El sabor de la pepitas de manzana (21 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Esa misma noche, Bertha hizo también el amor con su marido, a quien dio de cenar pan negro con gambas y huevo frito. Bajo el tenue resplandor de la lámpara de la cocina, los bulbos de dalia terrosos lucían un color amarillento. Ella dijo que el señor Lexow había pasado por la casa para dejarles el cesto con los bulbos.

—El señor Lexow, ese sí que vive bien… vacaciones, flores, en plena guerra.

Hinnerk resopló con desdén, clavó el tenedor en un trozo de pan y se lo llevó a la boca. Bertha observaba cómo algunas tiernas gambas rosas se deslizaban por el pan y caían de nuevo en el plato.

Nueve meses más tarde nació Inga en medio de una violenta tormenta nocturna, una de esas raras e inquietantes tormentas de invierno. Aquella noche caían bolas de granizo grandes como cerezas y los rayos hendían con ímpetu la oscuridad. La señora Koop, quien asistió a Bertha durante el parto, juraba que el rayo había caído sobre la casa y que el pararrayos lo había desviado al suelo.

—Y si hubiéramos metido a la niña en la bañera tras el parto, ahora estaría muerta.

Y agregaba con frecuencia:

—Pero algo le quedó pese a todo a la pequeña, la pobre muchacha.

Si estaba presente, Rosmarie preguntaba con un tono de voz algo más alto que de costumbre:

—El pobre bicho, ¿verdad?

La señora Koop la miraba entonces con desconfianza, aunque sin saber qué decir, y se refugiaba en un elocuente silencio.

El señor Lexow dejó de hablar y me miró expectante. Yo dejé mis ensoñaciones y me enderecé aturdida.

—Perdón. ¿Qué decía?

—Le preguntaba si nunca le habló de mí.

—¿Quién?

—Bertha.

—No, señor Lexow, lo siento. A mí no. Y después tampoco. Aunque…

—¿Sí?

—Una vez, tal vez dos veces, pero no, no lo sé. Un día, al entrar alguien a casa, la oí decir: «Ha llegado el maestro». Pero no recuerdo nada más.

El señor Lexow asintió y bajó la mirada.

Me puse en pie.

—Muchas gracias. Aprecio enormemente que me haya contado todo esto.

—Bueno, tampoco ha sido para tanto. Lo he hecho de buena gana. Salude a su madre y a sus tías de mi parte.

—Oh, no se moleste, le ruego que no se levante, señor Lexow, solo tengo que empujar la bici hasta la calle. Dejaré la puerta cerrada.

—Esa es la bicicleta de Hinnerk Lünschen.

—Tiene razón, efectivamente, es la bicicleta de mi abuelo. Sigue funcionando de maravilla.

El señor Lexow hizo un gesto con la cabeza sin apartar la mirada de la bicicleta y cerró los ojos.

Capítulo 10

Regresé a casa. Debía ir decidiéndome sobre qué hacer al final con la herencia. Quizá habría tenido que escuchar más atentamente al señor Lexow en vez de dormitar en su jardín, pero ¿quién sabía si su historia no era, en realidad, más ficticia que mis ensoñaciones? Tía Inga, después de todo, siempre había sido una mujer misteriosa, así que le iba la leyenda.

¿Cuánta verdad habría en las historias que me contaban y cuánta en aquellas que yo construía a partir de recuerdos, de suposiciones y cosas oídas a medias? a veces, las historias inventadas se volvían verdaderas, y otras, las historias inventaban verdades.

La verdad está estrechamente emparentada con el olvido, lo sabía de buena tinta por diccionarios, enciclopedias, catálogos y otras obras de referencia. En la palabra griega que significa verdad, aletheia, discurría escondido Lethe, o Leteo, uno de los ríos del inframundo. Quien bebía de sus aguas se liberaba de los recuerdos de vidas pasadas, como antes se había desprendido de su cuerpo, y se preparaba para vivir en el reino de las sombras. Pero ¿era razonable buscar la verdad precisamente allí donde no había olvido? ¿No se escondería precisamente en las rendijas y los agujeros de la memoria? Las palabras tampoco me ayudaban a avanzar.

Bertha conocía todas las plantas por su nombre. Al pensar en mi abuela, la visualizaba en el jardín, con su silueta alta, caderas anchas y piernas zancudas. Tenía pies pequeños y llevaba casi siempre zapatos extremadamente elegantes. No por exceso de coquetería sino porque, al regresar del pueblo, de la ciudad o de visitar a algún vecino, nunca entraba en la casa sin antes haber pasado por el jardín. Usaba delantales que se ataban a la espalda, rara vez aquellos que se abotonan delante. Tenía una boca ancha con labios finos, ligeramente arqueados; su nariz, larga y puntiaguda, estaba siempre un poco enrojecida, y sus ojos algo saltones solían estar húmedos de lágrimas. Tenía los ojos azules. Azul de nomeolvides.

Ligeramente inclinada hacia delante, Bertha recorría los bancales y se agachaba cada tanto para arrancar malas hierbas. Casi siempre llevaba consigo una azada de jardín a modo de cayado. El extremo del mango tenía una especie de estribo de hierro. Bertha clavaba la azada en tierra y sacudía enérgicamente el mango con ambas manos. Parecía como si la propia azada le diera una sacudida eléctrica, pero no; era el centelleo azul metálico de las libélulas que reverberaba en el aire.

En el centro del jardín, una zona desprovista de sombra, era donde hacía más calor, aunque Bertha no pareciera darse cuenta. Solo de vez en cuando hacía una pausa breve para apartar, con un gesto gracioso e inconsciente, los rebeldes mechones húmedos de la nuca y recogerlos nuevamente en el moño.

Cuanto más corta se volvía la memoria de Bertha, más corto le cortaban el pelo. Sus manos, sin embargo, continuaron hasta el día de su muerte recogiendo figuradamente largos cabellos en rodetes imaginarios.

Llegó el día en que mi abuela empezó con sus peregrinaciones nocturnas por el jardín. Eso coincidió con el momento en que comenzó a olvidar el tiempo. Seguía sabiendo leer la hora, pero había perdido totalmente la noción del tiempo. En pleno verano se ponía tres camisetas, una encima de la otra, y calcetines de lana y al rato se enfurecía por sudar tanto. Entonces aún se acordaba de que los calcetines se ponían en los pies. Pero ya no diferenciaba la noche del día. Se levantaba en medio de la noche y empezaba a deambular. Antes, cuando Hinnerk aún vivía, Bertha vagaba también por la casa mientras todos estaban durmiendo. Pero entonces lo hacía porque no podía dormir. Sin embargo, luego lo hacía porque no recordaba siquiera que tuviera que acostarse. Era Harriet quien casi siempre se daba cuenta de que su madre había salido en plena noche. Tan pronto lo descubría, se levantaba quejándose, se ponía el albornoz por encima, se deslizaba en los zuecos que la esperaban junto a la cama y salía, siempre pensando que aquello no podía durar eternamente. Ella tenía una profesión. Tenía una hija adolescente. Las puertas abiertas le señalaban el camino seguido por Bertha, que salía habitualmente por detrás, por el cobertizo, e iba directamente al jardín. Algunas veces la encontraba regando los bancales, casi siempre con la vieja taza de hojalata en la que antiguamente conservaba las semillas de las caléndulas marchitas. Otras, la sorprendía arrodillada entre los arriates arrancando malas hierbas o recogiendo flores, que era su actividad favorita. Bertha prescindía del tallo, cortaba únicamente la flor. Si se trataba de flores en umbela, arrancaba los pétalos y se llenaba la mano hasta no poder cerrarla. Cuando Harriet se le acercaba, le tendía la mano con los pétalos aplastados y le preguntaba dónde podía dejarlos. Durante cuatro frías noches a principios de la primavera, Bertha consiguió arrancar las flores de todo un arriate lleno de pensamientos azules y blancos. Las palmas de sus grandes manos quedaron teñidas de violeta durante semanas. Cuando era niña, había ayudado a su hermana Anna a quitar las rosas marchitas pellizcándolas con las uñas para evitar la formación de escaramujos y favorecer una segunda floración, pero ahora Bertha ya no sabía ni qué edad tenía. Eso era algo que variaba según las circunstancias. Podía tener ocho años cuando llamaba Anna a Harriet o treinta cuando hablaba de su difunto marido y nos preguntaba si ya había regresado del despacho. Quien olvida el tiempo deja de envejecer. El olvido triunfa sobre el tiempo, enemigo de la memoria. Porque el tiempo, a fin de cuentas, solo cura todas las heridas si se alía con el olvido.

De pie junto a la valla del jardín, palpé la cicatriz de mi frente. Tenía que pensar en otras heridas. Durante años me había negado a hacerlo. Las heridas eran gratis, venían en la herencia junto con la casa. Debía analizarlas al menos una vez más antes de volver a cubrirlas con las tiritas del tiempo.

Con una larga cinta de esparadrapo nos atábamos las manos a la espalda cuando jugábamos a ese juego que había inventado Rosmarie y que llamábamos «zámpatelo o muere». Nos íbamos al fondo del jardín, a un sitio que no era visible desde la casa, entre los groselleros blancos y los zarzales, donde acababa la propiedad. Allí estaba también la compostera; de hecho, había dos, una llena de tierra, la otra con cáscaras, hojas de col amarillentas y hierba segada de color pardusco. Las hojas pilosas y los tallos carnosos de las calabazas, los pepinos y los calabacines serpenteaban por el suelo. Bertha tenía calabacines en el jardín porque le gustaba hacer pruebas con plantas nuevas y le fascinó la rapidez con que crecían. Su problema radicaba en que no sabía qué hacer con aquellos enormes frutos que se deshacían enseguida al cocinarlos y crudos no sabían a nada; así que crecían, crecían y crecían hasta que, llegado el verano, aquella parte del jardín adquiría el aspecto de un campo de batalla abandonado del que árboles gigantescos se hubieran retirado tras la contienda, dejando atrás aquellas gruesas mazas verdes de combate.

Allí proliferaban la menta y la melisa, y si las rozábamos con las piernas desnudas exhalaban su fresco perfume como si quisieran enmascarar los malos olores de aquel trozo de jardín. También crecían allí camomilas, ortigas, angélicas, cardos y celidonias, cuya espesa sangre amarilla arruinaba nuestros vestidos si nos sentábamos encima.

Una de nosotras tres debía arrodillarse con las manos atadas a la espalda y una venda sobre los ojos. A modo de venda solíamos usar el foulard de seda blanca de Hinnerk, que tenía un pequeño agujero de quemadura de cigarro en un extremo y había sido desterrado por eso al armario grande del desván. Se jugaba siempre por turnos y, por lo general comenzaba yo, porque era la pequeña. Me ponía entonces de rodillas, con los ojos vendados. Las manos eran atadas a la espalda con un nudo flojo y no veía nada pero sentía el olor acre de la hierba angélica que estaba aplastando con los pies mezclarse con los vahos calientes y húmedos del compost. A primeras horas de la tarde, en el jardín reinaba el silencio. Solo se oía el zumbido de las moscas. No de las amodorradas moscas negras de la cocina, sino de las azules y verdes que se posaban en los globos oculares de las vacas para embriagarse. Yo oía los murmullos de Rosmarie y Mira, que se habían alejado bastante. El sonido de sus largos vestidos se aproximaba. Se detenían junto a mí y una de ellas decía: «¡Zámpatelo o muere!» Acto seguido, yo debía abrir la boca y aquella que había hablado me ponía algo sobre la lengua. Alguna cosa que acababa de encontrar en el jardín. Rápidamente, antes incluso de haber podido percibir su sabor, yo tocaba la cosa con los dientes para detectar enseguida su tamaño, saber si era dura o blanda, arenosa o lisa, y casi siempre descubría lo que era: una baya, un rabanito, un manojo de perejil rizado. Lo volvía a dejar sobre la lengua, lo mordía y lo tragaba. Al mostrarles mi boca vacía, me arrancaban el esparadrapo de las muñecas. Yo retiraba el foulard de mis ojos y nos reíamos. Después le tocaba a la siguiente atarse las manos y taparse los ojos.

Resultaba sorprendente comprobar hasta qué punto desconcertaba no saber qué se comía o percibir en la boca una cosa distinta de la que se esperaba. Las grosellas, por ejemplo, eran fáciles de reconocer; sin embargo, una vez que creí haber identificado una grosella, acabé masticando un guisante fresco, descompuesta y estremecida por el asco. Me gustaban los guisantes y me gustaban las grosellas, pero en mi cabeza ese guisante era una grosella y, como tal, era algo abominable. Tuve náuseas, pero me lo tragué. Porque si lo escupía, me volvía a tocar. Y si lo hacía una segunda vez, me castigarían. Y si lo volvía a escupir, quedaba eliminada. Debería entonces abandonar el jardín seguida por las sarcásticas carcajadas de las otras y quedaría excluida del juego durante el resto del día y, la mayoría de las veces, también al día siguiente. Rosmarie no escupía casi nunca; Mira y yo, casi con la misma frecuencia. Mira, quizá, incluso más a menudo, aunque, reflexionando sobre ello, llegué a sospechar que ellas habían sido benévolas conmigo. Probablemente porque temían que yo las delatara ante mi madre o tía Harriet.

El juego comenzaba de manera inofensiva y se iba intensificando poco a poco. Algunas tardes acabábamos comiendo gusanos, huevos de hormiga y cebollas podridas. Un día llegué incluso a estar convencida de que la pequeña grosella espinosa que tenía entre los dientes era una araña, en castigo por haber dejado caer de mi boca un trozo de puerro de consistencia viscosa. Al reventar y desparramarse su jugo sobre mi lengua escupí salpicando a mi alrededor. Por supuesto que fui eliminada.

Otro día, Rosmarie masticaba una cochinilla sin torcer el gesto. Cuando se la tragó y volvió a tener las manos libres, se quitó lentamente la venda. Nosotras contuvimos la respiración. Nos observó a Mira y a mí con su mirada enigmática y preguntó pensativa:

—¿Y cuántas calorías puede tener una cochinilla como esa?

Luego echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

Ahí proclamamos que el juego había terminado y que ella había ganado, pues temíamos su venganza.

Jugamos también a aquel juego la víspera de la muerte de Rosmarie. Había estado lloviendo sin parar durante dos días, pero aquella tarde el sol se abrió paso al fin entre las nubes.

Sintiéndonos liberadas, Rosmarie y yo salimos corriendo. Mira vino muy lentamente a nuestro encuentro bajando por el paseo que llevaba a la casa. No la habíamos visto desde hacía dos días. Apoyó la espalda contra uno de los tilos y bostezó con el rostro vuelto hacia el sol.

—Juguemos a «zámpatelo o muere».

En realidad era Rosmarie quien decidía a qué se jugaba, pero esta vez no hizo más que encogerse de hombros y echarse hacia atrás su larga melena pelirroja.

—Preferiría ir a la esclusa, pero bueno. ¿Por qué no?

Yo también hubiera preferido ir a la esclusa. Habíamos estado demasiado tiempo encerradas por la lluvia, y hacer aquella carrera en bicicleta a través de los prados me habría gustado mucho. Aunque más aún me gustaba que la decisión, al menos por esta vez, no la hubiera tomado Rosmarie, así que dije:

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