le peinaba el cabello rubio.

Se lo recogió en un moño sobre la coronilla y apoyó un pie en el taburete para apretar los lazos del corsé. La cintura de Caroline era la envidia de sus amigas, y Sara siempre ponía especial cuidado en estirar todo lo que podía.

—Ningún caballero será capaz de resistirse.

—¿De veras lo crees? —preguntó Caroline sin aliento.

Sara, con su pelo oscuro y su sonrisa pronta, era para Caroline lo más parecido a una verdadera amiga.

—Pero dudo que sean capaces de resistir a mi tía —dijo suspirando.

Bathilda había ahuyentado a más de un pretendiente cauto; los jóvenes que no consideraba dignos.

—Su tía tiene grandes expectativas para usted, eso es todo, señorita. Da mucha importancia a su futuro —la tranquilizó Sara.

—¡A este paso no me casaré con nadie y me quedaré siempre aquí oyendo lo decepcionada que está conmigo!

—¡Tonterías! El hombre apropiado llegará y se ganará a su tía, si es preciso, para obtener su mano. ¡Mírese, señorita! ¡Los hechizará a todos! —Sonrió.

Caroline miró a Sara en el espejo. Se llevó una mano al hombro y le asió los dedos para infundirse coraje.

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