El sabor de la pepitas de manzana (22 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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—Sí, juguemos a lo que quiere Mira.

Rosmarie volvió a encogerse de hombros, dio media vuelta y se dirigió al jardín. Llevaba el vestido dorado, que brillaba bajo el sol cuando se movía. Yo fui detrás. Mira nos seguía a cierta distancia. El jardín humeaba. Sobre las hojas de pepino y calabaza se posaban grandes lentejas de agua de lluvia a través de las cuales se podían ver las venas y los pelos de las hojas como con lentes de aumento. Detrás de los groselleros olía a tierra y a excremento de gato.

—¿Tenéis la venda y el esparadrapo?

Rosmarie había vuelto la cabeza y nos observaba a Mira y a mí con sus ojos claros. Mira sostenía la mirada sin parpadear; había algo desafiante en sus ojos, algo que yo no comprendía. Tenía aún más maquillaje que de costumbre, la raya de los ojos aún más ancha. La espesa máscara negra de rímel marcaba en exceso sus pestañas largas y arqueadas y, cuando movía los ojos, era como si dos orugas negras anduvieran por su cara.

—No, no los tenemos.

Ese día, la piel de Mira era como de ceniza, y su voz también. Solo sus ojos parecían vivos, y las negras orugas se movían en silencio.

—Voy a buscarlos —dije yo.

Entré corriendo en la casa, subí las escaleras y cogí el esparadrapo. Ya no quedaba mucho en el rollo pero bastaría. Abrí el armario grande, saqué el foulard de Hinnerk, que colgaba junto a las corbatas en la cara interior de la puerta, me remangué la falda de tul azul cielo y bajé estrepitosamente las escaleras para regresar al jardín.

Mira y Rosmarie no se habían movido del sitio. Rosmarie le estaba diciendo algo a Mira, que miraba al suelo, pero al verme llegar se separaron y se alejaron. No las alcancé hasta llegar cerca de los groselleros.

—Aquí están las cosas.

—¿Quieres empezar tú, Iris? —preguntó Rosmarie.

—No, esta vez empiezo yo —dijo Mira.

Me encogí de hombros y le tendí el foulard a Mira, que se vendó los ojos y cruzó los brazos a la espalda. Pegué una tira de esparadrapo marrón alrededor de sus muñecas y, como no conseguía cortar la cinta, Rosmarie se inclinó y la cortó rápidamente con los dientes. Mira no dijo nada. Nos arrodillamos en el barro, detrás de los groselleros.

—Da igual —dijo Rosmarie—, lavaremos los vestidos antes de que las nornas se den cuenta.

Las nornas eran, evidentemente, Christa, Inga y Harriet. Ya habíamos lavado varias veces los vestidos en secreto. Rosmarie y yo nos levantamos y fuimos a buscar alguna cosa para introducir en la boca de Mira. Yo corté una hoja de acedera y se la mostré a Rosmarie. Ella asintió y me mostró a su vez una hoja de levístico o hierba para la sopa, como la llamaba nuestra abuela, que olía a sopa y a cubitos Maggi. Si uno la frotaba entre las manos, el olor no se quitaba de encima durante días y días. Pensé que esa hierba para la sopa era algo despiadado para comenzar, pero asentí y me metí en la boca la hoja de acedera que había recogido para Mira.

Cuando regresamos, Mira estaba acuclillada en el suelo, como petrificada.

—Bien, Mira, tú lo has querido —dije—. Zámpatelo o muere. Abre la boca. ¿Se lo das tú, Rosmarie?

Rosmarie volvió a estrujar la hoja entre sus dedos. Mira la debía de haber olido antes incluso de que Rosmarie se la acercara a la cara. Abrió la boca, lanzó un fuerte gemido y vomitó. Su torso se dobló hacia delante sacudido por la violencia del estallido.

—¡Por Dios, Mira!

Yo estaba tan asustada que ni siquiera pensé en liberarla del esparadrapo y de la venda.

—Estoy bien. Ya me siento mejor. Rosmarie sabe que aborrezco el levístico.

Yo no sabía que la hierba de la sopa era lo mismo que el levístico y supuse que Rosmarie tampoco lo sabía. Rosmarie permaneció en silencio. Se había arrodillado detrás de Mira y la había rodeado con los brazos. Su barbilla estaba apoyada sobre el hombro de Mira y había cerrado los ojos. Mira seguía con los ojos vendados. Todo olía a vómito.

—Bueno, entonces nos iremos a la esclusa.

Estaba convencida de que ellas aceptarían mi propuesta. Pero Mira sacudió lentamente la cabeza.

—Sigue siendo mi turno. La vez anterior no cuenta, no lo tuve sobre la lengua siquiera.

En aquel momento, Rosmarie besó a Mira en la boca. Me resultó muy desagradable. Jamás las había visto besarse así y, por otra parte, pensaba horrorizada en que Mira acababa de vomitar.

—Estáis chifladas —dije.

Me sentía muy incómoda allí, en el jardín, y no sabía si era a causa del juego o del beso.

Rosmarie se apartó unos metros llevándose consigo a Mira y la ayudó a sentarse. Luego, salió en busca de algo pero sin alejarse demasiado. Se agachó rápidamente y cuando se levantó vi que había recogido un calabacín, pero no uno de esos calabacines enormes sino uno de los pequeños. Un trocito de calabacín podía venir bien, pensé, sobre todo si el calabacín era pequeño y fresco. Rosmarie, sin embargo, no cortó un trozo, sino que dijo con voz sibilante:

—Zámpatelo u olvídalo, querida.

Mira sonrió y abrió la boca. Rosmarie se puso en cuclillas muy cerca de su cara. Arrancó la flor del fruto aún mojado por la lluvia y deslizó el extremo en la boca de Mira. Entonces susurró:

—Este es el rabo de tu amante.

Un fugaz estremecimiento de rechazo sacudió el cuerpo de Mira pero enseguida recuperó la calma, cortó de un enérgico mordisco la punta del calabacín y la escupió a ciegas en la cara de Rosmarie. El disparo alcanzó a Rosmarie en el labio superior. Después, Mira dijo:

—Tú has perdido, Rosmarie.

Se arrancó de un tirón el esparadrapo, se puso en pie, se quitó la tela blanca de los ojos y la arrojó a la compostera. Y se marchó.

Rosmarie y yo la seguimos con la mirada.

—Dime, ¿qué significa todo esto? —pregunté.

Rosmarie se volvió entonces hacia mí con el semblante descompuesto.

—¡Déjame en paz, pedazo de tonta! —gritó.

—De mil amores —respondí—. De todos modos, yo no juego con gente que no sabe perder.

Dije eso solo porque me había percatado de que la frase de Mira había picado a Rosmarie. Aunque no había entendido el sentido. Rosmarie se me acercó en dos largos pasos y me dio una bofetada.

—Te odio.

—Los gusanos no saben odiar.

Rosmarie no apareció a la hora de la cena. Y no entró en nuestra habitación hasta el momento en que yo estaba a punto de meterme en la cama e hizo como si no hubiera pasado nada. Yo seguía enfadada con ella. Aun así, me senté a su lado sobre el alféizar de la ventana y ella me contó lo que pasaba con Mira. Luego, cayó la noche.

Cuando yo estaba allí, en verano, Rosmarie y yo dormíamos en la antigua cama de matrimonio. Era divertido y terrorífico, nos contábamos nuestros sueños, charlábamos y reprimíamos la risa. Rosmarie contaba cosas de su escuela, de Mira y de los muchachos de quienes estaba enamorada. Con frecuencia hablaba de su padre, un huno del norte de cabellos rojos, un explorador polar, un pirata del océano glacial, quizá muerto, conservado para siempre entre el hielo, un cielo gris de plata reflejándose en sus ojos rígidos, y otras historias parecidas. Rosmarie jamás hablaba de su padre con Harriet, y Harriet eludía el tema.

En la cama, Rosmarie y yo nos inventábamos idiomas, idiomas secretos, idiomas nocturnos. Durante un tiempo lo decíamos todo al revés. Al principio nos resultaba muy difícil, pero al cabo de unos días le habíamos cogido el tranquillo y podíamos intercambiar sin problema algunas frases breves. Invertíamos los nombres de la gente que conocíamos, empezando por los nuestros. Yo era Siri, ella era Eiramsor, y luego, obviamente, estaba Arim. En algún momento, a Rosmarie se le ocurrió que lo contrario de una cosa debía ser la misma cosa pero al revés.

Un día en que estábamos las tres apoyadas en los amplios alféizares de las ventanas de la habitación de Rosmarie y mirábamos caer la lluvia, Rosmarie dijo:

—¿Sabíais que me he anexionado a Mira?

Mira la miró por entre sus pesados párpados. Su pequeña boca roja se abrió lánguidamente:

—¡Ah!,¿sí?

—Sí, Mira está contenida en Rosmarie, y tú, Iris, te me escapaste por un pelo, mejor dicho por una «i».

Mira y yo nos quedamos calladas e intentamos hacerlo mentalmente. R-O-S-M-A-R-I-E. Al cabo de un momento, dije:

—Oh, pero si hay un montón de cosas contenidas en tu nombre.

—Lo sé —dijo feliz Rosmarie, sin poder reprimir la risa.

—AMOR —dijo Mira.

Y tras una pausa:

—AMOR y ROSA.

—MORAS —dije yo.

Nos reímos.

—Tengo hambre —dije.

Rosmarie contenía en efecto un montón de cosas. Amor y rosa, moras, mies y mar, ira y risa.

Yo no contenía nada. Absolutamente nada. No era más que yo misma, Iris, flor y ojo.

Basta. De momento, ya estaba bien de pensar en las heridas que venían de regalo con la casa. Entré al cobertizo y me dirigí, pasando por el viejo lavadero, al cuarto de la chimenea. La puerta corredera rechinó cuando la empujé con todas mis fuerzas hacia un lado. Las losas del suelo aportaban frescor al recinto. El cuarto estaba umbrío pese a aquellas grandes puertas acristaladas, porque el sauce llorón se alzaba demasiado cerca de la terraza y la luz del día entraba, escasa, tamizada por ese filtro verde. Llevé uno de los sillones de mimbre a la terraza. Era ahí, justo encima de mi cabeza, donde en otros tiempos se encontraba el techo del jardín de invierno. El mismo padre de Bertha había diseñado en su día la estancia. Los campesinos de la zona la llamaban jocosamente «el palacio de las palmeras», pues el jardín de invierno de los Deelwater era una suntuosa construcción acristalada, muy alta y espaciosa y no simplemente un pequeño apéndice hecho con cristales abombados de culo de botella. Con los años, sin embargo, los brazos del sauce llorón hacían de pantalla que resguardaba de las miradas de los curiosos que pasaban por la calle.

Absorta como estaba en mis ensoñaciones en torno al jardín de invierno, me asaltaron de pronto los recuerdos de Peter Klaasen. Mi madre me había contado la historia. Había también algunas cosas de las que me había enterado por casualidad y otras que salían de las conversaciones entre tía Inga y tía Harriet, que Rosmarie escuchaba a escondidas y me transmitía regularmente. Si bien era aún muy joven en esa época —debía de tener unos veinticuatro años—, Peter Klaasen tenía el cabello plateado. Trabajaba en la gasolinera BP, a la salida del pueblo. Inga había vuelto a venir con frecuencia a casa. Tras la muerte de Hinnerk, el año anterior, la memoria de Bertha se deterioraba cada vez más rápido. Harriet y Rosmarie seguían viviendo allí, pero Inga no podía permitir que ellas dos asumieran toda la responsabilidad. Christa vivía lejos. Venía conmigo durante las vacaciones pero, como las vacaciones no duraban todo el año, Inga procuraba aliviar a su hermana de tan pesada carga al menos los fines de semana. Todos los domingos por la noche montaba en su escarabajo blanco y llenaba el depósito en la BP antes de continuar su viaje a Bremen. Cada domingo por la noche, tras la visita a Bertha, se quedaba durante horas enredada entre el miedo y la tristeza, aliviada sin embargo al pensar que podía regresar a su propia vida. Pero al alivio se sumaba el sentimiento de culpa hacia una de sus hermanas que no podía marcharse, y el sentimiento de odio hacia la otra que, con la excusa de estar casada, simplemente vivía su vida al margen. Inga tenía entonces cuarenta años y no estaba casada, no tenía hijos ni quería tenerlos. Sin embargo, pensaba que Christa se tomaba las cosas demasiado a la ligera. Dietrich era un hombre agradable y se ganaba bien la vida, Christa tenía una hija con él y daba clases de Educación Física ocho horas a la semana en un instituto de enseñanza secundaria de un pueblo vecino. No porque lo necesitara, sino porque se lo habían propuesto y porque le gustaba hacerlo. Inga sabía, desde luego, que Christa habría prestado más ayuda si viviera más cerca de Bootshaven, pero el hecho de que ni siquiera se lo planteara era lo que Inga encontraba injusto. Los domingos por la noche, sin embargo, cuando la gente está triste porque se acaba el fin de semana, Inga cantaba en su coche pequeño y ruidoso de camino a Bremen.

A Inga no le gustaban las gasolineras con surtidores automáticos. Ella prefería que la atendieran y, los domingos por la noche, era siempre el mismo empleado de cabello plateado y piel lisa de hombre joven quien la atendía. Cada domingo, él le deseaba cortésmente una buena semana. Ella le daba las gracias con una sonrisa distraída que resaltaba la belleza de su boca. Al cabo de tres meses, cuando el joven empezó a saludarla llamándola por su nombre, ella lo miró de verdad por primera vez.

—Disculpe, señor, ¿usted sabe mi nombre?

—Sí. Usted viene a repostar cada domingo y yo le pongo gasolina. Uno ha de conocer por su nombre a todos sus clientes habituales.

—Vaya, vaya… Clientes habituales, pero ¿cómo sabe usted que lo soy?

Inga estaba confusa, se preguntaba qué edad debía de tener ese hombre. Parecía muy joven pero sus cabellos le hacían dudar. Inga no sabía si debía tratarle con displicencia maternal o mostrarse simplemente distante y fría. Cuando el dependiente de la gasolinera se le acercó con una sonrisa y un breve guiño, Inga se sorprendió respondiendo con una sonrisa. A fin de cuentas, el hombre solo quería ser simpático y ella se hacía la interesante. Al irse, Inga vio por el retrovisor que el hombre de cabellos plateados la seguía con la mirada mientras un cliente hablaba con él.

El domingo siguiente, él estaba otra vez allí y la saludó con amabilidad, aunque sin pronunciar su nombre. Inga dijo:

—Venga, si soy una clienta habitual.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro del hombre.

—Sí, señora Lünschen, claro que lo es, pero no quiero ser inoportuno.

—No, no lo es en absoluto. El problema es que yo soy una vieja lunática.

El hombre calló. La miró. Demasiado tiempo para el gusto de Inga.

—No, no lo es, y usted lo sabe muy bien.

Inga se rió.

—Imagino que es un piropo. Muchas gracias.

Pero si estoy coqueteando con él, pensó sorprendida tras arrancar, estoy coqueteando con ese extravagante gasolinero. Sacudió la cabeza y no pudo reprimir una sonrisa.

Inga habló también con él los domingos siguientes, de manera que siempre se sorprendía sonriendo en su coche en el camino de vuelta. Los pensamientos sobre Bertha y cómo podían evolucionar las cosas la acompañaban solo hasta la salida del pueblo y llegó el momento en que empezó a no pensar más que en poner gasolina cuando aún no había terminado de cenar en compañía de Bertha, Harriet y Rosmarie. Había averiguado que, al igual que ella, él estaba allí solo los fines de semana. De hecho, era ingeniero mecánico, acababa de finalizar sus estudios y trabajaba temporalmente en la gasolinera, que pertenecía a un amigo de su padre. Él se había enterado del nombre de ella por el propietario de la estación de servicio, donde el padre de Inga llenaba el depósito de su viejo Mercedes negro. El joven de la gasolinera era un hombre simpático, no especialmente elocuente pero muy seguro de sí mismo. Tenía buena planta, era un tanto presuntuoso pero, sobre todo, era demasiado joven, más joven aún de lo que Inga había pensado en un primer momento, y ella no tenía la menor intención de conocerle más íntimamente. El la admiraba, era obvio, pero Inga estaba acostumbrada a eso, no era motivo para que ella se interesara enseguida por un hombre. Aun así, también había averiguado su nombre, Peter Klaasen, quien, sin llegar a ser pesado, era perseverante.

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