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Authors: Katherine Webb

El Legado (4 page)

BOOK: El Legado
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—Ya está. Todo irá bien —aseguró Sara, acercándose a la cómoda para buscar los polvos y el carmín.

Caroline, toda una recatada e impecable joven de la alta sociedad, bajó las anchas escaleras hacia la luz incandescente de la sala de baile de los Montgomery. La estancia estaba resplandeciente de piedras preciosas y risas; impregnada de olor a vino y a brillantina perfumada. Los cuchicheos y las sonrisas se propagaban por la sala, distorsionados como en el juego del teléfono, tan pronto amistosos como burlones o perversos. Caroline oyó elogiar su vestido, ridiculizar a su tía y admirar sus joyas al tiempo que era objeto de miradas indiscretas y de comentarios susurrados detrás de dedos delicados y de boquillas de concha de tortuga. Habló poco, lo justo para no parecer maleducada. Esa era al menos una cualidad que su tía siempre había aprobado. Sonrió y aplaudió con todos cuando Harold Montgomery hizo su número de anfitrión y creó una aparatosa cascada vertiendo champán sobre una pirámide de copas. Siempre se desbordaba y salpicaba, mojando los pies de las copas que ensuciaban los guantes de las damas.

El ambiente de la sala estaba cargado y era sofocante. Caroline esperaba muy erguida en un rincón, bebiendo a sorbos un vino amargo que empezaba a subírsele a la cabeza y sintiendo hilillos de sudor que le resbalaban por las axilas. En todas las chimeneas ardía la lumbre y los cientos de velas eléctricas de las arañas del techo derramaban una luz tan brillante que veía el pigmento rojo del pintalabios de Bathilda en las arrugas que rodeaban su boca. Pero de pronto apareció frente a ellas Corin, y Caroline apenas oyó las presentaciones de Charlie Montgomery, cautivada por la mirada franca del recién llegado y el calor que emanaba; cuando se sonrojó, también él lo hizo, y las primeras palabras que balbuceó, como si fueran dos extraños que se conocen en una partida de
whist
, fueron:

—Hola, mucho gusto.

Le cogió la mano enfundada en un guante bordado como si quisiera estrechársela, luego se percató de su error y la soltó bruscamente, dejándola caer inerte sobre sus faldas. Entonces ella se sonrojó aún más y no se atrevió a mirar a Bathilda, que observaba al joven con severidad.

—Discúlpeme, señorita... Yo..., esto..., con permiso —murmuró inclinando la cabeza hacia ellas. Y desapareció entre la multitud.

—¡Qué joven más extraordinario! —exclamó Bathilda con mordacidad—. ¿Dónde demonios lo has encontrado, Charlie?

El pelo negro de Charlie Montgomery brillaba como la tela impermeable y en él se reflejaba la luz cuando volvió la cabeza.

—Oh, no se preocupen por Corin. Está un poco desentrenado socialmente, eso es todo. Es un primo lejano mío. Su familia es de aquí, de Nueva York, pero él lleva años viviendo fuera, en el territorio de Oklahoma. Ha vuelto a la ciudad para asistir al funeral de su padre.

—Qué extraordinario —volvió a decir Bathilda—. Nunca pensé que uno debiera entrenar sus modales.

Charlie sonrió vagamente. Caroline miró a su tía y se dio cuenta de que no tenía ni idea de la poca simpatía que despertaba.

—¿Qué le ha ocurrido a su padre? —le preguntó a Charlie, sorprendiéndose a sí misma.

—Viajaba en uno de los trenes que chocaron en el túnel de Park Avenue el mes pasado. Fue un verdadero desastre —explicó Charlie, haciendo una mueca—. Diecisiete muertos y cerca de cuarenta heridos.

—¡Qué horror! —exclamó Caroline.

Charlie asintió.

—Los trenes deberían funcionar con electricidad —declaró—. Automatizar las señales y eliminar la posibilidad de que los conductores soñolientos causen estas tragedias.

—Pero ¿cómo va a funcionar una señal sin que nadie la active? —preguntó Caroline.

Pero Bathilda suspiró como si estuviera aburrida, y Charlie Montgomery se disculpó y se fue.

Caroline buscó entre la multitud el pelo color bronce del desconocido, y se sorprendió compadeciéndolo, tanto por su pérdida como por haberle soltado la mano bajo la mirada implacable de Bathilda. El espantoso dolor de la pérdida de un familiar cercano era algo con lo que se identificaba plenamente. Bebió distraída de la copa de vino, que se había calentado en su mano y le irritaba la garganta. Sintió la presión de las esmeraldas en el pecho y de la vaporosa tela del vestido sobre los muslos, como si su piel anhelara de pronto el roce de una mano. Cuando Corin apareció a su lado un momento después para invitarla a bailar, aceptó con un sorprendido movimiento de la cabeza, demasiado agitada para poder hablar. Bathilda lo fulminó con la mirada, pero él no la miró siquiera, dándole motivos para exclamar:

—¡Pero bueno!

Bailaron un vals lento, y Caroline, que se había preguntado por qué había escogido un baile tan lento y a una hora tan avanzada de la velada, imaginó que se debía a sus pasos inseguros y a la timidez con que la sostenía en sus brazos. Ella le sonrió tímidamente y al principio no hablaron.

—Le ruego que me disculpe, señorita Fitzpatrick —dijo por fin él—. Por lo de antes, y por... Me temo que no soy un gran bailarín. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que fui lo bastante afortunado para asistir a un baile como este, o de bailar con alguien tan..., bueno... —Titubeó, y ella sonrió, bajando la mirada como le habían enseñado a hacer.

Pero no pudo apartar la mirada demasiado tiempo. Sentía en la nuca el calor de su mano, como si no hubiera nada entre su piel y la de él. De pronto se sintió desnuda; totalmente desconcertada, pero al mismo tiempo excitada. Él tenía la cara bronceada, y el sol había permanecido en las cejas y el bigote, tiñéndolos de un color cálido. Iba peinado sin brillantina y le caía un mechón sobre la frente, que ella estuvo a punto de apartar. La observaba con sus ojos castaño claro y ella creyó ver en ellos una especie de sorprendida felicidad.

Cuando el baile terminó y él le cogió la mano para sacarla de la pista, a ella se le enganchó el guante en la áspera piel de su palma. En un impulso la sostuvo entre las suyas y la estudió, apretando con el pulgar los callos de cada dedo, comparando la anchura. Su mano parecía infantil en la suya, y respiró hondo y abrió los labios para decirlo antes de darse cuenta de lo inapropiado que sería. Se sentía realmente como una niña, y se dio cuenta de que él también respiraba hondo.

—¿Está bien, señor Massey? —preguntó.

—Sí..., estoy bien, gracias. Hace un poco de calor aquí dentro, ¿verdad?

—Acerquémonos a los ventanales. Allí hará más fresco —dijo ella, cogiéndolo del brazo para conducirlo a través de la gente.

El ambiente estaba, en efecto, cargado de sudor y aliento, denso de humo, música y voces.

—Gracias —dijo Corin.

Las largas ventanas de bisagras estaban cerradas para impedir que entrara el crudo frío de la noche de febrero, pero este irradiaba del cristal de todos modos, creando una zona más fresca donde los agotados podían encontrar alivio.

—No estoy acostumbrado a ver a tantas personas bajo un mismo techo. Es curioso lo deprisa que uno puede llegar a desacostumbrarse a estas cosas. —Encogió los hombros de un modo demasiado informal.

—Yo nunca he salido de Nueva York —balbuceó Caroline—. Excepto para ir a la casa de veraneo de la familia, que está en la costa... Quiero decir que... —Pero no estaba segura de lo que quería decir. ¿Que él le parecía un ser exótico, una figura casi mítica..., por haberse ido tan lejos de la civilización, haber escogido vivir en una tierra inexplorada?

—¿No le gusta viajar, señorita Fitzpatrick? —preguntó él, y ella empezó a comprender que había surgido algo entre ellos. Una negociación de alguna clase; un sondeo.

—Aquí estás. —Bathilda se les había echado encima. Al parecer, era capaz de percibir una negociación desde lejos—. Ven conmigo, quiero presentarte a lady Clemence.

Caroline no tuvo más remedio que seguirla, pero miró por encima del hombro y levantó ligeramente una mano a modo de despedida.

—¡No seas ridícula! —Bathilda interrumpió sus pensamientos y la hizo volver al presente y a la mesa de La Fiorentina—. ¡Te estás comportando como una colegiala enamorada! Yo también he leído la novela del señor Wister y es evidente que te ha llenado la cabeza de fantasías románticas. No se me ocurre otra razón para explicar que quieras casarte con un vaquero. Pero descubrirás que
El virginiano
es una obra de ficción y tiene muy poco que ver con la realidad. ¿No has leído también lo que hay que leer sobre los peligros, el vacío y las dificultades de las tierras fronterizas?

—Las cosas han cambiado. Corin me ha hablado de ello. Dice que es tan bonito que ves la mano de Dios en cada brizna de hierba... —Ante estas palabras Bathilda resopló de manera poco elegante—. Y el mismo señor Wister reconoce que la época salvaje que describe en su obra ya no existe. Corin dice que Woodward es una ciudad próspera.

—¿Woodward? ¿Quién ha oído hablar de Woodward? ¿Qué clase de estado es?

—Yo..., no lo sé —confesó Caroline, apretando los labios con resentimiento.

—No es un estado, por eso no lo sabes. No es un estado de la Unión. Es tierra inexplorada, llena de salvajes y hombres rudos de toda clase. He oído decir que no hay damas al oeste de Dodge City..., solo mujeres de la peor calaña. ¡No hay damas! ¿Te imaginas lo impío que debe de ser un lugar así?

El pecho de Bathilda se hinchó dentro de los confines de su vestido color burdeos. Se le encendió la cara hasta el nacimiento del pelo color acero, que llevaba recogido en un crepado. Estaba alterada, Caroline se dio cuenta de eso con incredulidad. Bathilda estaba realmente alterada.

—¡Por supuesto que hay damas! Estoy segura de que todo eso son cuentos.

—No sé cómo puedes estar segura si no sabes nada. ¿Cómo vas a saber algo, Caroline? ¡Eres una cría! Él te dirá lo que sea para conseguir una esposa hermosa y rica. ¡Y tú te lo creerás todo! Dejarás tu casa y tu familia, y todas tus perspectivas de futuro aquí, para vivir en un lugar donde no tendrás apellido, ni vida social ni comodidades.

—Sí que tendré comodidades —insistió Caroline.

Una semana después del baile, Corin había llevado a Caroline a la pista de patinaje de Central Park con Charlie Montgomery y su hermana Diana, que los evitaron con tacto. Era finales de febrero y el cielo estaba de un blanco amarillento tan singular que los copos de nieve que se arremolinaban alrededor se veían de entrada negros y palidecían contra los árboles pelados antes de tocar el suelo.

—De niño me daba miedo patinar aquí, por si me caía. —Corin sonrió, dando pequeños y cautos pasos como si caminara en lugar de patinar.

—No debería haberse preocupado. Drenan la mayor parte del agua al comienzo del invierno, para asegurarse de que se congela toda. —Caroline sonrió.

El frío era tan cortante que tenían las mejillas encendidas y su aliento flotaba en deshilachadas nubes de vaho alrededor de ellos. Caroline hundió sus manos enguantadas en los bolsillos del abrigo y describió un largo y uniforme círculo alrededor de Corin.

—Se le da muy bien, señorita Fitzpatrick. ¡Mucho mejor que a mí!

—Mi madre me traía a menudo aquí, cuando era pequeña. Pero hace mucho que no patino. A Bathilda no le gusta.

—¿Dónde está su madre? —preguntó Corin, agitando los brazos con torpeza para mantener el equilibrio.

Se había amontonado nieve sobre su sombrero, lo que le daba un aspecto festivo.

—Mis padres murieron. Hace ocho años —dijo Caroline, y se detuvo frente a Corin, que se había quedado quieto—. Hubo una explosión en una fábrica cuando volvían a casa una noche. Un muro se derrumbó... y su coche quedó atrapado debajo —añadió en voz baja.

Corin extendió las manos hacia ella, pero las dejó caer de nuevo.

—Qué tragedia. Lo siento mucho.

—Charlie me contó lo de su padre. Yo también lo siento —dijo Caroline, preguntándose si había advertido, como ella, la similitud en la manera atroz en que ambos habían perdido a su familia—. ¡Vamos, señor Massey, movámonos antes de que acabemos convertidos en hielo! —sugirió, tendiéndole una mano.

El la cogió sonriendo, pero hizo una mueca al tambalearse como un niño de dos años mientras ella tiraba de él.

Bebieron chocolate caliente en el pabellón cuando la pista se llenó tanto de patinadores que era casi imposible avanzar. Desde la mesa junto a la ventana observaron cómo los chicos pasaban temerarios entre los adultos. Caroline se dio cuenta de que no había notado el frío invernal como solía. Tal vez la proximidad de Corin bastaba para hacerle entrar en calor; la sangre parecía circularle más deprisa que nunca.

—Tiene unos ojos de lo más extraordinarios, señorita Fitzpatrick —dijo Corin, sonriendo tímidamente—. ¡Brillan como dólares de plata contra la nieve! —exclamó.

Caroline no tenía ni idea de qué responder. Poco acostumbrada a los cumplidos, bajó la mirada hacia su taza, cohibida.

—Bathilda dice que tengo los ojos fríos. Lamenta que no haya heredado el tono azul de mi padre —dijo, removiendo despacio el chocolate.

Pero Corin le levantó la barbilla con un dedo y ella sintió el contacto como una descarga eléctrica.

—Su tía está muy equivocada —declaró.

Su proposición de matrimonio llegó apenas tres semanas después, cuando el hielo empezaba a fundirse en los parques y el cielo desteñido adquirió un tono más profundo. Fue a verla un martes por la tarde, sabiendo que la encontraría sola, ya que la tía tenía la costumbre de jugar a
bridge
con lady Atwell ese día. Cuando Sara le hizo pasar al salón, a Caroline se le subieron los colores, se le secó la garganta y, al levantarse para saludarlo, notó que las piernas, poco cooperativas, no le respondían. Una mezcla cada vez más potente de alegría y pavor parecía descomponerla cuando lo veía. Se le vació la mente y Sara lanzó una mirada tensa y agitada a su señora mientras cerraba la puerta.

—Qué amabilidad la suya al venir a verme —logró decir Caroline por fin, con la voz tan temblorosa como sus manos—. Espero que esté usted bien.

En lugar de responder, Corin dio vueltas a su sombrero e intentó hablar, pero le falló la voz e hizo ademán de aflojarse el cuello de la camisa. Caroline juntó las manos para inmovilizarlas y esperó, observándolo con estupefacción.

—¿No... quiere sentarse? —ofreció por fin.

Corin la miró y pareció encontrar finalmente cierta resolución.

—No, no quiero sentarme —declaró, sobresaltándola con su voz ronca.

Se miraron largo rato, luego Corin cruzó la habitación en dos largas zancadas, sostuvo la cara de Caroline entre sus manos y la besó. La presión de sus labios fue tan sorprendente que ella no hizo nada para detenerlo o para apartarse como dictaba el decoro. Se quedó asombrada por la inesperada suavidad de sus labios y por el calor que todo él desprendía. Le costaba respirar, y el aturdimiento la confundió al tiempo que sentía un extraño y cálido dolor en el vientre.

BOOK: El Legado
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