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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (6 page)

BOOK: El oficinista
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Lo exaspera el desperfecto de la computadora, pero más la ausencia de la secretaria. Por qué ella no está en su puesto, se pregunta.

18

Todas y todos conectados a sus computadoras. Apenas se oyen los teclados. Cada tanto, el martillazo de un sello. Y otra vez, los teclados. Antes de venir a la oficina, el personal va a un gimnasio. La preocupación por la salud y la belleza es proporcional al temor de perder el puesto. Un enfermo no rinde. Un desaliñado sugiere apatía. Eficacia, lo que cuenta. Todas y todos orgullosos de integrar este ejército de escritorio. Ellos con camisa y corbata y ellas con blusas y polleras de colores discretos. Manifiestan visiblemente un tácito espíritu de cuerpo. Al oficinista le consta que a veces, entre ellas y ellos, se da una atracción. Lógico: con tantas horas encerrados, ganados por el instinto, desembocan inexorablemente en un súbito apareo clandestino que descarga la tensión. Si alguien, detrás de un panel, en un baño, descubre un hombre y una mujer, dos hombres o dos mujeres, dos hombres y una mujer, o dos mujeres y un hombre, todos jadeando en un arrebato de calentura, mirará hacia otro lado. Aunque después circule el rumor de la relación, no pasará a mayores mientras no apunte hacia una boda. En cuyo caso una de las partes deberá renunciar evitando que los conflictos conyugales puedan trasladarse a la oficina. En los años que lleva en la oficina el oficinista nunca tuvo un flirt. Nunca.

Trata de relajarse. Por fin la computadora funciona otra vez. Él se mimetiza con la eficiencia del personal. Le sale fácil mimetizarse, aunque su apariencia no lo convence. Si permanece en su puesto, lo sabe, no se debe a su aspecto. A fines del siglo pasado, fue uno de los pocos que supo adaptarse al progreso de la informática, cuando las computadoras reemplazaron a las calculadoras y máquinas de escribir. Su adaptación rápida provino antes del miedo que de su velocidad intelectual. Si ha permanecido en su puesto se debió a su docilidad y, fundamentalmente, a su astucia para escatimar sus conocimientos de los viejos trámites, sus orígenes remotos. Se ha vuelto indispensable como un archivo. Le gusta que lo califiquen tan útil como un archivo. Lo demuestra esa foto que expone sobre el escritorio: se lo ve en una fiesta aniversario de la oficina recibiendo del jefe un mouse de bronce que usa, satisfecho, como pisapapeles.

Mientras espera que su computadora vuelva a funcionar, para sosegarse, le saca punta a un lápiz. Escribe la carátula de una carpeta. Y sella algunos expedientes. Está por levantarse, retirar el chocolatín del escritorio de la secretaria. Se siente ridículo. Mira el cielo en el ventanal: una placa arratonada. Vuelve ese mareo. Se pregunta de cuánto valor dispone como para lanzarse en una carrera hacia el ventanal, tirarse de cabeza, saltar al vacío en una explosión de vidrios. Él ha pensado antes en el suicidio, pero ahora le parece inminente. Tiene que aguantar. Una rigidez lo atornilla, la mandíbula contraída. Si no se calma le van a sangrar las encías, piensa.

La secretaria sale del despacho del jefe. Trae unas carpetas. Esta mañana viste un traje sastre azul. Avanza resuelta, con elegancia. No es una secretaria. Es una azafata. Ella descubre el chocolatín sobre el escritorio y, girando, le dedica al oficinista un guiño cómplice. Pero él no se deja engañar: ella viene del despacho del jefe. Tiene mal cerrado el cierre relámpago de la pollera. Cuando ella se cruza de piernas, él repara en que el tejido de una media tiene una arruga casi imperceptible. El cierre relámpago sin abrochar y la media corrida. Dos indicios claros de lo que ocurrió en el despacho del jefe.

Ella abre el chocolatín, lo muerde. Paladea. Con picardía, asoma la punta de la lengua, se relame. Lo mira insinuante. Una falsa, piensa él.

Y se da vuelta. Porque es seguro que el compañero está captando estos gestos en su cuaderno. En efecto, cuando él se gira, el otro, con esa sonrisita, como un chico descubierto en falta, guarda el cuaderno.

Que la computadora funcione otra vez es una señal positiva, se dice. Aunque no sabe señal de qué. En vano trata de concentrarse en el trabajo. Teclea como un autómata. Desde su escritorio, ella lo espía. A él le parece que hay simpatía en esa mirada detrás de los lentes redondos, pero puede ser una trampa. Se levanta, se disculpa. No tiene ninguna razón para disculparse, pero se disculpa igual. Se dirige a la salida del salón, atraviesa el pasillo, entra al baño, comprueba que no hay nadie y se encierra en un retrete.

Parado, apoyando una mano en los azulejos, se masturba con furia.

19

Agitado, al regresar a su escritorio, la secretaria le dice que el jefe ha preguntado por él. La culpa de todo lo que le pasa esta mañana, se dice él, la tiene ella. Lo de anoche fue imperdonable. No fue amor. Fue sexo. Sólo sexo. Y él, como un imbécil, se dejó cautivar por una trepadora que lo usó para amortiguar su soledad luego de una discusión con su amante. Ella ha evaluado lo que perdía en una ruptura con el jefe, la muy zorra. Esta mañana se apuró a llegar antes a la oficina y se reconcilió con el jefe. Está claro: arrepentida de la noche anterior, querrá librarse de él. Su próxima jugada será impulsar su despido. Debe cuidarse de esta inescrupulosa que ahora, con un tono neutro, como si acá no hubiera pasado nada, le dice que el jefe ha pedido los cheques.

Entre las tareas administrativas, los cheques son una de sus máximas responsabilidades. Por su antigüedad en la oficina se lo ha juzgado idóneo para analizar presupuestos, discriminar pagos. Toda la contabilidad de la oficina pasa por su escritorio. El oficinista la estudia minuciosamente. Después el jefe apenas examina los papeles. Al confiar en su subordinado, muchas veces los firma confiado, sin prestarle mucha atención. Lo mismo ocurre con los cheques.

En el despacho del jefe, con sus ventanales que enmarcan las nubes oscuras, la única luz proviene de la lámpara del escritorio. Del jefe sólo se ven sus manos gigantes y el anillo imponente. El resto del cuerpo permanece en la penumbra. Quien entra a este despacho se siente en inferioridad. Le debe haber ocurrido a la joven, piensa. El jefe debió aprovecharse de su fragilidad. Siente el sometimiento de la joven en su propio cuerpo. El jefe manoseándolo, bajándole los pantalones, los calzoncillos, torciéndolo hacia adelante sobre el escritorio, las nalgas al aire, y él, agarrándose de los bordes del escritorio mientras el otro, con una mano en su cuello y otra en la cintura, entra en él.

El jefe tiene sobre el escritorio un portarretrato con marco de plata: el jefe y su familia en el frente de un chalet. Acá se lo ve al jefe con sus seres queridos, una mujer rubia, de belleza formal, y los hijos de la pareja, también rubios. Un varoncito y una nena. En la foto se ve que la familia ostenta un nivel social elevado. Sin dejar de ponerse en el lugar de la joven, mientras el jefe lo posee, boca abajo, de bruces sobre el escritorio, y sintiéndose, a su vez, también él clavado, en la misma posición, las nalgas al desnudo, el vientre prominente del jefe sobre él, los pantalones en los tobillos, un dolor agudo en el ano, con la mejilla aplastada contra el escritorio, mira la foto familiar. Despacio, lo ha ido ganando un abandono gustoso. Siente el chorro de esperma. Lo que más lo humilla es sentir que el chorro del jefe detona su propio chorro. El orgasmo del jefe explota el suyo.

Mira la foto familiar y cierra los ojos. Lo terrible no es que el jefe se montara a la joven. Lo terrible es que ella pueda haber gozado.

Se reprocha pensar estas porquerías. Un enamorado debe ser idealista, soñador.

Se pregunta qué clase de amor es el que siente.

20

El jefe está leyendo unos documentos. Ignora al subordinado ante su escritorio. Él carraspea: su modo de anunciar que está ahí. Al agarrar la carpeta con los cheques, el jefe ni siquiera levanta la vista. Después de un rato largo se fija en él. Le pregunta, a quemarropa, qué opina de esa foto de su familia. El oficinista balbucea. No se le ocurre qué decir. Una familia modelo, le parece. Preferiría que el jefe lo reprendiera por un error a responder una pregunta tan comprometida. Que le diga de verdad lo que ve en esa foto, lo que piensa de su familia, le pide. Al jefe le deben haber encomendado una nueva racionalización de personal. Lo tantea para averiguar hasta dónde llega su servilismo. Ya pasó antes por estas rachas de pánico en que un rumor sibilino sobrevuela los escritorios convirtiendo a los compañeros en enemigos. Cada mirada, cada gesto, una alerta. La traición rondando en cada escritorio. Él sabe cómo agarrarse del escritorio hasta que pasan los despidos. No obstante, nunca se puede distraer. Las eliminaciones en serie arrasan cuando menos se espera.

El jefe levanta la foto, la contempla. Después, con tristeza, se toca la pelada y comenta que a sus hijos no se les va a caer el pelo. Desolado, el jefe se toca la pelada. A sus hijos, en cambio, no les va a pasar, dice. Que observe bien a los chicos en la foto. Que compare el pelo de esos chicos con su pelada, le dice. Ellos tienen pelo, dice el jefe. Y son rubiecitos. Mucho pelo. Y rubiecitos. El jefe le pregunta si tiene idea de por qué a sus hijos no se les caerá el pelo. El oficinista enmudece. La situación es delicadísima. Cualquiera que sea su respuesta, además de espontánea debe ser condescendiente sin ser chupamedias. Finalmente el oficinista arriesga una opinión. Los hijos no sufren todavía el estrés del padre, dice. Porque ser jefe, opina él, estar en ese lugar, desempeñar un cargo de tanta responsabilidad, debe ser extenuante. Eso es lo que él piensa, dice.

Al jefe no lo conforma la respuesta. Que no le tenga lástima, le pide. Si sus hijos tienen pelo y son rubios es por otro motivo. Balcánicos. Importados. Tras una sucesión de análisis, resultó que su mujer era estéril. El matrimonio decidió adoptar. Prefirieron bebés de los Balcanes antes que indiecitos. Importados, repite el jefe. Rubios. Su esposa y él los eligieron rubios.

La adopción es todo un acto caritativo, opina él. Habla de su nobleza.

Pero su elogio no tuvo efecto.

El jefe se acaricia la frente, las entradas, la pelada, y sonríe con amargura. Quizá más tarde decida liquidarlo como testigo, sospecha él. Si le ha revelado lo de sus hijos, le aclara el jefe, es porque lo considera inteligente. A veces, le confiesa el jefe, se siente tan solo. La soledad del poder, dice. Desde ya, le sugiere reserva sobre esta cuestión.

Sin controlar los cheques, el jefe los firma. Él espera callado. No sabe qué decir. El jefe le devuelve la carpeta con los cheques, el oficinista lo mira. Ésta debe de ser la primera vez que él le mantiene la mirada al jefe. Tiene que decir algo y no se le ocurre qué. Una frase sabia, que pueda aplicarse como consuelo en cualquier situación desgraciada. A él le gusta tener siempre a mano un repertorio de frases. Refranes, aforismos, dichos de personajes célebres. Suelen sacarlo de un apuro cuando ignora qué decir. Así pasa por ser un tipo con sentido común. Nada menos común que el sentido común. El menos común de los sentidos, como dice un adagio. No tiene que ser un talento para salir del paso. Sólo ser lacónico y elemental. Murmura un refrán. El jefe lo mira, lo mira y se toca otra vez la pelada, se toca la pelada y medita, medita y sonríe, sonríe y le agradece. Al dejar el despacho, él tiene la camisa pegada a la espalda.

La secretaria se le acerca, le pregunta si está todo bien. Y él, sin saber qué es todo y qué es bien, asiente. Ella le pregunta qué hace al mediodía, si no quiere que almuercen juntos. Ella ha tomado la delantera otra vez. Ahora como nunca debe ser cauto. Aunque por la manera en que le habla es de nuevo la joven inocente. Se pregunta cuál de las dos es ella: si la de anoche o la que estuvo hasta hace un rato encerrada con el jefe.

Todos somos otro, piensa.

21

Al mediodía el centro es un hormiguero. Al salir del edificio la multitud los envuelve. Caminan por la avenida y doblan por la peatonal. En cada esquina, camiones militares, brigadas antimotines, equipos con cascos, chalecos antibalas, lanzagases, ametralladoras y perros de ataque. La llovizna ácida ha menguado, pero el día sigue brumoso. A pesar de los comercios y las vidrieras iluminadas la sensación que se tiene es nocturna, sensación que refuerzan los reflectores de los helicópteros enfocando aquí y allá, vigilando que no se formen grupos. Que cuatro o cinco personas se junten puede ser el origen de una manifestación. Un grupo aquí, otro allá, varios más, de pronto gritan, se concentran y arrojan granadas contra los edificios. Los más peligrosos son los guerrilleros suicidas que pueden entrar en un banco, un ministerio o un restaurante cargados de explosivos. Entonces el centro de la ciudad es un campo de combate. Una masa de desesperados busca refugio mientras las explosiones y los disparos aturden. Alaridos, corridas, ladridos, gases, llamaradas, escombros, chatarra, cuerpos mutilados. Si se produce un disturbio él tirará de la joven hacia una recova y, sin desperdiciar la ocasión, con el afán de protegerla la abrazará y la besará. Pero este mediodía se presenta sin novedad en el frente céntrico. Y él no puede desplegar su heroísmo. Tiene que conformarse con ser amistoso.

La ciudad tiene sus matices azulados. Reverberan los neones, los semáforos, el resplandor colorido de las vidrieras. Hay un temblor lumínico entre el humo de los caños de escape y el polvo que asciende y se expande desde las excavaciones que cuadrillas de obreros indios realizan sin parar. Pozos, zanjas, boquetes. En la ciudad no se interrumpe el tendido de nuevas líneas de subte. Si los antepasados de los indios levantaban pirámides, ahora sus descendientes cavan bajo tierra, comenta el oficinista. La secretaria le dice que él es muy observador. Sonríe complacido. Al ir y venir de hombres y mujeres, al tránsito acelerado y rugiente, al tronar de motores y máquinas, se suman los chillidos de las cubiertas al frenar, las sirenas policiales, las voces del gentío, el clamor de los vendedores ambulantes y, a menudo, la música del altiplano ejecutada por un trío de indios con poncho, quena, charango y bombo. La pareja dobla por una peatonal. A pesar de la multitud, en este desfiladero de hormigón y cemento, los sonidos urbanos son los de un patio.

Entran a un comedero decorado con plantas y helechos artificiales en macetas doradas que buscan atenuar la frialdad del plástico, la fórmica, el acrílico. El lugar tiene un aire tropical, fotografías de fuentes y platos de comida, postres y frutas, dispuestos en paneles, alternan con los menús de oferta y las pantallas de tevé que transmiten los noticieros: saqueos, secuestros, asesinatos, protestas, tomas de edificio, turbas encapuchadas enfrentando carros de asalto, corridas, granadas. En un colegio una nena de doce años disparó contra su maestra y toda su clase. El oficinista le presta atención a esta noticia. No es el colegio de sus hijos. Los comensales forman fila ante los mostradores y los recipientes de comida. La profusión de sonidos de vajilla y las voces nerviosas de las camareras detrás del mostrador atenúan la música funcional. Un bolero. Él sabe la letra. Le susurra a la joven unos versos de pecado y de castigo.

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