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Authors: Katherine Webb

El Legado (25 page)

BOOK: El Legado
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Más tarde le enseño a mamá las fotos que he encontrado para ella. Identifica a la gente que yo no reconocía: parientes más lejanos, gente que ya está muerta, olvidada, que ha dejado solo su cara en el papel y una pizca de su sangre en nuestras venas. Le enseño la de Caroline, tomada en Nueva York sosteniendo un bebé en el brazo izquierdo. Mamá la estudia con el entrecejo fruncido.

—Bueno, seguro que es Caroline, con esos ojos tan pálidos. Era despampanante, ¿verdad?

—Pero ¿qué estaba haciendo en Nueva York? ¿Y de quién es ese bebé, si se casó con lord Calcott en 1905? ¿Crees que tuvo uno antes de que se casaran?

—¿Qué quieres decir con qué hacía en Nueva York? ¡Era de Nueva York!

—¿Caroline? ¿Era norteamericana? ¿Cómo no me lo ha dicho nunca nadie?

—¿Cómo es posible que no te dieras cuenta? Con el acento que tenía...

—Mamá, tenía cinco años. ¿Cómo iba a notar su acento? Y era muy mayor entonces. Casi no hablaba.

—Supongo que tienes razón.

—Bueno, eso explica por qué estaba en Nueva York en 1904. Pero ¿de quién era el bebé? —insisto.

Mamá respira hondo, se le hinchan las mejillas.

—Ni idea. Es impensable que tuviera un hijo con Henry antes de que se casaran, aun en el caso de que eso no hubiera causado un gran escándalo. Lo conoció a finales de 1904, cuando vino a Londres. Se casaron en 1905, al poco de conocerse.

—Bueno, entonces estuvo casada antes. Y se trajo el bebé consigo.

—No lo creo. Será mejor que se lo preguntes a Mary. Por lo que sé, Caroline llegó de Nueva York para convertirse en una rica heredera a los veintiuno o veintidós años, y se casó con un hombre con título nobiliario al cabo de muy poco tiempo, eso es todo.

Asiento, extrañamente decepcionada.

—Tal vez fuera el bebé de una amiga. Tal vez ella era la madrina. ¿Quién sabe? —dice mamá.

—Podría ser.

Cojo la foto y la estudio con atención. Busco la mano izquierda de Caroline pero el anular está escondido entre los pliegues del vestido del niño.

—¿Te importa si me la quedo? Solo un tiempo.

—Por supuesto que no, cariño.

—He... estado leyendo algunas de sus cartas. Las cartas de Caroline. —Por extraño que parezca, me siento reacia a confesarlo. Es como leer el diario de alguien después de su muerte—. ¿Me has traído ese árbol genealógico? Había una carta de una tal tía B.

—Aquí lo tienes. La rama de Caroline está muy poco detallada, me temo. Creo que a Mary le interesaba más la rama Calcott, y lógicamente todos los registros familiares de Caroline están en Estados Unidos.

De hecho, no hay nada por el lado de Caroline, excepto los nombres de sus padres. Ningún tío, solo un palito a un lado antes de que Caroline se una al árbol principal en 1905. Caroline Fitzpatrick, como se llamaba entonces.

Estudio un rato su nombre, esperando, aunque no estoy segura de qué.

—En esa carta, su tía..., tía B., le dice que sea lo que sea lo que ha pasado en Estados Unidos debe quedarse en Estados Unidos, y que no haga nada para echar por tierra su matrimonio con lord Calcott. ¿Sabes algo de eso?

Mamá niega con la cabeza.

—No. Absolutamente nada.

—¿Y si tuvo un hijo antes de venir aquí?

—¡Bueno, no habría conseguido casarse si lo hubiera tenido! En aquella época las chicas de buena familia no tenían hijos fuera del matrimonio. Habría sido impensable.

—Pero ¿y si se casó con alguien antes de hacerlo con lord Calcott? Encontré algo en la buhardilla..., en el baúl donde Meredith puso todas las cosas de Caroline..., y tiene la inscripción: «Para un buen hijo».

Mamá arquea ligeramente una ceja y reflexiona unos momentos.

—Debía de ser de Clifford. ¿Qué era?

—No lo sé..., una especie de campana. Luego voy a buscarla y te la enseño.

Hemos entrado distraídas en la sala de estar. Mamá coge las fotos que hay encima del piano, y mientras las contempla una por una con detenimiento, su rostro registra una variedad de expresiones. Desliza el dedo por el cristal del retrato de Charles y Meredith el día de su boda. Una caricia inútil.

—¿La echas de menos? —pregunto.

Normalmente es una pregunta estúpida cuando se muere la madre de alguien. Pero Meredith era distinta.

—Claro que sí. Sería difícil no echar de menos a alguien que sabía llenar una habitación como lo hacía ella. —Mamá sonríe, deja la foto y se limpia los dedos con el suave puño de su jersey.

—¿Por qué era así? Me refiero a... por qué parecía tan enfadada.

—Caroline fue cruel con ella. —Mamá se encoge de hombros—. No en un sentido físico o verbal..., tal vez ni siquiera era deliberado; pero ¿quién sabe lo que sufre un niño que crece sin ser querido?

—No puedo imaginármelo. No puedo imaginar a una madre que no quiera a su hijo. Pero ¿de qué manera era cruel con ella?

—De mil y una maneras. —Mamá suspira y reflexiona un momento—. Por ejemplo, Caroline nunca le regaló nada. Ni una sola vez, ni en sus cumpleaños ni por Navidad. Ni siquiera cuando era pequeña. Ni el día de su boda ni cuando yo nací. Nada en absoluto. ¿Te imaginas cómo puede... minarte algo así?

—Pero si nunca le regalaba nada, no debía de esperar que lo hiciera.

—Todos los niños saben que se hacen regalos en los cumpleaños, Erica... Solo tienes que leer un cuento para enterarte. Y los criados le regalaban cosas cuando era pequeña... Mamá me dijo lo mucho que habían significado para ella. Un conejo..., recuerdo que mencionó. Un año el ama de llaves le regaló un conejo de peluche.

—Es muy... triste. ¿Caroline no creía en los regalos?

—No creo que fuera consciente de las fechas. Con franqueza, no creo que supiera cuándo era el cumpleaños de Meredith. Era como si nunca la hubiera tenido.

—Pero si Caroline fue tan horrible, ¿por qué Meredith le tenía tanta devoción? ¿Por qué vino a vivir aquí con Clifford y contigo cuando tu padre murió?

—Bueno, por complicada que fuera, era su madre. Meredith la quería, y siempre trató de... demostrarle lo que valía.

Mamá se encoge de hombros con tristeza, abre el piano y toca la nota superior. Se eleva, llenando la habitación en una melodía perfecta.

—No nos dejaban tocar este piano. No hasta que llegáramos a cierto nivel. Teníamos uno destartalado en el cuarto de juegos para practicar en él. Clifford nunca fue lo bastante bueno, pero yo lo logré. Justo antes de irme a la universidad.

—Entre las cosas de Caroline hay un montón de cartas de Meredith. Son más bien tristes, como si siempre hubiera estado bastante sola..., incluso cuando estuvo casada.

Mamá suspira.

—Bueno, no recuerdo a mi padre, de modo que no sé cómo eran las cosas antes de que se muriera. Creo que ella lo quería mucho. Tal vez demasiado. Caroline me dijo una vez que perder un amor así dejaba un hueco que nunca podías llenar. Lo recuerdo claramente porque casi nunca hablaba conmigo. Con Clifford tampoco..., parecía que no nos veía. Yo había estado observando a mamá en el jardín y di un respingo cuando me habló, porque no la había oído acercarse.

—¿Todavía podía caminar?

—¡Claro que sí! No siempre fue anciana.

—Pero ¿por qué no quería a Meredith? No lo entiendo.

—Yo tampoco, cariño. Tu bisabuela era una mujer muy extraña.

Muy distante. A veces me sentaba a su lado y trataba de hablar con ella, pero enseguida me daba cuenta de que no escuchaba una palabra de lo que le decía. Te traspasaba con la mirada, con aquellos ojos grises. No me extraña que Meredith se casara tan joven... ¡Debió de alegrarse de encontrar a alguien que la escuchara!

—Es asombroso que hayas salido normal. Y lo buena madre que eres.

—Gracias, Erica. Tu padre puso de su parte, por supuesto. ¡Mi caballero de la brillante armadura! Si me hubiera instalado aquí después de la universidad y me hubiese quedado el tiempo suficiente para acabar resentida con las dos..., ¿quién sabe?

—Tal vez no todo el mundo está hecho para tener hijos. No puedo imaginar a Meredith siendo cariñosa...

—No, pero a fin de cuentas fue una buena madre. Estricta, por supuesto. Pero no era... seca cuando éramos pequeños, como lo fue más tarde cuando llevábamos unos años viviendo aquí. A medida que Caroline se hizo frágil, necesitó cuidados. Creo que mi madre no lo llevó bien. Lo dio todo por nosotros, pero no creo que superara nunca la muerte de mi padre, y la decepción de que la vida empezara y terminara aquí: ella y Caroline encerradas en esta vieja casa. Pero no hemos salido mal Clifford y yo, ¿verdad? —me pregunta, con una repentina tristeza en el rostro.

Cruzo la habitación y la abrazo.

—Mejor que bien.

—¡He venido a recoger besos! —anuncia papá cuando nos encuentra, agitando un ramillete de muérdago con una sonrisa.

Después de comer ponemos nuestros regalos debajo del árbol. Eddie parece un pequeño caballero con su bata azul marino con monograma, pijamas a rayas y zapatillas de fieltro rojas. Comprueba las tarjetas de los regalos y coloca cada uno con cuidado, según un plan personal. Bebemos brandy, escuchamos villancicos. Fuera la lluvia está azotando la casa en ráfagas. Parecen puñados de grava arrojados contra los cristales de las ventanas. Me produce escalofríos.

Hacia medianoche deja de llover, las nubes se dispersan y una luna brillante deslumbra el cielo nocturno. Ilumina las enredaderas de papel verde que trepan por las paredes de mi habitación, el armario sencillo, la ventana abovedada que da al este, al camino del garaje. En el castaño pelado de fuera hay una colonia de grajos y los nidos son como coágulos en las ramas delgadas. No puedo dormir. Mi cerebro se pone en marcha a trompicones cada vez que empiezo a dormitar, enviando una explosión de caras, nombres y recuerdos para confundirme. El brandy a veces tiene este efecto en mí. Tengo que desembrollar pensamiento por pensamiento de la maraña, desprenderlo de mi mente y dejarlo volar. Pero guardo los recuerdos de Dinny; no los suelto. Los nuevos, que se suman a los de los buenos tiempos, ya gastados. Ahora sé qué aspecto tiene a la luz invernal, bajo la lluvia. Iluminado por la hoguera. Sé cómo le sienta el alcohol; sé cómo se gana la vida, cómo vive. Sé cómo esa gran sonrisa perezosa de la niñez se ha vuelto adulta, ha cambiado, se ha convertido en un destello de dientes en la oscuridad de su cara. Sé que está resentido con nosotras, con Beth y conmigo. Y tal vez pronto empiece a entender la razón.

La mañana del día de Navidad pasa en una bruma reconfortante y apresurada de preparativos de comida, champán y montones de papel de colores rasgado. Papá ayuda a Eddie a desenvolver su nueva consola de juegos y la prueban en el anticuado televisor del estudio mientras las mujeres estamos ocupadas en la cocina. El pavo cabe por los pelos en el horno Rayburn. Tenemos que meter las patas a la fuerza y las puntas se vuelven negras por donde tocan los laterales.

—No importa. De todos modos la mayoría prefiere la pechuga —le dice mamá a Beth, que agita una mano nerviosa para disipar el humo que sale del horno.

Tardará horas en asarse y, con la excusa de un ligero dolor de cabeza, Beth se va a echar un rato. Nos lanza una mirada silenciosa y enfadada cuando sale. Sabe que hablaremos de ella. No sé si llega a dormirse o si se queda tumbada en la cama, leyendo palabras sabias en las grietas del techo, observando cómo las arañas envuelven la pantalla de la lámpara con sus telarañas. Espero que duerma.

Mamá y yo nos sentamos a la mesa de la cocina y nos cogemos las manos, guardando un silencio incómodo en nuestras prisas por hablar de ella. Soy yo quien lo rompe.

—Encontré un montón de recortes de periódico con fotos en uno de los cajones de Meredith. Sobre Henry —añado, innecesariamente.

Mamá me suelta las manos con un suspiro.

—Pobrecillo —dice, y se pasa los dedos por la frente, apartándose un pelo imaginario.

—Lo sé. He pensado mucho en él. En lo que pasó...

—¿Qué quieres decir con lo que pasó? —pregunta mamá con aspereza.

Levanto la vista de la uña que me estoy toqueteando.

—Su desaparición, nada más.

—Ah.

—¿Por qué? ¿Qué crees que pasó?

—¡No lo sé! ¿Cómo quieres que lo sepa? Pero por un momento pensé que vosotras... sabíais más de lo que decíais...

—¿Crees que tuvimos algo que ver con aquello?

—¡No, claro que no! Pero pensé que tal vez estabais protegiendo a alguien.

—Te refieres a Dinny. —Algo se enciende en mi interior.

—De acuerdo, sí. Vuestro joven héroe tenía carácter. ¡Pero Henry desapareció! Estoy segura de que lo secuestraron. Alguien se lo llevó muy lejos, eso fue todo. Si le hubiera pasado algo aquí, en la finca, lo que fuera, la policía habría encontrado alguna pista. Se lo llevaron y ahí se acabó todo —concluye, de nuevo serena—. Fue terrible, pero no puede culparse a nadie salvo a la persona que se lo llevó. Hay muy pocas personas realmente peligrosas ahí fuera y Henry tuvo la mala suerte de toparse con una de ellas.

—Supongo que sí —digo.

Aunque nada de todo eso me parece plausible. Nada de todo eso me convence. Eddie junto al estanque, tirando una piedra; y ese dolor débil en mis rodillas.

—No hablemos de eso hoy.

—De acuerdo.

—¿Cómo está Beth?

—No estupenda, pero un poco mejor. La otra noche fuimos a una fiesta al campamento, estuvo charlando con Dinny, y pareció animarse un poco. Y ahora que papá y tú estáis aquí...

—¿Fuisteis a una fiesta de Dinny? —Mamá parece incrédula.

—Sí. ¿Por?

—Bueno... —Mamá se encoge de hombros—. Me parece extraño que volváis a tratarlo, después de todos estos años...

—No volvemos a tratarlo. Pero ahora somos vecinos. Al menos de momento. Está... bien. No ha cambiado mucho en realidad, y yo tampoco, así que... —Por un instante aterrador creo que me he puesto colorada.

—Estaba tan enamorado de Beth. Cuando tenían doce años —dice mamá con la mirada perdida en el pasado y sonriendo—. Dicen que nunca olvidas tu primer amor.

Me acabo el champán y me levanto para coger la botella. Sigo notando calor en las mejillas, me sube por la nariz y amenaza con convertirse en lágrimas.

—¡Vamos, los pelapatatas no pelan solos! —digo sonriendo.

—¿Cuánto rato suele echarse Beth?

—Una hora más o menos. Lo suficiente para librarse de pelar patatas, está claro.

Fuerzo la vista en la oscuridad. No son ni las cinco de la tarde, pero casi no distingo mis pies. Se tropiezan con matas, ramas y raíces que no veo. He salido a buscar a Eddie. Me acerco al campamento pero está silencioso. Sigo sin saber con seguridad de quién es cada vehículo, y parecen tan herméticos y cerrados al mundo que me da miedo llamar a las puertas para preguntar por Harry. Atajo por el bosque, pero la oscuridad es aún más profunda. Debería haber pensando en coger una linterna. Enseguida se hace de noche; la luz parece agotada.

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