El sabor de la pepitas de manzana (27 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Inga se quedó en Bremen. Seguía teniendo pretendientes, todos bien parecidos y casi siempre bastante más jóvenes que ella, pero nada serio. Mantenía a la gente a una prudente distancia pero retenía los instantes. Sus fotos se vendían bien. Por la serie dedicada a su madre había obtenido el Premio German Portrait de 1997. Entre tanto, aplicaba los principios de la electrostática a su trabajo. Con ocasión del entierro de Bertha me había explicado cómo conseguía, por medio de las variaciones de temperatura, cargar la película hasta saturarla. A partir de estas aplicaciones se podían explorar nuevas posibilidades y revolucionarios enfoques.

Mientras tanto, había llenado de manzanas dos cestos de ropa y un barreño de plástico. Los llevé a la casa y los dejé en la cocina. ¿Dónde convenía almacenarlos? ¿En el sótano o en el cobertizo? ¿Cuál era el sitio más fresco y más seco? De momento los dejé ahí donde estaban, en el suelo.

Me apoyé sobre uno de los cestos llenos de manzanas y contemplé el suelo pavimentado con pequeñas piedras cuadradas negras y blancas. Tal vez, hoy consiguiera descifrar los misteriosos caracteres. En el preciso momento en que parecían emerger las primeras figuras, oí pasos detrás de mí. Era Max, que acababa de entrar en la cocina y se detenía bruscamente al verme agachada mirando el suelo.

—¿No te encuentras bien?

Levanté la cabeza, turbada.

—No, desde luego que no. Me serené rápidamente y dije:

—¿Sabes cómo se hace la compota de manzanas?

—Nunca la he hecho. Pero no debe de ser muy difícil.

—Vale, no sabes, pero ¿sabes pelar manzanas?

—Me temo que sí.

—Bien, aquí tienes el cuchillo.

—¿De dónde son estas manzanas?

—Del árbol bajo el que dormimos.

—Yo no dormí.

—Lo sé.

—¿Manzanas? Pero si estamos en…

—Junio, lo sé.

—Y ya que lo sabes todo, ¿querrías explicarme qué pasa?

Me encogí de hombros.

—¿El árbol de la ciencia crece en vuestro jardín? Eso hará aumentar el precio de tu casa, siempre y cuando aceptes la herencia.

Aún no había considerado la posibilidad de venderla. Miré a Max, que apretaba los labios.

—¿Qué pasa?

—Nada. Simplemente pensaba en que pronto volverás a marcharte. En que es posible que vendas la casa y no regreses nunca más, o sí, dentro de otros cien años, en una silla de ruedas empujada por tus bisnietos… Y ellos te llevarán en esa silla al cementerio, tú arrojarás una manzana sobre mi tumba y susurrarás: «¿Pero quién era ese hombre? ¿Qué aspecto tenía? Ah, sí, ya me acuerdo, ¡era el tipo al que yo siempre acechaba desnuda!». Y luego alzarás tu cuello siempre majestuoso y una risa de falsete se escapará de tu garganta. Entonces, tus bisnietos soltarán el manillar de la silla, sobresaltados, y tú te precipitarás por la abrupta pendiente de detrás de la esclusa, rodando hacia atrás, y te caerás estrepitosamente al agua en el mismo momento en que se abre la puerta de la esclusa y…

—Max…

—Lo siento, siempre hablo más de la cuenta cuando estoy asustado. Dejémoslo. Ven y dame un beso.

Pelamos manzanas y preparamos veintitrés frascos de compota. Eran todos los que había podido encontrar. De tanto hacer girar el pasapuré, teníamos calambres en los brazos y las manos llenas de ampollas. Afortunadamente, había dos pasapurés en la casa, uno grande y uno pequeño, de modo que los dos pudimos darle a la manivela. Sazonamos la compota con canela y una pizca de nuez moscada. Piqué tres pepitas de manzana y las eché dentro. El aroma cálido y suave de las manzanas cocidas, mezclado con una dulce fragancia a tierra, llenaba hasta el último rincón de la casa e impregnaba incluso las cortinas y las camas; era una prodigiosa compota de manzanas.

Pasé los días siguientes en el jardín. Arranqué montañas de angélica y celidonia y liberé cuidadosamente los polemonios y las margaritas de las enredaderas que se enroscaban alrededor de sus tallos. Desenterré las milenramas que se habían propagado por los senderos y las planté en los arriates. Recorté las ramas de las lilas y el jazmín para que los groselleros espinosos volvieran a recibir el sol. Separé los tallos que agobiaban a los frágiles vástagos de los guisantes y los orienté hacia la valla o los sujeté a tutores. Las nomeolvides estaban a punto de secarse, y solo unas pocas manchas azules titilaban aún aquí y allá. Escurrí sus tallos delgados entre el pulgar y el índice para recolectar las semillas. Alcé la mano y dejé que el viento dispersara los pequeños granos grises.

El día de mi partida, Max me acompañó hasta la parada. Cuando el autobús giró en nuestra calle, le dije:

—Gracias por todo.

Subí y busqué un asiento libre. Cuando el bus arrancó bruscamente, el peso de mi propio cuerpo me hizo caer hacia atrás contra el respaldo.

Epílogo

Estoy sentada ante el escritorio de Hinnerk con la mirada vuelta hacia el patio. Los tilos han perdido sus hojas. Ahora sé cómo es el jardín en invierno. Once veces ya lo he preparado para que resistiera el frío y he cubierto los arriates con ramas de pino, he protegido las plantas vivaces con esterillas, he podado los arbustos y los rosales. En febrero, el prado de delante de la casa está cubierto de campanillas blancas.

Sobre el escritorio están los escritos de un arquitecto y ensayista de Bremen que registró en los años veinte los acontecimientos y fenómenos del ambiente artístico de la ciudad, antes de emigrar a América. Preparo la edición de su obra póstuma.

Carsten Lexow murió un año después de Bertha. A consecuencia de una caída. Con las tijeras de podar rosas en la mano.

Mi hijo hace skateboard con sus amigos en el patio, entre los tilos. He de contenerme para no golpear el cristal y pedirle que se levante los pantalones y se cierre la chaqueta. Pero no conseguiré aguantarme durante mucho rato.

Hace un frío glacial.

Desde hace algunos días estoy arreglando las habitaciones de arriba para mis padres. Mi padre ha decidido marcharse del sur de Alemania porque la melancolía de mi madre ha llegado demasiado lejos. Ella llora mucho y come poco. Se encierra en sí misma.

Mi madre olvida.

A veces no se acuerda de si ya ha cocinado o no. A veces olvida también cómo se cocina. Tal vez las cosas sean más fáciles para ella aquí, en la casa, pero no lo creo. Y dudo que lo crea mi padre.

Aún no he vuelto a ver a Mira, a pesar de que ahora es de la familia, pero nos llamamos de cuando en cuando. Max tiene más contacto con su hermana. Ella sigue siendo socia del mismo bufete y vive desde hace once años con una maestra en un apartamento de un edificio antiguo de Berlín. Cuando hablamos, jamás mencionamos a Rosmarie. Hasta tal punto evitamos hablar de ella, que se alcanza a oír su aliento en el auricular. Y el murmullo del viento nocturno en las ramas del sauce.

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a Birgit Schmitz y Katja Weller. También quiero expresar mi agradecimiento a Anke Hagena y Otfried Hagena, Gerd Hagena, Erika Thies y Christiane Thies. Mi gratitud y mi cariño a Christof Siemes, Johann y Mathilda.

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