El sabor de la pepitas de manzana (18 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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En el tren, tuvo fiebres muy altas y se quedó sin fuerzas. En su estado no lo podían enviar a Rusia. Tuvo que ser hospitalizado y, aunque no le administraron penicilina, se acabó recuperando. Después de eso, en enero de 1945, lo enviaron al frente, en Dinamarca, donde lo destinaron a un campo de prisioneros. Al acabar la guerra, lo transfirieron a un campo de concentración en el sur de Alemania. Yo sabía todo eso por Christa, que pasaba a máquina las cartas que Bertha le enviaba a Hinnerk y nos las leía a mi padre y a mí. Bertha escribía sobre el cerdo que había comprado y confiado al cuidado de la hermana de Hinnerk, Emma. Le contaba que, de entre todos los cerdos que tenía su cuñada en la granja, era precisamente ese cerdo, su cerdo, el que había muerto. ¡Una estúpida casualidad! No es que Bertha no hubiese podido reconocer a su propio cerdo de entre todos los demás cerdos de la granja, no, pero estaba obligada a creer a Emma. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer? De eso le escribía Bertha a Hinnerk. Y de cómo había ido en bicicleta sobre la nieve a visitar a un hombre a quien su padre le había hecho un día un favor. Ella le había pedido prestada un hacha porque la suya estaba rota. Bertha se mataba trabajando y conseguía mantener a su familia. Ella tenía a Úrsula, la vaca. Había extranjeros en la casa, refugiados de Prusia oriental que se habían acuartelado allí. Escribía que resultaba difícil compartir la cocina con extraños. Después de la guerra, fueron los soldados ingleses quienes se establecieron en la casa. Hacían fuego en el suelo de la cocina. Eran tremendamente ruidosos pero amables con los niños. Bertha informaba también sobre las colonias de refugiados y sobre sus hijas, que se quedaban de pie detrás de la verja y miraban cómo centenares de personas pasaban cada día por delante de la casa con caballos, maletas, carretillas y canastas. A ellas todo eso les parecía excitante. Durante semanas se entretenían cargando el cochecito de Harriet, que entonces tenía dos años, con todo cuanto encontraban por la casa, vistiéndose con toda la ropa que descubrían en los armarios y cojeando en fila india por el patio. «Estamos jugando a los refugiados», le explicaban a su madre y acababan instalándose siempre en el gallinero. Sobre ese tipo de cosas le escribía Bertha a su marido. Y atravesaba Alemania para ir a visitarlo. Sin las hijas.

Un día regresó a casa. No estaba perturbado. Tampoco estaba enfadado o enfermo. Estaba igual, ni más lunático ni más amable. Hinnerk estaba simplemente contento de estar de nuevo en casa. El quería que todo fuese como siempre e hizo un gran esfuerzo para sobreponerse. Todo siguió como antes, salvo que a partir de ese momento llamó Fjodor a su hija más pequeña, Harriet, que aún era un bebé cuando tuvo que marcharse. El porqué, nadie lo sabía. ¿Quién era Fjodor? Christa e Inga fantaseaban con que Fjodor era un pequeño niño ruso con ojos almendrados de color azul cielo y cabello oscuro hirsuto que le había salvado la vida a mi abuelo escondiéndolo en su casita de madera en lo alto de un árbol y alimentándolo con cortezas de pan. Pero la realidad era que Hinnerk jamás había puesto los pies en Rusia.

Tras el regreso de Hinnerk, Bertha pasó sin quejarse a un segundo plano. Le presentó el libro de cuentas de la casa, que él analizó con minuciosidad. Dejó que él decidiese si había que conservar o vender a Úrsula, y Hinnerk quiso conservarla pese a que apenas daba leche. Seguían teniendo extranjeros alojados en el primer piso de la casa y aquello lo exasperaba; despotricaba contra aquel distinguido matrimonio de cierta edad, incluso cuando podían oírlo. De pronto, todo se había vuelto demasiado estrecho y Bertha, que hasta entonces había compartido su cocina sin problemas, tuvo que establecer reglas para que cada uno supiera quién podía estar dónde y cuándo. Sintió vergüenza, pero lo hizo.

Por mucho que hubiera renegado del partido, Hinnerk había sido juez segundo de distrito. Como había ocupado un cargo importante en el régimen nazi, fue inhabilitado para ejercer su profesión. Las autoridades americanas no tardaron en enviarlo a un campo de desnazificación. Mi madre me contó que, cada dos o tres meses, ella y sus hermanas se ponían sus mejores ropas e iban en tren a Darmstadt a visitar a su padre. El día en que Inga, que entonces tenía ocho años, le preguntó a su padre qué hacía allí todo el santo día, Hinnerk se limitó a mirarla sin decir palabra.

Al regresar de aquellas visitas, Bertha explicaba a sus hijas que Hinnerk debía someterse a los exámenes exigidos por los ingleses y los americanos a fin de poder ejercer otra vez su profesión. Mi madre me confesó una vez que ella había imaginado durante años que su padre se volvía a licenciar en Derecho, solo que esta vez en inglés.

Finalmente regresó, recuperó su habilitación y jamás volvió a pronunciar una palabra sobre aquel año y medio pasado en Darmstadt, ni tampoco sobre los años precedentes.

Una vez Inga nos contó que Hinnerk había estipulado en su testamento que sus diarios debían quemarse tras su muerte y que eso era lo que habían hecho.

—¿Y no les echaste un vistazo antes de quemarlos? —preguntó incrédula Rosmarie.

—No —dijo Inga mirándola a los ojos.

Hinnerk adoraba el fuego. Yo lo veía muchas veces pasarse días enteros haciendo fuego en el jardín. Permanecía allí de pie removiendo las brasas con la horquilla. Cuando Rosmarie, Mira y yo nos acercábamos, nos decía:

—¿Sabéis que hay tres cosas que uno puede contemplar ininterrumpidamente y sin aburrirse? Una de ellas es el agua; otra, el fuego; la tercera es la desdicha de los demás.

Aún podían verse las huellas del fuego que los soldados ingleses habían encendido en el suelo de la cocina, pero la pintada de espray rojo en el muro del gallinero había acabado desapareciendo bajo las capas de pintura blanca. Bueno, casi, porque si se sabía que la palabra había estado allí podía adivinarse. Sin embargo, yo pensaba que ya podíamos dar el trabajo por bueno. Rodeé el gallinero buscando a Max. Había abandonado el rodillo para pintar con brocha.

—¿Y? ¿Qué tal va la cosa?

Max continuó concentrado en la pintura sin levantar los ojos.

—¡Eh! ¡Max! Soy yo. ¿Estás bien? ¿Obsesionado con la pintura? ¿Tienes un calambre? ¿Necesitas ayuda?

Max siguió pintando la pared a un ritmo frenético.

—No, todo en orden.

Me aproximé, me cerró el paso y dijo:

—¡Eh! ¿Y tú? ¿Ya has acabado con tu pared? Vamos a ver qué has hecho. ¿Se puede leer todavía la pintada?

Me apartó con su cuerpo hacia el lado que yo acababa de pintar, lo examinó y dijo:

—Pues la verdad es que tiene muy buen aspecto.

—Pero aún se ve.

—Sí, pero para verla es preciso mirarla dos veces.

Clavé la mirada en la pared blanca.

—¡Dios mío! ¿Habrá adquirido un valor simbólico la pared del gallinero?

Pero Max ya no escuchaba. Había vuelto a desaparecer detrás de la caseta. Todo se había sumido en la penumbra. La pared recién pintada iluminaba con su resplandor blanco. ¿Por qué se comportaba Max de una manera tan extraña? Me puse a su lado; él seguía sin levantar la vista. Vi entonces que no estaba cubriendo la pared de manera uniforme, pasando la brocha de un extremo al otro, sino que había comenzado a pintar por el centro. Creí por un momento que trataba de ocultar alguna pintada roja que yo no había visto y que él no quería que viese. ¿Tal vez para protegerme? Pero entonces me di cuenta de que estaba tapando algo que él mismo había pintado sobre el muro: mi nombre. Acaso una docena de veces.

—Iris, yo…

—Me gusta esa pared.

Nos quedamos contemplándola durante un buen rato.

—Ven, Max, dejémoslo ya. Está demasiado oscuro para pintar.

—Entra si quieres. Yo acabaré de pintarlo.

—Venga, no seas tonto, déjalo estar.

—No, de verdad, esto me divierte. Además, fue idea mía comenzar esta noche.

Bueno, si eso era lo que quería… Me volví y empecé a recoger mis trastos.

—Déjalo todo ahí. Ya lo recogeré yo, de verdad.

Me encogí de hombros y atravesé lentamente el jardín en dirección a la casa. Al pasar ante los rosales me pareció que las flores tenían un perfume mucho más melancólico que durante el día.

Bebí un vaso de leche y me fui a la cama con el cuaderno de poemas de Hinnerk. Constaté que estaban escritos en caligrafía Sütterlin; nada extraño para una bibliotecaria experimentada. Sin embargo, primero tenía que familiarizarme con la letra de mi abuelo. El primero era un poema de ocho versos sobre mujeres gordas y delgadas. Le seguía un poema más largo sobre campesinos astutos que, con fingida torpeza, ridiculizaban a abogados taimados. Había una receta en verso para la prevención de epidemias que comenzaba así:

Bardana, petasita, verónica,

angélica y pulmonaria,

enebro, genciana azul, no blanca,

aristoloquia en rama…

Leí poemas sobre los fuegos fatuos en el pantano, sobre un puerto encallado desde tiempos remotos en la región de Geeste donde una barca vacía atracaba en septiembre una noche de luna llena y, al día siguiente, se descubría que había soltado amarras y que un niño del pueblo había desaparecido con ella. Hinnerk evocaba en uno de sus poemas el exuberante sonido que producía la implacable cadencia de las guadañas sacudidas por cuatro hombres que segaban los campos. Había otro poema sobre los emigrantes que partían a América. Otro, titulado «El 24 de agosto», evocaba el día de la migración de las cigüeñas. Otro trataba de la recogida de hielo en el estanque de las afueras del pueblo. Leí un poema algo escabroso sobre una vaca tan malherida por el toro del pueblo que tenía que ser sacrificada para poner fin a sus sufrimientos; luego, un poema sobre el placer de la danza en la gran sala de Tietjens y, finalmente, dos sombríos poemas, uno de ellos titulado «De Twölften» [Los doce] que trataba de las seis últimas noches del viejo año y de las seis primeras del nuevo; quien pusiera ropa a secar durante aquellos días sagrados se arriesgaría a vestir la mortaja en breve, y quien hiciera girar una rueda, incluso la de una rueca, vería avanzar el coche fúnebre que lo conduciría a su última morada. Porque durante esos días, la furia del legendario cazador de ciervos atravesaría el aire. El último poema del cuaderno gris hablaba de un devastador incendio en Bootshaven el día del nacimiento de Hinnerk. La gente aullaba como las bestias y las bestias como la gente, mientras medio pueblo se reducía a cenizas.

Apagué la lámpara de la mesilla y permanecí con la mirada clavada en la negrura de la habitación. Una vez que mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, reconocí sombras y contornos. En el cuaderno de Hinnerk no había ni un solo poema que aludiera a la guerra. Ni alguno que permitiese concluir que aquellos versos habían sido escritos en un campo de concentración, en un campo cuyo único propósito no era otro que el de que sus ocupantes conservaran en la memoria los estremecedores actos cometidos por ellos mismos y por otros durante los años precedentes. Pensé en los poemas en que Hinnerk hablaba de su pueblo y expresaba el amor que le inspiraban los lugares de su infancia, esa infancia que tanto había odiado.

Entonces tuve la certeza de que el olvido no solo era una forma de recuerdo, sino que el recuerdo era también una forma de olvido.

Capítulo 9

Naturalmente, pensaba en Max. Me preguntaba si él se mostraba tan reservado porque yo me mostraba reservada, o si yo me mostraba reservada porque él se mostraba reservado o porque quería mostrarme reservada por razones que aún tenía que analizar.

A la mañana siguiente —debía de ser martes—, corrí descalza hasta el armario grande y abrí las puertas de par en par. Olía a lana, a madera, a alcanfor y también ligeramente a la colonia de mi abuelo. Tras un breve titubeo, saqué un vestido blanco con pequeños lunares gris claro, un vestido fino y ligero, pues la ola de calor era persistente. En otros tiempos había sido el vestido de baile de Inga. Me senté en las escaleras de la puerta de entrada con una taza de té en la mano. Hasta mí llegaba el esperanzador olor a verano. No reparé en los tres cubos de pintura vacíos que descansaban al pie de las escaleras hasta el momento en que me disponía a entrar. Rodeé la casa en dirección al bosque de pinos y, en efecto, vi que las cuatro paredes estaban pintadas de blanco, tal como había sospechado. El gallinero tenía un aspecto muy hermoso, como de pequeño pabellón de verano. ¿Cuánto tiempo se habría quedado Max pintando por la noche? Al bordear la caseta, comprobé que la palabra «Nazi» seguía viéndose bajo la pintura blanca. Sin embargo, los numerosos «Iris» habían desaparecido. Entré en la caseta, lo que tuve que hacer agachada.

Cuando nos sorprendía la lluvia en el jardín, Rosmarie, Mira y yo nos refugiábamos allí dentro. Y durante las vacaciones, yo me refugiaba allí sola con frecuencia. Sobre todo en septiembre, cuando Rosmarie solía regresar a la escuela pero yo todavía no tenía clases. Esos días me pasaba la mañana completamente sola. Coleccionaba piedras muy diferentes a las que se podían encontrar en casa, donde había sobre todo guijarros redondeados y lisos; aquí, en cambio, las piedras parecían de vidrio y se rompían casi tan fácilmente como este. Si se arrojaban a un suelo duro, estallaban, y los fragmentos cortaban como cuchillas. Mira las llamaba «piedras de fuego». Por lo general eran marrón claro, marrón grisáceo o negras, rara vez blancas.

Los guijarros del Rin que había en casa no se rompían. Durante una época reuní muchas piedras porque esperaba encontrar cristales en su interior. Tenía buen ojo: cuanto más áspera y banal era su apariencia, más centelleaban por dentro. Las solía encontrar entre los viejos raíles, en el bosque próximo a la casa. Era su forma la que me sugería que contenían cristales; había algo en su redondez que resultaba menos arbitrario que en las piedras comunes. A veces, los cristales llegaban hasta la superficie. Eran como ventanas a través de las que se podía mirar dentro. Mi padre me regaló una sierra para piedras y me pasaba horas enteras cortándolas en el sótano. La sierra hacía un ruido tan horrible que me dolían los oídos. Con ansiedad, contemplaba las cavidades centelleantes. Experimentaba un sentimiento de triunfo y orgullo cuando comprobaba que mi intuición no me había engañado pero, al mismo tiempo, tenía la sensación de estar violando una prohibición, de estar invadiendo algo, de airear secretos. Sin embargo, me sentía también aliviada al constatar que las piedras marrones no eran solo piedras, sino cuevas cristalinas, moradas de hadas y de pequeñas criaturas mágicas.

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