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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (15 page)

BOOK: El oficinista
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Camina resuelto, dispuesto al combate. Le gustaría que la joven pudiera verlo, los puños cerrados, sacando pecho, el paso firme. Un gladiador, se dice. Eructos. Puteadas. El gladiador desafía las risas que se mezclan con la cumbia. Está cruzando la patota, pero nadie se fija en él. Disminuye la velocidad, camina lento, los ojos inflamados por el coraje. Choca con una chica que baila sola, pero ella ni lo registra.

Que la patota lo ignore lo sobresalta. Si no existe para los otros, tampoco su coraje existe. Si su coraje no existe, deduce, lo que está viviendo es otro de sus sueños. Lo atormenta que esta noche pueda ser otro espejismo. Al pararse frente al monoblock mira hacia arriba esperando ver luz en su ventana.

Toca al portero eléctrico: dos timbrazos cortos. No tiene respuesta. Espera. Se muerde la cutícula del índice izquierdo. De nuevo: un timbrazo más largo. Se pregunta cuánto tiempo ha transcurrido entre los dos timbrazos cortos y el timbrazo largo. Da unos pasos en círculo. Tendría que haber tomado el tiempo. Cuenta por reloj tres minutos. Toca de nuevo: uno, dos, tres y uno más largo. Cuenta cinco minutos. Cinco minutos eternos. Se pregunta si ella está o no está. Y si está por qué no responde. Puede estar con otro tipo. Piensa en el jefe. Ella está embarazada del jefe, se dice. Seis minutos. Está embarazada del jefe y él la está convenciendo para que aborte. La espera es insufrible. Ocho minutos. Quizá ella ya abortó. Lo que explica la barrera que levantó entre ambos.

Vencer la ansiedad, se fija. Apartar toda idea negativa. Si a esta hora de la madrugada se ha atrevido a perturbar el descanso de la joven, se justifica, es por una causa noble: el amor. Acaso el amor no es una causa, se pregunta. No hay sentimiento más generoso, se contesta. Pero vuelve a dudar. Se pregunta si el amor no es acaso puro egoísmo, si acaso el no ama a la joven porque ella, engañándose, lo hace a su vez creerse mejor de lo que es. Ésta suele ser la razón por la que uno se enamora, piensa. Uno se enamora porque el otro lo hace sentir a uno mejor de lo que es. En el amor no importa el otro. Importa lo que el otro nos hace sentir. Sin el otro somos nada.

Después de este razonamiento, se dice, no debería tocar de nuevo el portero eléctrico. Debería marcharse en vez de llamar.

Pero toca otra vez.

53

Un tipo joven atraviesa el hall y viene hacia la puerta del edificio, abre dispuesto a salir. Al ver al oficinista, el tipo vacila. Tiene el pelo revuelto, ojeras y sombra de barba, la suya es una belleza gitana. El desorden que trasunta indica que viene de una noche agitada. Se pregunta si el tipo no vendrá de estar con ella. Después de todo, se dice, sabe muy poco de ella. La desconfianza vuelve a la carga y lo obliga a medir con recelo a este hombre que, a su vez, desconfía de él. El tipo, al abrir, también lo estudia y lo mira torvo sin franquearle la puerta hasta que él le dice a qué piso va, a qué departamento.

El viaje en ascensor es lento. Como la primera noche que vino a este edificio, al internarse en el pasillo, le parece que este colmenar dormido tiene algo fúnebre. Un panteón. Detrás de cada una de las puertas que dan al pasillo, vidas muertas. El eco de sus pasos. Debería retroceder ahora que está a tiempo, piensa. Que no sea cobarde, le dice el otro. Que le patee la puerta a esa puta. Pero él se opone: antes de que sus nervios arruinen todo, mejor retirarse. Demasiado tarde. El timbre, una chicharra en la madrugada.

Se abre el sobretodo, ajusta la corbata, alisa el saco, intenta prolijar su imagen. Un movimiento casi imperceptible en la mirilla. Sonríe. Espera. La voz desganada y ronca, le pregunta qué quiere a esta hora, cómo se le ocurre, qué se piensa.

Ella entreabre la puerta. Pestañea. Está despeinada, tiene el rouge corrido. A él se le aviva el deseo. Que por favor lo deje pasar, que es urgente, que necesita contarle algo. Que se apiade, le ruega. No le preocupa humillarse. No le llevará más que un instante. Ella retira la traba y lo deja pasar. Unos minutos solamente, aclara. Él asiente.

El ambiente en semipenumbra. La joven se sienta en un sillón y él en otro. Están frente a frente. Él tarda en hablar. Mira a su alrededor. Los platos pintados en las paredes, las estatuitas, las carpetas y los manteles bajo los jarrones con flores artificiales, la profusión de ositos de peluche, la alfombra con motivos de reminiscencia oriental. También los diplomas enmarcados, el de profesora de inglés y el de perito mercantil. La foto de nena, con vestido blanco de la primera comunión: el rosario, el relicario nacarado, las manos en rezo. De pronto repara en que sobre la mesita ratona hay dos copas con un resto de brandy.

Se acuerda del tipo que recién salió del edificio cuando él quiso entrar. Por qué no sospechar que ese tipo estuvo con ella. Se pregunta si corresponde ahora interrogar a la joven. Quién es ella, quiere saber. De quién es ese embarazo. Por qué negar que ella pueda tener en secreto otra existencia viciosa. La calificación de viciosa, se dice, es apropiada si recuerda la facha de ese tipo saliendo del monoblock. Quién era ese tipo. Se dice que ella nunca fue la santita de la foto de la primera comunión. Acaso ella no le reveló en los sucesivos encuentros amorosos una predilección enfermiza por las exploraciones sexuales. Él se muerde el labio inferior: no pregunta nada. Una sola pregunta sonará a escena de celos. Si una actitud le cabe es suplicante. Al fin de cuentas, dos copas de brandy no significan tanto.

La joven mira su mirada en las dos copas y, adelantándose a cualquier comentario, le pide que no se meta en su vida. Él no ha venido a discutir. Él ha venido a salvarla, dice. Después se corrige: van a salvarse ambos, dice. También la criatura que ella lleva en su vientre. Ella le contesta que no necesita que nadie la salve de nada. Que se las arregla muy bien sola. Que hasta ahora pudo arreglárselas sola y así seguirá. Sola. Él está por contestarle que tanto no se las arregló sola porque bien que tuvo su affaire con el jefe. Pero se muerde el labio inferior, se reprime. Él ha venido con el corazón abierto, dice. Mañana, dice, mejor dicho hoy, hoy, porque a esta hora es hoy, sucederá un hecho trascendente en la oficina. Un hecho trascendente que cambiará sus existencias. Ella permanece callada. Él porfía: tiene que creer en él. Que lo escuche, por favor. Si no la amara, dice, no vendría a esta hora, antes del hecho trascendente, para revelarle lo que tiene entre manos. Que le preste atención, dice. Con las manos en los bolsillos del sobretodo, se siente un héroe de película negra. Camina alrededor de la mesa ratona y los sillones mientras explica su plan: falsificación, huida, playa, daiquiris, palmeras. El jefe siempre lo trató como a un lacayo. Pero él no es ningún lacayo y menos un perdedor de escritorio, recalca. Y le guiña un ojo. Con detenimiento, le precisa cómo llevará a cabo su plan. Su plan no puede fracasar, dice. Sonríe ganador. Le pregunta si quiere actuar en su película. Será la estrella. Se lo jura.

La joven lo mira. Lo mira y calla. La expectativa lo corroe. A ella no se le presentará otra oportunidad semejante en la vida, dice él. No entiende por qué ella lo mira desde tan lejos. No puede estar soñando también esta situación.

Si ella todavía está insegura de lo que siente por él, le dice, no debe preocuparse. Con el tiempo aprenderá a quererlo, dice. Además, con la fortuna que van a tener, a ella no le faltará nada. El plan es perfecto, insiste. Ahora o nunca, dice él. Llorando, se lo pide. Por favor, solloza. Ahora o nunca.

Por detrás, una mano se apoya en su hombro.

54

Si quiere agregar algo más, le pregunta el jefe. Está en camiseta, terminando de abrocharse el pantalón. De modo que en pocas horas ocurrirá en la oficina un hecho trascendente, repite.

La criatura que lleva en el vientre no es suya, le dice ella. Es del jefe. Qué se pensaba, le dice el jefe. El hecho trascendente acá, dice el jefe, es que él va a ser padre. Y no va a ser padre de nenitos balcánicos. Va a ser padre de auténticos hijos suyos. Mellizos. Los mandaremos a un colegio privado, dice ella. Aprenderán kickboxing.

El jefe le ordena que salga. Lo empuja fuera del departamento, lo empuja a través del pasillo, lo empuja escaleras abajo. Se golpea en cada peldaño: la espalda, la cabeza, las piernas, se tuerce un brazo. Rueda por el hall de la planta baja. Le sangra la frente. El jefe abre la puerta.

Y él, rengueando, entra en la noche.

55

El amanecer, la bruma del amanecer. En alguna parte, una bomba. Después, sirenas. Otro día en la ciudad. Dos narcos en moto ametrallan un ministro. Casi a la misma hora, en un colegio, dos varones y una nena arman un bazooka y liquidan docentes y alumnos. Deben intervenir dos helicópteros para eliminar a los tiradores. En persecución del terrorismo, el ejército rodea una villa miseria. Tras un combate prolongado, arresta a cientos de personas. Después los soldados rocían con napalm el rancherío. Un explosivo en el subte termina con los pasajeros de todo un tren y bloquea un túnel. El gobierno anuncia que la lucha contra el terrorismo está llegando a su fin, la economía atraviesa un período de bonanza y la inflación es mínima, lo cual ha incentivado el consumo del último mes. Esta noche se librará un nuevo encuentro de kickboxing. Y las localidades están agotadas. Último momento: un nuevo incendio en un geriátrico. Se estiman las muertes en alrededor de cincuenta. El pronóstico de la jornada indica tiempo nublado, lloviznas ácidas. Para el día de hoy también está anunciado un eclipse de sol total que, según los astrónomos, se producirá a mediodía. La luna y el sol se encontrarán ubicados en una misma línea. En esas condiciones la sombra abarcará toda la región. El sol desaparecerá y se hará de noche. La oscuridad será como la de una noche de luna llena. Aunque nadie le prestará demasiada atención a este fenómeno. Hace tiempo que en la ciudad es difícil discernir el día de la noche.

Para él ahora es siempre y siempre es de noche. Camina. Deambula por las calles. Camina. A veces se da vuelta para ver si el otro lo sigue. Pero no. Camina. Ya no hay otro. Está solo. Camina solo. Un perro clonado se le acerca, le gruñe, lo huele y después se va. Él no existe siquiera para los perros. Cuando piensa en ayer, piensa en antes de ayer, piensa en lo que esperaba cuando esperaba. Ahora ya no espera.

El oficinista camina. Con las manos en los bolsillos del sobretodo, camina.

No tiene dónde caerse muerto.

AGRADECIMIENTOS

A Carolina Marcucci, por el amor y la paciencia.

A quienes estuvieron cerca: Ángela Pradelli, Cristian Domingo, Juan Ignacio Boido, Rodrigo Fresán, Eduardo Belgrano Rawson, María Inés Krimer, Óscar Finkelberg, Enrique Guastavino, Ricardo Arkader, Miguel Paz, Paco Taibo, Domingo Mandrafina, José Roza, Ernesto Mallo, Martha Berlín, Carlos Cottet.

Y a mi hermana Patricia.

BOOK: El oficinista
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