Read El sabor de la pepitas de manzana Online
Authors: Katharina Hagena
De Anna Deelwater, hija mayor de Käthe y de Cari Deelwater, bautizada en realidad como Katharina, no existía más que una única fotografía de la que se habían hecho varias copias. Mi madre conservaba una, había otra en casa de tía Inga y Rosmarie tenía una tercera pegada con celo dentro de su armario. Tía Anna —así la llamaban mis tías y mi madre cuando se referían a ella— era morena como su padre. A juzgar por la foto, sus ojos eran también oscuros, aunque según tía Inga eso se debía a la mala exposición. Lo que podíamos decir con certeza era que Anna tenía unos ojos almendrados y sombreados por espesas cejas que no formaban una línea sino un arco. Las cejas dominaban su rostro y le daban a su fisonomía un carácter taciturno y a la vez salvaje. Anna era más baja que su hermana, pero no tan delgada. Bertha, de piernas largas, rubia y alegre, parecía física y moralmente todo lo opuesto a su hermana. Sin embargo, las dos eran reservadas, más bien tímidas y absolutamente inseparables. Cuchicheaban y reían por lo bajo igual que las demás chicas de su edad, pero siempre y únicamente entre ellas. Algunos las consideraban arrogantes, porque Cari Deelwater poseía más tierras que nadie y la granja más grande de Bootshaven. Además era propietario de un banco de primera fila en la iglesia, sobre el que había hecho grabar el nombre de su familia. No porque fuera especialmente piadoso. El iba muy raras veces a misa, pero cuando lo hacía, con ocasión de fiestas solemnes como Pascua, Navidad y Pentecostés, se sentaba delante y en su propio banco con su mujer y sus hijas y dejaba que toda la pequeña comunidad los mirara boquiabierta. Los numerosos domingos del año en que no acudía a la iglesia, su banco permanecía vacío; pero los fieles no dejaban de mirarlo boquiabiertos. Anna y Bertha estaban orgullosas de su hermosa granja y de su maravilloso padre. Y aunque estaba preocupado por conservar la herencia, lo cierto es que jamás se lo mostraba ni a sus dos hijas ni a su mujer, sino que consentía a sus «tres muchachas» todo lo que le era posible.
Las dos hijas debían ayudar en la granja. Le echaban una mano a su madre en la casa y ayudaban en la cocina a Agnes, la criada que iba cada día y que no era en realidad una muchacha sino una señora de edad madura, madre de tres hijos adultos. Con ella, las dos hermanas hacían mermeladas y desplumaban gallinas. Pero lo que más les gustaba era trabajar fuera, en el jardín.
A partir de finales del mes de agosto, ya solo estaban en los manzanos.
Las manzanas Glockenapfel eran las primeras, sabían a limón y había que comérselas deprisa tras el primer mordisco porque la pulpa se volvía enseguida marrón. No se usaban para cocinar y su aroma se desvanecía como el viento de agosto bajo el que habían madurado. A continuación les llegaba la hora a las Cox Orange, primero las del árbol grande situado muy cerca de la casa, que se beneficiaba del calor acumulado durante el día por los muros de ladrillo. Por ello, sus frutos eran siempre más grandes y más dulces y más precoces que los de otros manzanos. En octubre, todas las manzanas estaban maduras. Anna y Bertha se movían casi con la misma agilidad en los árboles que sobre el suelo. Hacía años que un mozo de cuadra había clavado algunas tablas en un manzano Boskoop particularmente imponente con el fin de que ellas pudiesen colocar sus cestos, pero las muchachas preferían instalarse sobre las tablas. Allí leían libros en voz alta, bebían zumo y comían manzanas y el bizcocho de mantequilla que les llevaba Agnes, especialmente cuando uno de sus hijos pasaba por la casa y también recibía un buen trozo de bizcocho. De esta manera, en el caso de que alguien le preguntara por qué no quedaba más que una sola bandeja de bizcocho de mantequilla de las dos que habían salido del horno, Agnes podía decir que Bertha y Anna también habían comido. Sin embargo, nadie hizo jamás tal pregunta.
Naturalmente, el señor Lexow no hizo alusión al bizcocho de mantequilla de Agnes en su relato. Era por tanto probable que él incluso ignorara la existencia de Agnes. Sentada sobre la mesa de la cocina de la casa de Bertha, podía ver a mi abuela de niña y también a Anna, mi tía abuela, tal como aparecía en la única fotografía que conservábamos de ella. Ante el vaso de leche tibia, me acordaba de cosas que Bertha le había contado a mi madre y mi madre a mí, que tía Harriet le había contado a Rosmarie y Rosmarie a Mira y a mí, de cosas que nosotras habíamos inventado o, cuando menos, imaginado. La señora Koop también nos había contado algunas veces cómo su marido, de niño, había encontrado al maestro muerto en la clase. Entre tanto, nuestro vecino Nikolaus Koop se había convertido en un campesino bonachón y trabajador, que además de padecer de cataratas tenía un miedo cerval a su mujer. Detrás de los gruesos cristales de las gafas, los ojos del señor Koop se ponían a guiñar nerviosamente en cuanto oía la voz de su esposa. Sus párpados batían igual que las alas de aquel pardillo rojo que por descuido había entrado un día por la ventana abierta del salón de los Deelwater y no conseguía escapar. Tía Harriet había saltado entonces de su asiento y nos ordenó abrir todas las ventanas para que el pájaro no se rompiera el cuello al chocar contra los cristales. El pardillo alzó el vuelo dejando dos plumas rojas en el alféizar de la ventana.
Nikolaus Koop parpadeaba con frecuencia, y nosotras habíamos observado que también se subía las gafas a la frente siempre que su mujer le dirigía la palabra. Mira pensaba que él buscaba de ese modo escaparse de la señora Koop valiéndose de una ceguera autoimpuesta, una especie de salida de emergencia, igual que una ventana abierta. Rosmarie, sin embargo, aseguraba que el hombre temía no romperse él mismo el cuello como aquel pájaro del salón sino acabar rompiéndoselo a ella. Lo que no sabíamos entonces es que sería Rosmarie quien terminaría rompiéndose el cuello al atravesar volando un cristal.
De las muchas cosas que el señor Lexow procuraba explicarme, yo sacaba mis propias conclusiones mientras contemplaba aquellos ojos azules y descubría los anillos que bordeaban sus pupilas, en otro tiempo dorados y que se habían vuelto de color más bien ocre. El debía de tener bastante más de ochenta años. ¿Quién era ahora para mí? ¿Mi tío abuelo? No; al ser padre de mi tía, era mi abuelo. No podía serlo, sin embargo, porque mi abuelo era Hinnerk Lünschen. Era simplemente «un amigo de la familia», un testigo.
Pocos años antes, cuando mi abuela ya no sabía que yo existía, mi madre había pasado dos semanas con ella. Esa fue una de las últimas visitas antes de que Bertha entrase en la residencia de ancianos. Una tarde cálida, las dos estaban sentadas en el huerto de frutales. Repentinamente, Bertha dirigió a Christa una mirada clara y penetrante y le dijo con voz firme que a Anna siempre le habían entusiasmado, por encima de todo, las manzanas Boskoop y a ella, en cambio, las Cox Orange. Como si se tratara del único secreto que le quedara por revelar.
Anna amaba las Bellas de Boskoop; Bertha, las Cox Orange. En otoño, los cabellos de las dos hermanas, al igual que sus vestidos y sus manos, exhalaban un perfume de manzanas. Ellas hacían puré de manzana, y zumo de manzana y mermelada de manzana a la canela y tenían casi siempre manzanas en los bolsillos del delantal y una manzana mordida en la mano. Bertha daba primero rápidos mordiscos describiendo un amplio círculo en torno al ombligo de la manzana, luego mordisqueaba cautelosamente la parte inferior del fruto y después arriba, rodeando el pedúnculo. En cuanto al corazón, lo arrojaba hacia atrás por encima de su hombro. Anna saboreaba cada bocado despacio, de abajo arriba, comiéndoselo todo. No dejaba de mordisquear las pepitas durante horas. Cuando Bertha la sermoneaba diciéndole que las pepitas eran venenosas, Anna replicaba que sabían a mazapán. Lo único que escupía era el rabillo. Eso me lo contó un día Bertha al ver que yo comía las manzanas exactamente como ella. A fin de cuentas, era así como la mayoría de la gente comía las manzanas.
Un verano, Carsten Lexow concedió a sus alumnos una jornada libre a causa de la canícula, recomendándoles dedicarla a lo que él llamaba «la lectura de la naturaleza». Bertha lo celebró con una risa y dijo que esa era su clase de lectura preferida. Carsten Lexow reparó en los pequeños dientes blancos de su alumna y en la negligente ligereza de su gruesa mano intentando apartar de la nuca unos rebeldes mechones que se le habían escapado de las trenzas. Puesto que el maestro no dejaba de mirarla, y tal vez ella lo hubiera contrariado con su impertinente comentario, Bertha se puso colorada, dio media vuelta y se alejó de la escuela a grandes zancadas. El señor Lexow la siguió con la mirada, el corazón acelerado y sin decir palabra. Anna lo vio todo, reconoció la mirada de Lexow clavada en Bertha mientras se alejaba, reconoció esa mirada como se reconoce el propio rostro en el espejo y se alejó a su vez con las mejillas rojas y la cabeza baja tras los pasos de su hermana.
Anna amaba a Lexow, Lexow amaba a Bertha; ¿y Bertha? Ella amaba en realidad a Heinrich Lünschen, Hinnerk, como todos le llamaban. Era el hijo del posadero, un don nadie sin tierras. La familia no poseía más que dos pequeños pastizales en las afueras del pueblo y los había arrendado a un pobre diablo aún más necesitado que ellos. Hinnerk odiaba la taberna. Odiaba el olor a cocina y a cerveza rancia de las mañanas. Odiaba las peleas vehementes y ruidosas de sus padres y odiaba sus no menos vehementes y ruidosas reconciliaciones. Uno de sus hermanos pequeños —Hinnerk era el mayor— le dijo un día en la oscuridad de la cocina, mientras escuchaban a sus padres discutir de forma particularmente exaltada, que no tardarían en tener un nuevo hermanito. Hinnerk se sobresaltó, él odiaba los embarazos de su madre.
—¿Y de dónde sacas tú eso?
—Bueno, es que siempre llega un nuevo hermanito después de una gran bronca.
Hinnerk rió fríamente. Tenía que irse de allí. Odiaba todo aquello.
El señor Deelwater había reparado en él, pues tanto el pastor como el viejo maestro ponían su inteligencia por las nubes. Hinnerk era más listo que los demás chicos del pueblo; él mismo era sin duda muy consciente de ello, y otros chicos del pueblo, que tampoco eran tontos, también lo sabían. Hinnerk estaba con frecuencia metido en casa de los Deelwater. Echaba una mano en la temporada de la cosecha a cambio de algo de dinero. Sin embargo, recibía más dinero del pastor, hecho que le llevó —Hinnerk era muy, muy orgulloso— a odiar también al pastor y a aprovechar la primera ocasión que se le presentó, el entierro de su madre, para apartarse definitivamente de la Iglesia. Así podía ahorrarse las costas del sermón; a fin de cuentas, todas las prédicas eran iguales, siempre el mismo ritual, el pastor solo cambiaba el nombre, lo que no era precisamente una gran hazaña. El pastor, que había invertido mucho dinero en los estudios de Hinnerk y cuya biblioteca, por poco vasta que fuera, había estado siempre a su disposición, se sintió profundamente agraviado, no solo por la desconsideración y la ingratitud de Hinnerk, sino también porque su protegido se había aproximado demasiado a la verdad. No obstante, había sacado sobresaliente en los dos últimos exámenes de Derecho y el joven abogado, que acababa de comprometerse con la hija mayor de los Deelwater, había dejado de depender económicamente del pastor. Este lo sabía, como también sabía que Hinnerk sabía que él lo sabía, y eso era lo que más le mortificaba.
Yo recordaba a Hinnerk Lünschen como un abuelo afectuoso que tenía el don de quedarse dormido dondequiera que se encontrase y que hacía además buen uso de aquel don. Su humor era ciertamente imprevisible. Pero el odio había ido dando paso al orgullo y se había convertido en notario, un notario orgulloso de su cargo y de su notaría, orgulloso esposo de una mujer hermosa y orgulloso propietario de una orgullosa propiedad, orgulloso padre y abuelo de tres hermosas hijas y de dos nietas más hermosas todavía, como no dejaba de repetirnos orgullosamente a Rosmarie y a mí mientras servía orgullosas paletadas de delicioso helado Fürst-Pückler en nuestros platos de cristal. Todo se había invertido, ahora eran muchos los que odiaban a Hinnerk, aunque él había dejado de odiar: al final había conseguido todo cuanto deseaba. Seguía siendo el hombre más inteligente del pueblo y ahora todos lo sabían.
Se había provisto incluso de un blasón, con el fin de ocultar su origen humilde, lo que era absurdo, puesto que, a fin de cuentas, la gente iba a verle porque él les hablaba en dialecto bajo alemán y no por su noble estirpe. Por tanto, el cuadro del blasón estaba confinado en el trastero, o sea, en la antigua habitación de servicio, donde aún seguía colgado. Yo recordaba que, al contemplarlo, una sonrisa enigmática se dibujaba siempre en sus labios finamente contorneados: ¿de satisfacción o de autoironía? Es probable que ni él mismo lo supiera.
Bertha amaba a Hinnerk. Amaba su aire taciturno, su silencio y la ironía mordaz de la que hacía gala frente a los otros. Sin embargo, el rostro de Hinnerk se iluminaba siempre que tropezaba con Anna y con ella. Esbozaba una sonrisa cortés y gastaba bromas, y era capaz de improvisar un soneto sobre el corazón de la manzana que Anna estaba a punto de meterse en la boca, de cantar una oda a la trenza izquierda de Bertha o de caminar por el patio haciendo el pino, asustando a las gallinas que cacareaban y huían dispersándose. Las dos jóvenes lo celebraban con risas; Bertha tiraba con aire cohibido de la cinta de su trenza izquierda y Anna, renunciando por una vez a comerse su manzana hasta el final, arrojaba con fingida indiferencia y una disimulada sonrisa el trozo restante a las lilas.
Al principio, Hinnerk se había sentido atraído por Anna. Como es natural, sabía que Anna era la hija mayor de Cari Deelwater; de otro modo, no se habría sentido atraído por ella o, en todo caso, no de esa manera. No era su herencia lo que codiciaba. Al menos, no solo. Hinnerk admiraba más bien su posición social, su confianza en sí misma y esa seguridad de la que él carecía. También, naturalmente, veía su belleza, su cuerpo, sus generosos pechos y caderas, su espalda flexible. La indiferencia cordial con la que Anna lo trataba lo estimulaba. No obstante, él procuraba siempre mostrar la misma atención a ambas hermanas. ¿Por cálculo o por respeto? ¿Por su inclinación por Bertha o por compasión hacia ella, ya que no debía de albergar ninguna duda sobre los sentimientos de la hermana menor?
Mi abuela sabía que Hinnerk la había escogido en segundo lugar. Nos lo dijo un día a Rosmarie y a mí, sin rencor, sin siquiera una pizca de amargura, de manera muy realista, como si todo hubiera tenido que ser así. No nos gustó oír eso. Faltó poco para que nos enfadáramos con ella. El amor, según creíamos, no podía ser de esa manera. Y sin haberlo pactado entre nosotras, jamás se lo contamos a Mira.