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Authors: Katherine Webb

El Legado (9 page)

BOOK: El Legado
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No miro por dónde voy y por poco piso a una persona acuclillada en el suelo. Un hombre de edad indefinida con largos rizos rasta y ropa de colores vivos discordantes entre sí.

—¡Perdona! Hola —digo sofocando un grito.

Se levanta —es mucho más alto que yo— y veo un gran hongo a sus pies. Amarillo y horrible. Lo estaba examinando, tocándolo casi con la nariz.

—Yo... No creo que se puedan comer —añado, sonriendo fugazmente.

Me mira sin decir nada. Es alto y delgado, y los brazos le cuelgan a los costados mientras me observa de un modo extraño. La incomodidad me empuja a alejarme de él. Algo instintivo tal vez, o algo que está ausente en su mirada, me dice que no todo va bien. Retrocedo y tuerzo a la izquierda. Él se mueve hacia la derecha y me impide el paso. Me vuelvo hacia el otro lado y él me sigue. El corazón me late con fuerza. Su silencio es inquietante, tiene algo amenazador aunque no hace ademán de alcanzarme. Desprende un olor especiado, ligeramente acre. Me pregunto si está colocado. Vuelvo a torcer a la izquierda y sonríe, una gran sonrisa que deja ver las encías.

—¡Oye, haz el favor de dejarme pasar! —suelto tensa.

Pero él da un paso hacia mí, y cuando trato de apartarme, se me engancha el tacón en una maraña de zarzas y caigo torpemente de lado; noto cómo las espinas se me clavan en el dorso de las manos mientras expulso bruscamente el aire de los pulmones. Las hojas se arremolinan alrededor, el olor a podrido flota en todas partes. Vuelvo la cabeza y el hombre alto está inclinado sobre mí, impidiéndome ver el cielo. Lucho por liberar mi pie de la maleza, pero mis movimientos son temblorosos y solo consigo enredarlo más. Se me ocurre gritar, pero la casa está muy lejos y es imposible que Beth me oiga. No sabe que estoy aquí. Nadie lo sabe. El miedo hace que tiemble, que me cueste respirar. De pronto unas manos fuertes y pesadas me sujetan los brazos con fuerza.

—¡Suéltame! ¡Quítame las manos de encima! —grito como loca.

Oigo una segunda voz y las manos me sueltan sobre el mantillo sin ceremonias.

—Harry no molesta. No querías molestar, ¿verdad, Harry? —dice el recién llegado, agarrando al hombre alto por el hombro.

Los miro desde el suelo. Harry niega con la cabeza y veo que está abatido, preocupado; no parece en absoluto feroz o lascivo.

—Solo trataba de ayudarte —me dice el otro hombre con tono de reproche.

Harry reanuda su detenido examen del hongo.

—Yo... solo estaba... buscando hojas. Para la casa —digo, todavía agitada—. Pensaba..., bueno, olvídalo.

Se me acompasa la respiración y me siento ridícula. El desconocido me tiende una mano y me ayuda a levantarme.

—Gracias —murmuro.

Lleva al hombro una escopeta de aire comprimido cuyo cañón tiene un brillo mate. Aparto de una patada las zarzas que me rodean los pies y me examino las manos. Están cubiertas de gotas de sangre. Me las limpio en los téjanos y miro a mi rescatador con una sonrisa avergonzada. Veo que me observa con una intensidad inquietante y sonríe.

—¿Erica?

—¿Cómo...? Lo siento, ¿te conozco?

—¿No me reconoces?

Vuelvo a mirarlo, una mata oscura de pelo sujeta en la nuca, el pecho ancho, la nariz ligeramente ganchuda, la frente recta, las cejas rectas, la boca una línea recta y determinada. Unos ojos negros que brillan. Y el mundo se inclina ligeramente: las facciones encajan y algo increíblemente familiar se concreta.

—¿Dinny? ¿Eres tú? —jadeo, notando la presión de las costillas.

—Hace mucho que nadie me llama así. Ahora soy Nathan. —Su sonrisa no es tan segura: parece complacida, y tan intrigada como yo con el hallazgo de una figura del pasado, pero también cauta, reservada. Sin embargo no aparta los ojos de mi cara. Su mirada es como un foco apuntando hacia cada uno de mis movimientos.

—¡No puedo creer que seas realmente tú! ¿Cómo... estás? ¿Qué demonios haces aquí? —Estoy anonadada. Nunca se me ocurrió pensar que Dinny también se haría mayor, que viviría otra vida, que algún día volvería a Barrow Storton—. ¡Estás tan distinto! —Me arden las mejillas, como si me hubieran pillado desprevenida. Siento el pulso en las yemas de los dedos.

—Pues tú estás igual, Erica. Leí algo en el periódico... sobre la muerte de lady Calcott. Me hizo recordar... este lugar. No habíamos estado aquí desde que murió mi padre y de pronto me entraron ganas de venir...

—Oh, no... Lo siento muchísimo. Me refiero a lo de tu padre.

El padre de Dinny, Mickey. Beth y yo lo queríamos. Tenía una gran sonrisa, las manos enormes, siempre nos daba un penique o un caramelo... que sacaba de detrás de las orejas. Mamá fue a verlo un par de veces. Para echar educadamente un vistazo, ya que pasábamos tanto tiempo con ellos. Y la madre de Dinny, Maureen, a la que llamaban Mo. El nombre en clave que utilizábamos delante de Meredith era Mickey Mouse.

—Fue hace ocho años. Se fue tan deprisa que no lo vio venir. Supongo que es la mejor manera de irse —dice Dinny con calma.

—Supongo.

—¿Qué pudo con lady Calcott? —Noto en su tono una ligera amargura. No me da el pésame.

—Un derrame cerebral. Tenía noventa y nueve años... Debió de ser muy decepcionante.

—¿Qué quieres decir?

—Las Calcott eran un extenso linaje de centenarias. Mi bisabuela vivió ciento dos años. Meredith estaba resuelta a sobrevivir a la reina. Somos de buena raza —digo, y enseguida me arrepiento. Cualquier mención de raza, de linaje, de crianza.

Se hace un silencio sonoro. Tengo tantas cosas que explicar que no sé por dónde empezar. Él desvía su mirada penetrante hacia la casa y se le ensombrecen las facciones.

—Oye, siento haber gritado. A... Harry. Me ha dado un susto, eso es todo —digo en voz baja.

—No tienes por qué tenerle miedo. Es inofensivo —me asegura Dinny.

Los dos miramos la figura multicolor encorvada sobre la capa de hojas. Dinny, tan cerca de mí que podría tocarlo. Dinny, de nuevo en carne y hueso cuando hace unos minutos era un mito. Casi no puedo creerlo.

—Esto..., ¿le pasa algo?

—Es tranquilo y amistoso, y no le gusta hablar. Si eso significa que le pasa algo, entonces sí.

—No me refería a nada malo. —Mi voz suena demasiado fuerte. Tomo aire y lo exhalo.

—¿Estabas buscando... acebo?

—Sí..., o zorzal. O alguna hiedra con bayas. Para decorar la casa. —Sonrío.

—Vamos, Harry. Enséñale a Erica el gran acebo —dice Dinny.

Lo ayuda a levantarse y lo empuja con suavidad.

—Gracias —digo.

Sigo respirando demasiado deprisa. Dinny me adelanta y me fijo en un par de ardillas grises que le cuelgan de la espalda, sujetas por la cola con una cuerda. Con los ojos negros entrecerrados, secándose. En la piel de los costados veo manchas oscuras y apelmazadas.

—¿Para qué son esas ardillas?

—Para la cena —responde Dinny con calma.

Se vuelve y sonríe a medias al ver mi cara de horror.

—Imagino que las ardillas aún no han llegado a los menús de los restaurantes elegantes de Londres.

—Bueno, tal vez de algunos. Pero no de los que frecuento yo. ¿Cómo sabes que vivo en Londres?

Se vuelve de nuevo y me examina: las botas elegantes, los téjanos oscuros, el suave y voluminoso abrigo de lana. El flequillo despuntado.

—Lo he dicho al azar —murmura.

—¿No te gusta Londres?

—Solo he estado una vez —responde él por encima del hombro—. Pero en general no. No me gustan las ciudades. Me gusta que el horizonte esté a más de diez metros de distancia.

—Bueno, a mí me gusta tener cosas que mirar. —Me encojo de hombros.

Dinny no sonríe, pero se rezaga para andar a mi lado. Su silencio es casi amigable. Busco alguna forma de llenarlo. No es mucho más alto que yo, más o menos como Beth. Me fijo en que lleva el pelo recogido con un cordón rojo oscuro de una bota de cuero, cortado y enrollado con fuerza. Sus téjanos están manchados de barro por los bajos, lleva una camiseta y un jersey holgado de algodón. Veo cómo se le cuela el aire por el cuello descubierto y, aunque estoy envuelta bajo capas de ropa, me estremezco. Pero él no parece notar el frío. Subimos una pequeña cuesta, y mis pasos son los más ruidosos con diferencia. Sus pies no parecen encontrar tantos estorbos como los míos.

—Por aquí —dice Dinny señalando.

Miro hacia delante y veo un acebo oscuro, viejo y retorcido. Harry ha recogido una rama caída, y aprieta las espinas con el pulgar, tuerce el gesto y sacude la mano antes de volver a hacerlo.

Me pongo a cortar ramas, las que tienen las hojas más puntiagudas, con los ramilletes de bayas más grandes. Una me salta en la cara y me araño levemente debajo del ojo, que me escuece. Dinny vuelve a observarme con una expresión inescrutable.

—¿Qué tal tu madre? ¿Está aquí contigo? —pregunto.

Quiero oírle hablar, quiero saber todo lo que ha hecho desde la última vez que lo vi, quiero que vuelva a ser real, que siga siendo mi amigo. Pero de pronto recuerdo: sus silencios. Antes no me hacían sentir incómoda. A un niño no le perturba algo tan inofensivo como un silencio, es curiosamente clemente en este sentido.

—Está bien, gracias. Ya no viaja con nosotros. Cuando papá murió se rindió... Dijo que se estaba haciendo mayor, pero creo que simplemente se ha cansado de ir de aquí para allá. Nunca se lo habría dicho a papá, por supuesto. Pero cuando murió, se rindió. Se ha juntado con un fontanero llamado Keith. Viven en West Hatch, justo enfrente.

—Dale recuerdos de mi parte cuando la veas —digo.

Pero él frunce ligeramente la frente y me pregunto si he dicho algo que no debía.

Tiene una de esas caras que se vuelven muy serias y duras con el más mínimo ceño. A los doce años le hacía parecer estudioso y formal. Entonces me sentía como una boba y ahora me siento igual.

Con el cesto lleno de acebo, regresamos al claro donde siempre acampaban. Un espacio amplio en el límite occidental del bosquecillo, rodeado por tres lados de árboles, y con campos abiertos al oeste y un sendero verde lleno de surcos que lleva a la carretera. El suelo no está bien drenado por aquí y chapoteamos en el barro mientras nos acercamos. En verano es un lugar tan verde: hierbas largas con tallos de satén, y debajo el suelo cuarteado, firme y seguro. Harry se rezaga a medida que su atención revolotea.

—¿Y tú? ¿Estás viviendo aquí ahora? —pregunta Dinny por fin.

—Oh, no. Bueno, no lo sé. Probablemente no. Solo por el momento; durante las navidades al menos. Hemos heredado la casa, Beth y yo... —Qué pomposa he sonado.

—¿Beth está aquí? —Dinny me interrumpe, volviéndose hacia mí.

—Sí, pero... Sí, está aquí. —Iba a decir que está distinta, que no sale de casa—. Tienes que venir a saludarla —digo, sabiendo que no lo hará.

En el campamento hay seis vehículos, más de los que solía haber. Dos minibuses, dos caravanas, un viejo camión para transportar caballos y una ambulancia del ejército reconvertida que Dinny señala como suya. De las chimeneas se elevan espirales de humo y hay círculos de cenizas frías esparcidos por el suelo. Harry se adelanta para sentarse en un tocón, coge algo del suelo y se pone a trabajar en ello concentrado. Cuando nos acercamos, tres perros corren ladrando hacia nosotros, aparentemente salvajes. Tengo práctica. Me quedo inmóvil, con los brazos colgados, y espero a que se acerquen y me olisqueen.

—¿Son tuyos?

—Solo dos, el negro y marrón es de mi primo Patrick. Este es Blot. —Dinny rasca las orejas de un perro cruzado de aspecto agresivo, todo dientes y cicatrices—, y este es Popeye. —Un animal más pequeño y manso, con el pelo marrón y áspero, y mirada bondadosa. Popeye lame los dedos que Dinny le tiende.

—Esto..., ¿estáis trabajando por aquí? ¿A qué te dedicas?

Recurro a una pregunta infalible y Dinny se encoge de hombros. Por un momento se me ocurre que tal vez tiene una fuente inagotable de ingresos, que roba o trafica con drogas. Pero así es como pensaría Meredith y me avergüenzo.

—En estos momentos a nada. Vamos de aquí para allá buscando trabajo. En granjas, en bares, en festivales. Esta época del año está bastante muerta.

—Debe de ser duro.

Dinny me lanza una mirada.

—Nos va bien, Erica —me dice con suavidad.

No me pregunta a qué me dedico. En el breve paseo hasta el campamento parezco haber agotado todo el crédito que una amistad de la infancia me concede.

—Me gusta tu ambulancia —digo, desesperada.

Mientras lo digo, se abre de golpe la puerta y baja torpemente una chica. Se estira con una mueca, poniendo las manos en la parte inferior de la espalda. La reconozco de inmediato como la chica embarazada del túmulo. Pero no puede tener más de quince o dieciséis años. Dinny tiene la misma edad que Beth, treinta y cinco. Vuelvo a mirar a la chica y trato de convencerme de que tiene dieciocho o diecinueve, pero no puedo.

La chica de los rizos como burbujas, de un rubio brillante natural que ya casi no se ve. Tiene la piel muy pálida y manchas azuladas debajo de los ojos. Con un jersey a rayas ceñido, salta a la vista que le falta poco para salir de cuentas. Me ve al lado de Dinny y se acerca con mala cara. Trato de sonreír, de parecer cómoda. Me mira con más ferocidad que Blot.

—¿Quién es? —exige saber con las manos en las caderas, dirigiéndose a Dinny.

—Erica, esta es Honey. Honey, Erica.

—¿Honey? Encantada de conocerte. Perdona por el susto del otro día en el túmulo —digo, con un tono alegre que me recuerda, horrorizada, mi tono de maestra.

Honey me mira con ojos planos y cansados.

—¿Eras tú? No me asustaste. —Habla con un marcado acento de Wiltshire.

—Bueno, tal vez no te asustara pero... —Me encojo de hombros.

Me mira durante mucho rato. Un examen tan minucioso de alguien tan joven. Siento un visible alivio cuando se cansa y se vuelve de nuevo hacia Dinny.

—La estufa no tira bien —dice.

Dinny suspira y se agacha para acariciar a Popeye. Nos caen las primeras gotas de lluvia en las manos y en la cara.

—Enseguida me ocupo de ello —dice tranquilizador.

Ella lo mira fijamente, luego se vuelve y entra de nuevo sin mirar atrás. Me quedo muda de asombro por un momento.

—Esto..., ¿cuándo sale de cuentas? Debe de faltar poco —pregunto torpemente, esperando que ella no me oiga.

—Poco después de Navidad —responde Dinny, mirando hacia el otro extremo del claro.

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