El oficinista (2 page)

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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

BOOK: El oficinista
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Ella le agradece. La sola palabra gracias lo colma con una sensación que no experimentó antes. La observa tomar agua. Sus sorbos nerviosos le encantan. En el silencio del salón, más allá de la luz de la lámpara, los chillidos de los murciélagos son un canto de pajaritos. Ella dice que se siente mejor. Pero su mirada es errática. A él lo apacigua que ella no se fije en su sobretodo. Le ofrece, si se lo permite, acompañarla hasta su domicilio. A esta hora el subte es peligroso y los colectivos pasan espaciados. Es una imprudencia que ande sola a esta hora, casi medianoche, por las calles desiertas. A esta hora sólo andan las patotas, los sin techo y los perros clonados. Se quedará más tranquilo si la acompaña, le dice. Ella parpadea, suspira. Con una sonrisa de muñeca, ella acepta. Con esos lentes redondos parece más joven. Se ve reflejado en los lentes de la joven, doblemente reflejado en dos pequeños espejos circulares que lo reproducen en miniatura.

Abandonan la oficina, marchan por el corredor desierto y sus pasos en los mosaicos resuenan a lo largo del edificio. El oficinista llama el ascensor. Los engranajes y su resonancia lúgubre. Bajan callados. Ella mira el piso. Él mira el titilar de los números en el indicador de control. De reojo, espía a la secretaria: los lentes redondos, la nariz respingada, la melenita castaña a lo garçón, el traje sastre abotonado como un uniforme. Podrían seguir descendiendo hasta el fondo de la tierra que se sentiría igualmente dichoso. Junto a ella nada le importa. Le gustaría sincerarse, entregarse. Con tal de ser querido por ella, no le importaría descender al infierno. Se pregunta por qué le vino esta fantasía, la del infierno. Porque el infierno es el subsuelo de uno mismo, se dice. Un sótano donde nadie puede mentir ni mentirse. Éste es el peor castigo que puede infligirse a alguien: quitarle toda ilusión de vanidad, hasta la más mínima. De pronto teme que ella, además de la renguera, le encuentre otros defectos, los menos visibles.

Al salir a la calle la bruma nocturna impide ver con nitidez los helicópteros, pero rondan sobre ellos. Los motores, ese ronroneo de las hélices, son toda una presencia: insectos de acero oscuro con ojos amarillos, expectantes. Un reflector horada la bruma, los enfoca y vuelve a esfumarse. Las calles vacías del centro, las calles de los bancos, fortalezas arquitectónicas. Cada tanto se cruzan con cuerpos durmiendo entre cartones, acurrucados en las recovas y los pórticos. El oficinista y la secretaria sortean a los tirados. Doblan por una peatonal. También acá se cruzan con hombres, mujeres y chicos durmiendo arropados junto a las vidrieras de entrada de cada negocio. La pareja contiene la respiración ante la pestilencia de esos cuerpos. Se desvían para esquivar unos pibes zombies. Uno camina babeante hacia ellos, el oficinista toma de un brazo a la joven y, previsor, la cambia de lado. El pibe tropieza, vacila, murmura ronco y sigue de largo, ausente. Proteger a la joven le da al oficinista una confianza que lo diferencia del tímido que era hace un rato, encorvado sobre los expedientes, mientras los helicópteros enfocaban las ventanas del edificio, los murciélagos revoloteaban en los ventanales de la oficina y las ratas se deslizaban bajo los escritorios. Desde entonces apenas pasó media hora, se dice él, y mira el reloj: más de medianoche. Sin embargo se le antoja que la irrupción de la joven en su vida ocurrió hace tanto. Entonces él era otro. Y este que es ahora, al acordarse del otro, tiene la impresión de que el otro no era él sino un antepasado. En Laos, ha leído en una revista, después de una epidemia los enfermos se cambiaban el nombre. Quizá él se ha vuelto laosiano ahora. El amor es una enfermedad que lo vuelve a uno laosiano, se dice. Lo vuelve otro.

Sin embargo, a pesar de la audacia que le infunde acompañar a la joven, no deja de preguntarse acerca del infierno. Qué es más infierno, se pregunta. El infierno como un subsuelo de uno mismo, tal como lo imaginó hace un rato, o este que tiene delante de su nariz, la miseria, los cuerpos acurrucados en un umbral, abrigados con diarios y cobijas orinadas junto a sus únicas pertenencias contenidas en una bolsa o un carrito de supermercado. Al menos quien ha caído tan bajo, se consuela, ya no tiene que velar angustiado y obsecuente por la conservación de un escritorio y queda libre de la paranoia, las maquinaciones y los pálpitos de complot.

Entrecortada, la conversación. No obstante indaga en la vida de la joven. Con cautela, evita mostrar una curiosidad intonsa y festeja mesurado alguna anécdota. No quiere parecer un baboso. A veces interviene con una frase de perplejidad. Ella habla del jefe. Demasiado habla del jefe. Se ocupa todo el tiempo de sus asuntos. Él no siente celos del jefe, pero le molesta que ella le dedique tanto lugar en la conversación. Hasta que ella empieza a hablar del compañero. Habla del compañero tanto como del jefe. Tal vez se extiende más sobre el compañero que sobre el jefe. Que es raro, le dice. Y esto lo hace interesante. Debería medir el tiempo que ella le dedica a cada uno para estar seguro de lo que sospecha. Caminan hacia la boca del subte. Mira a la joven. Y se pregunta qué mal puede haber en esta complicidad entre ellos que supera el compañerismo. Mejor no meditar en este sentimiento, lo que puede haber por debajo, una profundidad que, de sólo vislumbrarla, lo amedrenta.

Hace frío. La joven tirita. También a él, aunque pretenda negarlo, le castañetean los dientes. Finalmente se decide. A esta hora el subte es peligroso, le dice. Se quita el sobretodo y se lo pone en los hombros a la joven.

Para un taxi.

4

El taxi en la noche. Un silencio incómodo los aísla. Si deja que el silencio los gane ella tomará distancia. Entonces él cuenta un chiste. Ella se sonríe. Se tapa la sonrisa con las manos. La reacción pudorosa de la joven, una inhibición cuando despega los labios, esconde la falta de un premolar. Su pudor lo emociona. Está por contarle otro chiste pero se contiene. Quiere mostrarse comprensivo y no payaso. En un giro del taxi la joven viene contra él. La ataja. Después la acomoda en el asiento.

Cuando el taxi bordea un parque, unos perros clonados le salen al cruce. Los ladridos rabiosos. Una plaga, estos perros. El taxi los embiste. Levanta uno por el aire y queda unos segundos sobre el motor. Imperturbable, el taxista. Ni se inmuta. Baja la ventanilla y escupe a la noche.

Ellos viajan casi pegados. A la secretaria la impresionó el ataque de los perros, el taxi atropellándolos. Si viviera en un departamento más grande, dice, le encantaría tener una mascota. Pero no clonada. No sienten lo mismo las mascotas clonadas que las auténticas, le explica.

Un llamado en su celular la interrumpe. Revuelve en su cartera, lo apaga. Con fastidio lo apaga. Falta poco para llegar, dice. La próxima bajada de la autopista. Él enmudece. Ese llamado, piensa. Ese llamado en la noche. Ella parece adivinar lo que él piensa. No, no tiene novio, le dice. Y le pregunta si es celoso. En absoluto, dice él. Pero no puede dejar de pensar en ese llamado. Ella le está ocultando algo, intuye. Si se lo oculta, piensa, debe ser porque se trata de una relación clandestina. Por qué no pensar que ella tiene un romance que la compromete. Tal vez con alguien de la oficina. Si continúa pensando en esa dirección descubrirá de quién se trata. Alguien cercano en la oficina. Y quien, después de él, está más cerca de ella, es el compañero de atrás. No lo había pensado hasta ahora: amable, entrador, con esa sonrisita, el compañero reúne todas las condiciones del galán de escritorio. Además la cuestión de que lleva un diario íntimo debe haber sido un argumento infalible para hacerse el poético. El canalla quiere conquistarla del mismo modo en que aspira a ocupar su puesto. Lo único que interfiere entre el escritorio del compañero y el escritorio de la secretaria es su propio escritorio. Excelente motivo para que el compañero trame cómo quitarlo del medio. El compañero, de pronto, se le presenta además de como un rival en la oficina, como un antagonista peligroso en la conquista de la secretaria.

Debe frenar ya esta sospecha. No tiene sentido, se dice. Además, si es realista, debe admitir su insignificancia: no cuenta con ninguna chance de ganar la joven. Él no es un seductor. Nunca lo fue. Y no ve por qué tendría que serlo ahora. Una vez más se rebela contra estas fabulaciones que se le presentan como el delirio de un enamorado. Bastantes problemas tiene en su vida como para hacerse el romántico con una secretaria. La imaginación otra vez se le ha vuelto en contra. La imaginación desenfrenada, reflexiona, es la enfermedad de quienes pasan demasiado tiempo encerrados. Y éste es su caso. Debería hacer menos horas extras.

El viaje termina en un suburbio. Entre un descampado y una villa miseria se levantan unos monoblocks. En esta zona escasean los helicópteros. El cerco de alambre que separa la villa de las construcciones está custodiado por un auto patrulla. Los policías roncan. No muy lejos, en la otra cuadra, en la base de un edificio se puede ver un kiosco y unos pibes borrachos. Un golpe de viento trae del kiosco la melodía de una cumbia y unas carcajadas. El viento barre la zona. La pestilencia de los desechos tóxicos de fábricas y laboratorios. También está en el aire la densidad agridulce que proviene del rancherío.

Como otras secretarias, la joven debe presumir que, por haber accedido a un puesto vinculado con la jerarquía, se ubica en un rango social superior. Con su glamour, ella no parece una asalariada sino una joven moderna de cara a un porvenir elegido. Si los compañeros de oficina supieran que vive en un suburbio se moriría de vergüenza. Que ella pueda tener vergüenza lo enternece.

El taxi frena en el último monoblock. Él paga sin pedirle al taxista que lo espere. Al pagar el viaje teme que ella advierta que tiene el dinero justo y que se volverá en subte. La acompaña hasta la entrada. El momento de la despedida. Ella se da cuenta de su tristeza. Lo invita a subir, tomar un café en su departamento. No puede rehusarse, le dice.

A él le cuesta ocultar su alegría.

5

Al entrar en el edificio la calefacción condensa un desodorante de ambientes floral que compite con el olor a frito. En la quietud se oye el llanto de un bebé. Caminan hacia el ascensor. La puerta tijera se abre y se cierra con golpes secos. Suben en silencio. Bajan. Caminan otra vez. Sus pasos, el eco de sus pasos en los mosaicos, el cascabeleo del llavero de la joven. Son los dos únicos seres vivos en este panteón.

Ella alquila un departamento de dos ambientes. A él lo cautiva la decoración: platos pintados en las paredes, estatuitas de porcelana, carpetas y manteles debajo de jarrones con flores artificiales, una profusión de ositos de peluche en un sillón, una alfombra con motivos orientales. Sobre una cómoda, fotos familiares. La joven le muestra a sus padres, sus hermanos, una cuñada y también un sobrinito, al que adora.

El oficinista observa la foto de los padres y la observa a ella, busca rasgos en común. Murieron, dice ella.

Se incendió el geriátrico, dice. El oficinista no sabe qué decir. Es indignante, opina, cada vez son más frecuentes los incendios de los geriátricos. Su enojo está sobreactuado. Lo mismo que los pibes asesinos en los colegios, dice ella. Hace dos semanas uno entró al aula con una ametralladora y barrió toda su clase. Después hizo lo mismo con otra. Y otra más. Siguió hasta quedarse sin proyectiles. Entonces se voló con una granada. Ella se compunge al contar este caso. La familia, dice él. La responsable es la familia, dice. Siempre la familia. Porque el hogar es la primera escuela. Severo, lo dice. Ella asiente.

Ahora él mira dos diplomas enmarcados, uno de perito mercantil y otro de profesora de inglés. En otra foto se ve a la joven, de nena, con el vestido blanco de la primera comunión. Inmaculada, con un rosario y un catecismo nacarado en las manos ungidas en rezo, esta nena parece la hermana menor de la secretaria.

Ella se retira a la cocina para hacer el café. Pero suena el teléfono. Y se anticipa al contestador telefónico. Le baja por completo el volumen. Con malhumor mira la máquina. Odia la gente que no respeta la privacidad después de cierta hora, dice.

A quién aludió la joven al decir la gente, se pregunta él. Cuando se dice la gente se dice nadie. Un amante, piensa. Debió ser también de un amante ese llamado en el taxi. El mismo amante que la llamó antes. Y quién otro puede ser sino el compañero. Quizá ella, temerosa de que pudiera revelarse ese amorío, decidió cortarlo y ahora el compañero, despechado, no se resigna, no se da por vencido y porfía en continuarlo. Al quedarse solo, al oficinista la incertidumbre lo domina. Vuelve a mirar la foto de la comunión. Y de pronto se pregunta qué hace a esta hora en este departamento. No puede evitarlo, la foto de la comunión lo afloja. Después su mirada se posa en una campanita de plata para llamar criados. La levanta con prudencia. Si la secretaria fuera su patrona y él su mucamo, imagina, al oír la campanita él acudiría presuroso para satisfacerle cualquier capricho. Con delicadeza, evitando que la campanita suene, la deja donde estaba: entre unos elefantes de terracota.

Mañana, y mañana será en un rato, cuando despierte, creerá que esta noche ha sido un sueño. La única forma de convencerse de que el sueño es realidad sería llevarse un souvenir. Está por llevarse un diminuto cisne de vidrio rosado. Pero no lo hace. Le basta deslizar un dedo por estos objetos para darse cuenta de que no hay una sola mota de polvo. Es que la joven venera estas piezas como un museo personal. Lo espanta que cuando ella repase su colección de pequeñeces perciba esa ausencia y sospeche de su visita.

Le importa apreciar cada instante. Porque más tarde, mañana no más, cuando recuerde esta noche, buscará reconstruirla. Se extasía en la contemplación de las tacitas de porcelana que la secretaria trae en una bandeja de mimbre y estima que las tacitas de café y la bandeja, aun cuando fueron compradas en la oferta de un bazar, transmiten, en su afán decorativo, una preocupación por la belleza. De un mueble de madera brillante con puertas de vidrio ella saca dos copas de cristal tallado y una botella de brandy. No debería tomar alcohol, se dice. Pero no puede negarse. Saborea el brandy.

Cómo será besarla, se pregunta.

6

Un naufragio, dice ella. Viene de un naufragio, él ha escuchado bien. Basta que ella diga naufragio. Toda una oportunidad romántica, piensa él. Si se encontrara en un naufragio, a bordo de un bote con espacio sólo para dos tripulantes y él, remando, se enfrentara a la disyuntiva de elegir sobrevivientes, sin vacilar, rescataría a la joven y, si fuera necesario, golpearía con el remo las cabezas y las manos de los otros náufragos. No quiere imaginar si, en lugar de un remo, tuviera un hacha. No vacilaría en partir cráneos, cortar dedos, brazos, y la salvaría sólo a ella.

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