Read El retorno de los Dragones Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—Xak Tsaroth no está lejos —dijo con serenidad—. Y estas huellas no son recientes.
Emprendió la marcha a través de la espesura y después de caminar durante un rato, el sendero boreal se convirtió de pronto en un camino de guijarros.
—¡Una calle! —exclamó Tasslehoff.
—¡Las afueras de Xak Tsaroth! —suspiró Raistlin.
—¡Ya era hora! —Flint miró asqueado a su alrededor—. ¡Menudo desorden! ¡Si aquí se halla el don más preciado concedido a hombre alguno, debe estar bien escondido!
Tanis asintió; nunca había visto un lugar tan lúgubre. Caminaron por la amplia calle y llegaron a un patio abierto y pavimentado. En la parte este había cuatro inmensas columnas y un edificio totalmente en ruinas. También había una gran pared circular, hecha de piedra, de cuatro pies de altura. Caramon se acercó a inspeccionarla y anunció que era un pozo.
—¡A ver quién se mete ahí! —dijo encaramándose sobre la pared y mirando hacia el fondo—. Además, huele mal.
Detrás del pozo se alzaba lo que parecía ser el único edificio que había sobrevivido a la destrucción del Cataclismo. Construido en piedra blanca, estaba sostenido por altas y esbeltas columnas. Una inmensa doble puerta dorada relucía a la luz de las lunas. El edificio era bellísimo.
—Este era el templo de los antiguos dioses —dijo Raistlin más para sí mismo que para los demás. Pero Goldmoon, que se encontraba a su lado, escuchó sus palabras.
—¿Un templo? —repitió, contemplando el edificio—. ¡Oh, qué maravilla! —dijo caminando hacia él, extrañamente fascinada.
Tanis y los demás investigaron los alrededores y no encontraron ningún otro edificio intacto. Sobre el suelo yacían columnas acanaladas, y los pedazos que se habían roto continuaban alineados, mostrando su antigua belleza. Había estatuas quebradas, algunas grotescamente mutiladas. Todo lo que encontraron era antiguo, tan antiguo que incluso el enano se sintió joven.
Flint se sentó sobre una de las columnas.
—Bien, aquí estamos —le guiñó un ojo a Raistlin y bostezó—. ¿Y ahora qué, mago?
Los finos labios de Raistlin se abrieron para contestar, pero antes de que pudiese hacerlo, Tasslehoff chilló:
—¡Draconianos!
Todos se giraron, arma en mano. Junto al pozo había un draconiano observándolos.
—¡Detenedlo! —gritó Tanis —. ¡Alertará a los demás!
Pero antes de que nadie pudiera alcanzarlo, el draconiano desplegó las alas y voló hacia el interior del pozo. Raistlin, con sus dorados ojos centelleando a la luz de la luna, corrió hacia el pozo y se encaramó para observar el interior; levantó los brazos como si fuese a formular un encantamiento, pero, tras un segundo de duda, los bajó.
—No puedo. No puedo pensar, no me puedo concentrar. Tengo que descansar.
—Todos estamos cansados —dijo Tanis fatigado—. Si allí abajo hay alguien, ya los habrá alertado. No podemos hacer nada.
—Ha ido a avisar a alguien —susurró Raistlin acurrucándose en su capa y mirando a su alrededor con los ojos abiertos de par en par—. ¿No lo sentís, ninguno de vosotros, ni tú, semielfo?
—¡Yo siento la proximidad del mal y... presiento que vendrá por nosotros! —Se hizo un silencio. Entonces, Tasslehoff se subió a la pared de piedra y miró hacia el fondo.
—¡Mirad! El draconiano flota hacia abajo como una hoja. ¡No bate las alas!
—¡Cállate! —le gritó Tanis.
Tasslehoff, sorprendido, miró al semielfo —la voz de Tanis había sonado forzada y poco natural, miraba hacia el pozo nervioso, retorciéndose las manos. Todo estaba inmóvil, sospechosamente inmóvil. Las nubes tormentosas seguían agrupándose en el norte, pero no soplaba viento. No crujía ni una rama, ni se movía una sola hoja. Solinari y Lunitari proyectaban sombras gemelas que hacían que las cosas, vistas de soslayo, apareciesen distorsionadas e irreales.
Raistlin, lentamente, se apartó del pozo, levantando las manos a la altura del rostro, como si quisiese alejar de sí una terrible amenaza.
—Yo también lo siento —balbuceó Tanis —. ¿De qué se trata?
—Sí, ¿qué es? —Tasslehoff se asomó, mirando ansioso el interior del pozo. Parecía tan oscuro y profundo como los dorados ojos del mago.
—¡Apartadlo de ahí! —gritó Tanis.
Tanis, contagiado por el temor del mago y por su propia sensación de que algo malo estaba a punto de suceder, corrió hacia Tas, pero cuando comenzó a moverse, notó que la tierra se agitaba bajo sus pies. El kender lanzó un grito de alarma y la antigua pared de piedra del pozo comenzó a resquebrajarse y a ceder. Tas sintió que se deslizaba hacia la terrible oscuridad que tenía debajo. Desesperado, intentó trepar, agarrándose con las manos y los pies a las destrozadas piedras. Cuando Tanis se abalanzó hacia él, ya estaba fuera de su alcance.
Al escuchar el grito de Raistlin, Riverwind se dirigió hacia ellos con sus grandes y veloces zancadas, llegando rápidamente al pozo. Agarrando a Tas por el cuello, el bárbaro lo rescató en el preciso momento en que las piedras y la argamasa se precipitaban hacia la oscuridad del fondo.
La tierra tembló de nuevo. Tanis intentó forzar su embotada mente, tratando de deducir qué era lo que estaba sucediendo. En ese momento, del pozo salió una corriente de aire frío que hizo que las hojas y el polvo que había depositados en el suelo del patio salieran volando y cubrieran sus ojos y su rostro.
—¡Corred! —Tanis intentó gritar, pero su voz se ahogó al sentir el fétido olor que emanaba el pozo.
Las pocas columnas que habían quedado en pie tras el Cataclismo comenzaron a temblar y los compañeros observaron el pozo aterrorizados.
—Goldmoon... —dijo Riverwind mirando a su alrededor—. ¡Goldmoon! —gritó, y en ese momento, de las profundidades del pozo, surgió un agudo alarido. El sonido era tan alto y penetrante que perforaba los tímpanos. Riverwind, desesperado, seguía buscando a Goldmoon y gritando su nombre.
A Tanis el ruido le dejó paralizado, e, incapaz de moverse, vio cómo Sturm, espada en mano, se apartaba lentamente del pozo. También vio como Raistlin —cuyo espectral rostro relucía metálico y sus dorados ojos brillaban como ascuas bajo la luz de Lunitari—gritaba unas palabras, pero no pudo oírlo. Vio que Tasslehoff miraba el pozo fijamente, con los ojos abiertos de par en par. Sturm cruzó el patio corriendo, y agarrando al kender por el brazo, corrió hacia los árboles. Caramon voló hacia su exhausto hermano y lo apartó del lugar. Tanis presentía que algo monstruoso iba a surgir del pozo, pero no podía moverse, las palabras «¡Corre, vamos, corre!» resonaban en sus oídos.
Riverwind también permanecía cerca del pozo, luchando contra el terror que lo paralizaba: ¡no encontraba a Goldmoon! Se había distraído al rescatar al kender y no la había visto dirigirse hacia ningún sitio. Miraba con rabia a su alrededor, intentando mantener el equilibrio sobre el suelo que se agitaba bajo sus pies. Aquel agudo alarido, el temblor y la vibración, le traían terribles recuerdos. Era como una pesadilla: «la muerte de negras alas». Comenzó a sudar y a temblar, y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en Goldmoon. Ella le necesitaba. El sabía —y era algo que sólo él sabía—, que tras su aparente fortaleza, ella ocultaba sus temores, sus dudas y su inseguridad. Debía estar totalmente atemorizada, tenía que encontrarla.
Cuando las piedras del pozo comenzaron a caer, Riverwind se apartó y vislumbró a Tanis. El semielfo gritaba y señalaba hacia el templo. El bárbaro supuso que Tanis quería decirle algo, pero aquel terrible alarido no le permitía oírlo. Entonces lo comprendió, ¡Goldmoon! Riverwind se giró para ir en su búsqueda pero perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Vio que Tanis se dirigía hacia él.
En aquel momento, algo terrorífico surgió del pozo: la imagen que se había repetido en sus pesadillas. Riverwind cerró los ojos y no vio nada más. Era un dragón.
Tanis, en ese primer momento en que la sangre se le heló en el cuerpo dejándole débil y mortecino, observó cómo el dragón surgía del pozo, y pensó «¡Qué maravilla...!,¡qué maravilla...!».
El dragón apareció, negro y brillante, con sus resplandecientes alas plegadas a los costados y las escamas relucientes. Sus ojos brillaban negros y rojos, como las piedras fundidas. Su boca se abrió en un rugido, mostrando unos blancos dientes, brillantes y perversos. Su lengua, larga y roja, se curvó al respirar el aire de la noche. Libre de la estrechez del pozo, el dragón desplegó sus alas, eclipsando a las estrellas y borrando la luz de las lunas. Cada ala estaba guarnecida con una garra blanca y pura que resplandecía de color rojo sangre bajo la luz de Lunitari.
Tanis nunca hubiera imaginado que existiera terror semejante; su corazón palpitaba dolorosamente, no podía ni respirar. Lo único que podía hacer era contemplar con horror y sobrecogimiento la letal belleza de la criatura. El dragón volaba cada vez más alto, describiendo círculos en aquel cielo nocturno. Entonces, justo cuando aquel temor paralizante comenzaba a disminuir, justo cuando Tanis se sentía capaz de agarrar el arco y las flechas, el dragón habló.
Sólo dijo una palabra —una sola palabra en el idioma mágico— y una oscuridad espesa y absoluta cayó del cielo dejándolos a ciegas. Automáticamente, Tanis perdió la noción de dónde se hallaba, sólo sabía que el dragón estaba a punto de atacar. Sintiéndose incapaz de defenderse, todo lo que pudo hacer fue agacharse y buscar cobijo entre los cascajos, intentando esconderse desesperadamente.
Desprovisto de su sentido de la vista, el semielfo se concentró en su sentido del oído. El agudo alarido se había apagado al caer la oscuridad. Al oír el suave y lento sonido del aleteo del dragón, Tanis supo que se hallaba sobre ellos, volando en círculos, ascendiendo poco a poco. De pronto dejaron de escuchar el aleteo, las alas habían dejado de batir. Tanis se imaginó una inmensa ave de rapiña negra, cerniéndose sobre ellos, esperando.
Entonces oyeron un suave crujido, como el sonido de las hojas cuando se levanta el viento al iniciarse una tormenta. Fue subiendo de tono hasta convertirse en el furioso batir del viento cuando estalla la tempestad y, más tarde, en el sibilante sonido del huracán. Tanis se apretujó contra los restos del destrozado pozo y se cubrió la cabeza con las manos. El dragón atacó.
A Khisanth, el terrorífico dragón, le era imposible ver algo a través de la oscuridad que había generado, pero sabía que los intrusos estaban todavía allá abajo, en el patio. Sus esbirros draconianos le habían comunicado que el grupo se hallaba en sus dominios, y que eran los portadores de la Vara de Cristal Azul. Lord Verminaard, Señor del Dragón, quería esa vara y la quería en lugar seguro; no deseaba que fuese vista en parajes habitados por humanos. Pero Khisanth la había perdido y Lord Verminaard se había enojado. Debía recuperarla.
Por eso había esperado unos segundos antes de formular el encantamiento de oscuridad, estudiando entretanto, cuidadosamente, a los intrusos y buscando la Vara. Al no verla, se sintió aliviado. Sólo tenía que destrozarlos.
Se lanzó desde el cielo, sus negras alas coriáceas se curvaron como la hoja de una espada. Descendió en picado en dirección al pozo, por donde había visto que huían los intrusos en un intento de salvar sus vidas. Sabiendo que estarían paralizados por el terror, Khisanth estaba seguro de que los mataría a todos de una sola pasada. Abrió su feroz boca mostrando sus aterradores colmillos.
Tanis intuyó que el dragón se acercaba, oyó el agudo y sibilante sonido que aumentaba para detenerse durante unos segundos. Escuchó los chasquidos de aquellos inmensos tendones alzando y desplegando las gigantescas alas. Después oyó un tremendo jadeo, como si una bocanada de aire entrara en aquella enorme garganta; luego un extraño sonido que le recordó al del vapor que sale de una tetera hirviendo. Algo líquido cayó cerca suyo. Escuchó cómo las rocas crujían, burbujeaban y se resquebrajaban. Algunas gotas del líquido cayeron sobre una de sus manos, produciéndole un dolor terrible y penetrante que estremeció todo su ser.
En aquel momento se oyó un grito. Era la voz profunda de Riverwind, quien emitió un aullido tan terrible que Tanis tuvo que clavarse las uñas en la palma de sus manos para evitar unir su propia voz a ese espantoso lamento, revelándole así, su situación al dragón.
El grito se prolongó hasta que murió en un gemido. Tanis notó la furia de un cuerpo grande que pasaba sobre él en la oscuridad; las rocas contra las que se resguardaba temblaron. El temblor producido por el dragón fue hundiéndose en las profundidades del pozo y al final, la tierra no se movió más. Todo quedó en silencio.
Tanis respiró con dificultad y abrió los ojos. La oscuridad había desaparecido, las estrellas titilaban y las lunas resplandecían en el cielo. Durante unos instantes, el semielfo no hizo más que respirar, intentando sosegar su agitado cuerpo; luego se puso en pie y corrió hacia una oscura forma que estaba tendida sobre el patio de piedra.
Fue el primero en llegar junto al bárbaro. Tras echarle una mirada, espeluznado, se volvió de espaldas. Lo que quedaba de Riverwind no se parecía en nada a una forma humana. Sus carnes estaban calcinadas y en los lugares donde la piel y el músculo se habían desprendido de sus brazos, podía verse claramente el blanco del hueso. Sus ojos se deshacían, gelatinosos, por unas mejillas descarnadas y cadavéricas. Su boca permanecía abierta en un grito silencioso. Su caja torácica estaba hendida, y adheridos a los huesos había pedazos de carne y ropas calcinadas. Pero lo más terrible era que la carne de su torso estaba chamuscada, dejando los órganos expuestos y latiendo roja bajo la deslumbrante Lunitari.
Vomitando, Tanis se desplomó. El semielfo había visto morir muchos hombres bajo su espada, los había visto destrozados por los trolls. Pero esto... esto era terrible. Tanis sabía que el recuerdo de esta imagen no lo abandonaría jamás. Sintió que una mano le tocaba el hombro con firmeza, ofreciéndole un consuelo silencioso. Volvió a respirar, incorporándose y pasándose la mano por la boca para obligarse a sí mismo a tragar, conteniendo aquellas angustiosas náuseas.
—¿Estás bien? —le preguntó Caramon preocupado.
Tanis asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Luego, oyó la voz de Sturm y se volvió hacia él.
—¡Que los verdaderos dioses se apiaden de él! ¡Tanis, aún está vivo! He visto como sus manos se movían—dijo Sturm con voz ahogada. No pudo decir una palabra más.
Tanis, temblando, se puso en pie y se dirigió hacia el cuerpo. Una de las chamuscadas manos se alzaba manoteando angustiosamente en el aire.