Read El sabor de la pepitas de manzana Online
Authors: Katharina Hagena
Más tarde me dediqué a coleccionar palabras y a iniciarme en los mundos cristalinos de la poesía hermética. Detrás de toda colección se esconde la misma irreprimible codicia de melodiosos mundos mágicos ocultos entre objetos aparentemente dormidos. De niña tenía un cuaderno de vocabulario donde anotaba palabras especiales, igual que antes había recogido conchas y piedras especiales. Las palabras estaban clasificadas por categorías. Había «palabras bonitas», «palabras feas», «palabras engañosas», «palabras invertidas» y «palabras secretas». Entre las «palabras bonitas» había incluido: cardamina, violeta, alegoría, guinda, libélula, susurro, dingolondango y jitanjáfora. Entre las «palabras feas» se encontraban escorzo, zuzón, muñón y jején. Las «palabras engañosas» me indignaban porque se hacían pasar por anodinas para luego revelarse infames o peligrosas, como «efectos secundarios» o «picante». También sugerían un significado mágico, como «catavientos» o «cigüeñal», pero en realidad eran de una frustrante normalidad. Por no mencionar aquellas que designaban algo que no estaba claro para nadie: ¡no existían dos personas en el mundo que se imaginaran el mismo color al oír la palabra «índigo»!
Las «palabras invertidas» eran una especie de afición. ¿O tal vez una enfermedad? Quizá fueran lo mismo. El «homatopipo» era uno de mis animales favoritos, igual que el «carungo» o el «alefente». Me parecía la mar de divertido soñar con dar la vuelta al día en ochenta mundos y adoraba aquel poema que decía aquello de «Con diez coñanes por venda, ciento en pipa a toda bala».
Las «palabras secretas» eran, por su naturaleza, las más difíciles de encontrar. Se comportaban como si fueran absolutamente normales pero acababan revelando un contenido totalmente distinto y excepcional. En suma, lo contrario de las «palabras engañosas». Me reconfortaba el hecho de que en el aula de la escuela pudiera encontrarse una de las islas encantadas del Sur. La isla se llamaba Ala-ula y escondía un tesoro enterrado.
También las señales de tráfico con la palabra «cañada», que me sugerían que en algún hostal cercano servían deliciosos bocados de un postre, probablemente austríaco. Me imaginaba saboreando unas exquisitas cañadas calientes en papillote con salsa de vainilla y se me iluminaba la cara al ver aquellas señales. O aquel raro y delicioso trucharco iris, preparado a la plancha con algo de aceite de oliva, sencillamente divino.
La evocación del pasado me había hecho sentir apetito, de modo que volví a la casa. Por desgracia, en la cocina apenas quedaban provisiones. Comí pan negro y chocolate con nueces y decidí que más tarde iría a comprar.
Subí corriendo a la habitación de Inga y saqué del pequeño baúl una toalla de rizo floreada y dura como una tabla. La aseguré en el portaequipajes y me dirigí al lago. Era un día laborable normal y corriente y me remordía la conciencia no estar en la biblioteca ni ocuparme de los asuntos de la herencia, y no tener el ánimo por los suelos. Bueno, me había tomado unos días de descanso pese a que solo había hablado con el contestador automático del despacho y no había dejado ni dirección ni número de teléfono. Luego intentaría localizar a mi jefa.
Mi profesión, evidentemente, no era más que una prolongación del placer de coleccionar secretos. Y de la misma manera en que un buen día dejé de cortar piedras en las que esperaba descubrir cristales y me conformé, a partir de entonces, con recogerlas, también dejé de leer los libros que realmente me interesaban para conformarme con los que ya nadie leía.
Cuando éramos pequeñas, Rosmarie se burlaba siempre de que me enfadara tanto cuando partíamos nueces y las encontrábamos vacías. No podía dejar de preguntarme cómo la nuez había conseguido salir de la cáscara cerrada. La broma preferida de Rosmarie consistía en servirme para el desayuno un huevo pasado por agua que previamente había vaciado ocultando el agujero en el fondo del huevero para que pareciera intacto. Cuando golpeaba el huevo y mi cuchara se hundía en el vacío, lanzaba un gemido desgarrador. Y ahora me habían regalado esta casa. Si no me la quedaba, soñaría con eso el resto de mis días.
La bruma matinal aún flotaba sobre el lago. Dejé la bici sobre la hierba, en la pendiente, y me quité el vestido, que cayó como una nube en el rocío. Extendí la toalla y puse mis cosas encima para protegerlas de la humedad del suelo. Cuando entré en el agua, los pececitos se escabullían entre mis tobillos y se internaban en la oscuridad. El agua estaba fría. Volví a preguntarme sobre las muchas criaturas que habitaban las profundidades. El buceo jamás me había atraído. Me iban los mares embravecidos, las graveras turbias y los estanques negros porque, en definitiva, no quería saber con exactitud qué era lo que podía estar pululando ahí abajo.
Nadé dando largas brazadas. Pequeñas burbujas de aire me hacían cosquillas en el vientre. Nadar desnuda proporcionaba una sensación muy agradable. Se podía sentir por todo el cuerpo una mezcla de remolinos y borboteos, ya que, sin traje de baño, uno no se vuelve precisamente más hidrodinámico. Al menos había acabado teniendo un cuerpo que podía llamar mío, y conseguirlo me había llevado su tiempo. El consumo simultáneo y desmedido de libros y pan habían vuelto ligero mi espíritu y perezoso mi cuerpo. Como entonces no me gustaba verme a mí misma, me reflejaba en las historias que leía. Comer, leer, leer, comer. Más tarde, al dejar de leer, dejé también de darme atracones y volví así a acordarme de mi cuerpo. A partir de entonces tuve un cuerpo, algo descuidado tal vez, pero ahí estaba, y me sorprendía por su diversidad de formas, líneas y superficies. El vestuario común de las piscinas municipales perdió su carácter terrorífico y entonces supe que me había convertido en candidata a la cabina individual de señoras.
Caer, caída, caerse, a la memoria de Rosmarie. Su cuerpo se desintegró incluso antes de estar del todo formado. Todas las chicas estaban obsesionadas con su cuerpo porque aún no tenían cuerpo. Eran como libélulas que viven durante años bajo el agua, comen con voracidad, y de vez en cuando se revisten de una piel nueva y continúan comiendo vorazmente hasta que al final se convierten en ninfas y acaban saliendo del agua para encaramarse a la rama más alta. Habían conseguido un cuerpo y remontaban su primer vuelo. A la edad en que Rosmarie murió, Harriet ya sabía volar.
Poco antes de alcanzar la otra orilla, di media vuelta y regresé al punto de partida. Mientras tanto, la bruma casi se había disipado y solo quedaba una ligera capa justo encima del espejo del agua. En el preciso instante en que intentaba hacer pie no lejos de la orilla, vi a Max. Dejó su bici junto a la mía y, sin mirarme, se quitó rápidamente la camisa y el short y se zambulló en el lago salpicando todo a su alrededor. Al llegar a mi altura, se detuvo, se volvió hacia mí y levantó la mano.
—Eh, Iris.
—Buenos días.
Se acercó. Yo no sabía qué decir. El, por lo visto, tampoco. Estábamos frente a frente y evitábamos mirarnos a los ojos. Yo me había sumergido en el agua hasta el mentón, como si me tapara con una manta. Tenía la vista clavada en sus hombros y observaba cómo resbalaban las gotas de agua. Estábamos demasiado juntos y, aunque no podía ver hacia dónde dirigía su mirada, lo cierto es que podía sentirla. Crucé rápidamente las manos delante de mi pecho y, en ese instante, me miró por fin a los ojos.
Sacó lentamente una mano del agua y siguió con el dedo índice la línea de mis clavículas. Luego, volvió a bajar la mano. Se encontraba muy cerca de mí. Apreté con más fuerza los brazos contra el pecho, él se inclinó y me besó en la boca. Era un beso cálido y dulce y sabía bien. Debí de haberle pasado las manos por la espalda. Sentí vértigo. Max me atrajo hacia sí y sentí cómo se tensaba su cuerpo. No sabría decir con certeza todo lo que hice a continuación ni durante cuánto tiempo, pero pronto aterrizamos sobre la estrecha franja de arena de la orilla. Sentí el frescor del agua sobre su piel debajo de mí, su miembro dentro del bañador mojado, sus labios sobre mi cuello. Mientras le ayudaba a quitarse el bañador, me sujetó las manos:
—Yo no hago el amor con mis clientas al aire libre.
—¿Ah, no? ¿No te das cuenta entonces de que estás a punto de hacer el amor con una clienta al aire libre?
—Por Dios. Yo no hago el amor con mis clientas. Y punto. Ni al aire libre ni en ningún otro sitio.
—¿Estás seguro?
—No. ¡Sí! Iris, ¿qué te propones conmigo?
—¿Sexo al aire libre?
—Iris, me vuelves loco. Con tu olor y tu manera de andar y tu boca y tu cháchara.
—¿Con mi qué?
Me dejé caer en la arena. Probablemente tuviera razón. No era buena idea. Después de todo, era el hermano menor de Mira. Y mi abogado, además del abogado de mis tías, y aún teníamos que hablar seriamente sobre qué sucedería con la casa si la rechazaba. Lo que estábamos haciendo lo complicaría todo sin necesidad. La relación de Max con su hermana y con Rosmarie había sido muy difícil; ni él mismo sabía hasta qué punto.
Me tapé los ojos con las manos. Bajo el dedo índice sentí la cicatriz del puente de mi nariz.
En ese momento, sus dedos rozaron mis manos.
—No. Iris, ven aquí. ¿Qué pasa? Eh, tú.
La voz de Max era dulce y cálida, igual que su boca.
—Iris, no puedes imaginar siquiera hasta qué punto me gustaría hacer el amor contigo a orillas del lago. Apenas si me atrevo a decirte cuánto me hubiera gustado en el gallinero, en tu cama, en mi cuarto de baño, en la tienda de bricolaje y, Dios no lo quiera, en el cementerio.
No pude evitar sonreír.
—¿Ah, sí?
—¡Sí!
—En la tienda de bricolaje, ¿eh?
—¡Sí!
—¿Con la pintura blanca colándose entre mis pechos?
—No. Esa era más bien la fantasía del gallinero. Lo que me motivó en la tienda de bricolaje fue ver todos esos tornillos y tuercas y taladros y clavijas y…
Me enderecé y vi que Max trataba de reprimir la risa. Hacía tal esfuerzo por contenerse que empezó a hacer tics extraños. Cuando se encontró con mi mirada, prorrumpió en sonoras carcajadas. Le di un puñetazo en el pecho, rodó por la arena y continuó riéndose. Antes de caer me cogió por los brazos arrastrándome con él, de modo que mi pecho desnudo yacía otra vez sobre el suyo. Fue como una descarga eléctrica. Max dejó de reírse.
Ahí mismo hubiéramos podido hacer el amor pero Max me empujó con cierta brusquedad, negó con la cabeza y se sumergió en el agua. Sin volverse, se alejó nadando. Me levanté, me vestí en un instante y me marché.
Dejé la bici delante de la puerta de casa, entré y me puse la ropa negra del entierro; me parecía lo más sensato, vista la experiencia con el vestido dorado en la tienda de bricolaje. Eché mano del bolso y me fui al Edeka. Compré pan, leche, mantequilla, almendras, dos tipos de queso, zanahorias, tomates, más chocolate con nueces, copos de avena y, como tenía mucha sed, una sandía grande. Al llegar a casa lo guardé todo en el frigorífico, llamé a Friburgo y hablé con mi jefa. Volvió a darme el pésame y se mostró comprensiva con el hecho que era prioritario arreglar los asuntos de la herencia.
—Hágalo lo más pronto posible —me dijo dando un suspiro—. Cuanto antes resuelva esas cosas, tanto mejor para usted. Mi hermano y yo seguimos sin ponernos de acuerdo, pese a que nuestros padres murieron hace años. Aquí hay mucho ajetreo. Las vacaciones semestrales están al caer, pero no se preocupe. Hay gente de sobra por aquí y la señora Gerhardt ha vuelto de las vacaciones. Así que tómese todo el tiempo que necesite.
»Su voz no suena nada bien, querida señora Berger… En fin. Entonces no cuento con usted esta semana, ¿no? De acuerdo. Ningún problema. Vale. Adiós, hasta pronto, ciao, señora Berger.
Colgamos. ¿Que mi voz no sonaba nada bien? Pues claro. Estaba enfadada, perpleja, me sentía humillada por el rechazo de Max. ¿Y cómo reaccionaba yo? Recluyéndome, avergonzada. Reconocí con horror que no había avanzado mucho más que las mujeres de la generación anterior a la mía respecto al libre albedrío. Pero no era de extrañar: después de todo, yo era la hija de la más reprimida de las tres hermanas Lünschen.
Mi madre estaba unida a Bootshaven, a los grandes cielos sobre las vastas superficies vacías, al viento meciendo su cabello castaño, que seguía llevando corto. Con el poema de Storm de «La ciudad gris a orillas del mar gris» sus ojos se llenaban de lágrimas y recitaba la tercera estrofa con una voz trémula que yo aborrecía. De niña e incluso durante la adolescencia, cuando entraba en el salón algunas noches de verano podía suceder que encontrara a mi madre sentada en la penumbra, acurrucada sobre el brazo del sofá, con las manos bajo los muslos, balanceándose bruscamente hacia delante y hacia atrás con los ojos clavados en el suelo. Eran movimientos cortos, rápidos, en absoluto un balanceo soñador. Unas partes de su cuerpo parecían luchar contra otras: sus piernas se apretaban la una contra la otra, sus puntiagudas rodillas de chiquillo se clavaban una y otra vez en sus pechos, sus dientes mordían y no soltaban su labio inferior, sus muslos le comprimían las manos.
Por lo demás, mi madre nunca permanecía sentada sin hacer nada. Trabajaba en el jardín —arrancaba malas hierbas, podaba, recogía bayas, segaba, cavaba o plantaba—, en casa —colgaba la ropa, ordenaba las estanterías, vaciaba y llenaba cajas, planchaba sábanas, colchas y toallas con la calandria del sótano, hacía pasteles con masa de levadura o preparaba mermeladas—, o bien salía a hacer lo que ella misma denominaba «una escapada al bosque» para recorrer los polvorientos campos de espárragos de los alrededores hasta caer exhausta. Por las noches, Christa solo se sentaba en el sofá para ver la televisión después del telediario o leer el periódico y quedarse dormida rápidamente para luego despertarse sobresaltada y protestar un poco: que ya era demasiado tarde y que nosotros —mi padre y yo— deberíamos irnos de una vez a la cama y que ella, Christa, se iba también inmediatamente a la cama. Y eso era lo que hacía.
Las pocas veces que aguantó despierta en el sofá —algo que no debió de suceder más de siete u ocho veces—, lo que hacía era escuchar música. Había puesto el tocadiscos y subido el volumen. El sonido estaba exageradamente alto. Inusitadamente alto. Desmesuradamente alto. Agresivamente alto. Yo conocía el disco, en la cubierta se veía en un prado o una playa a un hombre con barba, camisa y gorra de marinero, que cantaba en dialecto bajo alemán acompañado de su guitarra. «¡Quisiera que aún fuésemos niños, Johann!», resonaba en nuestro salón su voz más imperiosa que melancólica. Me preguntaba si debía marcharme; evidentemente, estaba invadiendo un lugar que no me correspondía. Pero no me iba porque quería que acabase. Quería que mi madre volviese a ser mi madre y no Christa Lünschen, la patinadora de Bootshaven. Por una parte, se me partía el corazón verla ahí acurrucada y balanceándose al son de la música, haciéndome reproches porque, por lo visto, mi padre y yo no conseguíamos hacerla feliz. Pero, por otra, estaba indignada y sentía que su nostalgia era una traición.