Read El Legado Online

Authors: Katherine Webb

El Legado (51 page)

BOOK: El Legado
7.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Yo..., no puedo imaginarme lo que debe de haber sido para ellos, todo este tiempo.

Nos quedamos mucho rato en silencio.

—No voy a tomar ninguna decisión sin ti —digo.

—Ya te he dicho lo que pienso. No les haría ningún bien verlo ahora. Y no necesitamos ayuda.

Niega con la cabeza y parece triste. No soporto pensar que estoy poniendo triste a Dinny. Alargo una mano y entrelazo los dedos con los suyos.

—Lo que hiciste por nosotras..., por Beth..., cargar con toda la culpa..., fue impresionante, Dinny. Hiciste algo impresionante —digo en voz baja—. Gracias.

—¿Te quedas? —le pregunto, entrada la noche.

No responde, pero se levanta y espera que lo acompañe.

No lo llevo a la habitación de Meredith. Escojo una habitación de invitados del piso de arriba, en el ático, donde las sábanas están heladas por la larga ausencia de cuerpos calientes y las tablas del suelo crujen bajo nuestros pies. El silencio nos hace ser más sigilosos, y la noche al otro lado de la ventana desnuda nos dibuja en grises plateados mientras nos desvestimos. Se me pone la piel de gallina allí donde me toca, el vello se me eriza. Se le ve tan moreno bajo esta luz monocroma, su cara es una profunda sombra que no puedo desentrañar. Lo beso en la boca, hiero mis labios contra los suyos, bebo de él. Quiero que no haya espacio libre entre nosotros, que no haya ninguna parte de mi cuerpo que no lo toque. Quiero envolverlo como una enredadera, como una cuerda que nos una. No tiene tatuajes, ni piercings, ni cicatrices. Está intacto, perfecto. Tiene las palmas de las manos ásperas por el dorso. Desliza una a través de mi pelo, me inclina la cabeza hacia atrás.

Cierro los ojos y lo sigo con el cuerpo: cada movimiento seguro de sus manos, el roce cálido de su aliento, su peso sobre mí. Le doblo los codos. Quiero que me cubra, que me aplaste. Nada lo protege ahora, no hay titubeo, ni pensamientos. Frunce el entrecejo por otros motivos mientras me desliza las manos por debajo de las caderas, me levanta, me encaja con su cuerpo, aprieta con fuerza. Quiero grabar estos momentos en mi mente en tinta, retenerle para siempre conmigo en esta habitación; conservar su sabor en mi lengua, hacer que cada latido dure eternamente. Sudor salado en su labio superior, palabras entrecortadas murmuradas hacia mi pelo. No quiero nada más.

—Podría quedarme contigo —digo después. Tengo los ojos cerrados, confiados—. Podría quedarme y ayudarte con Harry. Conseguir trabajo en cualquier parte. No tendrías que mantenerlo solo. Podría ayudar. Podría quedarme contigo.

—¿Y vivir como nosotros vivimos, viajando todo el tiempo?

—Bueno, ¿por qué no? Ahora no tengo casa.

—Estás muy lejos de no tener casa. No sabes lo que estás diciendo.

Tiene los dedos curvados alrededor de mis hombros y huelen a mí. Me apoyo contra él. Siento su piel caliente y seca bajo mi mejilla.

—Lo sé. Pero no quiero volver a Londres y no puedo quedarme aquí. Estoy a tu disposición —digo, y la locura de esa afirmación me hace reír.

Pero Dinny no se ríe. Una creciente tensión en su cuerpo me intranquiliza.

—No quiero decir..., no estoy tratando de pegarme a ti ni nada parecido —añado enseguida.

No podría retenerlo si quisiera irse. Él suspira, vuelve la cabeza para besarme el pelo.

—No sería tan malo que te pegaras a mí. —Sonríe—. Consultémoslo con la almohada. Lo podemos decidir mañana —dice muy bajito, tanto que desentraño las palabras del rumor que oigo en su pecho debajo de mi oído. Graves y resueltas.

Me quedo suficiente tiempo despierta para oír cómo su respiración se vuelve profunda, más lenta, más uniforme. Luego me duermo.

Cuando me despierto estoy sola. El cielo está plano y blanco mate, y a través de los árboles cae una fina llovizna. Al otro lado de la ventana, un grajo está posado en una rama desnuda, con las plumas ahuecadas para protegerse del tiempo inclemente. De pronto deseo que llegue el verano; el calor, la tierra seca y kilómetros de cielo. Recorro con la mano la cama por el lado donde estaba Dinny cuando me he dormido. Las sábanas no están calientes. No hay un hueco en la almohada ni rastro de su cabeza. Podría haberme imaginado que ha estado aquí conmigo, pero no lo he hecho; no. No correré hasta allí, no me alarmaré. Me obligo a vestirme y desayuno cereales con lo que queda de leche. Hoy tendré que comprar comida o irme. Me preguntó qué voy a hacer.

Cruzo el césped empapado, con las botas resbaladizas por el agua, cubiertas de hojas muertas. Hoy me siento despejada, llena de determinación. Tal vez está fuera de lugar, puesto que aún no he tomado las decisiones que necesito tomar, pero estoy por fin lista para hacerlo. Tal vez a eso se debe este sentimiento. En las manos tengo una caja llena de cosas para Harry. Las he encontrado en los cajones del sótano. Pensaba tirarlas a la basura cuando he caído en la cuenta de que podrían serle de utilidad. Una radio Sony rota, unas linternas viejas, pilas y bombillas, y pequeños objetos de metal de procedencia desconocida. Suenan contra el cartón bajo mi brazo. Me duele la espalda de soportar el peso de Dinny empujando contra mi pelvis. Me estremezco, mantengo ese recuerdo físico cerca de mí.

Me quedo largo rato en el centro del claro del campamento mientras la lluvia empieza a ablandar la caja que tengo en las manos. No hay furgonetas, ni perros, ni columnas de humo. Está desierto y me han dejado atrás..., sola en un claro lleno de barro agitado por pies y ruedas; y yo, agitada por él. Por haberlo encontrado y ahora perderlo. Mi primo perdido durante tanto tiempo, el héroe de mi niñez; mi Dinny. Hay una calma perfecta. No sopla una pizca de aire hoy. Oigo un coche cruzar a toda velocidad el camino del pueblo, las ruedas levantando agua al pasar por los charcos dejados por la lluvia. No sé su teléfono ni un correo electrónico, no tengo ni idea de qué dirección ha tomado. Me vuelvo lentamente por si hay algo detrás de mí, algo o alguien que me espere.

Legado, 1911

La última hija de Caroline nació en 1911, mucho después de que los ocupantes de Storton Manor hubieran renunciado a tener un heredero Calcott. Había habido otros embarazos, en concreto dos, y ambos tardaron mucho en concebirse, pero el cuerpo de Caroline los rechazó y se interrumpieron antes de que empezaran realmente. La niña nació en agosto. Fue un verano largo y caluroso como no se recordaba ninguno, Caroline se asfixiaba y salía al jardín arrastrando los pies e, hinchada, se tumbaba boca arriba en el suelo, a la sombra, para dormitar. El calor era tal que a veces, en los límites del sueño, se imaginaba en el condado de Woodward, sentada en el porche, esperando a que Corin volviera a caballo; de modo que cuando se acercaba una criada o su marido se quedaba mirándolos confusa durante un rato, antes de recordar quiénes eran o dónde estaba.

Los jardines estaban chamuscados y marrones. Un chico del pueblo, Tommy Westenfell, se ahogó en el estanque artificial. Se le enredaron los pies entre las algas del fondo y horas después lo encontró su destrozado padre; pálido, inmóvil y con ojos soñolientos. La señora Priddy se torció el pie al regresar de la carnicería con una pata de cordero entera y guardó cama tres días, con la piel moteada y colorada. Estelle y Liz, la rolliza sustituta de Cass, trabajaron duro para reemplazarla, con los uniformes empapados de sudor. Por todas partes olía a tierra cuarteada, sudor y aire seco. Las losas de piedra de la terraza ardían a través de las suelas de las zapatillas de Caroline. Henry Calcott, que entonces ya se sentía incómodo en compañía de su mujer, se quedó en casa el tiempo suficiente para ver nacer a la niña sana y salva, y se fue a Wiltshire para quedarse en casa de unos amigos junto al mar de Bournemouth.

El parto fue largo y difícil, y Caroline al final deliraba. El médico le inyectó líquidos por un tubo que le deslizó a través de la garganta, y ella lo miró desde la cama aterrada, sin comprender. Liz y Estelle cuidaron del bebé los primeros días, turnándose para poner paños fríos en la piel de su señora con el fin de refrescarla. Caroline al final se recobró, pero cuando le llevaron a la niña, paseó su mirada sobre ella impasible, luego volvió la cara y no quiso amamantarla. Buscaron en el pueblo a una nodriza de leche, y Caroline, que quería estar segura de que la niña viviría antes de atreverse a quererla, descubrió, a medida que pasaban los meses y los años, que lo había dejado para demasiado tarde. La niña no parecía pertenecerle, no podía quererla. Ya tenía dos años cuando por fin le puso nombre. Estelle, Liz y la nodriza la habían estado llamando todo ese tiempo Augusta, pero un día Caroline miró la cuna con cierta frialdad y anunció que se llamaría Meredith, como su abuela.

Meredith era una niña solitaria. No tenía hermanos con los que jugar y tenía prohibido relacionarse con los niños del pueblo que veía deambular por los campos y los caminos que rodeaban la casa grande. A esas alturas el personal estaba en declive, y desde que la mayoría de los hombres jóvenes se habían ido a luchar y morir al continente, el pueblo de Barrow Storton era un lugar triste y silencioso. Henry Calcott vivía prácticamente en la ciudad, donde el juego había consumido una parte tan considerable de la fortuna que los criados, incluidas Liz y la doncella, fueron despedidos, dejando a la señora Priddy solo con Estelle para mantener la casa lo mejor que pudiera. La señora Priddy era amable con Meredith, la dejaba comer los restos de los pasteles y tener un conejo en una jaula fuera de la cocina, donde le daba de comer las puntas de las zanahorias y las hojas estropeadas de las lechugas. Cinco mañanas a la semana acudía una profesora particular para enseñarle a leer, música, costura y urbanidad. Meredith odiaba tanto las clases como a la profesora, y siempre que podía se escapaba al jardín.

Pero anhelaba tener una madre. Caroline era entonces una criatura como de otro mundo, que se quedaba largas horas sentada con un vestido blanco, junto a la ventana o en el césped, mirando a lo lejos y viendo no se sabía qué. Cuando Meredith trataba de abrazarla, ella lo toleraba un momento, luego se soltaba con una leve sonrisa, diciéndole vagamente que corriera a jugar. La señora Priddy le decía a Meredith que no cansara a su madre, y ella se tomaba a pecho esa instrucción, temiendo ser de algún modo responsable del persistente letargo de ella. De modo que se mantenía lejos, pensando que así su madre no estaría tan cansada, se levantaría y sonreiría, y la querría más. Jugaba sola, mirando cómo las palomas se cortejaban e inclinaban unas hacia otras en los tejados. En el estanque ornamental, observaba las huevas de rana, a las que les crecían poco a poco las colas hasta convertirse en renacuajos. Observaba cómo los gatos de la cocina perseguían ratones desventurados y luego los devoraban con mordiscos rápidos y mecánicos. Y observaba a los Dinsdale en el claro del bosque. Los observaba siempre que podía, pero era demasiado tímida para dejarse ver.

Los Dinsdale tenían tres hijos: un niño diminuto que su madre llevaba a la espalda, una niña con el pelo amarillo como su madre y que tenía unos pocos años más que Meredith, y un chico moreno y de aspecto extraño cuya edad Meredith no sabía calcular y que iba a todas partes con su padre y jugaba con su hermana pequeña, sonriendo cuando le tomaba el pelo. Su madre era guapa y siempre sonreía, se reía de sus travesuras y los abrazaba. Su padre era más serio, como Meredith entendía que tenían que ser los padres, pero también sonreía, y rodeaba el hombro del niño con el brazo o levantaba a la niña en el aire para sentársela sobre los hombros. Meredith no podía imaginar a su propio padre haciendo algo así con ella, la sola idea la inquietaba. De modo que observaba a esa familia fascinada, y aunque se les veía felices y alegres, ella volvía de sus visitas clandestinas llorosa y triste, sin saber que los observaba porque los envidiaba y que anhelaba que su propia madre la abrazara de ese modo.

Un día cometió un error. Su madre estaba en una silla de mimbre en el césped, y en una mesa a su lado había una jarra de limonada sin probar con moscas sedientas posándose en el tapete de encaje con cuentas que la cubría. Meredith salió del bosque y se quedó sorprendida al verla allí; se sacudió rápidamente las faldas y se puso el pelo detrás de las orejas. Su madre no levantó la vista mientras se acercaba, pero logró sonreír lánguidamente cuando su hija se detuvo delante de ella.

—Bueno, ¿dónde has estado hoy? —preguntó con una voz débil y seca que parecía venir de muy lejos.

Meredith se acercó a ella y le cogió tímidamente la mano.

—He estado en el bosque, explorando. ¿Le sirvo limonada?

—¿Y qué has encontrado en el bosque? —preguntó su madre, pasando por alto el ofrecimiento.

—He visto a los Dinsdale... —dijo Meredith, y se llevó una mano a la boca.

La señora Priddy le había advertido que nunca mencionara a los Dinsdale delante de su madre, aunque no tenía ni idea del motivo.

—¿Que has hecho qué? —replicó su madre—. ¡Sabes que está prohibido! Espero que no hayas hablado con esa gente.

—No, madre —dijo Meredith en voz baja.

Su madre se recostó, apretando los labios en una pálida línea. Meredith se recobró.

—Pero, madre, ¿por qué no puedo jugar con ellos? —El corazón le latía deprisa por su propia temeridad.

—¡Porque son sucios! ¡Bribones hojalateros y gitanos! Son ladrones y mentirosos, y no son bien recibidos aquí... ¡Y tú no puedes acercarte a ellos! ¡Nunca!

Su madre se inclinó hacia delante en su silla como un látigo que restalla y le agarró la muñeca hasta que le dolió. La niña asintió temerosa.

—Sí, madre —susurró.

«No son bien recibidos aquí.» Meredith se tomó esas palabras a pecho. La siguiente vez que los observó, su envidia se convirtió en celos, y en lugar de querer jugar con ellos y compartir su feliz existencia, empezó a desear que no tuvieran esa feliz existencia. Los observaba cada día, y cada día estaba más enfadada con ellos y más triste por dentro, de modo que llegó a creer que eran los Dinsdale los que la ponían triste; a ella y a su madre. Si lograba que se marcharan, pensaba, su madre se quedaría satisfecha. Tendría que estar satisfecha.

Un caluroso día de verano de 1918, Meredith oyó a los niños Dinsdale jugar en el estanque artificial. Se acercó más, a través de la luz moteada que se filtraba entre los árboles, y se quedó detrás del tronco liso de un haya mientras los veía entrar y salir del agua. Aunque Meredith nunca había nadado y no podía estar segura, parecían divertirse de lo lindo y le entraron ganas de intentarlo. Le picaba la piel del calor, y la sola idea de toda esa agua fría y clara cubriéndola era tan tentadora que le flaqueó la voluntad. Los Dinsdale formaban arcos de gotas cristalinas, y Meredith notó lo seca que tenía la boca. La piel del niño era mucho más oscura que la de su hermana. Era como del color de una nuez, y su pelo desordenado era negro azabache. Se reía de su hermana y le hacía ahogadillas, pero Meredith vio que estaba atento y se aseguraba de que seguía riéndose antes de volver a hundirla.

BOOK: El Legado
7.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Relinquish by Sapphire Knight
The Young Wife by Stephanie Calvin
The Class by Erich Segal
High Life by Matthew Stokoe