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Authors: Katherine Webb

El Legado (52 page)

BOOK: El Legado
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Se inclinó para mirar mejor y se detuvo en seco. Los Dinsdale la habían visto. Primero el niño, que había salido del agua y se había parado en la orilla, chorreando agua de sus pantalones cortos, y luego la niña, que se volvió chapoteando para ver lo que miraba su hermano.

—Hola —dijo el niño con un tono natural y amistoso, mientras Meredith creía que el corazón le iba a estallar en el pecho—. ¿Quién eres?

A Meredith le asombró que no lo supiera cuando ella tenía la sensación de conocerlos tan bien. Le indignó que no supieran quién era. Los miró, inmóvil y sin aliento, sin saber si quedarse o echar a correr.

—Meredith —susurró, al cabo de un largo silencio inquietante.

—¡Yo soy María! —gritó la niña desde el agua, agitando los brazos frenéticamente por debajo de la superficie.

—Y yo soy Flag! ¿Quieres bañarte? Es muy seguro.

Se puso las manos en las caderas y la examinó, ladeando la cabeza. Su piel mojada brillaba sobre las curvas de sus brazos y sus piernas, y la luz líquida del agua danzaba en sus ojos. Meredith se sintió demasiado cohibida para responder. Pensó que era hermoso y no supo qué decir.

—¿Qué clase de nombre es Flag? —preguntó al fin, con una altivez que no pudo evitar.

—Mi nombre. —Se encogió de hombros—. Entonces, ¿vives en la casa grande?

—Sí —respondió ella. Las palabras seguían reacias a salir.

—Bueno, ¿quieres bañarte o no? —preguntó Flag después de otro silencio.

Meredith notó que le ardía la cara y bajó la barbilla para ocultarla. Tenía prohibido bañarse. Nunca la habían dejado hacerlo, pero la tentación era enorme, ¿y quién iba a enterarse?, razonó.

—Yo... no sé nadar —se vio obligada a admitir.

—Entonces chapotea. Yo te cogeré si te hundes —dijo Flag.

Meredith nunca había oído la palabra «chapotear», pero creyó entenderla. Con los dedos temblorosos por la ilícita emoción de la desobediencia, se sentó en el suelo reseco para quitarse las botas y se acercó con cuidado a la orilla. En realidad no estaba desobedeciendo, se dijo. Nadie le había dicho nunca nada de chapotear.

Se deslizó por la orilla empinada y jadeó nerviosa cuando sus pies se introdujeron en el agua.

—¡Qué fría está! —gritó, retrocediendo rápidamente.

María soltó una risita.

—Solo está fría al principio. ¡Luego está buenísima!

Meredith volvió a acercarse y dejó que el agua le cubriera los tobillos. El frío cortante hizo que le dolieran los huesos y le provocó estremecimientos por todo el cuerpo. Con un grito, Flag cogió carrerilla y, doblando las rodillas y agarrándoselas con los brazos, se tiró de un salto en mitad del estanque, lo que levantó una ola que engulló a María y dejó el bajo del vestido de Meredith empapado.

—¡Mira lo que has hecho! —gritó, temiendo que la señora Priddy o su madre lo vieran y la descubrieran.

—¡Basta, Flag! —dijo María alegremente cuando él salió a la superficie, escupiendo.

—Enseguida se te secará —dijo Flag sin preocuparse.

Tenía el pelo pegado al cuello, liso y brillante como la piel de nutria. Meredith salió enfadada del agua, se sentó en la orilla y miró sus pies, que habían pasado de rosas a un blanco brillante después de mojarse.

—¡Flag..., dile que lo sientes! —dijo María.

—Siento haberte mojado el vestido, Meredith —dijo Flag, poniendo los ojos en blanco.

Pero Meredith no respondió. Se quedó sentada largo rato mirando cómo se bañaban, aunque su presencia malhumorada pareció estropear la diversión, y no tardaron en salir y ponerse el resto de la ropa.

—¿Quieres venir a merendar? —preguntó María, con una sonrisa más cauta que la de antes.

Flag medio dio la vuelta para irse. El pelo chorreaba agua mojándole la camisa, pegándosela a la piel. Meredith quería mirarlo, pero sus ojos se apartaban furiosos cada vez que lo intentaba.

Negó con la cabeza.

—Me lo han prohibido.

—Vámonos entonces, María —dijo Flag, con una nota de impaciencia.

—Adiós. —María se encogió de hombros y se despidió con un breve gesto.

El grueso algodón del vestido tardó casi dos horas en secarse del todo, y durante ese tiempo Meredith se quedó en los límites del jardín, donde solo podía verla el jardinero. Era anciano y no prestaba atención a nada aparte de sus calabacines. Pensó en el chapoteo, y en María invitándola a merendar, y en el pelo mojado de Flag tan brillante, y cada uno de esos pensamientos le provocaron una sensación de euforia totalmente reñida con el resentimiento que había sentido antes. Le hizo dar un salto y sonreír excitada. Se imaginó cómo sería ir a merendar, ver el interior de la caravana que tantas veces había observado desde los árboles, conocer a su madre rubia y cariñosa que los abrazaba y sonreía todo el tiempo. «¿Cómo está, señora Dinsdale?» Practicó la frase en voz muy baja en los confines seguros y silenciosos del invernadero. Pero eso sería sin duda alguna un gran acto de desobediencia. Hablar con Flag y María también lo había sido, aunque podía defender lo de chapotear. Solo pensar en lo que pasaría si su madre se enterara, volvía a entristecerla. Cuando la llamaron para merendar, se aseguró de estar silenciosa y callada, y no delatar nada.

Durante días Meredith se vio consumida por pensamientos y fantasías sobre los Dinsdale. Había tratado a muy pocos niños, solo a los primos que iban de visita, o a los hijos de otros invitados que se quedaban tan poco tiempo que nunca llegaba a conocerlos. Sabía que debía despreciar a esa familia, y recordaba todas las cosas que le había dicho su madre acerca de ella, y lo que más deseaba en el mundo era complacer a su madre y hacerla feliz, pero la idea de tener amigos era irresistible. Una semana después, jugaba a la sombra rayada de las altas verjas de hierro cuando vio a Flag y a María caminar hacia el pueblo. No la verían a menos que los llamara y por un segundo se quedó paralizada, dividida entre el deseo de volver a hablar con ellos y la certeza de que no debía hacerlo, y menos desde la verja, que se veía desde la casa si alguien miraba por las ventanas orientadas al este. Desesperada, se acercó con una especie de solución intermedia y se puso a cantar fuerte lo primero que se le ocurrió, una canción que había oído cantar a Estelle mientras tendía la ropa.

—«I'd like to see the Kaiser, with a lily in his hand» —bramó desafinando mientras saltaba de una sombra a la otra.

Flag y María se volvieron, la vieron y se acercaron a la verja.

—Hola —la saludó María—. ¿Qué estás haciendo?

—Nada —respondió Meredith, con el corazón latiéndole con fuerza detrás de las costillas—. ¿Y vosotros?

—Vamos al pueblo para comprar pan y Bovril para la merienda. ¿Quieres venir? Si conseguimos una barra rota nos sobrará medio penique para comprar caramelos. —María sonrió.

—No necesariamente —aclaró Flag—. Si nos sobra lo suficiente tenemos que comprar mantequilla, ¿te acuerdas?

—¡Pero nunca hay suficiente para la mantequilla! —María rechazó a su hermano con un ademán.

—¿Tenéis que ir vosotros a comprar? —preguntó Meredith, atónita.

—¡Claro, boba! ¿Quién quieres que vaya? —María se rió.

—Supongo que tú tienes criados que van corriendo a comprarte la merienda, ¿verdad? —preguntó Flag, algo burlón.

Meredith se mordió el labio incómoda y sintió cómo le ardían las mejillas. Ella casi nunca iba al pueblo. Había acompañado a la señora Priddy o a Estelle varias veces a algún recado, pero solo cuando su padre estaba fuera y su madre se recluía y era seguro que no se enteraría.

—¿Quieres venir o no?

—No me dejan —dijo ella con tristeza.

Le ardieron aún más las mejillas, y Flag ladeó la cabeza, con un brillo travieso en los ojos.

—Parece ser que hay muchas cosas que no te dejan hacer.

—¡Chist! ¡Ella no tiene la culpa! —le riñó María.

—Vamos..., atrévete. ¿O tienes miedo? —preguntó él arqueando una ceja.

Meredith lo miró desafiante.

—¡No! Solo que... —Titubeó. Tenía miedo, era cierto. Miedo de que la descubrieran, miedo del genio vivo de su madre. Pero sería tan fácil escabullirse y volver sin que nadie se diera cuenta. Sería muy mala suerte que la descubrieran.

—Cobardica, gallina cobardica —canturreó Flag en voz baja.

—No le hagas caso —aconsejó María—. Los chicos son estúpidos.

Pero Meredith le hizo caso; quería impresionar a ese chico de ojos negros, quería ser amiga de su hermana, y quería ser libre como ellos, ir y venir a su antojo, y comprar caramelos en la tienda y pan para la merienda. Las verjas de Storton Manor parecían alzarse por encima de su cabeza, más altas e inhóspitas. Temblando de nervios, asió el picaporte, abrió un poco y salió al camino.

Flag iba delante, dejando que María y Meredith anduvieran una al lado de la otra, cogiendo flores de los setos y disparándose preguntas: ¿cómo era vivir en una caravana?, ¿cómo era vivir en una mansión?, ¿cuántos criados había y cómo se llamaban?, ¿por qué no iba Meredith al colegio?, y ¿cómo era el colegio y qué hacían allí? En el pueblo, se detuvieron ante la puerta de la cabaña del herrador para ver cómo clavaban una herradura de hierro candente en el casco de un caballo de granja, del tamaño de un plato. Se elevaban nubes de humo acre, pero el caballo no parpadeó.

—¿No le duele? —preguntó Meredith.

—Por supuesto que no. No más que cuando te cortas el pelo. —Flag se encogió de hombros.

—Seguid caminando, me estáis haciendo sombra —dijo el herrero, que era viejo y entrecano, y tenía una mirada severa.

Echaron a andar de nuevo hacia la tienda de comestibles, donde compraron una barra rota y un tarro de Bovril, y aunque solo quedaba para dos ratoncitos de azúcar, la señora de detrás del mostrador sonrió a Meredith y le ofreció un tercero.

—No se la ve mucho en el pueblo, señorita Meredith.

La niña se quedó sin aliento. ¿Cómo sabía la mujer quién era? ¿Y se lo diría a la señora Priddy? Palideció y le brotaron lágrimas de pánico de los ojos.

—Vamos, vamos. ¡No se asuste! Le guardaré el secreto —dijo la mujer.

—¡Gracias, señora Carter! —dijo María alegremente, y salieron para comerse los dulces.

—¿Por qué no te dejan ir al pueblo? No puede pasarte nada malo —preguntó Flag cuando se detuvieron junto al estanque para ver a los patos dar vueltas.

Se sentaron en la hierba y Meredith mordisqueó su ratón de azúcar, resuelta a hacerlo durar. Casi nunca comía golosinas.

—Mamá dice que no es apropiado —replicó Meredith.

—¿Qué significa apropiado? —preguntó María, lamiéndose un dedo con placer.

Meredith se encogió de hombros.

—Significa que no es bueno mezclarse con la plebe. Gente como nosotros —dijo Flag con tono divertido.

Las chicas pensaron sobre eso durante un rato en un silencio meditabundo.

—Entonces..., ¿qué pasaría si tu madre te encontrara aquí con nosotros? —preguntó María por fin.

—Me... reñiría —dijo Meredith, no muy segura.

En realidad, no tenía ni idea. La habían regañado solo por mirar a los Dinsdale. Ahora se había escabullido de los jardines e ido al pueblo con ellos, había hablado con ellos, y la señora de la tienda de comestibles que sabía cómo se llamaba la había visto, y todo había sido maravilloso. Tragó dolorosamente el último trozo de golosina, que había perdido todo el dulzor.

—Debería volver —dijo nerviosa, levantándose.

Como si percibieran su cambio de humor, los Dinsdale se levantaron sin rechistar y regresaron por donde habían venido.

Al llegar a la verja, Meredith volvió a colarse por el hueco lo más deprisa que pudo y la cerró, sin atreverse a mirar la casa por si alguien observaba. El corazón le latía desbocado y solo cuando estuvo cerrada la verja se sintió a salvo. Se aferró a los barrotes mientras recuperaba el aliento.

—Eres bien rara, eso seguro —dijo Flag, con una sonrisa desconcertada.

—Ven a merendar con nosotros mañana —la invitó María—. Mamá ha dicho que puedes..., ya se lo he preguntado.

—Gracias. Pero..., no lo sé —dijo Meredith.

Estaba exhausta por la aventura y no podía pensar en nada más que en alejarse de las verjas sin que nadie la viera hablar con ellos. Los Dinsdale se fueron y Meredith metió la cabeza entre los barrotes para verlos alejarse, apretando la mejilla contra el frío metal. Flag arrancó un tallo de bardana del seto y se lo metió en la blusa a María, quien se retorció y estiró el cuello, tratando de sacársela. Cuando desaparecieron de su vista, Meredith se volvió y vio a su madre en la ventana del salón del piso de arriba, mirándola. Detrás del cristal, su cara era de un pálido fantasmal y tenía los ojos demasiado abiertos. Parecía un espectro, paralizada para siempre en su tormento.

El corazón de Meredith pareció detenerse y enseguida pensó desesperada en huir al lugar más apartado del jardín. Pero eso solo empeoraría las cosas, se dio cuenta en un momento de fría claridad. De pronto le entraron ganas de hacer pipí y durante un segundo odioso creyó que iba a hacérselo encima. Temblorosa, caminó despacio hacia la casa, subió las escaleras y recorrió el pasillo hasta donde la esperaba su madre.

—¿Cómo te atreves? —susurró Caroline.

Meredith le miró los pies. Su silencio pareció enfurecerla más.

—¡Cómo te atreves! —gritó de nuevo, tan fuerte y con tanta dureza que Meredith dio un respingo y se echó a llorar—. Responde, ¿adónde has ido con ellos? ¿Qué estabas haciendo?

La señora Priddy apareció por el pasillo y se apresuró a colocarse detrás de Meredith con aire protector.

—¿Pasa algo, milady? —preguntó tímidamente.

Caroline no hizo caso. Se inclinó, sujetó a Meredith por los hombros y la sacudió.

—¡Responde! ¿Cómo te atreves a desobedecerme? —escupió, su demacrado rostro más brutal por la ira.

Meredith sollozó aún más fuerte y le cayeron lágrimas de puro miedo por la cara. Irguiéndose, Caroline tomó una breve bocanada de aire que le hinchó las fosas nasales. Midió a su hija brevemente antes de darle una bofetada.

—¡Milady! ¡Ya basta! —grito la señora Priddy.

Meredith se sumió en un silencio estupefacto, con los ojos fijos en las faldas de su madre, sin atreverse a moverse. Caroline le agarró de nuevo el brazo, la arrastró hasta su habitación y la metió de un empujón tan brusco que la niña se tambaleó.

—No saldrás de aquí hasta que hayas aprendido la lección —dijo con frialdad.

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