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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (12 page)

BOOK: El oficinista
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41

No puede con la fantasía de matarla. Todo lo que le viene ocurriendo en el último tiempo es por su culpa. De no haberse enamorado de la secretaria, el compañero no habría desaparecido, la pelirroja no habría sido torturada y los dos seguirían con su sueño de poblar la Patagonia. No le faltan ganas de matar a la secretaria. Pero piensa que la muerte de ella representa, además, la muerte de una vida nueva que quizá pueda cambiar la de ambos. Esto piensa cada vez que se ve estrangulando a la joven. Sus manos se cierran en el cuello de la joven. Ella se congestiona, adquiere un tono violáceo. Lo araña. Quiere arrancarle los ojos pero él no afloja la presión hasta que su cuerpo queda inerte. Lo que más lo angustia son los ojos abiertos del cadáver. Sabe que esa mirada, como el recuerdo, le perseguirá, lo seguirá donde vaya, se esconda donde se esconda.

Para colmo en estos días empezó a tener un problema capilar: caspa y caída del cabello.

La caspa y la caída del cabello lo angustian. Así es la vida, recapacita: en medio de un drama nos distrae un inconveniente menor. Y este percance secundario pasa a ser central. El otro se refleja en la vidriera de una farmacia, entra en el negocio y consulta sobre medicamentos capilares, tónicos, lociones, y también los precios. Los remedios más eficaces son los más caros. El otro no repara en los precios ni tampoco en cómo repercutirá el gasto en su presupuesto. Sólo le importa el problema capilar. No quiere quedarse pelado como el jefe.

El otro decidirá por él. Con un coraje arremetedor el otro elabora un plan. Todos los días le entrega al jefe los cheques y aguarda a que los firme. A veces el jefe los firma mientras habla por teléfono. No siempre es el mismo garabato. Pero él ha estudiado todas sus variaciones. Puede imitarlo sin que se note la diferencia entre el original y una falsificación. Con un cheque y un maletín se dirige al banco, embolsa la suma. Después entra en una agencia de turismo. Éste es el plan. Un plan simple.

Esta noche vuelve antes a su domicilio. La mujer y la cría duermen. Cierra todas las ventanas y abre el gas. Le apena liquidar al viejito. Se para un instante, lo mira dormir, le acomoda la frazada. Se le parece demasiado el viejito. Pero no puede llevarlo: el viejito sería una carga. Él precisa estar liviano de equipaje. Bastante le pesa la culpa. El otro lo convence: con la piedad no se llega lejos.

Al día siguiente, en la mañana, los helicópteros parecen volar más bajo. Al levantar la vista puede distinguir los cañones de los aparatos, listos para disparar. Aunque las explosiones son rutina, debe tomar precauciones. No sea cosa que un atentado cerca le arruine el plan. Quizá le convendría tomar un taxi. Pero corre el riesgo de quedar atascado en el tránsito.

Entra al banco. Un cajero con visera estudia el cheque. Se trata de una suma importante. Debe consultar al gerente. Los segundos se transforman en minutos. El otro conserva la calma. Finalmente el gerente le pide que lo siga. Trasponen un pasillo, puertas de rejas. Al final del trayecto hay un guardia armado. El gerente da una orden. Se abre la última puerta de rejas. Una gigantesca caja fuerte.

Minutos más tarde, con el maletín lleno de billetes, entra en una agencia de turismo. Una promotora le ofrece diferentes packs de vacaciones. La escucha, ojea unos folletos. Comprará un pasaje a nombre de la secretaria. Un pasaje a México. Ella habrá de esperarlo en México. En tanto él viajará por tierra: ómnibus hasta la frontera con Brasil. En Brasil, otro ómnibus, uno a San Pablo. Después, otro a Río. Cambiará de ciudades a menudo. Cruzará el Amazonas, y después, subiendo, hacia el norte, bordeando el Pacífico, irá al encuentro de la joven.

Junto a mi lecho le pondré su nido

En donde pueda la estación pasar

También yo estoy en la región perdido

¡Oh, cielo santo! Y sin poder volar.

Sombrero de paja, anteojos de sol, bigotes negros, camisa colorida, pantalones y zapatos blancos, siempre con el maletín en la mano, bajo un sol calcinante, camina por una calle desierta a la hora de la siesta. La canción viene de una cantina. Hay unos pocos parroquianos volcados sobre las mesas. En un rincón, con una guitarra, una chica morena, de trenzas, toca la guitarra. Entre rasgueo y rasgueo de las cuerdas, en el silencio, el zumbido de las moscas.

Mezcal pide. Mira a su alrededor. Ya no necesita el dinero. Para llegar hasta acá, se da cuenta, no necesitó hacer todo lo que hizo. No necesitó enredarse con la joven en una pasión desesperada que culminó en un embarazo. No necesitó, en nombre de esta pasión, extirparles la vida a su mujer y la cría. Ni necesitó el robo. Al recordar cada uno de estos actos se siente cansado. Se pregunta si todo lo que hizo para ser feliz no fue demasiada infelicidad. Ahora se da cuenta de que la felicidad no era lo que pensaba. Tal vez la felicidad está en las ganas de ser feliz. Esta mesa, esta chica, la canción de la golondrina. Ahora sólo le importa el fresco de la cantina, el mezcal, la canción. De un tirón se arranca el bigote postizo. Al pasarse una mano por la frente, el sudor está manchado por la tintura del pelo. Se quita los anteojos. Se da cuenta de que hay un mensaje que el destino le estuvo reservando. El mensaje está encerrado en la botella. Y el mensaje es un gusano.

Termina la botella y se traga el gusano. El gusano de la culpa. La chica deja de cantar. Él se le acerca. Ya no disimula su renguera. Le entrega el maletín. Después sale.

Otra vez en la resolana. Todo lo que quería, se dice, era ser otro. Pero no es otro, es el mismo de siempre, entumecido en un asiento del subte vacío y a oscuras, despertando de un sueño cabeceado por la fatiga, con la boca pastosa y la náusea de haber tragado un gusano. Ahora, al despertar en la oscuridad, con taquicardia, se da cuenta: se quedó dormido en el último subte y está solo en el final del recorrido, pasando la última estación, la terminal, en un laberinto de túneles y vías donde los trenes permanecerán inmóviles hasta mañana. Está atrapado. No tiene alternativa: pasará la noche aquí, en el subterráneo detenido en este laberinto.

Ni siquiera tiene luz para leer la revista científica. Tiene los pies helados. Tiembla. Estornuda.

42

Ni cuando llueve torrencial como esta noche los helicópteros dejan de sobrevolar los edificios. La lluvia acribilla los ventanales de la oficina.

No se aguanta en el escritorio. Los relámpagos iluminan los escritorios ataúdes. Contempla el escritorio de atrás. Cada tanto abre el cuaderno. Lee unas líneas. Y enseguida lo guarda en el cajón. Desde que el compañero desapareció, su escritorio permanece vacío. Si no ha sido reemplazado, piensa, el vacío debe tener una explicación. Por un lado, razona, el vacío puede ser una señal de que los de arriba achicarán costos y no sería raro que en el momento menos pensado se produjera otro recorte de personal. Por otro, esa ausencia se ha convertido en una masa casi tangible y en un castigo: desde que el compañero ha desaparecido él lo recuerda cada vez más y, en oportunidades, siente que, invisible para los otros y visible sólo para él, lo observa de la misma manera en que lo hacía en vida. Entonces gira bruscamente y en el lugar del compañero ahora está el otro, escribiendo en un cuaderno. Lamenta no deshacerse del otro como lo hizo con el compañero. Porque para deshacerse del otro tiene que deshacerse antes de sí mismo.

También cabe otra alternativa, se dice. Que el escritorio vacío sea un signo permanente del poder del jefe, una de sus artimañas maquiavélicas, una, en este caso, aplicada exclusivamente a él, recordándole además que es un delator. Y, se sabe, un delator es un ser más infame que alguien que dice no, como el compañero pretendía decir no con su sueñito rural. Esta alternativa desmiente eso que le dijo la secretaria, que el jefe le valoraba más desde que había denunciado al compañero. Ahora él está convencidísimo: el jefe no repondrá el compañero de atrás hasta que él, atormentado por su vileza, termine por arrojarse contra los vidrios y caer noche abajo y morir estrellado. Se imagina visto desde acá arriba: un coágulo allá abajo. Más de una, más de uno se ha suicidado estrellándose contra los vidrios. También, como los murciélagos, fueron descuartizados por las aspas de los helicópteros.

Camina hacia el perchero, se pone el sobretodo. Ya no le importa siquiera el estado lamentable de su sobretodo.

A ella no se le nota todavía el embarazo. Es verdad que es reciente. Pero también puede ser un atraso. Una falsa alarma. Por qué no una artimaña, se pregunta. Desde la noche del kickboxing, ella no volvió a hablarle. Todas las noches, él camina sin rumbo fijo, da vueltas, se pierde, siempre errático, arriesgándose a los perros clonados, las esquirlas de una bomba, un cruce de fuego, una redada, o que la policía se lo cargue por sospechoso. Al salir de la oficina empieza a dar vueltas. El frío, la humedad, el cansancio y los calambres pronuncian su renguera. No tiene prisa en volver a su hogar. Hay noches en las que se ve pasar en las vidrieras y el otro, desde el reflejo, lo mira irónico.

Al salir a la calle diluvia. El viento vuelve cada chaparrón una catarata. Cruza entre bocinazos. Se empapa. La oscuridad. La violencia de la tormenta produjo el corte de la electricidad en varias zonas de la ciudad. Los truenos y los relámpagos se confunden con el estruendo de una bomba que estalla en la otra cuadra, en el último piso de una embajada. Los semáforos no funcionan. Los autos y los colectivos se atascan. Cuando estalla una tormenta de este calibre, a medida que avanza la noche, zonas enteras de la ciudad se apagan. Todos los desahuciados de la ciudad se lanzan al saqueo y la matanza. Si se quiere volver a casa hay que escapar. Ahora o nunca. Muchos empleados optan por retirarse temprano o quedarse en la oficina. Es más seguro trabajar toda la noche sin dormir que, por descansar unas horas en la propia cama, arriesgarse a los depredadores que rastrillan calles y avenidas. La policía y el ejército patrullan en una cacería indiscriminada. Después de una noche de tormenta como ésta, amanecen pilas de cadáveres: hombres, mujeres, viejos, chicos. La furia no contempla excepciones. Pero él no tiene ningún apuro por volver a su departamento. Llega calado a la vereda opuesta y se refugia en un pórtico. Desde acá puede ver la entrada del edificio donde trabaja. Quiere comprobar si, como en la pesadilla, ella saldrá en el auto del jefe.

Ella sale. Por la puerta principal, apurada y sola, sale. Advierte que él la espía. Que la sigue. Camina nerviosa. Se para en la boca del subte. Está clausurada. Señal de que el servicio fue interrumpido. Cruza una avenida, sortea autos y camiones, blindados y motos, ambulancias y autos patrulla. Ella escapa. Él la sigue. Culpa de la renguera sus resbalones. La marea de vehículos lo envuelve. Las salpicaduras que levanta el tránsito le azotan la cara. Pronto, cuando la joven se dé cuenta de que no tiene cómo volver a su departamento, cuando cada avenida sea una batalla, cada esquina una emboscada, ella, desesperada, tendrá que aceptar su compañía.

Su silueta se borronea en el aguacero. Dobla por un callejón. A él la renguera le impide correr más veloz. Resbala. Ella se adentra en el callejón. Una boca de lobo. La oscuridad lo amedrenta. También la fetidez en el aire. Tienta un paso, después otro. Se interna en el callejón. Volquetes, cajones, tachos de basura. En el callejón la lluvia retumba más sonora.

El golpe le acierta en la espalda, lo derriba. Pierde la visión. Al abrir los ojos está tirado en un charco. La secretaria está frente a él. Tiene un fierro. Con las dos manos, lo agarra. No debería hacer esfuerzos, le dice él. No embarazada, no es bueno. Ella alza el fierro. Él se aparta a tiempo. El fierro choca contra el cemento. Él levanta los brazos anticipándose a otro golpe. No puede esquivarlo.

A la lluvia le sucede una llovizna impenetrable. Cuando vuelve en sí, apoyándose en una pared, sale del callejón. Hay menos tránsito en la avenida. En una esquina hay carriers apostados. Finge aplomo. Enfila hacia la otra esquina. Otra vez su andar de todas las noches. Ve contornos humanos y oye gritos. Cada tanto un fogonazo atruena cerca suyo. Un grito de dolor. Alguien cae.

Cuando reacciona, no sabe cómo vino a su hogar. Está boca arriba en el piso. La cría se ha reunido en torno a él, lo miran como a un insecto moribundo. Se babean al contemplarlo. Alguno lo toca con la punta del pie para ver si todavía está vivo. La mujer espanta la cría. Encolumna los obesos y los manda al colegio. Después se encarga de él. Tira de un brazo, se lo carga y lo lleva al baño. Lo mete bajo la ducha hirviente. Le da unos golpes de agua fría. Que embuche las aspirinas, le ordena. Y se termine el café negro. La mujer le limpia el pantalón, el traje, el sobretodo. Mientras espera en calzoncillos, sentado en una silla, con la taza de café, ella plancha su ropa. Lo rezonga y amenaza con la plancha.

43

Esta mañana es un robot que avanza con una falla motriz. Tiene la cara desencajada de los que han dormido mal y se han afeitado peor. Los comentarios, las risas. Todos lo miran, todos saben que tiene los minutos contados. El rumor de voces es una sombra que se estira hasta su escritorio. La joven permanece indiferente. Él se reconcilia con el dolor de la ausencia, lo único que conserva de la joven. El dolor le garantiza su memoria en el cuerpo.

Después, otra vez la noche. Deambula por las calles, camina sin parar. Hace frío. El viento bandea una llovizna intermitente. Pero él no se detiene. Caminar lo mantiene en calor. Mueve los labios, murmura. Pero no habla solo. Discute con el otro. Baja la cabeza, niega con vehemencia. Se opone a todo lo que el otro le dice. El otro es el responsable de toda su desgracia. Quisiera sacárselo de encima. Pero no sabe cómo. Está acercándose al puerto cuando tiene una idea: la forma de deshacerse del otro es arrojándose al agua con un adoquín atado al cuello. Al ahogarse, ahogará al otro. La idea es buena, pero tiene un inconveniente: él todavía no quiere morir. La idea, se da cuenta, es una idea del otro. Quiere librarse de él. El otro ha pensado en matarlo, pero él no le dará el gusto. Será mediocre pero no idiota.

Este sector del puerto se convirtió en lugar de moda. Los docks fueron reciclados, los muelles convertidos en amarras. Veleros, lanchas, yates. Automóviles importados, convertibles y limusinas, frenan y arrancan envueltos en las luces de restaurantes, bares, nightclubs y discos. Los neones tienen formas de galera y bastón, dados, tacos de aguja, naipes de pocker, labios rojos. Cada local, cada club, al entreabrirse sus puertas, destila una música de fiesta. Risas, destapes de champagne, ecos de baile. Los valets, los matones trajeados, los choferes con pinta de pistoleros, los guardaespaldas apostados en las puertas son todos simios elegantes. Alguien se ríe de él. Es el otro. Empieza a renegar otra vez con el otro.

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