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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (4 page)

BOOK: El oficinista
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El vapor tarda en abandonar el baño. El corte no para de sangrar. Podría quedarse toda la vida mirándose sangrar, las gotas cayendo, estrellándose en la pileta. Hay menos vapor ahora.

La mujer está en la puerta, observándolo.

10

La mujer, con un cigarrillo en la boca, le pregunta qué está haciendo.

Es improbable que le sospeche un adulterio, piensa él.

Qué hace, le insiste ella.

Que no podía dormir, le contesta él. Insomnio, aclara.

La mujer mira seria la sangre en la pileta. Pasa un dedo por la sangre, se lo chupa. Lo radiografía: si está tramando alguna macana, mejor que antes tome las debidas precauciones. La mujer es enorme y el baño, reducido. Lo aparta para sentarse en el inodoro. Le echa el humo del cigarrillo en la cara. Si va a amasijarse, le dice, antes de rajar al más allá que pague sus deudas en el más acá, le dice. Él no contesta. Cuando ella se da cuerda, termina golpeándolo. Si ahora lo muele en una paliza, no será la primera vez. Tampoco la última. En más de una oportunidad él se arrodilla rogándole que se calme, que este cuadro es una pedagogía degradante para la cría y, además, los vecinos, todo un papelón. Pero la cría aplaude las tundas. El único que se recluye temblando cuando ella le pega es el viejito. Después de cada paliza, cuando vuelve a la oficina y sus compañeros le señalan un moretón, se sonroja inventando un accidente.

Una toalla rápida por la cara. Se escabulle. En el living hay un diván. Todavía le queda un rato antes de ir a la oficina. Necesita dormir. Quiere acordarse de cuándo fue la última vez que durmió a su lado en la cama matrimonial. Se pregunta qué fue de aquella joven que conoció hace años, de una delgadez que a él, por entonces, se le antojaba de una fragilidad encantadora. Se acuerda. Se acuerda de que soñaba con dormir abrazado a los pechitos de la joven. Pero una mañana, al abrir los ojos, a su lado roncaba eso. Vencido por la repugnancia, se pasó al sillón.

No es la diferencia entre lo que fuimos y lo que somos lo que nos abisma, piensa. Es la pereza con que nos abandonamos a la degradación.

11

Está encogido en el diván, durmiéndose, pero lo despabila la descarga del tanque de agua, la puerta del baño y la mujer que se acerca bufando. En posición fetal, los párpados apretados, se esconde en el fondo de sí mismo. La mujer, en la penumbra, lo cubre con el sobretodo. A ver si todavía se pesca una gripe y debe faltar a la oficina. Lo único que falta, murmura, es que él pierda el empleo. No le va a quedar un huesito sano si lo ponen de patitas en la calle.

Por la ventana que da a la calle sube el tránsito ahora más intenso. La oscuridad perdura mientras la ciudad arranca. Tiene que apurarse a dormir antes de que la mañana ilumine las paredes manchadas de humedad y el departamento entre en actividad. Se empecina en dormir, pero no puede. Le duelen los ojos. Necesita un reposo. Siente la espalda endurecida. Otra vez los párpados apretados, procurando dormir. El amanecer se le viene encima. Una claridad grisácea empieza a definir el ambiente. Los muebles oscuros contra las paredes de un verde opaco. Entonces la secretaria acude en su rescate. Ella viene envuelta en una luz etérea. Una brisa agita su pelo como en un comercial de shampoo. Sonríe radiante. Ya no le falta el premolar.

El despertador vibra en todo el departamento.

12

La mañana, finalmente. Por la ventana suben los motores de unos camiones militares, bocinazos, colectivos, sirenas, autos. El raspado de un fósforo que prende una hornalla. El hervor de una cafetera. El ruido de la tostadora. Un bostezo. Un carraspeo. Una canilla. Unas pantuflas. Las voces de la cría que emerge de su letargo. Después gritos, discusiones, insultos, lamentos. No puede discernir la tos de uno del catarro de otro. En el marasmo que se expande por la vivienda, le cuesta acordarse de cuántos son los integrantes de la cría, cuáles son sus nombres. Todos heredaron un rasgo suyo. Pero, al engordar, sus rasgos se volvieron caricaturas. Le cuesta identificarlos y diferenciar también los varones de las nenas. Es cierto que todas y todos se le asemejan en algo, pero también que esa expresión de maldad que tienen no es suya. Herencia materna, se dice. El viejito, en cambio, carece de ese aire pérfido. Quizá el viejito no sea tan bueno. Quizá el viejito se hace el bueno, que no es lo mismo, y explota su condición de víctima. Ninguna, ninguno, se le parece tanto como el viejito, que ahora, furtivo, se asoma por una puerta. Este hijo suyo, con su ojo en blanco y la renguera heredada.

La mujer no puede empezar el día sin el noticiero. Apenas se levanta, antes de lavarse la cara y de preparar un café, prende un cigarrillo y el televisor con el volumen al máximo. Un comando guerrillero se adjudicó esta mañana la voladura de un barrio privado ubicado en unas lomas de la periferia. Hasta el momento es imposible determinar el número de víctimas. Un yacimiento petrolero fue blanco de otro atentado. Las pérdidas son millonarias. En combates con el ejército fueron abatidos decenas de terroristas. Sus familiares y amistades fueron detenidos. Mientras avanzan las investigaciones acerca de su organización, el gobierno ha declarado que no pactará una tregua a pesar de las amenazas. Se advierte a la población que las manifestaciones pacifistas se considerarán apoyo al terrorismo. En consecuencia serán reprimidas con toda la fuerza de la ley. Los subtes hoy operan en su horario habitual. Un locutor impersonal informa de las estadísticas de muertos del mes en enfrentamientos con el terrorismo, atentados, robos, violaciones, accidentes aéreos, automovilísticos, de tránsito y laborales. En la madrugada, en una villa miseria, se registró un tiroteo entre narcotraficantes peruanos y colombianos. Último momento: hubo un atentado en una clínica en la que se experimentaba con la clonación de bebés.

La mujer no se queda frente a la pantalla. Recorre la vivienda gritando a la cría, reparte coscorrones y usa el televisor como radio. No le preocupan ni los atentados ni las masacres. Sólo los crímenes domésticos. En un ataque de celos, una mujer castra a su marido. Un hombre acuchilla los pechos siliconados de su concubina. Una madre condimenta con raticida la papilla de sus hijos. Un nieto hornea a sus abuelos. Si la noticia de un crimen doméstico es truculenta, ella acude hacia el aparato y se queda fascinada. Esta clase de crímenes la atraen, crímenes tan caseros como una receta de cocina. Si la noticia genera un debate, ella siempre toma partido por los acusados y discute con el conductor, los entrevistados y los panelistas. Sólo ella, como abogada defensora, parece comprender los móviles de los inculpados. Cuando desvía la mirada desde el televisor hacia su marido, él se palpita lo que a ella le pasa por la cabeza y se pregunta cuánto falta para que se le ocurra pasar de espectadora a protagonista.

Después, el informe meteorológico. Consecuencia del calentamiento global, continuará el frente de tormenta que se abate sobre la ciudad. Se pronostican fuertes vientos y lloviznas ácidas.

Él quiere entrar a la cocina. Pero la cría lo atropella. La cocina es el corral donde se desencadenan las grescas. Cualquier motivo provoca una batalla. Un pedacito de fiambre, una cucharada de dulce, una tostada. La mujer arremete contra la cría. Una nariz sangra. Un diente se quiebra. Un ojo en compota. A los golpes, la mujer pone orden. Lo dejan solo.

Se sirve un café. Cada vez falta menos para la oficina. Se pregunta qué opinaría la joven si lo viera en estas condiciones.

13

La tregua del café le dura poco. Le tiran de la camisa. Una gordita con trenzas. Le exige unas monedas. Quiere librarse de esta nena pedigüeña. Pero no puede: es hija suya. Para sacársela de encima busca monedas en el bolsillo. Le da una. La nena mira la moneda. No se conforma con una moneda. Le patea un tobillo. Él retrocede. La nena lo patea otra vez. Por qué no la agarra de los pelos, se pregunta, y la arroja por la ventana que da al pozo de luz. En medio del escándalo de gritos y golpes que se propaga desde la otra punta del departamento, nadie oiría caer a la chanchita voraz. Se inclina hacia la nena. Intenta convencerla de que no está bien que una niñita ataque a su papi. Le acaricia el pelo. La nena lo araña. Hasta que viene la mujer y se la lleva de una trenza.

Desde este rincón de la cocina oye a la mujer, marcial, ordenando a la cría numerarse. Los enfila y los despacha al colegio. Lo atrae el silbido de una respiración asmática bajo la mesa. El viejito gatea hacia él y se abraza a sus piernas. No quiere ir con la cría. Llora llamándolo papito. Su ojo blanco también llora. A él se le hace un nudo en la garganta. La mujer vuelve por el chico, lo atrapa. El viejito se agarra de sus pantalones. La mujer atrapa al viejito por la nuca. Lo lleva con los otros. Desde el living llegan las risas de los demás. Hasta que se oye un sopapo y el estampido de un portazo.

Por qué en el colegio de sus hijos no surgió todavía uno de esos chicos asesinos que un buen día barren a tiros a sus compañeros, se pregunta. Hoy puede ser ese buen día, se esperanza. Aunque no lo sería tanto si los disparos eliminaran también al viejito.

Todavía en la cocina, él apenas se mueve. Sale de su rincón. De un tarro de galletitas, saca una y cuando está por llevársela a la boca, la mujer lo reta. Éstas son sus galletitas, le dice. Él devuelve la galletita al tarro. Qué hace todavía acá, le pregunta ella. Acaso no piensa ir a trabajar, lo acosa. Que no lo aguanta más, que está harta. A su lado, dice, perdió los mejores años de su vida. Los mejores años, repite. Arruinó su futuro, un futuro que ya fue. La mujer le quita la lata de galletitas, la guarda en la alacena. Cuando se acuerda de que estuvo a punto de casarse con un militar, se lamenta. Él baja la cabeza. Ella no aguanta su pusilanimidad, dice. Escupiendo, le habla. Lo zamarrea: le exige que mire en qué se convirtió ella por su culpa. Que la mire a los ojos, le ordena. Ella no era así antes. Era joven, linda, tenía pretendientes y era buena. Lo buena que era antes de casarse con él. Generosa también, le recuerda. Buenos sentimientos tenía.

Él sabe que la rabieta pone en peligro su integridad física. Apenas ella se da vuelta para guardar la lata de galletitas en la alacena, él se escabulle. Debería cambiarse la camisa, la corbata. Pero mejor no exponerse. Levanta el sobretodo del sillón, sale tropezando con lo que se le cruza, unos juguetes, una silla, la tele, que se desconecta cuando se le engancha un pie con el cable. Una vez en el pasillo ni se detiene a esperar el ascensor. Baja las escaleras a los saltos, gana la calle.

14

El fragor de la ciudad, la corriente interminable de autos y colectivos que arrancan, frenan, se atascan y avanzan, unos tras otros, unidos como en un convoy. La multitud nerviosa que colma las veredas esperando colectivos o corre precipitándose en la boca del subte. El hombre es un animal de costumbres, se dice al respirar el aire contaminado de la calle, la bruma impregnada de combustible. Pero él no se resignará como todos a la costumbre. Él está enamorado. Ahora su destino es otro. Las cosas cambiaron. Se lo jura a sí mismo, como si se lo jurase a otro, el otro, ese que anoche estuvo con la joven. Y ese otro es tan distinto al sumiso que se apura por esta avenida hacia el subte.

A esta hora, cuando todos marchan hacia el trabajo, son más frecuentes los ataques de los guerrilleros y el subte puede quedar fuera de servicio. A él le preocupan menos los ataques de los guerrilleros, un explosivo, el gas venenoso propagándose por vagones y túneles, que llegar tarde a la oficina.

Una llamarada se eleva en la otra esquina. Primero se ve el fuego y después se oye la explosión. Un camión militar vuela en pedazos. La onda expansiva ensordece. En el aire levitan partes de carrocería y restos humanos. Esquirlas, miembros, sangre. Una nube de metal, plástico, vidrio y carne se eleva y cae desperdigada sobre los hombres y mujeres derribados, heridos. Quienes vieron el atentado permanecen hipnotizados. Pero él sigue de largo. En unos minutos la avenida estará bloqueada por el ejército y las ambulancias.

Ojalá la joven no sufra ningún percance.

15

El ejército controla el ingreso a la boca del subte. Le piden el documento, lo palpan. Lo único que falta es que lo confundan con un guerrillero y lo carguen a un centro clandestino de detención, lo torturen y después lo tiren al mar desde un avión. Es que hoy en día no se puede saber quién es un subversivo y quién un ciudadano común. Le devuelven el documento. Puede pasar. Cuenta las monedas para el viaje. Toda su vida contó monedas. Si fuera rico, ya renunciaría al empleo, abandonaría la familia y, por supuesto, huiría con la joven. Le regalaría un implante odontológico. Cuando piensa, como ahora, en la fortuna, se ilusiona con un golpe de suerte o de arrojo. A través del azar o del robo. La lotería o un desfalco. En su caso, reflexiona, la suerte estuvo siempre en su contra y la tentación del robo no pasó nunca de una fantasía desesperada.

No muy lejos, a unos metros apenas, divisa al compañero. Atildado, con el pelo húmedo, el compañero lee un libro. Ignoraba que el otro fuera lector. En verdad, lo ignora todo del otro excepto que lleva un diario. El oficinista retrocede y se confunde entre los que esperan el subte en el otro extremo del andén. No quiere encontrarse en la situación de forzar una charla con el compañero. Aun en un diálogo superficial uno siempre revela algún detalle de sí, una hendija que facilitará el acceso a la curiosidad del otro. Cuanto menos sepa del otro, se dice, también menos sabrá el otro de él. Menos mal, ya se oye un estrépito de vagones que viene del fondo del túnel.

Viaja comprimido entre hombres y mujeres atontados por el sueño. Apretado entre ellos no precisa colgarse de un pasamanos para conservar el equilibrio mientras el vagón avanza chirriando a toda velocidad en la negrura del túnel arrancándole chispas a las vías. Entre empujones, balanceos, es un cuerpo entre los cuerpos. Vacas hacia el matadero. Futuras reses. Quizá los guerrilleros tengan razón al atentar contra los subtes: es el método más eficaz para terminar con los que no enfrentan su destino. Aunque si en este viaje detonara un explosivo y los gases se esparcieran a través de los vagones y el túnel exterminando a los pasajeros, hoy sí lo lamentaría. Porque hoy él no es un pasajero más, no es el mismo de ayer, no es el que era y aprendió la lección. El amor le ha enseñado que puede cambiar. Ha tomado conciencia de que puede ser otro. Y el otro, entre todos, se siente superior.

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