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Authors: Katherine Webb

El Legado (42 page)

BOOK: El Legado
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—¡Hola! —grito al llegar a la mesa.

Reconozco las caras de la fiesta del solsticio, caras que he visto ir y venir por el campamento. Denise, Sarah y Kip. Dinny y Patrick, por supuesto. Patrick me sonríe, y Dinny sonríe y abre mucho los ojos al ver a Beth. Un segundo después me pregunto si era a Beth a quien sonreía o a mí, pero no puedo estar segura.

—¡Las damas de la mansión! ¡Sentaos con nosotras, señoras! —grita Patrick, agitando un brazo magnánimo sobre el grupo.

Tiene las mejillas rosadas, los ojos brillantes. Harry me da unos golpecitos en el brazo, y en un impulso me inclino hacia él y le doy un beso en la mejilla, y noto el roce de su bigote. Dinny nos observa. Se produce un movimiento, y todos se apretujan en el banco en forma de herradura para hacernos sitio a Beth y a mí a cada lado.

—¡Nunca había estado aquí! —grito—. ¡No éramos lo bastante mayores la última vez que vinimos!

—¡Eso es un crimen! Bueno, pues ahora es todo tuyo. ¡Salud! —Patrick entrechoca su vaso con el mío. Un líquido frío sale en zigzag y cae en la mano de Dinny.

—Perdona —digo, pero él le resta importancia con un gesto.

—No te preocupes. —Se sorbe el whisky de la mano y hace una mueca—. No sé cómo puedes beber este veneno.

—Después del cuarto o quinto trago, te acostumbras —respondo alegremente—. ¿Qué, te vas acostumbrando a ser tío?

—¡No! Todavía no me creo que tenga un bebé, cuando hace nada ella era el bebé. —Inclina la cabeza burlón.

—Disfrútala al máximo mientras sea bebé —dice Beth, y sus palabras luchan por elevarse por encima de la maraña de voces—. ¡Crecen tan deprisa! —intenta de nuevo, esta vez más alto.

—Bueno, supongo que lo tengo todo. —Dinny sonríe—. Puedo divertirme con ella y devolvérselo a su madre cuando apesta o empieza a berrear.

—Eso es lo que más me ha gustado siempre de ser tía —digo, sonriendo a Beth. Y seguimos charlando. Como vecinos, casi amigos. Intento no pensar en ello, en lo milagroso que es; no quiero romper el hechizo.

—¿Qué tal va la investigación de tu familia? —pregunta Dinny al cabo de un rato, cuando tengo el cuerpo caliente y la cara ligeramente atontada.

Lo miro.

—¿Te refieres a nuestra familia?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, lo que he descubierto, básicamente, es que somos primos —digo, sonriendo de oreja a oreja.

Beth me mira ceñuda y Dinny lo hace con una expresión interrogante.

—Rick, ¿de qué estás hablando?

—Bastante lejanos..., medio primos, primos cuartos o algo así. ¡En serio! —añado, frente al escepticismo que me rodea.

—Veamos lo que tiene que decir —dice Patrick, cruzando los brazos.

—Bueno, sabemos que Caroline tuvo un hijo antes de casarse con lord Calcott, en 1904. Hay una fotografía, y guardó el mordedor del niño toda su vida...

—Un hijo que seguramente no cruzó el charco con ella o habría tenido problemas para casarse de nuevo, y no parece que los tuviera —interviene Beth.

—Tú escucha. Luego está la funda de almohada que falta de uno de los antiguos juegos de sábanas de la casa..., una funda con lirios amarillos bordados. Dinny, tu abuelo me explicó de dónde había salido su nombre y el otro día, cuando estuve en tu casa, tu madre me lo recordó. Pero creo que algunos de los detalles más interesantes se han embrollado con los años... Mo dijo que encontraron a Flag entre lirios amarillos en los bosques de Barrow Storton, que descienden en una suave pendiente y están tan bien drenados que en ellos no crecen bien los lirios amarillos. Estoy segura de que el abuelo Flag en persona me contó que lo habían encontrado envuelto en una manta bordada con flores amarillas. Tiene que ser la funda... ¡Tiene que serlo! —insisto, mientras Patrick se mofa y Dinny parece aún más escéptico—. Y hoy he conocido a George Hathaway...

—¿El tipo que tenía el taller de la carretera? —pregunta Patrick.

—El mismo. Su madre trabajó en la casa grande cuando Caroline llegó aquí. La despidieron... aparentemente por robar, pero George dice que ella insistió en que la habían echado porque sabía que había habido un bebé en la casa..., justo cuando los Dinsdale encontraron a Flag. Había un bebé en la casa y de pronto desapareció. Tu abuelo era el hijo de mi bisabuela. Estoy segura —termino, clavando un dedo achispado a Dinny.

Él me observa y se frota la barbilla mientras reflexiona sobre mis palabras.

—Eso es... —Beth trata de encontrar una palabra—. ¡Ridículo!

—¿Por qué? —pregunto—. Explicaría la hostilidad de Caroline hacia los Dinsdale... Abandona el bebé, se deshace de él, y los vecinos lo recogen y lo crían. Cada vez que volvían traían consigo al niño. Debió de volverse loca. Por eso los odiaba tanto.

—Veamos —dice Dinny—. Se trae al bebé consigo y lo tiene con ella mientras se vuelve a casar... Por alguna razón su anterior matrimonio no está registrado, pero si el bebé hubiera sido ilegítimo no habría podido casarse con un lord. Así pues, se queda con el niño hasta que llega aquí, a Barrow Storton, y entonces lo abandona en el bosque. La pregunta sería: ¿por qué? ¿Por qué hizo eso?

—Porque... —Me callo y miró mi copa—. No lo sé —admito. Me concentro—. ¿Tenía alguna minusvalía tu abuelo?

Dinny niega con la cabeza.

—Rebosante de salud y listo como el hambre.

—¿A lo mejor lord Calcott no quiso criar al hijo de otro hombre?

—Si le hubiera importado tanto, no se habría casado con ella.

—¿No es posible —empieza a decir Patrick—, y más que razonable, que el hijo de Caroline muriera en Estados Unidos y que una de las criadas de la casa se quedara embarazada, tal vez la madre de Hathaway, que cogiera una funda de la casa y se deshiciera del bebé ilegítimo? No sería de extrañar que hubiera mentido o que la despidieran por ello —sugiere alegremente.

—Algo de razón tiene —dice Beth.

Niego con la cabeza.

—No. Sé que era el bebé de la foto —insisto—. Tiene que serlo.

—Y en cuanto a su actitud hacia mí y los míos —continúa Patrick con un gesto de indiferencia—, solo es producto de su época. ¡Si hoy día nos topamos con prejuicios, imagínate hace cien años! El vagabundeo era un delito, ¿sabes?

—¡Está bien, está bien! —grito—. Sigo pensando que tengo razón. ¿Tú qué dices, Dinny?

—No estoy seguro. Y no estoy seguro de si quiero ser un Calcott. No han sido muy amables con la gente a la que quiero a lo largo de los años —dice, y su mirada es tan directa que tengo que apartar los ojos.

—Bueno, apura el vaso, prima —dice Patrick. Conciliador pero no convencido.

Cambiamos de tema una vez han echado por tierra mi exhibición.

—Pero era una buena teoría —dice Beth, clavándome el codo.

Hacia medianoche me zumban los oídos, y cuando giro la cabeza el mundo se vuelve borroso y tarda un rato en asentarse en el orden correcto. Me apoyo en Harry, que está sentado muy erguido y ha bebido tanta Coca-Cola que cada veinte minutos más o menos pasa por encima de mí para ir al lavabo. A mi alrededor hay conversaciones y formo parte de ellas, me siento integrada. Contenta, borracha y corta de vista. A medianoche el camarero sube el volumen de la radio y escuchamos con la respiración contenida el Big Ben, esperando la primera campanada del nuevo año. El pub estalla en aplausos y pienso en Londres, en el hecho de oír desde aquí esas campanas, en mi vieja vida que continúa sin mí. Descubro que no quiero volver. Patrick, Beth y otros me besan y entonces me vuelvo hacia Dinny y le ofrezco la mejilla, y me planta un beso que sigo sintiendo mucho después de que haya desaparecido y que no sé si habrá dejado una marca indeleble.

Al poco rato Beth me tira del brazo y me dice que se va. Ha empezado a irse la gente, dejando atrás a los más borrachos, uno de los cuales soy yo. Quiero quedarme. Quiero que continúe la fiesta, mantener la falsa impresión de que soy una más. Beth niega con la cabeza y me habla al oído.

—Estoy cansada. Y creo que tú también deberías venir, para acompañarnos mutuamente. Has bebido lo tuyo.

—¡Estoy bien! —protesto demasiado alto, demostrando que tiene razón.

Beth se levanta, se despide con una sonrisa, empieza a ponerse el abrigo y me pasa el mío.

—Nos vamos —dice, sonriendo a todos en general pero sin mirar a Dinny.

—Sí. La fiesta ya casi ha acabado. —Patrick bosteza. Sus ojos brillantes se han vuelto rosas.

—Podéis venir todos a casa, si queréis. Hay bebida de sobra —ofrezco expansivamente.

Beth me lanza una mirada de preocupación, pero nadie me sigue, alegando que es tarde, que están borrachos, que se les avecina una jaqueca. Me pongo el abrigo. Estoy torpe y no logro encontrar las mangas. Golpeo la mesa al salir, haciendo tambalear las copas. Mientras nos volvemos para irnos, Dinny coge a Beth del brazo, la inclina hacia él y le habla al oído.

—¡Buenas noches, prima Erica! —grita mientras me alejo haciendo eses.

—¡Tengo razón! —insisto, saliendo tambaleante del pub.

—¡Erica! ¡Espérame! —grita Beth al viento cuando sale detrás de mí.

Pero no puedo aminorar el paso. Tengo fuego en la sangre y no controlo mi cuerpo.

—Espérame, ¿quieres? —Corre a mi lado—. Ha sido muy divertido.

—Ya te lo dije —grito fuerte por encima del viento recio.

No puedo poner nombre a lo que siento. Una enorme impaciencia, la infinita frustración de no saber nada con certeza.

—¿Qué susurrabais tú y Dinny allá atrás?

—Esto... —Parece sorprendida—. Ha dicho que... te meta en la cama, eso es todo.

—¿Eso es todo?

—¡Sí, eso es todo! Erica..., no empieces. Estás borracha.

—¡No estoy tan borracha! Vosotros siempre tuvisteis vuestros secretos, no ha cambiado nada. ¿Por qué ninguno de los dos quiere decirme lo que pasó entonces?

—Yo... ya te lo he dicho. No quiero hablar de ello, y tú tampoco deberías hacerlo. ¿Así que se lo has preguntado a Dinny? —Parece alarmada, casi asustada.

Pienso, aturdida, y me doy cuenta de que no lo he hecho. Al menos no directamente.

—¿Qué te ha dicho hace un momento?

—Ya te lo he dicho. Por Dios, Erica..., ¿estás celosa? ¿Todavía..., después de tanto tiempo?

Dejo de andar, me vuelvo para mirarla con las últimas luces del pueblo.

Nunca se me ocurrió que lo supiera. Que lo supieran. Que se dieran cuenta de que pedía atención. De alguna forma es peor que lo hicieran.

—No estoy celosa —murmuro, deseando que no fuera cierto.

Seguimos andando y recorro el camino de entrada en silencio. Cuando llegamos a la casa me doy cuenta de que estoy intranquila. Alguna señal de alarma trata de abrirse paso por debajo del aturdimiento etílico. Creo que es el silencio de Beth. Su calidad, amplitud e intensidad.

Beth abre la puerta delantera, pero retrocedo ante la oscuridad del interior. En el resplandor grafito de la luna, parece el hoyo de una tumba. Beth entra y enciende una luz amarilla cegadora, y me vuelvo.

—Vamos, estás dejando escapar todo el calor —dice por fin.

Niego con la cabeza.

—Voy a dar un paseo.

—No seas ridícula. Es la una y media de la madrugada y hace muchísimo frío. Entra.

—No. Voy... a quedarme en el jardín. Necesito despejarme —digo con rotundidad, retrocediendo.

Ella es una silueta, negra y sin cara, en el umbral.

—Entonces esperaré a que entres. No tardes.

—No me esperes. Ve a acostarte, no tardaré.

—¡Erica! —grita mientras me alejo—. No vas a olvidarlo, ¿verdad? No vas a dejarlo. —Esta vez hay auténtico miedo en su voz. Suena quebradiza como un cristal. Yo también estoy asustada por el cambio que se ha producido en ella y por su repentina vulnerabilidad, cómo se abraza, apoyada contra el marco de la puerta, como si pudiera volar en pedazos. Pero me endurezco.

—No, no voy a dejarlo —digo, y me alejo.

No dejaré pasar esta noche hasta tener algo, hasta que haya resuelto o recordado algo. Cruzo a grandes zancadas el césped agitado, con las piernas escapándose conmigo, las articulaciones oscilantes, elásticas. Debajo de los árboles la oscuridad es sólida. Levanto la vista hacia el cielo y pongo las manos delante de mí para abrirme paso a tientas. Sé muy bien adónde voy.

El estanque artificial solo es negrura a mis pies. El olor a piedra y barro del agua sale a mi encuentro. Por encima de mí el cielo flota inmóvil, y parece increíble que las estrellas no se muevan, no sean barridas por el viento. Su inmovilidad me marea. Aquí estoy sentada, en pleno invierno, en mitad de la noche, una mujer con la cabeza llena de whisky tratando de retroceder en el tiempo y ser una niña llena de fantasías bajo un caluroso cielo de verano. Miro el agua y me dirijo hacia ella. Respiro más despacio y por primera vez soy consciente del frío, noto la presión del suelo a través de los tejanos. Me abrazo las rodillas contra el pecho. «¿Te has hecho pipí, Erica?» Henry se ríe. Sonríe de esa forma desagradable. Se inclina, mira alrededor. ¿Qué hacía? ¿Qué estaba buscando? ¿Y qué hacía yo? Volví a tirarme al agua. Estoy segura de que lo hice. Para distraerme, para intentar romper la tensión. Me volví y tras coger carrerilla me zambullí salpicando todo lo que pude, y me revolví por debajo de la superficie porque las bragas amenazaban con caérseme. Y cuando salí y me quité el agua de los ojos... ¿había encontrado Henry lo que buscaba?

Antes de que me dé cuenta de lo que estoy haciendo, estoy dentro del agua. Me he metido yo misma. Tomo carrerilla y me zambullo salpicando todo lo que puedo; y de pronto la realidad se derrama a mi alrededor, y la piel empieza a arderme con el frío del agua. El dolor es increíble. No tengo ni idea de dónde está la superficie, adonde ir, qué hacer. No tengo control sobre mi cuerpo, que se agita y contorsiona. Se me han vaciado los pulmones de aire, se me han colapsado, tengo las costillas aplastadas. Moriré, pienso. Me estoy hundiendo como una piedra. Llegaré hasta el fondo, como siempre quise hacer. El agua no tiene superficie, ya no hay cielo. Veo a Henry. Se me para el corazón. Veo a Henry. Lo veo, mirándome desde la orilla, con los ojos muy abiertos, llenos de incredulidad. Lo veo titubear, y veo sangre cayéndole sobre el ojo; mucha sangre. Empieza a bajar. De pronto vuelvo a estar en el aire y es una bendición..., tanto calor, tanta vida después del impacto cortante del agua. Una bocanada de aire en mis pulmones; grito de dolor.

Veo la orilla. Se inclina y se ve borrosa mientras mi cuerpo amenaza con hundirse de nuevo. Trato de mover los brazos, de dar patadas con las piernas. Nada se mueve como debería. El corazón me palpita con fuerza, demasiado deprisa, demasiado grande en mi pecho. Está tratando de escapar de mí, de este frío que se pega. No logro retener el aire en los pulmones. Sale con un silbido mientras el agua me oprime. Se me está cayendo la piel a tiras; estoy ardiendo. Golpeo la orilla con una mano y no la siento, solo noto su resistencia. La agarro, obligo a mis dedos a clavarse en el barro, trato de alcanzarla con la otra mano, intento salir. Forcejeo. Soy una rata en un barril, un erizo en un estanque. Estoy gimoteando.

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