El sabor de la pepitas de manzana (24 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Pero ¿por qué diablos —me preguntó Christa perpleja tras su conversación con Harriet—, sabiendo que Inga la observaba, Rosmarie besó a ese hombre?

Cuando, por toda respuesta, yo miré en silencio a mi madre, las dos arrugas transversales sobre el puente de su nariz se hicieron más profundas. Me miró fríamente y añadió:

—Ah, ¿tú crees? Pues yo pienso que dejas volar demasiado tu imaginación.

Entonces se mordió el labio y se alejó.

Inga había dicho también por teléfono que amaba a Peter, que la diferencia de edad le daba igual pero que, por desgracia, no se había dado cuenta hasta el momento en que lo había visto besar a su sobrina, y que se preguntaba si después de aquello sería capaz de volver a mirarlo a los ojos. Le contó que Harriet estaba afligida pero que se sentía impotente, que de momento no podía hablar con ella. Christa trató de tranquilizar a su hermana y le aconsejó hablar con Peter. Inga dijo que necesitaba tiempo para reflexionar, que pasaría la semana en Bremen y después hablaría con Peter. A mi madre le pareció razonable su actuación y la conversación telefónica se acabó enseguida.

En los siguientes días pasarían aún muchas cosas y, al cabo de aquella semana, todo había terminado entre Inga y Peter Klaasen, que había aceptado un empleo en algún lugar de la cuenca del Ruhr.

Capítulo 11

En la terraza, pese a la sombra, empezaba a hacer calor. El sol estaba alto ya. Regresé a casa para beber un vaso de agua. Entré en el despacho de Hinnerk, me senté en su escritorio y saqué de la cajonera inferior izquierda una hoja de papel de mecanografía que se almacenaba en altas pilas. Luego cogí del cajón uno de los lápices perfectamente afilados y escribí una invitación para Max: «Esta noche, poco antes de la puesta del sol, pequeña recepción. Ropa de gala». Había añadido el último punto porque no quería ser la única en andar por ahí disfrazada.

Deslicé la nota en un sobre blanco, en el que escribí Max Ohmstedt, lo metí en el bolso y salí. Una bofetada de calor me golpeó en la cara. Eché la carta en el buzón de Max. Había más correspondencia dentro, por tanto no lo había vaciado aún y seguramente leería mi invitación a tiempo. ¿Y si ya tenía algún plan? Bueno, en ese caso se disculparía. Después de todo, yo no tenía intención de preparar un banquete.

Seguí pedaleando hasta el Edeka, compré vino tinto y, por una cuestión sentimental, un paquete de After Eight. Nadie de allí pareció sorprenderse por mi vestido de baile blanco. Metí todo en el bolso y regresé a casa, comí algo de lo que había en el frigorífico y me puse a planear la velada.

¿Dónde nos sentaríamos? ¿Bajo el rosal trepador de la entrada? No era lo bastante festivo y, además, se veía desde la calle. ¿Bajo el sauce de la terraza? En vista de lo que quería hablar con él, el antiguo jardín de invierno no era el lugar apropiado. ¿En el bosquecillo? Demasiado oscuro, demasiadas ramas punzantes. ¿En el gallinero? Demasiado estrecho y, además, recién pintado. ¿En el huerto de frutales? ¿Sobre el césped delante de la casa? ¿O tal vez en la casa?

Me decidí por los manzanos de la parte trasera. La hierba estaba demasiado alta, pero allí estaban todos aquellos viejos muebles de jardín sobre los que se podían apoyar las cosas. Además, detrás de los árboles frutales se extendían los grandes pastos. Fui al cobertizo para buscar la guadaña de Hinnerk. ¿Por qué no habría de saber hacerlo yo también? Traté de recordar la manera en que mi abuelo sostenía la guadaña y avanzaba a paso lento y tranquilo por el prado mientras las altas hierbas se inclinaban a su paso. Lo que parecía tan fácil resultó, sin embargo, muy penoso, y el calor no facilitó nada las cosas. Corté con decisión un cuadrado irregular junto al gran manzano Boskoop, donde en tiempos se encontraba el escondite de Bertha y Anna. El sitio no tenía la apariencia de un rincón encantador, preparado por alguien para hacer un picnic sobre la hierba, sino más bien la de un campo de batalla. De hecho, lo había sido y la guadaña había ganado. Volví a colgar la desafilada herramienta en su sitio. Lo único que me sacaría del apuro serían un par de buenas mantas. Subí al primer piso, revolví los baúles y encontré una gran alfombra de patchwork, varias mantas de lana recia y una cortina de brocado marrón dorado. Como si se tratase de animales muertos en una partida de caza, arrastré mi botín escaleras abajo y atravesé el cobertizo en dirección al prado. Esos baúles con ajuares de novia eran un verdadero tesoro. Volví a subir y escogí un mantel blanco de encaje de bordado inglés. Al bajar las escaleras, mi mirada recayó en las estanterías. Los lomos de los libros me contemplaban. Me detuve. No, evidentemente no había ningún sistema, las cosas sucedían, simplemente, sin orden ni concierto, y a veces encajaban.

Aferrando el mantel, me puse de nuevo en marcha, pillé algunos cojines de terciopelo verde oscuro con borlas doradas al pasar por la sala de estar y salí con mis trofeos. El mantel ondeaba al viento sobre la mesa plegable cuadrada, corroída por la herrumbre. Aparté con el rastrillo la hierba recién segada y extendí la alfombra. Puse encima las mantas de lana y, por último, la cortina de brocado. Dejé caer entonces los cojines de terciopelo y me tumbé encantada sobre ese magnífico lecho bajo el manzano con la mirada puesta en su follaje, pero no lograba ver nada a contraluz. Me protegí los ojos con una mano a modo de visera.

Cuando desperté, el sol estaba ya próximo al ocaso. Aturdida, me abrí paso entre los cojines. No recordaba haber dormido tanto en toda mi vida, pero tampoco recordaba haber blandido en toda mi vida una guadaña. Subí las escaleras tambaleándome y en su crujido creí adivinar un deje de fraternal resignación.

Me lavé de pies a cabeza en el lavabo, me recogí los cabellos en un moño y me deslicé en el vestido de tul azul noche que había pertenecido a Inga. Las faldas del vestido se componían de innumerables velos finos, que eran como panales de miel y estaban adornados con una orla azul. Cuantas más capas se superponían, tanto más borroso resultaba lo que se escondía debajo. Cuando jugaba con Rosmarie y Mira, ese vestido era siempre mío.

Pensé en cómo habíamos conocido a Mira. Max también estaba allí ese día. Rosmarie y yo jugábamos delante de la casa con una pelota. El juego consistía en lanzarla contra el muro y batir palmas; primero, una vez, después, dos veces, después, tres veces, y así sucesivamente antes de que tocara el suelo. Perdía quien dejaba caer la pelota o se olvidaba de dar una palmada. También jugábamos con la variante del giro completo y de los trabalenguas o cualquier otra cosa que se nos ocurriese. De pronto vimos a esa chica de pelo negro y a su hermano pequeño plantados en medio de la entrada. Rosmarie la conocía y sabía dónde vivía. Iban a la misma escuela pero la chica estaba en un curso superior. El hermano era, sin lugar a dudas, menor, mucho menor que yo, al menos un año; saltaba a la vista. Con rostro impasible, la chica recogía pequeñas piedras del suelo y se las arrojaba a Rosmarie. Yo me regocijaba imaginando la reacción de mi irascible prima pero, para gran decepción mía, no hizo nada. Parecía incluso sentirse halagada y dejaba ver los huecos entre sus dientes; aún conservaba sus caninos puntiagudos, pero le faltaban todos los incisivos superiores. Eso le daba un aire más salvaje y también algo cruel. Agarré una piedra y se la arrojé a la chica. Pero el disparo hizo blanco en su pequeño hermano, que empezó a berrear. Así fue como les permitimos participar en nuestro juego.

Yo me preguntaba de qué se acordaría Max. El debía de tener seis años en aquella época, su hermana nueve, yo siete y Rosmarie ocho. Ahora teníamos veinte años más. Excepto Rosmarie, naturalmente. Ella estaría siempre a punto de cumplir dieciséis años. Recogí mis faldas de tul y bajé para sacar dos copas de cristal de la vitrina de la sala. En el instante en que volvía a pensar en lo que haría si Max no aparecía —tal vez después del trabajo había salido con los amigos o había ido al cine—, oí que llamaban a la puerta de entrada. Las copas tintinearon entre mis manos. Corrí hacia la puerta y abrí. Max estaba allí, con un ramo de margaritas en la mano. Llevaba una camisa blanca y téjanos negros y sonreía con timidez.

—Gracias por la invitación.

—Entra.

—Tienes un… quiero decir que estás…

—Muchas gracias. Vamos, entra y ayúdame.

—¿Pero qué clase de invitación es esta? Todo lo tiene que hacer uno mismo…

Se le veía muy contento cuando me siguió a la cocina. Yo me ocupé de las flores. Le puse el florero lleno en una mano y las botellas de vino en la otra. En la canasta que estaba sobre el armario de la cocina metí platos, cuchillos, queso, pan, zanahorias, melón, chocolate, After Eight y dos grandes servilletas de lino. Así cargados, y pasando por el cobertizo, llegamos al huerto de frutales.

—Eh, ¿qué es todo eso?

Se refería evidentemente a las mantas que había debajo del árbol.

—He tenido que montarlo así. Aquí está el único trozo de terreno por el que he pasado la guadaña, y he dormido ahí de maravilla.

—Ah. Entonces has estado tumbada ahí encima sacudiendo la pereza de tu cuerpo pecaminoso.

—Demasiado descarado para alguien que, aterrorizado ante el espectáculo de mi cuerpo pecaminoso, echa a correr y se zambulle en las aguas negras del lago.


Touché
. Me has ganado. Iris, yo…

—Calla y sirve el vino.

—A la orden,
madame
.

Bebimos unos sorbos de pie, y luego nos sentamos bajo el manzano.

—Sí que es algo frugal todo esto, pero no estás aquí para comer.

—¿No? ¿Para qué entonces?

—¿Quieres dejarlo ya?

—Vale. Te escucho.

—Para hablar de la casa. ¿Qué sucede si no acepto la herencia?

—Será mejor que hablemos de eso en mi despacho.

—Pero, en teoría, ¿qué sucedería?

—Que la heredaría tu madre y más adelante sería otra vez tuya. ¿Es posible que no quieras la casa? Creo, francamente, que Bertha tuvo una idea genial al legártela.

—Adoro la casa, pero es una herencia muy pesada.

—Puedo entender a qué te refieres.

—¿Sabe tu hermana que estoy aquí?

—Sí. Se lo he dicho por teléfono.

—¿Y qué te dijo?

—Poca cosa. Quería saber si habíamos hablado de Rosmarie.

—No, no hablamos de eso.

—No.

—¿Quieres que lo hagamos ahora?

—Yo no me enteré más que de parte de la historia; era más joven que vosotras y además, chico. Quizá recuerdes lo que pasaba entonces en casa. Me refiero a lo de mi madre. Tras la muerte de Rosmarie, Mira no era la misma. No hablaba con nadie, ni con mis padres; sobre todo, no hablaba con mis padres.

—¿Y contigo?

—Sí, conmigo sí. Al menos de vez en cuando.

—¿Es por eso que te quedaste aquí? ¿Para hacer de megáfono entre tus padres y tu hermana?

—¡Qué tontería!

—No era más que una pregunta.

—Entiéndelo, Iris, tú no tienes el monopolio del amor a nuestro lago y a los bosques de abedules, a la esclusa y a las nubes sobre los pastos empapados de lluvia. Sí, métetelo en la cabeza.

—¡Pero si eres un romántico!

—Y tú. En todo caso, volvamos a lo que quería decir. Volvamos a Mira. Tras la muerte de tu prima Rosmarie, dejó de flipar, de tomar drogas y de autodestruirse. Se pasaba todo el día en su habitación, estudiando para los exámenes finales. Pasó la prueba de selectividad de matemáticas con las mejores notas de la escuela y estudió Derecho en un tiempo récord. Se doctoró.

—¿Y cuál fue el tema de la tesis? ¿El artículo 218?

Se me había escapado. Los ojos de Max se estrecharon. Me observó con una mirada penetrante.

—No. Derecho urbanístico.

Se produjo una pausa desagradable. Max se pasó la mano por la cara. Luego dijo, como quien no quiere la cosa:

—Traigo un breve artículo que habla de ella. Más bien una nota acerca de su reciente incorporación a un bufete berlinés en calidad de socia. Salió hace dos semanas en una revista de Derecho. ¿Quieres verlo?

Asentí en silencio.

Con lentitud, Max sacó del bolsillo trasero de su pantalón dos páginas plegadas en cuatro. Entonces sí que había previsto hablarme de su hermana. ¿Qué otros planes tendría para esa noche?

—También…, bueno, también hay una foto.

—¿Una foto de Mira? ¡Déjame ver!

Desplegué las páginas. Y entonces vi la foto.

Todo se puso a girar lentamente. El rostro que había en aquella página se acercaba y luego volvía a alejarse. Empecé a sudar. Un horrible martilleo resonó en mis oídos, un desagradable ruido metálico. Todo menos caer desmayada; las caídas se habían acabado. Me sobrepuse.

Aquel rostro sobre el papel. El rostro de Mira. Yo esperaba encontrarme con un extravagante corte de pelo, una especie de casco negro y brillante, un traje chic, si no negro, pues gris, o de un excéntrico violeta oscuro, sexy y sofisticada, la misma diva del cine mudo de siempre.

Lo que yo tenía en la mano, sin embargo, era la foto de una hermosa mujer de larga melena y cejas cobrizas, que llevaba un vestido de satén amarillo vainilla, que relucía casi tanto como el oro. Sus ojos, sin el grueso trazo negro que delineaba antaño sus párpados, ya no eran los mismos. Sus pestañas tenían una negra máscara de rímel. Me miraba fijamente, con una sonrisa indolente dibujada en sus labios pintados de rojo oscuro.

Desconcertada, aparté la fotografía y miré a Max con hostilidad.

—¿Qué… qué es esto? ¿Está enferma o es que tiene un macabro sentido del humor?

—Se ha dejado el pelo largo y se lo ha teñido de rojo. Que yo sepa, lo hace mucha gente.

Max me observó. Su mirada me pareció un poco fría. Aún no me había perdonado lo del artículo 218.

—¡Pero Max! ¡Fíjate bien!

—Ya sé qué aspecto tiene, el cambio de pelo no es muy reciente. El pelo no crece de un día para otro, ¿no crees? Mira dejó de teñírselo de negro inmediatamente después de lo de Rosmarie. Entonces se lo dejó crecer, el rojo vino más tarde.

—¿Pero es que no ves que…?

—¿Que se parece a Rosmarie? Sí. Pero no me había dado cuenta antes de ver esta foto. Tal vez sea también por el vestido dorado. Ni idea de lo que significa todo esto, pero dime, ¿por qué te afecta tanto?

No lo sabía con exactitud. Al fin y al cabo, todas habíamos tenido que superar el trauma de la desaparición de Rosmarie. Harriet había entrado en una secta y Mira se disfrazaba. Tal vez la actitud de Mira fuera más honesta que la mía. Me encogí de hombros y evité la mirada de Max. El vino despedía reflejos oscuros en las grandes copas. Tenía el mismo color rojo que el pintalabios de Mira. No quería seguir bebiendo. Me atontaba. Y me volvía olvidadiza.

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