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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

El protocolo Overlord (17 page)

BOOK: El protocolo Overlord
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Otto dudaba que aquello fuera una broma.

—Cualquiera diría que no se fía de mí.

—Y lo diría con toda la razón —contestó Raven consultando la pantalla del pequeño ordenador que llevaba adosado al cinturón.

El sistema estaba programado para que el paracaídas se abriera a una altura determinada. Lo único que Raven tenía que hacer era tirarse de noche sobre un agujero negro de apenas doscientos metros de diámetro en medio de la jungla. Otto decidió que probablemente era mejor no pensar demasiado en los detalles. Lo divertido empezaría cuando Raven llegara al fondo de la cueva. Seguían sin saber lo que la esperaba allá abajo, pero Otto sospechaba que no iba a ser precisamente un comité de bienvenida.

Otto oyó un ruido a sus espaldas y se volvió. El piloto estaba bajando por la escalerilla de cubierta.

—Raven —dijo—, traigo un mensaje urgente…

Ella se dio la vuelta y le miró con curiosidad.

—De parte de Cypher —continuó el piloto levantando la adormidera que tenía en la mano.

Raven saltó sin titubear. Sus años de instrucción y de experiencia convirtieron el pensamiento y la acción en una sola cosa. Si no hubiera actuado tan deprisa, el disparo del piloto la hubiera alcanzado de pleno en vez de rozarle el hombro, pero aun así se sintió como si hubiera sufrido la carga de un elefante. Cayó al suelo a cuatro patas, luchando por no perder el conocimiento. El piloto bajó de la escalerilla apuntándola con la adormidera.

Otto sabía que no iba a poder llegar hasta el piloto a tiempo de impedirle que siguiera disparando. Estaba demasiado lejos y, a diferencia de Raven, sin contar con un arma no podría detenerle aunque le alcanzara. Miró hacia un lado y comprendió que solo podía hacer una cosa.

—¡Oiga! —gritó distrayendo un segundo al piloto—. ¿Por qué no saca eso fuera?

La expresión de desconcierto en los ojos del piloto se transformó en una de horror cuando Otto se plantó de un salto junto a un gran botón rojo que había en la pared del compartimento de pasajeros. Lo pulsó de golpe y luego se agarró a la malla de carga que colgaba del techo, aferrándose a ella con todas sus fuerzas mientras la rampa trasera de descarga comenzaba a descender. Llegadas las cosas a ese punto, la Física se impuso y la diferencia entre la presión del aire del interior del avión y la fina atmósfera que pasaba chillando por el exterior hizo el resto. El piloto fue arrancado del suelo y pasó rodando junto a Otto. Intentó desesperadamente encontrar algo a lo que agarrarse, pero fue demasiado lento y el hueco que se iba ampliando al bajar la rampa le absorbió hacia fuera. Su último grito quedó ahogado por el rugido del viento.

Raven, todavía medio inconsciente por el disparo de la adormidera, pasó resbalando junto a Otto, que la agarró por el arnés de su paracaídas. Mientras trataba de mantenerse aferrado a la malla y de sostener a Raven con las pocas fuerzas que le quedaban, Otto pensó que se iba a partir en dos.

—¡Agárrese a mí! —gritó tan alto como pudo con una voz apenas audible en medio de aquel caos ensordecedor.

Raven le miró desconcertada durante un instante. Sin embargo, de inmediato, su instinto de conservación se abrió paso entre las secuelas del disparo y su mano aferró con fuerza de acero el tobillo de Otto. Ahora que su brazo volvía a estar libre, Otto intentó pulsar el interruptor situado junto al que había tocado antes, el que volvería a alzar la rampa de descarga, pero no logró alcanzarlo. Hizo un último esfuerzo desesperado, estirando al máximo todo su cuerpo hasta que las yemas de sus dedos lo rozaron. El motor de la rampa protestó con un chirrido mientras luchaba con la fuerza del diferencial de la presión atmosférica para tratar de cerrar la rampa, pero poco a poco, centímetro a centímetro, esta empezó a elevarse. Por fin, tras lo que parecía una eternidad, se cerró herméticamente y los sistemas de
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restauraron la presión del aire en el interior.

El compartimento de pasajeros quedó sumido en un misterioso silencio, solo turbado por los jadeos de Otto y de Raven mientras sus pulmones luchaban por extraer algo de oxígeno de la atmósfera. Raven intentó ponerse en pie, pero se dio por vencida cuando comprobó que los efectos de la adormidera seguían enturbiando los mensajes que el cerebro enviaba a sus piernas. Al fin, se derrumbó sobre el asiento más cercano con un gemido y se frotó las sienes.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Otto con preocupación. Estaban llegando al punto de lanzamiento y solo iban a tener una oportunidad.

—Creo que sí —repuso Raven con voz débil—. Solo estoy un poco desorientada.

—Tenemos que subir a la cubierta —dijo apresuradamente Otto.

El hecho de que
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no estuviera bajando en picado hacia el suelo indicaba que el piloto automático estaba activo, pero a Otto aún le quedaba por averiguar cuánto tiempo faltaba para que llegaran al punto de lanzamiento.

—Vaya usted —replicó Raven, casi sin fuerzas—. Yo voy a tener que esperar un minuto antes de poder subir una escalera.

Otto asintió con la cabeza y se dirigió a la escalerilla.

—Los mandos del piloto automático están en la consola central —dijo Raven—. Solo necesitamos la hora estimada de llegada al punto de lanzamiento.

—No hay problema —dijo Otto trepando por la escalerilla.

La cubierta estaba abarrotada de monitores y mandos, pero él sabía lo que estaba buscando. En la consola central había una pantalla con un mapa y varias columnas de números que reconoció como las coordenadas del punto de lanzamiento. Estudió a toda prisa los datos que mostraba la pantalla.

—¡Faltan tres minutos! —gritó volviéndose hacia la trampilla que daba al compartimento de abajo.

—Bien, todavía lo podemos hacer. El piloto automático le llevará de vuelta a HIVE cuando yo haya saltado.

Raven sabía que los sistemas de a bordo eran lo suficientemente sofisticados para volver a la isla y que, una vez allí, la mente de HIVE aseguraría el buen aterrizaje de
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. Solo necesitaba unos segundos para ver el plan de vuelo y bloquear los controles para que Otto no pudiera modificarlos. Aunque el muchacho le acababa de salvar la vida, de ninguna manera iba a dejar a alguien como Otto Malpense sin vigilancia y con un piloto automático desbloqueado a su disposición. Conociéndole, era probable que ya supiera pilotar la aeronave. Raven no ignoraba que su plan era arriesgado y que Nero no lo aprobaría, pero no podían permitirse retrasar la operación hasta que ella le devolviera sano y salvo a HIVE.

De pronto, un mensaje intermitente en otra de las consolas llamó la atención de Otto.

—Uh… No creo que las cosas vayan a ser tan fáciles —dijo sin apartar la vista de la pantalla. —¿Y eso?

Raven se puso en pie con cierta dificultad y se dirigió a la escalerilla.

—Tenemos un problema más grave —dijo Otto con la mirada clavada en el mensaje que parpadeaba en la pantalla:

Iniciado programa de autodestrucción…

2:56

2:55

2:54

—Espero que sea verdad eso de que aprende muy rápido —dijo Raven mientras le ajustaba las últimas cinchas del paracaídas.

Otto no respondió. Estaba demasiado ocupado mirando la caja negra de Raven, por la que desfilaban a toda velocidad textos y diagramas. El verbo «aprender» no era, en realidad, el indicado para describir lo que estaba haciendo. Se trataba más bien del verbo «absorber». Estaba seguro de que no era así como se suponía que uno tenía que prepararse para su primer salto HALO, pero no tenían otra opción.

Raven revisó los datos que figuraban en la unidad de control de salto, comprobó que funcionaba correctamente y luego consultó su reloj.

—Un minuto —dijo con tranquilidad.

A continuación sacó dos cascos de las cajas mientras daba las gracias mentalmente a las personas que, siguiendo el procedimiento reglamentario, habían cargado en
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recambios de todo el material que necesitaban. Por lo general, se hacía por si acaso fallaba algo en el equipo, pero esta vez quizá sirviera para salvarles la vida.

Otto seguía sin hablar. Se limitaba a aumentar la velocidad a la que pasaban por el visualizador de la caja negra las páginas del manual de instrucciones del salto HALO. Estaba casi terminando y solo podía confiar en que había aprendido lo suficiente para sobrevivir a los siguientes minutos.

—Bueno. Ya está —dijo unos segundos después, lanzando la caja negra a uno de los asientos y respirando hondo.

—Si por un milagro aterriza sano y salvo, no se mueva. Le encontraré —soltó lacónicamente Raven.

Luego le puso el casco, enchufó el cable de la unidad de control de salto y le cerró la visera. El casco absorbía todos los ruidos de
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y lo único que Otto oía era el suave silbido del oxígeno que le enviaba la unidad. Observó cómo el pequeño visualizador del casco se iluminaba y se llenaba de coordenadas y velocidades. En teoría sabía cómo funcionaba el sistema, pero no ignoraba que una cosa era saberse de memoria todo el manual de instrucciones y otra muy distinta tener una experiencia práctica.

Raven se puso a su vez el casco y pulsó el interruptor que despresurizaría el compartimento, igualando el diferencial entre la presión del interior de la aeronave condenada a explotar y la de la atmósfera exterior. Otto no tenía forma de calcular lo que tardarían en detonar los explosivos ocultos en
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, pero sabía que probablemente solo quedarían unos pocos segundos.

Sobre el interruptor que Raven había pulsado se encendió una luz verde. Entonces, hizo una seña a Otto con los dos pulgares y presionó el botón de apertura de la rampa de descarga. Esta vez no se oyó el rugido del aire expulsado cuando la rampa descendió, pero el ruido de los motores de
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aumentó de pronto. Raven apremió a Otto por señas para que corriera a la rampa y él intentó con todas sus fuerzas no pensar en que iba a tirarse de un avión a 25.000 pies de altura.

De pie a su lado, Raven mantenía su reloj ante los ojos de Otto. El cronómetro con la cuenta atrás para el salto, que ella había sincronizado con la de la autodestrucción, indicó que faltaban diez segundos. Sabiendo que no tenía elección, Otto corrió al extremo de la rampa y se lanzó a la oscuridad.

Capítulo 11

—C
uatrocientos, trescientos, doscientos, cien.

Otto cerró los ojos.

—Cero.

El simple hecho de poder sentirse agradecido por no haberse machacado los huesos contra el suelo hizo saber a Otto que, por lo menos, había acertado en el blanco. Abrió los ojos y al instante se arrepintió. A una proximidad alarmante, el negro vacío por el que estaba cayendo se encontraba enmarcado por los quebrados muros rocosos de la cueva, cuyas formas, afiladas como dagas, eran iluminadas por el fantasmagórico resplandor verde del dispositivo de visión nocturna de su casco.

De pronto, su equipo detectó que se encontraba ya a la distancia correcta del suelo de la caverna. El paracaídas se desplegó automáticamente, provocando una súbita desaceleración que tiró de Otto hacia arriba e hizo que las correas del arnés se le clavaran en los hombros. «Ahora viene la parte difícil», se dijo Otto para sus adentros mientras con los conductores del paracaídas lo dirigía hacia tierra trazando un estrecho círculo. Se sabía toda la teoría relativa al salto, al despliegue del paracaídas y a la forma de guiarlo, pero se olía que la teoría sobre el contacto efectivo con tierra y su práctica real serían dos cosas bien distintas.

Mientras descendía trazando una estrecha espiral, comenzó a distinguir los detalles del suelo de la caverna que tenía debajo. No había rastro alguno de actividad ni se apreciaba ninguna fuente de calor manifiesta y por un momento se preguntó si habrían dado de verdad con el objetivo que buscaban. Pero entonces se acordó de la batería de sensores y de otros artilugios aún menos amistosos que había sembrados por la jungla que rodeaba la cueva. Tenía que ser el lugar indicado. Si no, a cuenta de qué iba alguien a tomarse tantas molestias y a incurrir en tantos gastos para proteger un gran agujero en la tierra.

Le pareció distinguir una zona de terreno relativamente llana, próxima al lugar donde la cascada que había horadado aquel inmenso desagüe a lo largo de los siglos impactaba en el suelo con un estallido de espuma blanca. Tiró con suavidad de los conductores del paracaídas, reajustando ligeramente su trayectoria de descenso para apuntar a aquel punto de aterrizaje potencial. Parecía estar desplazándose a gran velocidad, aun cuando el paracaídas funcionaba a la perfección. Todos los esquemas que había estado mirando hacía unos minutos sobre la forma correcta de tomar tierra —doblando las rodillas y rodando luego para amortiguar el impacto— le parecían muy abstractos ahora que el suelo venía lanzado hacia él.

Tomó tierra con brusquedad. La roca estaba húmeda y resbaladiza, de modo que su aterrizaje estuvo lejos de ser elegante; sus tobillos sufrieron una sacudida cuando obligó a sus piernas a doblarse para salir luego rodando, como había aprendido hacía tan poco. La tela sedosa y negra del paracaídas le cayó encima y, tras bregar durante unos segundos para salir de debajo de ella, al fin consiguió liberarse y ponerse de pie en tierra firme. Estaba vivo y no parecía tener ningún hueso roto, aunque sus tobillos palpitaban de dolor como protesta por el impacto sufrido. Recogió a toda prisa el paracaídas, lo soltó del arnés y luego ocultó el ovillo de tela negra detrás de un amontonamiento de rocas que había cerca. Todo parecía indicar que su llegada había pasado inadvertida; nada de reflectores iluminando la cueva ni de rugientes alarmas, lo único que se oía era el trueno sordo de la cascada cercana.

Iluminando la impenetrable oscuridad con el dispositivo de visión nocturna de su casco, echó un vistazo alrededor. No vio ninguna señal de presencia humana y menos aún de la base secreta de un superdelincuente. De nuevo sintió el asomo de una duda: si se había equivocado de lugar le aguardaba una larga y peligrosa ascensión para salir de allí. También se daba cuenta de que no había ni rastro de Raven. Confiaba en que la explosión provocada por el mecanismo de autodestrucción del avión no hubiera acabado con ella o dañado su equipo de salto de alguna manera. Aun contando con su ayuda, bastante difícil iba a ser sobrevivir a aquello, pero no sabía lo que sería de él si Raven se había quedado por el camino. No obstante, sabía que no podía dejarse llevar por el pánico y en silencio se recordó a sí mismo cuál era la razón de su presencia en aquel lugar. Si Cypher estaba allí, le iba a hacer pagar caro lo que había hecho.

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