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Authors: Katherine Webb

El Legado (2 page)

BOOK: El Legado
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Beth se examina las manos. No creo que haya levantado la vista siquiera para mirar la casa. De pronto no estoy segura de haber hecho bien trayéndola aquí. Tengo miedo de haberlo dejado para demasiado tarde y ese miedo me retuerce las entrañas. Se le marcan los tendones del cuello, como pedazos de cuerda, y, doblada en el asiento, tiene una forma angulosa, todo goznes y esquinas. Se ha adelgazado tanto últimamente, parece tan frágil. Sigue siendo mi hermana, pero ha cambiado. Dentro de ella hay algo que desconozco, que se me escapa. Ha hecho cosas que no alcanzo a comprender, ha albergado pensamientos que no puedo ni imaginar. Tiene los ojos clavados en las rodillas, muy abiertos y vidriosos. Maxwell quiere volver a internarla. Me lo dijo por teléfono hace dos días y le reprendí por sugerirlo siquiera. Pero ahora actúo de otro modo en su presencia, por mucho que me esfuerce por no hacerlo, y parte de mí la odia por ello. Es mi hermana mayor. Debería ser más fuerte que yo. Le froto el brazo, sonriendo alegremente.

—¿Entramos? No me vendría mal un trago.

Mi voz suena fuerte en un espacio tan reducido. Me imagino las licoreras de Meredith alineadas en el mueble bar de la sala. De niña entraba a hurtadillas para examinar los líquidos misteriosos, contemplaba cómo se reflejaba la luz en ellos y los destapaba para inhalar a escondidas su olor. Suena un poco grotesco, beber su whisky ahora que está muerta. Pero es mi forma de dar a entender a Beth que sé que no quiere estar aquí. Con un profundo suspiro ella se baja del coche y se acerca a grandes zancadas a la casa, como si algo la impulsara a hacerlo, y corro tras ella.

La casa por dentro parece más pequeña, como suele ocurrir con las cosas de la niñez. Pero aun así es enorme. El piso que comparto en Londres me parecía grande cuando me mudé a él, porque había suficientes habitaciones para no tener que contemplar la colada tendida mientras veía la televisión. Enfrentada de pronto a la resonante longitud del pasillo, siento la ridícula urgencia de hacer la rueda. Nerviosas, dejamos las bolsas al pie de la escalera. Es la primera vez que venimos aquí sin nuestros padres y nos sentimos tan raras que nos apiñamos como ovejas. Nuestro papel aquí está definido por el hábito, el recuerdo y la costumbre. En esta casa somos niñas. Pero debo quitarle importancia, porque en los ojos de Beth veo asomar una expresión frenética.

—Pon agua a hervir. Iré a buscar algún licor y tomaremos un café con un chorrito.

—Erica, ni siquiera es la hora de comer.

—¿Y qué? Estamos de vacaciones, ¿no?

Pero no. No sé qué es, pero no son vacaciones.

Beth niega con la cabeza.

—Yo solo tomaré té —dice, encaminándose a la cocina.

Tiene la espalda estrecha y a través de la tela de la blusa se le marcan los hombros. Me fijo en ellos con una punzada de ansiedad; hemos estado apenas diez días sin vernos, pero está visiblemente más delgada. Quiero abrazarla y hacer que se sienta bien.

La casa está fría y húmeda; pulso unos botones en un panel antiguo hasta que oigo un movimiento seguido de profundos gemidos procedentes de las cañerías, agua borboteando. En las chimeneas hay cenizas malolientes; todavía hay pañuelos de papel y el corazón de una manzana podrida en la papelera del salón. Invadir la vida de Meredith de este modo me produce cierta aprensión. Como si al volverme pudiera sorprender su reflejo en el espejo: una mueca agria, el pelo teñido de un tono oro falso. Me detengo junto a la ventana y contemplo el jardín invernal, un caos de plantas caídas, sin podar. Estos son los olores que recuerdo de los veranos que pasamos aquí: bronceador de coco, sopa de rabo de buey a la hora de comer, por mucho calor que hiciera; el intenso y dulce aroma de las rosas y el espliego que rodeaban el patio; el olor acre y penetrante de los gruesos labradores de Meredith que jadeaban de agotamiento contra mis espinillas. Eso podría haber sido siglos atrás; podría haberle sucedido a otra persona. Por el cristal se deslizan unas pocas gotas de lluvia y me siento a cien años de distancia de todos y todo. Beth y yo estamos completamente solas aquí. Solas de nuevo en esta casa, en nuestra conspiración de silencio, después de tanto tiempo en el que no se ha resuelto nada, en el que Beth se ha desmontado, pieza a pieza, y yo me he zafado y huido de todo.

Primero tenemos que clasificar y poner cierto orden en todas las cosas que se han ido acumulando en los rincones. Esta casa tiene un montón de habitaciones, muebles, cajones, armarios y escondites. Supongo que la sola idea de venderla y romper la línea de la historia familiar hasta Beth y yo debería ponerme triste. Pero no es el caso. Tal vez porque, por derecho, todo debería haber ido a manos de Henry. Fue entonces cuando se rompió la línea. Observo un rato a Beth mientras saca pañuelos de encaje de un cajón y los amontona sobre las rodillas. Los coge de uno en uno, estudiando el diseño y recorriendo los hilos con las yemas de los dedos. El montón que tiene sobre las rodillas no es tan pulcro como el del cajón. Es una tarea inútil. Es una de las cosas que hace que no entiendo.

—Voy a dar un paseo —anuncio, levantándome sobre mis rodillas rígidas y conteniendo la irritación.

Beth se sobresalta como si se hubiera olvidado de mí.

—¿Adónde vas?

—A dar un paseo, acabo de decírtelo. Necesito tomar un poco de aire.

—Bueno, pero no tardes.

Eso también lo hace a veces; me trata como si fuera una niña caprichosa, como si pudiera salir huyendo. Suspiro.

—No. Solo serán veinte minutos. Para estirar las piernas.

Creo que sabe adónde voy a ir.

Sigo mis pies. El césped está desigual y lleno de protuberancias, un mar picado de hierba marrón y apedazada en el que me hundo. Todo solía estar tan cuidado, tan hermoso. Había pensado, sin reflexionar demasiado, que debió de descontrolarse a la muerte de Meredith. Pero eso es ridículo. Murió hace un mes y el jardín lleva abandonado estaciones enteras. Nosotras mismas hemos contribuido a este abandono. No tengo ni idea de cómo se las arregló ella antes de morir, si lo hizo. Ella solo estaba aquí, en un rincón de mis pensamientos. Mamá y papá venían a verla una vez al año más o menos. Beth y yo hacía muchísimo tiempo que no los acompañábamos. Pero creo que nuestra ausencia se entendía. Nunca nos insistieron para que fuéramos. Tal vez a ella le habría gustado, o tal vez no. Con Meredith nunca se sabía. No era una abuela dulce, ni siquiera maternal. Nuestra bisabuela, Caroline, también vivía aquí cuando mamá era pequeña. Otra fuente de incomodidad. Nuestra madre se marchó en cuanto pudo.

Meredith ha muerto de repente, de un derrame cerebral. Una mujer sin edad, anciana desde que tengo memoria, de un día para otro ha dejado de existir. La última vez que la vi fue en las bodas de plata de papá y mamá, no aquí sino en un hotel de alfombras de lujo y calefacción demasiado alta. Presidió como una reina la mesa mirando fríamente alrededor, unos ojos penetrantes por encima de una boca fruncida.

Aquí está el estanque, donde siempre ha estado. Pero con los colores de invierno se ve muy diferente. Está arrinconado y rodeado de un gran césped cortado al ras. El césped se extiende hacia el este, el bosque hacia el oeste. Este bosque derramaba sobre su superficie una luz verde moteada; un color sereno, proyectado desde unas ramas que se agitaban en medio del trino de los pájaros. Ahora están desnudas, salpicadas de grajos que parlotean y se chillan unos a otros. El estanque era muy apetecible los calurosos días de julio, pero con el cielo de este color insulso parece plano y poco profundo. Las nubes se persiguen por su superficie. Sé que es bastante hondo. Cuando éramos pequeños estaba cercado, pero con un simple alambre de púas que no representaba ningún obstáculo para unos chiquillos resueltos. Valía la pena arañarte las pantorrillas y engancharte el pelo. Al sol el agua era de un azul vidrioso. Parecía profunda, pero Dinny dijo que la vista engañaba, que era aún más profunda de lo que parecía. Yo no lo creí hasta que un día se llenó los pulmones de aire y, ayudándose con los pies, buceó hasta tocar el fondo. Observé cómo su cuerpo marrón se ondulaba y recortaba, y cómo siguió moviendo los pies cuando parecía que ya debía de haber llegado al fondo cretáceo. Salió a la superficie jadeando y me sorprendió contemplándolo extasiada.

El estanque vierte sus aguas en el río que cruza el pueblo de Barrow Storton, bajando por el lado de esta colina desde la casa solariega. El lugar está grabado en mi memoria; parece dominar mi niñez. Veo a Beth caminando con los pies en el agua la primera vez que nadé en él. Me siguió de un lado para otro nerviosa, porque era la mayor y la orilla era empinada, y si me ahogaba ella sería la responsable. Me hundí una y otra vez, tratando en vano de tocar el fondo como lo había hecho Dinny, oyendo las amenazas de Beth cada vez que sacaba la cabeza del agua. Era como un corcho, flotando con la gordura infantil de mis piernas rechonchas y de mi vientre redondo. Beth me hacía dar vueltas por el jardín antes de dejar que me acercara siquiera a la casa, para que me secara y entrara en calor, y no me vieran pálida y con los dientes castañeteando, lo que exigiría una explicación.

Detrás de mí, a través de los árboles pelados, se entrevé la casa a lo lejos. Nunca me había fijado. En verano queda escondida, pero ahora observa, espera. Me preocupa saber que Beth está sola ahí, pero no quiero volver todavía. Sigo andando, salto la verja cerrada que da al campo. Cruzas este campo, y luego otro, y de pronto estás en las colinas: los ondulados cerros de creta de Wiltshire, marcados aquí y allá por la prehistoria, por los tanques y la práctica de tiro. Sobre el horizonte se eleva el túmulo que ha dado nombre al pueblo, un túmulo de la Edad de Bronce para un rey cuyo nombre y fama no han quedado registrados: un montículo bajo y estrecho, de la longitud aproximada de dos coches, abierto por un extremo. En verano ese rey yace bajo cebada silvestre, zuzones y nomeolvides, y oye el continuo gorjeo de las alondras. Pero ahora son más bien hierbas quebradizas y cardos muertos, un conjunto chamuscado y yermo.

Me detengo ante el túmulo y bajo la vista hacia el pueblo, recuperando el aliento después del ascenso. No hay mucho movimiento, solo unas pocas columnas de humo de chimenea y unos pocos lugareños bien abrigados paseando a sus perros hasta la oficina de Correos. Desde esta solitaria colina parece el centro del universo. «¡Esta populosa aldea!» Coleridge acude a mi mente. He estado analizando sus poemas con mis alumnos. He intentado que los lean lo suficientemente despacio para que sientan las palabras, para que asimilen las imágenes, pero se quedan en la superficie, parloteando como monos.

El aire es cortante aquí arriba; se rompe a mi alrededor como una fría ola. Se me han dormido los dedos de los pies porque tengo los zapatos empapados. En la casa hay unos diez o veinte pares de botas de goma, lo sé. En el sótano, en pulcras hileras cubiertas de telarañas. Recuerdo ese horrible día que no sacudí una bota antes de ponérmela y sentí el cosquilleo de otro ocupante. He perdido la costumbre de vivir en el campo; no voy bien equipada para los cambios en el terreno, pisando un suelo que no ha sido cuidadosamente preparado para mi comodidad. Y, sin embargo, cuando me lo preguntan digo que crecí aquí. Esos primeros veranos, tan largos y nítidos en mi memoria, se alzan como islas en un mar de días escolares y fines de semana lluviosos demasiado borrosos y uniformes para recordarlos nítidamente.

En la entrada del túmulo el viento produce un débil gemido. Doy un salto de más de medio metro por los escalones de piedra y asusto a la chica que está dentro. Se yergue con un grito ahogado y se golpea la cabeza contra el techo bajo, y vuelve a agacharse, sujetándosela con las dos manos.

—¡Mierda! ¡Lo siento! No quería abalanzarme sobre ti de este modo... No sabía que había alguien dentro. —Sonrío.

La débil luz del exterior cae sobre ella y sobre unos rizos rubios recogidos bajo un pañuelo turquesa, una cara joven y un cuerpo extrañamente amorfo, envuelto en largas faldas de gasa y ganchillo. Me mira con los ojos entrecerrados. Debo de ser una silueta para ella, una mole negra contra el cielo de fuera.

—¿Estás bien?

No contesta. Frente a ella, encajados en los huecos de la pared, hay pequeños ramilletes de vivos colores, con los tallos pulcramente cortados y sujetos con un lazo. ¿Qué hacía aquí dentro sin meter ruido? ¿Rezar en algún santuario medio imaginado, medio prestado? Me ve mirar sus ofrendas y se levanta; luego pasa por mi lado ceñuda, sin decir palabra. Me doy cuenta de que su figura amorfa es en realidad abundancia de formas: el peso del embarazo. Muy guapa, muy joven, con el vientre hinchado. Cuando salgo de la tumba dirijo la vista hacia el pueblo, pero no la veo allí. Está caminando en la otra dirección, la misma de donde he llegado yo, hacia el bosque que hay junto a la casa solariega. Camina con furiosas zancadas, balanceando los brazos.

Beth y yo cenamos en la biblioteca la primera noche. Puede que parezca una elección extraña, pero es la única habitación que tiene televisor. Con una bandeja sobre las rodillas, comemos un plato de pasta acompañadas por las noticias de la noche, porque la conversación trivial parece que se ha agotado, y la profunda todavía es demasiado profunda. No estamos preparadas. No estoy segura de si algún día lo estaremos, pero hay cosas sobre las que quiero hablar con mi hermana. Esperaré hasta asegurarme de que formulo bien las preguntas. Confío en hacer que se sienta mejor si hago las preguntas adecuadas. La verdad la hará libre. Beth persigue cada macarrón por el bol antes de atraparlo con el tenedor. Se lleva el tenedor a los labios varias veces antes de metérselo en la boca. Algunos de los macarrones nunca lo logran, los suelta del tenedor y selecciona otro. Lo veo todo con el rabillo del ojo, como veo su cuerpo descarnado. Las imágenes del televisor brillan oscuras en sus ojos.

—¿Crees que es buena idea? —pregunta de pronto—. Me refiero a invitar a Eddie a pasar las navidades aquí.

—Por supuesto. ¿Por qué no? Vamos a quedarnos hasta que hayamos organizado todo, así que podríamos pasar aquí las navidades. Juntas. —Me encojo de hombros—. Ya ves, hay sitio de sobras.

—Quiero decir... traer a un niño aquí. A este... lugar.

—Beth, solo es una casa. Le encantará. No sabe..., bueno. Se quedará fascinado, estoy segura. Hay tantos rincones y escondrijos que explorar.

—Pero se ve tan grande y tan vacía, ¿no? Tal vez un poco solitaria. Podría deprimirlo.

BOOK: El Legado
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