El sabor de la pepitas de manzana (17 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Mira, la primera en recobrar la compostura, me preguntó si mi madre no me había explicado que las mujeres perdían una vez al mes sangre por abajo. Yo me quedé estupefacta. ¿Sangre? Nadie me había hablado de eso. Me acordaba vagamente de algo que mi madre llamaba sus «periodos» que tenía que ver con el hecho de que ella no podía practicar sus deportes habituales. Sentí rabia contra mi madre. Y rabia contra Mira y Rosmarie. Habría deseado golpearlas con los pies. En medio de sus tetas de Medusa.

—¡Pero fíjate, Mira! ¡Si no lo sabía! —gritó Rosmarie, realmente embelesada.

—Sí. Es verdad. ¡Qué mona!

—Por supuesto que lo sabía, lo único que no sabía es que se llamaba «regla». Nosotros, en casa, le decimos «periodo».

—Vale, eso quiere decir que también sabes qué se hace para que no chorree.

—Sí, por supuesto.

—¿Y bien? ¿Qué se hace?

Me callé y volví a morderme las mejillas. Eso me producía dolor y me servía de distracción. Con la lengua podía seguir las huellas que me dejaban los dientes. No quería admitir que sabía tan poco, ni menos aún cambiar de tema porque era absolutamente imprescindible que me enterara de más cosas.

Rosmarie se quedó mirándome. Estaba tumbada entre Mira y yo, sus ojos tenían un brillo plateado como la piel de los pequeños peces del canal. Parecía saber lo que estaba pasando dentro de mí.

—Yo te lo digo: se usan tampones y compresas. Mira, explícale cómo funciona un tampón.

Lo que Mira me dijo me perturbó: enormes y rígidos bastoncillos de algodón que se introducían por abajo, hilos que colgaban entre las piernas y constantemente sangre, sangre, sangre. Se me revolvió el estómago. Me levanté y salté al agua. Detrás de mí oí reír a Rosmarie y a Mira. Cuando salí del agua, las dos estaban hablando de su peso.

—Ahí viene nuestra pequeña Iris, que tiene ya lo que se dice un trasero bien gordo.

Rosmarie me miró desafiante. Mira resopló.

—Eso es por los bombones Schogetten de vuestro abuelo.

Era verdad: yo no era delgada, ni siquiera esbelta. Tenía un culo grande, piernas gordas y nada de pecho pero, en cambio, un vientre redondo. Yo era la más fea de todas. Rosmarie era la misteriosa, Mira, la mala y yo, la gorda. También era verdad que yo comía demasiado. Adoraba leer y comer al mismo tiempo. Una rebanada de pan con mantequilla tras otra, una galleta tras otra, dulce y salado en continua alternancia. Era maravilloso: novelas de amor con queso gouda, novelas de aventura con chocolate con nueces, dramas familiares con muesli, cuentos de hadas con caramelos blandos, novelas de caballería con galletas Príncipe. En muchas lecturas me llamaban a la mesa justo en la parte más interesante del libro: albóndigas de carne, sémola, pan de especias, una rodaja de la mejor salchicha de carne. A veces, cuando iba de expedición por la cocina buscando comida, mi madre se mordía el labio inferior, me hacía una señal muy peculiar con la cabeza y decía que ya estaba bien, que la cena se serviría en una hora, o que podría cuidar un poco de mi línea. ¿Por qué me decía siempre que estaba bien cuando precisamente ya no lo estaba? Ella sabía que me humillaba con sus frases, que yo me iría ofendida a mi habitación, que no me sentaría a la mesa para la cena y que más tarde entraría a hurtadillas en la cocina para rapiñar y llevarme a la cama almendras y chocolate de repostería, que comería y leería y me convertiría en una desdichada sirena muda o en un pequeño lord que encalla en la playa de una isla desierta, correría con los cabellos al viento a través de un desolado paisaje pantanoso o mataría al dragón. Masticaba las almendras al mismo tiempo que la rabia y el asco hacia mí misma y me lo tragaba todo con chocolate. Y mientras leía y comía, me calmaba. Yo era todo lo que uno podía llegar a ser, excepto yo misma, pero por nada del mundo debía dejar de leer.

Aquel día en la esclusa yo no leía. Mojada y en pie sobre la pasarela, sentía escalofríos bajo la mirada de las dos chicas. Contemplaba mis pies que, vistos desde arriba, sobresalían blancos y anchos por debajo de mi vientre y mi piel de gallina se alzaba sobre mis pezones.

Rosmarie se levantó de un salto.

—Venid, nos tiraremos desde el puente.

Mira se puso en pie lentamente y se estiró. Con su biquini, parecía una gata blanca y negra.

—¿Tú crees que es realmente necesario? —preguntó soltando un bostezo.

—Sí, querida, es necesario. Ven con nosotras, Iris.

Mira se resistió.

—Vamos, chiquillas, id a jugar a otra parte y dejad, por favor, a los mayores descansar un poco, ¿sí?

Rosmarie me miró. Sus ojos tenían un brillo tornasolado. Me tendió la mano. La tomé agradecida y corrimos juntas en dirección al puente. Mira nos siguió con desgana.

El puente era más alto de lo que pensábamos pero no tan alto como para hacernos desistir de la idea. En verano, los chicos mayores saltaban todo el tiempo desde allí arriba, pero ese día no había nadie.

—Fíjate, Mira, ahí abajo está tu hermano pequeño. ¡Eh! ¡Tú, inútil!

Rosmarie tenía razón. Ahí abajo estaban Max y un amigo sentados en una toalla. Comían galletas y todavía no nos habían visto. Al oír el grito de Rosmarie, levantaron la cabeza.

—Bien. ¿Quién salta primero? —preguntó Rosmarie.

—Yo.

Yo no tenía miedo de saltar. Nadaba bien y, aunque era fea, al menos era valiente.

—No, Mira salta primero.

—¿Por qué? Si Iris quiere saltar, que lo haga.

—Pero yo quiero que saltes tú primero.

—Bueno, pero yo no quiero saltar.

—Venga, Mira, no seas así. Siéntate sobre la pasarela.

—Vale, lo haré, pero eso es todo.

—De acuerdo.

Rosmarie volvió a mirarme con sus ojos iridiscentes. De pronto supe lo que pretendía. Mira y ella se habían estado riendo de mí hacía apenas un momento y ahora mi prima se aliaba conmigo. Yo continuaba estando furiosa por lo de antes, así que me sentí halagada. Le hice una discreta seña con la cabeza y ella me la devolvió. Mira estaba sentada en la pasarela y sus pies se balanceaban sobre el agua.

—¿Eres cosquillosa, Mira?

—Sabéis muy bien que sí.

—¿Tienes cosquillas aquí?

Rosmarie la pellizcó levemente en la espalda.

—No, para ya.

—¿Y aquí?

Rosmarie le hizo un poco de cosquillas en el hombro.

—Déjame en paz, Rosmarie.

Yo me acerqué y grité:

—¿O tal vez aquí?

Y la pellizqué con energía en el costado. Ella se estremeció y lanzó un grito, perdió el equilibrio y cayó del puente.

Rosmarie y yo no nos miramos. Nos asomamos las dos a la barandilla para ver la reacción de Mira al reaparecer en la superficie.

Esperamos.

Nada.

Mira no aparecía.

Antes de saltar, me dio tiempo a ver a Max lanzarse al agua salpicando a su alrededor.

Cuando volví a salir a la superficie, Max tiraba de su hermana hacia la orilla. Ella tosía, pero nadaba.

Salió del agua tambaleándose y se tumbó en la hierba. Max se sentó a su lado. Estaban en silencio. Cuando salí del agua y Rosmarie bajó corriendo del puente, Max nos miró a las tres, una por una, escupió en el agua, se levantó y se alejó. Se montó en su bici con el bañador mojado y desapareció de allí.

Rosmarie y yo nos sentamos junto a Mira, que seguía con los ojos cerrados y la respiración acelerada.

—Estáis chifladas. Le costaba hablar.

—Lo siento, Mira, yo…

Me eché a llorar.

Rosmarie contemplaba a Mira en silencio. Cuando Mira abrió por fin los ojos para dirigirlos a Rosmarie, esta inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. La pequeña boca roja de Mira se contrajo; ¿era de dolor, de odio o porque estaba a punto de echarse a llorar? Su boca se abrió, se oyó un breve sonido ronco y entonces se echó a reír, suavemente al principio y más fuerte después; una risa estridente, desolada.

Rosmarie no le quitaba la vista de encima. Yo estaba sentada junto a ellas y lloraba.

—¿Max?

—¿Mm?

—Aquel día, en la esclusa…

—¿Mm?

—Estaba tan abatida. Me pregunto…

—¿Mm?

—Me pregunto si el incidente de la esclusa tuvo algo que ver con la muerte de Rosmarie.

—Ni idea, pero no creo. Además, ni siquiera fue el mismo verano. Lo de la esclusa fue mucho antes. ¿Y qué te ha hecho pensar ahora en eso?

—Ah. Ni idea.

—¿Sabes? También es posible que todo tuviera que ver con la muerte de Rosmarie. Quiero decir que acaso eso también tuviera algo que ver, eso y el tiempo que hacía ese día, y también esta pintada en el gallinero, y otros miles de cosas más. ¿Entiendes?

—Mm.

Me aparté el pelo de la frente. Continuamos pintando. Todavía hacía calor. Las capas de pintura no servían de mucho, la palabra pintada con espray rojo se podía leer tan bien como antes: «Nazi». El mismo Hinnerk había utilizado con frecuencia la palabra «soci» para referirse a los socialistas. A él no le gustaban los socis, era algo evidente. Criticaba a la derecha, a la izquierda, a todos los partidos y a todos los políticos. Despreciaba a toda esa pandilla corrupta y lo proclamaba a los cuatro vientos, a todos aquellos que querían oírlo, pero muy especialmente a aquellos que no querían oírlo. Mi padre, por ejemplo, no quería oírlo. El mismo era miembro del ayuntamiento y peleaba porque hubiera carril bici, por la regulación nocturna del alumbrado público en calles no frecuentadas y por el uso generalizado de rotondas en los cruces.

En cuanto a los poemas, según nos había contado Harriet, Hinnerk los había escrito después de la guerra, cuando le prohibieron seguir ejerciendo la profesión de abogado. Lo habían enviado al sur de Alemania como parte del proceso de desnazificación. Mi abuelo no había sido un simple miembro del partido, pero yo no quería hablar abiertamente sobre el tema con Max. Había sabido por Harriet que él había sido segundo jefe de circunscripción. Afortunadamente, no se había visto obligado a firmar condenas graves. Mi madre, que salía muchas veces en su defensa, contaba que Hinnerk había absuelto al señor Reinmann, herrero y comunista confeso. En su época de escolar, Hinnerk pasaba mucho tiempo en el taller del señor Reinmann: el espectáculo del metal al rojo vivo lo aterrorizaba y al mismo tiempo lo fascinaba. Hinnerk adoraba el silbido del agua al evaporarse. Pero las herraduras recién salidas del agua le parecían simples desechos. Se las veía duras y sin punta, marrones y muertas, mientras que poco antes habían lucido mágicos destellos rojos, como si tuvieran vida propia. Hinnerk tuvo que aprender, antes que nada, alto alemán en la escuela. Christa decía que el maestro había preguntado una vez a los alumnos del primer curso qué significaba la frase: «No tortures jamás a un animal por diversión pues él siente el dolor como tú y como yo». Hinnerk levantó la mano y dijo: «El mismo que sentiría yo». Mi abuelo cayó en gracia al pastor y los padres terminaron cediendo y enviaron al niño al instituto. La guerra estalló poco después. El padre de Hinnerk fue reclutado, pero Hinnerk siguió en la escuela. Como solía decir mi madre, si la Primera Guerra Mundial hubiese estallado seis meses antes, Hinnerk jamás habría ido al instituto, nunca habría estudiado, jamás habría podido casarse con Bertha, jamás la habría tenido a ella, a Christa, ni jamás habría existido yo. De modo que comprendí muy pronto que la escuela era algo importante. Vitalmente importante.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial, Hinnerk ya era padre de familia y no tenía nada de aquella vehemencia belicista. No quería ser soldado, ni tampoco fue llamado a filas. Se ocupaba de un campo de prisioneros en la ciudad y regresaba a casa para cenar cada noche, como de costumbre. Hinnerk Lünschen estaba orgulloso de sí mismo: jamás le habían regalado nada ni le habían dado nada masticado. Se había abierto camino solo gracias a su fuerza de voluntad, a su lucidez y a su autocontrol. Era atlético, el uniforme le sentaba bien y le confería cierto aire intrépido. Hinnerk creía que la mayor parte de las ideas de los nazis estaban hechas exactamente a la medida de hombres de su talla. Solo encontraba superflua la noción de seres inferiores. A él le bastaba con ser él mismo un superhombre. Despreciaba a la gente que se engrandecía a costa de empequeñecer a los demás. El, el doctor Hinnerk Lünschen, no necesitaba recurrir a eso y, naturalmente, le procuró a su excondiscípulo Johannes Weill los papeles necesarios para salir del país y reunirse con su familia en Inglaterra. A fin de cuentas, se trataba de una cuestión de honor. El jamás había hablado de eso, pero Johannes Weill nos había escrito una carta al recibir en Birmingham por vía indirecta la esquela de Hinnerk. Hacía ya seis meses que mi abuelo había muerto. Inga fotocopió la carta y se la envió a su hermana Christa. La carta era amable pero distante. El hombre, evidentemente, no albergaba sentimientos de especial afecto hacia mi abuelo. No quiero saber con qué displicencia se habría comportado Hinnerk con su excolega. Tampoco sé si mi abuelo era antisemita, aunque sí sé que no había nadie con quien no se hubiera enemistado en un momento u otro. La carta, sin embargo, decía de forma muy explícita que Hinnerk había ayudado a él, su condiscípulo, y saber esto fue un gran alivio para toda la familia.

Desde luego, él se enfadaba también con los nazis. Menospreciaba a los idiotas y, a sus ojos, muchos nazis lo eran. Creía también que había que ser idiota para continuar con una guerra en la que no había ninguna posibilidad de ganar. Una noche hizo esa misma declaración en la posada de los Tietjens, donde se había detenido para beber una cerveza. Sentada en la sala había una mujer silenciosa. Jamás supimos quién era. ¿La esposa de alguien a quien Hinnerk habría denunciado y condenado? ¿O bien alguien a quien Hinnerk habría humillado alguna vez? Él era lo suficientemente listo como para distinguir con rapidez las debilidades de la gente, pero no lo suficientemente sabio como para resistir la tentación de hacerlo. La señora Koop había contado una vez que Hinnerk tenía una amante en la ciudad, una hermosa mujer de pelo negro. Ella misma había visto su foto sobre el escritorio de Hinnerk, nada menos. Rosmarie y yo estábamos más sorprendidas por el hecho de que la señora Koop hubiese mirado a hurtadillas el escritorio de Hinnerk que por la foto de la misteriosa mujer morena. Inga aseguraba conocer esa foto. Ella sostenía que se trataba de una copia de la única foto que le habían sacado a Anna, la hermana de Bertha. Hinnerk, en todo caso, afirmaba que él no conocía a la silenciosa mujer de la posada de Tietjens. La mujer, sin embargo, debía de conocerlo o de haber hecho averiguaciones sobre él, pues lo denunció. Y así fue como, a sus casi cuarenta años y poco antes del final de la guerra, el doctor Hinnerk Lünschen, juez de distrito, se convirtió en soldado ante el horror de toda la familia. Mi abuelo detestaba la violencia. Había odiado y despreciado a su padre precisamente a causa de su violencia y ahora era él quien debía marchar al frente a disparar contra la gente o, peor aún, a recibir un balazo. Ya no pudo conciliar el sueño. Pasaba noches enteras ante la ventana abierta de su despacho con la mirada perdida en la oscuridad. Los tilos del patio ya estaban altos en esa época. Era otoño y la entrada que llevaba a la casa estaba sembrada de hojas amarillas con forma de corazón. La víspera de su partida, Hinnerk renegó del NSDAP, el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores. Y contrajo una pulmonía.

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