Read El sabor de la pepitas de manzana Online
Authors: Katharina Hagena
Después hurgaría en los armarios para buscar algún bañador viejo y no provocar un escándalo público. Esta vez, sin embargo, tendría que bañarme tal cual. A esa hora el lugar aún estaba desierto. Por desgracia, ni siquiera tenía una toalla y eso que en la casa había dos, tal vez tres, baúles llenos. Me quité el vestido y los zapatos y me acerqué al lago. Estaba enteramente cubierto de vegetación, excepto un rincón libre justo delante de mí, un espacio despejado, plano y arenoso. Un trocito de playa para una persona. Entré lentamente en el agua. Sentí el roce trepidante de un pez. Me estremecí. El agua estaba menos fría de lo que yo había esperado y el lodo del fondo se colaba por entre los dedos de mis pies. Tomé impulso y empecé a nadar.
Siempre me sentía segura cuando nadaba. El suelo no podía escaparse bajo mis pies. No podía quebrarse, ni hundirse ni deslizarse, ni abrirse ni engullirme. No chocaba contra objetos que no podía ver, no pisaba cosas por descuido, no me lastimaba ni lastimaba a los demás. El agua era previsible, seguía siendo siempre la misma. Bueno, a veces estaba cristalina, a veces negra, a veces fría, a veces cálida, a veces calma, a veces agitada, pero siempre conservaba, además de su naturaleza, su composición; era siempre igual, era siempre agua. Y nadar era una forma de volar para cobardes. De planear sin riesgo de estrellarse. Mi estilo no era particularmente bonito —mis movimientos de piernas eran asimétricos— pero nadaba ágil y segura y podía nadar durante horas si era necesario. Adoraba el momento de abandonar la tierra, el cambio de elemento, y me gustaba especialmente el instante de abandonarme a la certeza de que el agua me llevaría. Y, a diferencia de la tierra y el aire, el agua efectivamente lo hacía, siempre y cuando uno nadara.
Atravesé el lago negro. Al roce de mis manos, la superficie lisa se volvía ondulante y fluida y tranquila. La historia del señor Lexow desapareció de mi cabeza; todas las historias desaparecieron de mi cabeza y volví a ser la que era. Y entonces empecé a pensar con ilusión en los tres días que pasaría en la casa. ¿Y si la conservaba? Ya veríamos. Al llegar a la otra orilla del lago, permanecí en el agua. Cuando las primeras plantas acuáticas acariciaron mis pies, di media vuelta y emprendí el regreso.
Siempre me asustaba sentir que me rozaba algo bajo el agua. Tenía miedo a los muertos, que podían extender hacia mí sus manos blandas y lechosas, y también a los lucios gigantes que acaso nadaran debajo de mí, allí donde el agua se volvía repentinamente muy fría. Cuando era niña choqué una vez en medio de un lago artificial contra uno de esos enormes troncos podridos que surgen de vez en cuando de las profundidades de los lagos y se quedan flotando justo bajo la superficie. Grité, grité y grité, incapaz de moverme. Mi madre tuvo que sacarme del agua.
De lejos eché una mirada hacia mi bici y el pequeño montón negro de ropa sobre la franja de arena blanca. Me sorprendió ver una segunda bici y otro pequeño montón de ropa, algo alejado del mío, pero no lo suficientemente lejos puesto que mis cosas estaban colocadas casi exactamente en el medio de una pequeña parcela de playa. Y yo que no llevaba bañador… Esperaba que se tratase de una mujer. Pero ¿dónde estaba?
Descubrí en el agua la melena negra que venía a mi encuentro. Los brazos blancos se elevaban y descendían lentamente.
No, no era posible. No me lo podía creer. ¡Otra vez él! Max Ohmstedt. ¿Me perseguía? Se aproximó con una rapidez sorprendente. Al llegar tenía que haber visto mi bici pero, ¿la habría reconocido? ¿Y mi vestido negro?
Con toda calma y sin levantar la cabeza, Max siguió trazando surcos en el agua oscura. Habría podido pasar nadando delante de él, vestirme y regresar a casa y no se hubiera dado cuenta. Más tarde me pregunté si no era precisamente eso lo que él había querido. En todo caso, le saludé a media voz:
—¡Hola!
Max no me oyó, de modo que tuve que levantar algo más la voz:
—¡Hola! —Y añadí:— ¡Max!
Giró la cabeza en mi dirección; habíamos llegado al mismo punto, se sacudió el pelo mojado que se le pegaba a la frente y me dedicó una mirada plácida:
—¡Hola! —dijo con una voz ligeramente jadeante.
No sonreía, pero su mirada tampoco era hostil. Parecía esperar. Por fin levantó la mano del agua y saludó. Un gesto lento que parecía al mismo tiempo un saludo abochornado y un gesto de rendición.
Su seriedad me enterneció un poco, lo mismo que sus cabellos, que ahora se mantenían rectos por encima de su frente. No pude evitar reírme.
—Pero si soy yo…
—Sí.
Hicimos como si estuviéramos frente a frente y tratamos de oscilar lo menos posible, aunque no dejábamos de pedalear bajo el agua para mantenernos a flote. Al mismo tiempo, buscábamos desesperadamente algún tema para entablar una conversación cordial y distante. Yo estaba completamente desnuda y él era mi abogado. Todo eso rondaba por mi cabeza y no me ayudaba precisamente a animar la conversación con un toque chispeante. Al mismo tiempo, me preguntaba con desánimo cómo conseguiría escapar dignamente de esa situación. Un breve saludo con la cabeza, acompañado de una sonrisa no excesivamente cordial, un hasta pronto dejado caer con ligereza y continuar nadando. Esa me pareció la estrategia adecuada. Así pues, levanté la mano a manera de saludo e inspiré profundamente con lo que, por descuido, dejé que me entrara en la boca una gran cantidad de agua con tan mala suerte que me atraganté; acababa de inspirar muy hondo, tosí, resollé, chapoteé batiendo las manos; me lloraban los ojos y mi cabeza debió de cobrar un extraño aspecto, pues Max inclinó la suya hacia un lado, entrecerró los ojos y observó con interés mis frenéticos movimientos en el lago negro, antes liso; una gallareta salió del agua batiendo las alas para despegar. Tosí, me hundí y salí otra vez a la superficie. Max siguió aproximándose.
—¿Todo bien?
Al intentar responder, le escupí primero un poco de agua en la cara.
—Sí, por supuesto, todo bien —grazné—. ¿Y tú?
Max asintió.
Nadé deprisa hacia la orilla deteniéndome de vez en cuando para toser pero, al volver brevemente la cabeza antes de salir del agua, vi que él nadaba detrás de mí. Max también había dado la vuelta y también se había detenido. ¡Dios mío! ¿Es que tendría que salir corriendo del agua, desnuda y zarandeada por los accesos de tos? Podía imaginarme tratando de pasar apresuradamente el vestido negro por encima de mi cabeza y —por no haberme secado antes— quedar allí, con los brazos en alto, ciega y atrapada en mi vestido de algodón grueso. Me caería entonces encima de la bicicleta y, al intentar incorporarme, la manga del vestido se quedaría enganchada en el pedal. Y mientras me alejase cojeando, amarrada, arrastrando una bicicleta de hombre, se seguiría oyendo a lo lejos y durante mucho tiempo el eco de mis gritos desgarrados de bestia herida sobre aquel lago negro. Y a todo aquel lo suficientemente desafortunado como para oírlos se le helaría el corazón en el pecho y jamás volvería a…
—Iris…
Giré la cabeza. Esta vez, al menos, no necesitaba patalear en el agua pues ya tocaba el fondo con los pies.
—Iris. Yo…, bueno… Me alegro de verte. Sinceramente. A Mira le gustaba también este lago. Porque el agua era… en fin, ya sabes tú cómo era ella.
—Sí. Porque el agua era negra. Lo sé.
¿Era negra, lo sé? ¿Era eso lo que yo acababa de decir? Max debía de pensar que trataba con una completa imbécil. Pero hice como si hubiera dicho algo muy inteligente y le pregunté:
—¿Qué tal le va a Mira?
—Oh, bien. Hace ya mucho que no vive aquí, ¿sabes? También es abogada, en Berlín. Entre tanto, Max también tenía tierra firme bajo los pies. La distancia que nos separaba tal vez equivalía al largo de dos cuerpos.
—Berlín. Eso cuadra. Seguramente trabaja en un despacho muy cool y lleva carísimos trajes negros y, por supuesto, botas negras.
Max sacudió la cabeza. Parecía querer alegar algo, reflexionó un momento y dijo entonces con un ligero titubeo:
—Hace ya mucho tiempo que no la veo. Tras la muerte… tras la muerte de tu prima, no volvió a vestirse de negro. Ya no viene por aquí. De vez en cuando hablamos por teléfono.
No sé por qué me afectó tanto lo que dijo. ¿Mira, de colores? Contemplé a Max. Se parecía un poco a Mira, tenía más pecas que ella. Mira disimulaba seguramente las suyas con agua oxigenada. Los ojos de Max eran de varios colores, predominaba el marrón pero también tenía matices más claros, algo de verde, tal vez, o de amarillo. Tenía los mismos párpados pesados de su hermana. Volví a pensar en ella. Conocía los ojos de Max desde que éramos niños; sin embargo, su cuerpo me resultaba extraño. Un cuerpo bastante más grande que el mío, ligeramente inclinado hacia delante, blanco, liso, no muy ancho pero bien entrenado. Saqué fuerzas de flaqueza:
—Max…
—¿Qué pasa?
—Max, no tengo toalla.
Me miró algo perplejo, señaló con el mentón su pila de ropa y abrió la boca. Pero antes de que pudiera ofrecerme su toalla, agregué rápidamente:
—Y tampoco tengo bañador. Quiero decir, puesto.
Me sumergí un poco más cuando dejó pasear su mirada por mis hombros. Asintió con la cabeza. ¿Debía interpretarlo como el esbozo de una sonrisa?
—Está bien. Yo quería de todos modos continuar nadando. Toma lo que necesites.
Tras decir esto, hizo un breve saludo con la cabeza y se alejó braceando.
«¡Qué agradable y serio, y tan amable!», susurré mientras salía del agua, y me pregunté por qué empleaba un tono tan corrosivo. En un primer momento pensé que no tocaría su toalla, pero al final la cogí y me sequé con ella hasta dejarla completamente mojada. Me puse el vestido y cuando me senté en la bici para emprender el camino de regreso dirigí la mirada al lago y vi a Max de pie sobre la otra orilla. Lo saludé con la mano, él levantó el brazo y entonces me alejé.
Al llegar a la casa, el aire se había calentado tanto que centelleaba sobre el asfalto y la carretera parecía haberse licuado y convertido en un río. Empujé la bici hasta el cobertizo, donde un claroscuro húmedo subía como siempre del suelo arcilloso y el frío se escapaba de los muros blanqueados con cal. Pensé en los hombros claros de Max en el agua negra. Ojos como cieno de un pantano.
¿Tendría que echar un vistazo a los papeles, examinar los documentos relativos a la herencia? ¿Habría recibido algún documento? ¿Tendría que ponerme a buscar recuerdos de familia dispersos por la casa? ¿Seguir recorriendo las habitaciones? ¿Salir? ¿Tumbarme en un diván y leer? ¿Hacer una visita al señor Lexow?
Saqué una vasija de esmalte blanco de uno de los armarios y me dirigí al huerto a recoger grosellas. Me era familiar aquella sensación de sostener con delicadeza las bayas cálidas, como si fueran huevos de mirlo, y arrancarlas del racimo con las uñas de una mano, mientras sujetaba la rama con la otra. Mis manos se movían veloces y seguras y la vasija se llenó rápidamente. Me senté sobre un tronco de pino atravesado en el fondo del huerto y comí las grosellas de color dorado lechoso arrancándolas una a una con los dientes. Eran acidas y, al mismo tiempo, dulces, de grano amargo y jugo tibio.
Regresé a la casa a través del jardín donde pegaba el calor. Una gran libélula verde y azul surgió de pronto, como un recuerdo, por encima de los arbustos, permaneció un instante inmóvil en el aire y desapareció. Todo olía a bayas maduras y a tierra y también a algo podrido: a estiércol, quizá, a animal muerto y a pulpa putrefacta. De pronto tuve ganas de arrancar un poco de la angélica que se había propagado por todas partes. Sentía urgencia por arrodillarme para orientar hacia tutores más firmes los vástagos de los guisantes —debía de haberlos sembrado también el señor Lexow— que habían trepado a diestro y siniestro por la valla, los tallos de las flores y las gramíneas. En lugar de eso, recogí con determinación algunas campánulas, cerré detrás de mí la cancela, pasé por delante de las escaleras de la entrada y de las ventanas de la cocina y abrí la puerta del cobertizo. La deslumbrante luz matinal que dejaba atrás me cegó en un primer momento al entrar en esa penumbra. Bajo mi vestido negro sentía intensamente el frío que venía del suelo arcilloso. Busqué a tientas la bicicleta y la empujé fuera. Entonces volví a subir por la carretera principal en dirección a la iglesia. Pero, en lugar de girar a la izquierda, giré a la derecha y bordeé el pequeño recinto de los caballos para llegar al cementerio.
Dejé la bicicleta a la entrada del cementerio, justo al lado de otra vieja bici de hombre, recogí unas cuantas amapolas para completar el ramo de campánulas y me dirigí a la tumba familiar.
Desde lejos vi al señor Lexow. Su cabello blanco brillaba ante el follaje de un seto vivo. Estaba sentado en un banco, a pocos metros de la tumba de Bertha. Su presencia me conmovió y, al mismo tiempo, me perturbó. Para una vez que iba allí, deseaba poder estar sola. Cuando oyó mis pasos sobre la grava se puso en pie no sin dificultad y vino a mi encuentro.
—Estaba a punto de irme —dijo—; seguro que usted, para una vez que viene aquí, desea estar sola.
Sentí vergüenza porque había leído mis pensamientos palabra por palabra y sacudí la cabeza con vehemencia.
—No, naturalmente que no. De todos modos, quería preguntarle si no podría usted pasar más tarde por casa y contarme la historia hasta el final.
El señor Lexow lanzó una mirada inquieta a su alrededor.
—Oh, no hay mucho más que añadir, creo.
—Bueno, pero ¿qué sucedió después? Bertha se casó con Hinnerk, pero ¿y usted? ¿Cómo pudo usted…? Quiero decir, ¿cómo pudo usted…?
Abochornada, interrumpí la pregunta —«… dejar embarazada a mi abuela»—; no, no podía decirlo de esa manera.
El señor Lexow habló en voz baja, pero con gran énfasis.
—Creo que no sé a qué se refiere usted. Su abuela Bertha fue una buena amiga para mí y jamás le manifesté otra cosa que respeto. Muchas gracias por su amable invitación, pero soy un hombre viejo y me acuesto temprano.
Me saludó con una inclinación de cabeza y cierta frialdad que se había deslizado en su mirada. Se inclinó luego ante las coronas de flores que, ya muy marchitas, cubrían la tumba de Bertha y se dirigió lentamente a la salida. Así que se iba a acostar temprano… Nada más que respeto. Eché una mirada a la lápida de Hinnerk y al rectángulo de tierra de Rosmarie, sobre el que había un arbusto de romero. ¿Se habría olvidado el señor Lexow de la velada de ayer? ¿Se volvería olvidadiza la gente que tenía algo que olvidar? ¿No sería el olvido sencillamente la incapacidad de retener? Tal vez la gente mayor no olvidara absolutamente nada, sino que se negaba a recordar cosas. A partir de cierta cantidad de recuerdos, cualquiera debía de acabar sintiéndose harto. El olvido, por tanto, no es más que una forma de recuerdo. Si uno no olvidara nada, tampoco podría recordar nada. El olvido es un océano en el que flotan las islas de la memoria y, dentro de ese océano, hay corrientes, remolinos y profundidades insondables. A veces emergen bancos de arena que se incorporan a las islas; otras, simplemente desaparecen. El cerebro tenía sus mareas pero, en el caso de Bertha, un diluvio había arrasado las islas. ¿Yacía su vida en algún lugar en el fondo del océano? ¿No querría el señor Lexow impedir que alguien fuera a indagar por allí? ¿O aprovecharía la desaparición de Bertha para contar su propia historia, una historia en la que él desempeñaba un papel destacado? Mi abuelo nos había hablado con frecuencia a Rosmarie y a mí de un pueblo sumergido: Fischdorf. Según contaba Hinnerk, antiguamente había sido una comunidad rica, más rica que Bootshaven, pero un día sus habitantes le hicieron una jugarreta al cura. Le pidieron que fuera a asistir a un moribundo y, en el lecho mortuorio, habían metido un cerdo vivo. El caritativo pastor, que padecía de miopía, le administró la extremaunción al cerdo. Cuando el animal saltó de la cama dando chillidos, el cura huyó del pueblo espantado. Poco antes de llegar a Bootshaven, se percató de que había olvidado su Biblia y volvió sobre sus pasos pero no logró encontrar el pueblo. Donde antes estaba Fischdorf, había ahora un gran lago. Su Biblia flotaba en el agua poco profunda, cerca de la orilla.