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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (11 page)

BOOK: El oficinista
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Al salir de la oficina, se apura. Mira la hora en su reloj de bolsillo. Camina casi corriendo. No le importa que se note tanto su renguera.

Con la respiración entrecortada, llega a la estación de servicio justo cuando la chica termina su jornada.

Sin el uniforme, sin los guantes, con una campera negra, jean y zapatillas es otra chica. Una más chica. Especialmente ahora que ella se interna en uno de los barrios más antiguos y sórdidos de la ciudad. Rascacielos del siglo pasado que devinieron colmenas donde se hacinan y reproducen la miseria, la enfermedad y la muerte. Calles angostas y oscuras. Bares de mala muerte. En la entrada tienen un matón o una puta. Edificios pestilentes que se ciernen sobre los borrachos y drogadictos. Cada tanto ella salta por encima de algún caído. Los perros clonados rondan los cuerpos. A menudo una jauría se ensaña con un caído y se disputa su carne. Con la primera luz del día pasará un camión que cargará los cuerpos desperdigados. Los recolectores no discriminan si el cuerpo corresponde a alguien inconsciente o a alguien que ya pasó a mejor vida. Si se lo cargan, cuando el inconsciente se despabile se encontrará en una fosa común y estará abrasándolo el fuego crematorio del basural. Pero todavía falta para la mañana. El oficinista camina pisando cristales: ésta es la sensación de pisar jeringas. Ella se hunde en la oscuridad. Hasta que resurge debajo de unos neones. Sortea a unos negros sin inmutarse. Es evidente que no le asusta este barrio donde a uno pueden degollarlo por una moneda. Se precisan agallas para perderse en este barrio. Pero ella no se pierde. Parece saber adónde va. Inevitable que la compare con la secretaria. La pelirrojita es la antisecretaria.

Finalmente entra a un bar. Nadie repara en ella. Los que no están tumbados sobre una mesa, están rígidos en sus sillas. Ella se sienta en la barra. Prende un cigarrillo. Pide vodka.

Él vacila. No sabe si acercarse. Hay un asiento libre junto a la chica. Cuando el barman le pregunta qué va a tomar pide lo mismo que ella. Ha visto esta escena en películas. Todo lo que tiene que hacer, se dice, es actuar.

Ella habla sin mirarlo. Si no bastó con que la detuvieran y la interrogaran en el cuartel, le pregunta. Hasta cuándo piensan vigilarla, le pregunta.

No soy un agente, le dice él. Es un oficinista, le dice. Compañero de su novio, se presenta. Dio con ella recordando una foto que él le había mostrado, una foto en la estación de servicio. El compañero le habló de ella, de su sueño patagónico. Así dio con ella. Si estuvo espiándola sin animarse a una conversación franca, le dice, se debió al terror. Después de la desaparición del compañero está aterrado. No duda de que el compañero era un hombre libre de sospechas, pero en la oficina cualquiera puede calumniar a otro con tal de subir un peldaño. Le pudo haber pasado a él. Es más, tras la desaparición del compañero, dada la cercanía de su puesto, ahora pueden sospechar de él. Es cierto: no lo han detenido ni lo han interrogado, pero tal como están las cosas puede sucederle.

Ella termina su vodka de un trago. Pide otro. Sabe quién es él, dice. El ruso de la oficina. Su novio hablaba de él. Es tan ruso, le decía. Tan ruso. Lo apreciaba. Ella se vuelve, lo observa: Parece un buen hombre, le dice. Ahora ya no recela. Saca su celular. Toca unos botones y se lo pasa. Que escuche, le pide.

El oficinista reconoce la voz del compañero. Habla en una lengua que debe ser ruso. Que sí, le dice ella, es ruso. Él era de dejarle mensajitos en ruso. Y de escribirle versos en cirílico. Todo lo que le queda de él ahora es esa voz en el celular. Si al menos le hubiera hecho un hijo, dice, tendría de qué agarrarse. Pero no. Nunca tendrá hijos. Tampoco de otro. Porque después de lo que le hicieron en el interrogatorio no podrá tener hijos. No después de eso.

Está mudo. No ha tocado su vaso. Si toma perderá el control. Atina a sacar el cuaderno y se lo entrega. Le explica que hurgó en su escritorio antes de que lo vaciaran. Y rescató esto, el cuaderno. Este cuaderno es lo que ha motivado que la buscara. Ahora le pertenece a ella. No sólo se quedó con su voz, le dice. También tiene su palabra. Una palabra no es un cuerpo, le contesta ella. Una palabra no es un beso. Una palabra no es un consuelo. Como tampoco lo es una voz en el celular. La chica no llora.

Que se quede con el cuaderno, le dice.

Él vacila.

Adiós, le dice ella.

Y levanta el vaso que él dejó intacto. Bebe el vodka como si fuera agua.

Se arrepiente por haberla buscado. No debería haberse metido donde no lo llamaron. Saldrá de su vida tal como entró, como un personaje secundario. Se pregunta hasta cuándo será un personaje secundario en la vida de todo el mundo.

Adiós, dice él.

Y sale.

37

Hace un tiempo empezó a comerse las uñas. Al principio pensó que sería un tic pasajero. Pero se le hizo manía. En una revista científica lee que las especies más evolucionadas emplean los dientes y las zarpas como armas. Pues bien, al comerse las uñas, asustado por su violencia contenida, lo que en realidad hace, deduce, es comerse la propia agresividad. Una noche, acostados, la secretaria le observa que se está comiendo las uñas. Él le dice que lo hace para no rasguñarla en el fisting.

Cambiando de tema, le dice ella, no debe sentir culpa. Él pone cara de asombro. No sabe a qué se refiere. A la culpa, le contesta ella y lo mira por encima de sus lentes redondos. Comerse las uñas es un síntoma de culpa. Sigue sin comprender, le dice él. Que no debe sentir culpa por haber denunciado al compañero. A ella también le caía sospechoso. Él está por preguntarle cómo se enteró, pero no hace falta que le diga lo que imagina: a ella se lo contó el jefe. Ella se adelanta confirmándolo: se lo contó el jefe, le dice. Y debe sentirse orgulloso de lo que ha hecho. Porque el jefe tendrá en cuenta su colaboración. También ella está orgullosa de él, le dice.

Y ahora, le ruega, que cambie esa cara y siga con el fisting.

El enamoramiento es una enfermedad. Está enfermo de la secretaria. Y si está enfermo de la secretaria, se dice, ésta es la auténtica clave para explicar por qué se come las uñas. Ahora comprende por qué había pensado en matarla y, de inmediato, se empecinó en ahuyentar esta fantasía. Ahora entiende: se come las uñas por miedo. Cómo se puede amar a alguien que uno teme, se pregunta. Porque ella, se da cuenta, es más temible quizá que el jefe. Pero él no tiene ni tendrá el valor necesario para deshacerse de ella. Y no lo tiene porque, lo sabe, ya no podría vivir sin ella aunque sea una perra clonada.

38

A veces, escondiéndola, se lleva una revista al baño. Sentado en el inodoro, lee un artículo sobre un congreso de neurociencia. Estudios sobre pacientes que padecen un daño focalizado en un área de la corteza frontal y presentan serias deficiencias de orgullo, vergüenza y arrepentimiento. Otros, en cambio, presentan dificultades para atribuir intencionalidad. El congreso debatió también sobre la empatía y la moral asociadas al comportamiento colectivo. La empatía nos mueve a actuar: si vemos sufrir a una persona su situación puede producirnos dolor y activar los circuitos cerebrales conectados con el peligro. Un buen ejemplo, dice el artículo, es lo que sucede en una nursery con un bebé de no más de dieciocho horas. Si el bebé llora, los demás también se ponen a llorar.

Este ejemplo lo conmueve.

39

Una noche invita a la joven a ver kickboxing. Los combatientes de las peleas preliminares tienen hasta catorce años y pertenecen a los sectores más pobres de la ciudad. Cada match es siempre sangriento. Esta noche, como la pelea final es por el campeonato sudamericano, el público se enardece esperando una carnicería. El estadio hierve, ruge. Avanzan a codazos entre el público. Sus plateas, a metros del cuadrilátero.

Al ring llega primero el desafiante, un pibe criollo, el tabique nasal quebrado, una mirada fiera, pantalón blanco. Sube acompañado por su entrenador y sus asistentes, todos muchachos. Basta mirarlo al pibe criollo tirar trompadas y patadas al aire para saber que no sería bueno topárselo en un callejón. Después, abriéndose paso entre la multitud, pantalón rojo, el campeón, un pibe coreano, no menos amenazador que su rival, con una sonrisa feroz. Suena la campana.

Se miden unos segundos. No vacilan en atacarse. El pibe coreano parece imbatible. Al menos en los primeros cambios de golpes. Cada patada que tira le acierta al pibe criollo en la cara. Pronto el pibe criollo tiene que retroceder, limpiarse la sangre de los ojos y tomar distancia, armar su defensa, elaborar una contraofensiva. Pero el pibe coreano no lo deja reponerse. El pibe criollo, contra las cuerdas, traba al campeón. Apenas el árbitro los separa, el pibe criollo salta sobre su contrincante. Al pibe coreano lo asombra la reacción del adversario. El pibe criollo patea y le impacta un pómulo al pibe coreano. El público salta y alienta.

La joven no se queda atrás en la ovación. A veces grita por uno, a veces por otro. Su admiración varía de acuerdo a quien despliega más potencia. No hincha por uno o por otro: sólo quiere ver sangre. Los rounds se suceden. En estos encuentros los combatientes ganan por destrucción del rival. No existen reglas que prohíban tretas. La pelea dura hasta que uno de los adversarios cae inconsciente en un charco de sangre. La joven se desgañita. Putea al pibe criollo con la cara ensangrentada, cegado, sin localizar a su rival que lo goza, se toma su tiempo y por fin le arroja una patada voladora que lo derriba. Cuando el pibe criollo cae, el pibe coreano le patea los riñones. El árbitro lo separa. Inicia la cuenta. El pibe criollo se incorpora y ataca otra vez. Los dos pibes se golpean. Ninguno cede. Cuando uno cae el otro ríe al patearlo. Ahora el que cae es el pibe coreano. Gatea atontado. El pibe criollo levanta los brazos y salta victorioso mientras el árbitro cuenta otra vez.

Pero el pibe coreano consigue levantarse y se lanza a todo o nada. Le da un giro dramático a la pelea. Sorprende a su rival, pero más al público. El estadio parece venirse abajo con los abucheos, aplausos, silbidos. La joven grita fuera de sí. Sus gritos son orgasmos. Debe estar mojada, piensa él. Se pregunta cómo conciliar aquella nena de la foto de primera comunión con esta hembra desaforada que grita mientras el pibe coreano ahora le martilla la cabeza al pibe criollo.

Al salir del estadio la joven se apaga. A él lo desespera su silencio, la frialdad. Se acuerda del comentario que ella hizo en la segunda noche: que si traía una criatura a este mundo haría todo lo que estuviera a su alcance para entrenarlo en la lucha por la vida y que no fuera un perdedor de escritorio.

Le pregunta a la joven si se siente bien. Ella le contesta que necesita volver a su departamento, estar sola y pensar. Él se ofrece a acompañarla. Ella se niega. Es tarde, le dice él. No va a dejarla sola. Ella le responde que siempre se las arregló sola. Que lo mejor será que esta noche se despidan aquí. Qué le pasa, insiste él.

Está embarazada, le dice ella. Eso le pasa. Ahora que lo sabe, que la deje en paz. Si ése es su problema, dice él, él puede ser parte de la solución. Ella le da la espalda. Que no la siga, le ordena. Se aleja corriendo, se le rompe un taco, trastabilla. Y sigue su carrera rengueando. Al verla renguear él piensa que son el uno para el otro. Duda si seguirla o quedarse. Ella se hunde en la boca del subte. Él mira. Está solo en la avenida. Desde lo alto, por encima de los edificios, lo encandila el reflector de un helicóptero.

40

Hace un tiempo historiadores del arte investigaban en qué fecha Vincent van Gogh pudo pintar su
Paisaje a la luz de la luna
. Se sabía que la tela había sido pintada en 1889 pero no cuál había sido el momento preciso de su plasmación. Rastreando la correspondencia de Van Gogh a su hermano Theo y a su amigo Paul Gauguin los historiadores pudieron estimar que el artista había pintado la obra en el mes de mayo, poco después de haberse cortado la oreja e internarse voluntariamente en el sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence, al sur de Francia. Desde allí, desde el sanatorio, Vincent había divisado el paisaje. Y en septiembre su hermano Theo había recibido la tela.

El oficinista lee esta historia en una de sus revistas científicas. Tanto le interesa el asunto que mientras lo lee corre el riesgo de pasarse de estación. Un grupo de investigadores de la Universidad de Southwest Texas, informa la revista, se dispuso a resolver el misterio de la fecha del
Paisaje a la luz de la luna
. Con ayuda de cálculos astronómicos, mapas topográficos, fotografías aéreas, registros climáticos y también algo de sentido común, los investigadores viajaron al sur de Francia, donde reconocieron el paisaje de la pintura. Tras calcular la posición del satélite natural de la Tierra con un software astronómico dedujeron dos días posibles en que la luna llena habría aparecido por encima del horizonte tal como Vincent la pintó. Como en la obra, a los investigadores ahora se les presentaba el trigo dorado. Determinaron entonces que la fecha exacta de la pintura correspondía al 13 de julio de 1889 a las 21:08. Pero lo que más les interesó y también le interesa al oficinista es que en menos de un mes la luna volvería a adoptar en el sur de Francia la misma posición que había inspirado a Vincent.

Él cierra los ojos. Se acuerda de la primera noche con la joven. Si el sistema solar entero pudiera repetir a su voluntad la rotación de la Tierra, el tiempo, el espacio, se dice, entonces él sería otro. A propósito del otro, piensa, todos somos otros. Cada vez está más convencido de que la secretaria es también otra. De día, una, la profesional toda cordialidad. De noche, la mujercita sinuosa que se extasía metiéndole a él un vibromasajeador rosado en el ano. Él cae boca abajo sobre los ositos de peluche que ella acumula en el sillón. Él no es quién para juzgar a la joven. Más atinado sería que revisara su propia conducta, se dice. Quién se cree que es, se pregunta una y otra vez. Nadie es de una sola forma, se consuela. Ahora sonríe y asiente, las lágrimas le afloran nublándole los ositos de peluche.

Al reaccionar de esta visión se pregunta cómo puede ser que ella lo ignore, que no le hable, que lo esquive. No obstante él le deja un mensaje en el contestador. Que está dispuesto a hacerse cargo si es el padre, le dice. Asumirá dichoso la paternidad, eso dice. Porque desde que se enamoró de ella, él es otro. Y si es otro, ese hijo será hijo del otro. Seguramente un varón. Campeón de kickboxing, le deja dicho en el contestador. En la oficina, acercándose, en un susurro él le pregunta si es el padre. Aunque no sea el padre está dispuesto a darle el apellido a la criatura. No le importa si se trata de un hijo del jefe. Él va a quererlo igual. Después de todo, le dice, el jefe no es un mal tipo. Tiene sus problemas el jefe, le dice. Y le pregunta si sabe que los hijos del jefe son adoptados. Ella ni lo mira. Que se ocupe de su vida, le dice. Pero es que él quiere saber, le dice el oficinista. Necesita saber.

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