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Authors: Katherine Webb

El Legado (46 page)

BOOK: El Legado
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—La acompañaré a su habitación, y Cass le llevará una taza de té bien caliente, ¿verdad, Cass?

La señora Priddy se dirigió a la criada, una chica de quince años que miró a Caroline con sus ojos verdes y redondos. Si alguien del personal pensó algo más de la breve visita de la señora Cox, el paseo de Caroline bajo la lluvia o la funda de almohada desaparecida, fue lo bastante prudente para callar; excepto Cass Evans, que entrada la noche susurró cosas a Estelle en la pequeña habitación del piso superior que compartían.

Caroline guardó cama varios días. Yació en un estado de terror y aflicción que no hizo sino agravarse cuando deslizó una mano debajo de la almohada y encontró el mordedor de William. El que le había dado para tranquilizarlo mientras lloraba en la cama; el que Corin y ella le habían regalado cuando nació. Deslizó los dedos por el suave marfil, sostuvo en la mano la campana de plata. Tenía que deshacerse de él, lo sabía. No debía tener nada que la relacionara con el niño, con ningún niño. Pero no pudo. Como si la esencia de William, de Magpie, de la vida y el amor estuvieran atrapados en un talismán precioso, cerró el puño con fuerza alrededor de él y se lo llevó al corazón. Cuando lord Calcott volvió de Londres con la billetera vacía, ella le dio por fin la noticia de su delicado estado con cara inexpresiva y actitud serena.

La familia ambulante no se fue, como Caroline había rezado y esperado que hiciera. En lugar de ello, a los pocos días llevaron a William a su puerta y preguntaron educadamente si alguien de la casa tenía idea de a quién pertenecía el niño, ya que sus pesquisas por el pueblo no habían dado fruto. Caroline los vio acercarse por el camino desde la ventana del salón. Con el corazón en un puño —como cuando Corin le había dicho que tenía vecinos indios— se levantó de un salto, antes de darse cuenta de que no tenía adonde ir. Esperó a que el mayordomo abriera la puerta, oyó palabras amortiguadas, luego el ruido de pasos por el pasillo y una débil llamada con los nudillos.

—¿Sí? —dijo, con voz temblorosa.

—Disculpe que la moleste, milady, pero el señor Dinsdale y su mujer dicen que han encontrado un niño en el bosque y quieren saber si tenemos alguna idea de a quién podría pertenecer o qué deben hacer con él. —El mayordomo, el señor March, parecía desconcertado, como si la etiqueta que rodeaba a los niños extraviados fuera nueva para él.

Creyendo que iba a marearse, Caroline se volvió hacia él.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó con frialdad.

—Sí, milady —entonó el señor March con la misma frialdad, haciendo un amago de reverencia mientras se retiraba.

De modo que los Dinsdale se fueron de nuevo con William, lanzando miradas por encima del hombro a la casa, como desconcertados de que los rechazaran. Caroline observó su marcha con creciente inquietud y sintió cómo se le agolpaba la sangre en la cabeza y se mareaba, lo que atribuyó a la forma en que el señor March se había referido a ellos: «el señor Dinsdale y su mujer»; como si los conociera.

—¿Dinsdale? Ah, entonces has conocido a los que están acampados —exclamó Henry cuando Caroline le preguntó por ellos.

Ella dejó el cuchillo y el tenedor, con un nudo en la garganta demasiado grande para tragar.

—Son inofensivos. Sé que puede parecer algo extraño, pero les he dado permiso para que se queden en esa parcela...

—¿Qué? —Caroline jadeó—. ¿Por qué lo has hecho?

—Cariño, Robbie Dinsdale me salvó la vida en África..., en Spion Kop, hace años. ¡Si no fuera por él no estaría hoy aquí! —anunció Henry dramáticamente, llevándose a la boca el tenedor bien cargado de patatas gratinadas.

Una gota de crema caliente le cayó por la barbilla y Caroline apartó la vista.

—Pero... son gitanos. ¡Ladrones y... probablemente algo peor! ¡No podemos tenerlos como vecinos!

—Lo siento, querida, pero no voy a claudicar en esto. El soldado Dinsdale se quedó conmigo en nuestra triste trinchera cuando me pegaron un tiro, y defendió mi cuerpo postrado contra una docena de francotiradores bóer hasta que tomamos Twin Peaks y esos cabrones retrocedieron. —Henry agitó el tenedor enfáticamente—. Él mismo acabó herido y medio muerto de sed, pero se quedó a mi lado cuando podría haber huido. Todo lo que quedó del resto de mis hombres fue un amasijo sanguinolento que parecía sacado de una escena del infierno. Pero la guerra lo cambió... Al final le dieron de baja del ejército por motivos médicos, aunque nunca dictaminaron lo que le pasaba. Diría que se volvió un poco majara. Un día dejó de hablar, dejó de comer y se negó a levantarse de la litera, por más que se lo ordenaron. Tuve que interceder por él. Ahora está mucho mejor, pero nunca logró adaptarse de nuevo a la vida civil. Era aprendiz de herrero aquí en el pueblo, pero eso enseguida se acabó. No podía pagar el alquiler y cuando lo pusieron de patitas en la calle, se echó a la carretera. Le dije que podía quedarse aquí siempre que no causara problemas, y nunca lo ha hecho. Así que se quedan. —Henry se limpió el bigote con una servilleta blanca y almidonada.

Caroline observó su plato, nerviosa.

—¿Has dicho que se echó a la carretera? Entonces deben de recorrer todo el país y no estarán mucho tiempo aquí. —Su voz apenas era un susurro.

—Pasan aquí mucho tiempo. Está cerca de sus dos familias, y Dinsdale puede trabajar aquí y allá donde lo conocen, reparando cacharros y cosas así; de modo que me temo que tendrás que acostumbrarte a ellos, querida. No te causarán problemas... De hecho, si evitas esa zona del jardín, no te los encontrarás —concluyó Henry, y Caroline supo que el asunto estaba zanjado.

Cerró los ojos, pero podía sentir que estaban allí..., o más bien que William estaba allí, a menos de doscientos metros de donde ella estaba sentada comiendo. Si se quedaba siempre allí para recordárselo, sabía que la obsesionaría y poco a poco la consumiría. Rezó para que dieran al niño a alguien o siguieran su camino, llevándose consigo al objeto de su culpa y su angustia.

Cuando nació su hija, Caroline lloró. Era una niña tan diminuta y perfecta que no parecía real, sino fruto de la magia. Pero el amor inmenso y apasionado que sintió por su hija no hizo sino mostrarle el gran perjuicio que le había causado a Magpie. La sola idea de que la separaran de esa hija que era suya resultaba sumamente dolorosa. De modo que lloraba, sintiendo amor y autodesprecio, y nada de lo que pudieran decirle lograba consolarla. Henry le dio palmaditas en la cabeza, sin saber qué hacer, y a duras penas consiguió disimular su decepción por que hubiera sido una niña en lugar de un varón. Estelle y la señora Priddy le dijeron una y otra vez que era una niña preciosa, lo bien que lo había hecho, lo que solo provocaba más llanto que atribuyeron al agotamiento. De noche Magpie la acosaba en sueños, con el corazón en llamas, los ojos brillantes de fiebre, agitando los brazos y consumiéndose, muriéndose de dolor; y cuando se despertaba la estela de su delito le provocaba un dolor de cabeza tan intenso que parecía que iba a estallarle. Vistieron a la niña con un traje de encaje blanco y la bautizaron Evangeline. Durante cuatro meses Caroline la quiso con locura; pero entonces, de la noche a la mañana, la diminuta niña murió en su cuna, sin que ninguno de los tres médicos que acudieron pudiera determinar la causa. Se apagó como una vela que se sopla, y Caroline se quedó destrozada. La poca voluntad que la había sostenido desde que había perdido a Corin escapó de ella como la sangre de una herida, y no hubo nada que pudiera restañarla.

Meses después, un martes, Caroline bajó a la cocina y encontró a la señora Priddy y a Cass Evans preparando una cesta de hortalizas del huerto para pagar a Robbie Dinsdale. Él estaba en la antecocina, afilando los cuchillos de la cocina con una rueda con pedal, que echaba chispas y llenaba el aire del agudo gemido del metal. Caroline no habría buscado la fuente del estruendo si no hubiera visto la culpabilidad en los ojos de la señora Priddy; si la mujer no hubiera parado de forma tan repentina, con un respingo, cuando su señora apareció en la estancia. Cass se llevó los dedos a la boca, nerviosa. Todos sabían lo que sentía lady Calcott hacia los Dinsdale, aunque no sabían por qué. Caroline fue hasta la antecocina, interrumpió a Dinsdale, que alzó sus afables ojos color ámbar. La rueda dejó poco a poco de girar. Dinsdale vestía ropa basta, y tenía el pelo largo y grasiento, sujeto en la nuca con un cordel. Su rostro era atractivo, tan fresco e inocente como el de un muchacho, pero eso solo empeoró las cosas. El dolor de Caroline había vuelto de piedra su corazón. Sabía que el destino la estaba castigando, obligándola a sufrir la misma angustia que había infligido a Magpie, pero el dolor era tan grande que no lo aceptaba..., no podía. Lo combatía, y la ira le recorría las venas.

—¡Largo de aquí! —gritó, con la voz vibrante de rabia—. ¡Fuera de esta casa!

Dinsdale saltó de su taburete como accionado por un resorte y huyó. Caroline se volvió hacia el ama de llaves y la criada.

—¿Qué significa esto? ¡Creía que había dejado claro lo que siento hacia ese hombre!

—El señor Dinsdale siempre nos ha afilado los cuchillos, milady... —trató de explicar la señora Priddy—. No pensé que pasara nada si...

—¡No me importa! No quiero verlo en esta casa... ¡ni cerca de ella! ¿Y qué es esto? —preguntó, señalando la cesta con verduras—. ¿Estáis robando también del huerto?

Ante esto la señora Priddy se hinchó de orgullo, juntando las cejas.

—¡Llevo treinta años trabajando en esta casa, milady, y jamás me han acusado de tal cosa! Hace mucho que pagamos a los operarios con lo que sobra del huerto...

—¡Bueno, pues ya no! O al menos no a ese hombre. ¿Ha quedado claro? —replicó Caroline. Trató de controlar la voz. Le temblaba; amenazaba con convertirse en un chillido.

—¡Tiene bocas de más que alimentar! —soltó Cass Evans.

—¡Calla, niña! —dijo la señora Priddy.

—¿Cómo? —dijo Caroline. Se quedó mirando a la joven de ojos verdes con un miedo increíble—. ¿Cómo? —repitió, pero Cass negó con la cabeza y no volvió a hablar.

Solo la intercesión de lord Calcott mantuvo a la señora Priddy en su empleo tras esa falta. No comprendía qué tenía su mujer contra Dinsdale y no intentó entenderla. Se limitó a silenciarla y se marchó a Londres para evitar su humor virulento. El personal empezó a evitar encontrarse con Caroline, temiendo sus rabietas impredecibles y sus arranques de llanto repentino. Una noche, después de haberse retirado, se levantó y bajó a la cocina para buscar sal de fruta con que aliviar el estómago. Entró sin hacer ruido en la antecocina y oyó a las chicas, que todavía estaban recogiendo los platos de la cena, charlando con el mozo del establo, Davey Hook.

—Bueno, ¿por qué si no crees que la ha tomado contra ellos de ese modo? —El acento pueblerino de Cass se reconocía de inmediato.

—Porque es de alto copete... ¡Todos son iguales! Con la nariz bien alta —dijo Davey.

—Yo creo que la pobrecilla ha perdido un poco la cabeza desde que murió Evangeline —dijo Estelle.

—Te digo que lo oí. Era un ruido inconfundible... Esa mujer que llegó de la estación llevaba algo escondido dentro de la gabardina, y luego oí llorar a un bebé en la habitación de la señora... ¡Lo oí! Y de pronto Robbie Dinsdale encuentra un niño en el bosque..., y la vimos correr hacia allí llevando algo. La vimos.

—Pero no viste lo que llevaba, ¿no?

—¿Y qué otra cosa podría haber sido?

—¡Cualquier cosa, Cass Evans! —exclamó Estelle—. ¿Por qué una señora iba a querer llevar a un niño al bosque y dejarlo allí?

—¡Tú misma has dicho que ha perdido la cabeza! —replicó Cass.

—Pero solo desde que perdió a la pequeña.

—Tal vez era suyo. ¡Tal vez era su hijo, el hijo de otro hombre! Y tuvo que mantenerlo escondido del señor... ¿Qué dices a eso? —preguntó Cass desafiándolos.

—¡La que está tocada de la cabeza eres tú, Cass Evans, no ella! ¡La gente encopetada no va por ahí tirando niños como las hijas de los granjeros! —Davey se rió—. Además, ¿has visto al niño que han recogido los Dinsdale? ¡Moreno como un tizón! No es su hijo, no es posible. ¡Con la piel tan pálida que tiene ella! Ese es un niño gitano. Otro grupo debió de abandonarlo, demasiadas bocas que alimentar, y eso es todo.

—No debes decir esas cosas de la señora, Cass —le advirtió Estelle en voz baja—. Solo te traerá problemas.

—Pero yo sé lo que oí, y sé lo que vi, ¡y no está bien! —Cass golpeó el suelo con el pie.

Fuera, a Caroline le ardía el pecho. Dejó escapar el aire que había retenido, pero no lo bastante silenciosamente, y la conversación de la cocina se detuvo en seco.

—Chist —siseó Estelle.

Se oyeron pasos acercarse a la puerta. Caroline se volvió y corrió escaleras arriba lo más sigilosamente que pudo.

Henry Calcott no estaba en casa cuando Cass Evans fue despedida. Caroline lidió con la señora Priddy después de mandar a Cass a su habitación para recoger sus escasas pertenencias.

—Conozco a la familia de la joven, milady. Estoy segura de que no es una ladrona. —La cara del ama de llaves estaba sombría de preocupación.

—De todos modos la encontré revolviendo en mi joyero. Y me falta un alfiler de plata —replicó Caroline, maravillándose de la falta de pasión de su voz cuando en su interior era presa del pánico.

—¿Qué clase de alfiler, milady? Tal vez se ha perdido y está en alguna otra parte de la casa.

—No, no se ha perdido. Quiero que esa chica se vaya, señora Priddy, y no se hable más.

La señora Priddy la observó impotente, con una mirada tan penetrante que Caroline no pudo sostenerla durante mucho tiempo. Se volvió hacia el espejo que había encima de la repisa de la chimenea y no vio rastro de miedo, culpa ni nerviosismo en su rostro. Estaba pálido, inmutable, como pétreo.

—¿Puedo darle al menos una carta de recomendación, milady, para que empiece en otra casa? Es buena chica, muy trabajadora...

—Roba, señora Priddy. Si escribe una carta de recomendación, no debe omitir eso —susurró Caroline.

Detrás de ella, vio cómo el rostro de la señora Priddy expresaba incredulidad.

—Eso es todo, señora Priddy.

—Muy bien, milady —respondió la señora Priddy fríamente, y se alejó con rigidez.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Caroline se encorvó, agarrándose a la repisa para sostenerse. Tenía el estómago revuelto y un gusto a bilis, pero tragó saliva y se calmó. Cass salió por la puerta de la cocina, con lágrimas y protestas indignadas, más o menos una hora después. Caroline la observó marcharse desde la ventana del piso de arriba, y cuando la joven se volvió para mirar el que había sido su hogar, sostuvo la cauta mirada de Caroline con tanto fuego en los ojos que habría fundido a alguien más sensible.

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