El sabor de la pepitas de manzana (15 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Max frunció el ceño y seguí hablando deprisa.

—Quería saber si todavía conserváis en el bufete expedientes referidos a mi abuelo. ¿Habrá sido un nazi el que hizo esa inscripción en el gallinero? ¿O es que alguien quería acusarnos de nazis?

—Entiendo. Haré mis averiguaciones. En el sótano aún tenemos cajas que pertenecían a tu abuelo aunque, si contuvieran cosas comprometedoras, no las habría guardado en nuestros archivos.

—Es verdad. Entonces, debo de haber venido a verte porque sí.

Max me miró sobresaltado.

—¿Te ríes de mí o estás coqueteando conmigo?

—No me río de ti. Tú me has salvado, he usado tu champú azul y me he sonado la nariz en tu albornoz. Estoy en deuda contigo.

—Entonces estás coqueteando conmigo —dijo Max pensativo—. Bien.

Asintió en silencio.

Capítulo 8

Aunque el camino hasta casa era muy corto, no estaba dispuesta a recorrerlo vestida solo con el albornoz azul de Max, así que me monté en su coche. Max metió la bicicleta en el maletero, pero solo entró a medias. No me dejó en la entrada, sino que abrió la gran reja y me condujo hasta el portón verde que daba al patio. Una vez allí, sacó la bici del maletero y la examinó minuciosamente.

—Parece que no ha sufrido ningún daño. Has tenido suerte.

Yo asentí en silencio.

Max me examinó con la misma meticulosidad con que acababa de inspeccionar la bicicleta.

—Deberías descansar.

Asentí de nuevo, le di las gracias y atravesé el jardín en dirección a la puerta de entrada de la casa, esforzándome por andar con dignidad y donaire pese al lastre del gran albornoz. Debí de conseguirlo, pues al girarme en la esquina de la casa, vi a Max de brazos cruzados, siguiéndome con la mirada. No pude leer sus ojos pero traté de convencerme de que la suya era una expresión llena de asombro.

Debía de ser ya después de mediodía. Me quité las sandalias al pie de la escalera y subí arrastrándome, gimiendo a dos voces con los escalones. Seguía doliéndome todo. Qué susto había pasado. Me eché en la cama y me dormí enseguida.

Se oyó un tintineo, dos veces, tres veces. Cuando por fin conseguí despertarme, la campana había dejado de sonar. Mientras trataba de abrirme paso entre sueños y mantas, oí de pronto gemir y crujir la escalera. Me levanté de un salto y vi la melena oscura de Max a través de la barandilla, después sus hombros y, cuando por último apareció él de cuerpo entero en el piso de arriba, me descubrió junto a la puerta que daba a la habitación de Inga.

—¿Iris? No te asustes, por favor.

No me había asustado en absoluto; al contrario, estaba muy contenta de verle, por muy desordenado que estuviese todo ahí arriba y aunque siguiera llevando puesto su albornoz.

Le dediqué una sonrisa y dije:

—¿Utilizas siempre el mismo truco de acercarte furtivamente a las mujeres cuando están dormidas e indefensas?

—No oíste la campana y quería saber cómo estabas, ya son las seis de la tarde y como nadie abría, me preocupé. Pensé que quizá te sintieras mal por el accidente. La llave no estaba echada y decidí entrar. Además, te traigo pintura, brochas y un rodillo. Todo está abajo.

Comprobé que me sentía bien. Las manos me ardían todavía un poco, las rodillas también, pero la fatiga se había desvanecido y mi cabeza estaba despejada.

—Estoy bien… Muy bien incluso. Y contenta de que hayas venido. Pero ahora sal de aquí, que son las seis de la tarde, como bien acabas de decir, y ya es hora de que me arregle.

Max lanzó una mirada pensativa a su albornoz.

—No llevas nada debajo, ¿verdad? ¿Utilizas siempre el mismo truco?

—¡Eh! fuera, he dicho.

—Porque, si es un truco, debo decir que funciona.

—Max, eres una auténtica calamidad. Mira para otro lado.

—Vale, vale, ya me voy. En cualquier caso, creo que tengo derecho a echar una mirada a mi propio albornoz. Al fin y al cabo, quisiera asegurarme de que no lo usas para limpiarte todo el tiempo la nariz.

—¡Fuera!

Max esquivó hábilmente el cojín que lancé en su dirección. Aunque ya estaba medio fuera de la habitación, se volvió lentamente hacia mí, levantó el cojín, lo ahuecó y lo sacudió para devolverle la forma y se recostó contra el marco de la puerta. Se quedó allí de pie, sin decir nada, con el cojín en la mano y sentí de pronto cómo se estremecía todo mi cuerpo.

Max sacudió la cabeza, lanzó el cojín al suelo y abandonó la habitación. Me quité el albornoz mientras le oía bajar las escaleras. Mejor así.

Me puse ropa interior limpia y pronto me encontré ante un problema. El conjunto negro que había llevado para el entierro era demasiado elegante y demasiado abrigado y el segundo juego de ropa negra estaba sudado y cubierto de polvo del viaje. No me quedaba más remedio que hurgar en los viejos armarios. Ese minivestido rosa anaranjado de Harriet serviría. La ropa de Harriet y de Inga me iba mejor que la de mi madre, que me quedaba demasiado estrecha.

Una vez abajo, pensé que Max había desaparecido por arte de magia. Pero lo encontré fuera. Estaba sentado en la escalera, junto a la puerta de entrada, con los codos en los muslos y la frente apoyada en las manos. En el escalón inferior había tres cubos de pintura blanca. Me senté a su lado.

—¡Eh!

Sin retirar la mano de la frente, giró la cabeza hacia mí, mirándome por debajo del brazo. Su expresión era sombría, pero el sonido de su voz muy cálido cuando dijo:

—Eh, tú.

Habría apoyado la cabeza sobre su hombro, pero no lo hice. Su cuerpo se puso en tensión.

—¿Y si pintamos el gallinero?

—¿Ahora?

—¿Por qué no? Aún falta para que anochezca y si la noche nos sorprende, tampoco habría de qué preocuparse porque seguro que tu vestido brilla en la oscuridad. A plena luz, hace daño a la vista.

—Chillón, ¿no?

—Oh, sí. Chillón. Eso mismo.

Le di un codazo y se levantó de un salto a buscar mi bolso verde. Tanto celo me ponía un poco los nervios de punta. Me exasperaba que evitara de manera tan ostensible la proximidad de mi cuerpo, el muy cobarde. ¿O es que tal vez tenía una amiguita en alguna parte? Una abogada, seguro, que andaría por Cambridge sacándose un máster en MBA, MLL, o a lo mejor KMA, y que seguramente hablaba todas las lenguas europeas de corrido y tenía ojos de gacela y un cuerpazo de aupa en sus sexis y ajustados trajes de chaqueta. Me sentía una tonta en mi bata hippy fluorescente y habría mandado a Max a paseo. Pero ahora estaba aquí, con tres cubos de pintura, esperando pacientemente a que yo sacara el rodillo del bolso. ¿Y yo? Pues acababa de dormir casi dos horas y media y no pegaría ojo de todos modos antes de la medianoche así que, ¿por qué no ponernos a pintar el gallinero?

Eché mano de un cubo y de ambos rodillos. Max cogió un cubo en cada mano, se metió las brochas en el bolsillo trasero de su pantalón y empezamos a avanzar lentamente rodeando la casa. Pasamos primero por el huerto, seguimos a lo largo del bosquecillo de pinos donde el sol del atardecer arrojaba sombras caprichosas y por fin llegamos al gallinero. La hierba allí detrás no se había segado en mucho, mucho tiempo. Bertha pasaba el cortacésped y cuidaba la hierba delante de la casa, pero detrás era Hinnerk quien pasaba la guadaña. De niña disfrutaba escuchando el ruido sibilante de la hoja ante la que se rendían gramíneas y botones de oro. Hinnerk avanzaba a paso lento y tranquilo por el prado. Dirigía la guadaña con gestos amplios pero siguiendo un ritmo regular, como en una danza barroca.

—¡Oh! Ya hemos llegado.

Nos detuvimos frente al muro con la pintada en letras rojas.

—¿Sabes, Max? Es verdad.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, a que era uno de ellos. Un nazi.

—¿Era miembro del partido?

—Sí. ¿Tu abuelo también?

—No, el mío era comunista.

—Pero mi abuelo no era simplemente un miembro del partido. También tenía voz y voto.

—Entiendo.

—Harriet nos hablaba a veces de eso.

—¿Y ella cómo lo sabía?

—Ni idea. Quizá se lo preguntara alguna vez, o quizá se lo contó mi abuela.

Max se encogió de hombros y abrió el primer cubo. Con un palo que había recogido en el bosquecillo de pinos, empezó a remover la espesa pintura lechosa.

—Venga, empecemos a pintar. Tú por ese lado del muro y yo por este otro.

Sumergimos los rodillos en la pintura y los pasamos sobre la capa de yeso gris oscuro. El blanco despedía un resplandor deslumbrante. Yo presionaba lentamente el rodillo contra la pared. El techo comenzaba a la altura de mi frente. Delgados regueros de pintura blanca se escurrían por el muro. Pintar era también una forma de olvido. No quería darle demasiada importancia a las letras rojas. Después de todo, no había sido Dios quien las había pintado, sino muy probablemente algún adolescente aburrido. Una simple travesura.

No tardaríamos mucho tiempo en pintar el gallinero. La superficie por cubrir no era demasiado grande. En los tiempos en que jugábamos allí Rosmarie, Mira y yo, la casita no parecía tan pequeña.

Las manos de mi abuela se deslizaban por todas las superficies lisas: mesas, armarios, cómodas, sillas, televisor, equipo de música. Lo recorrían todo constantemente en busca de migas, polvo, arena o restos de comida. Ella barría con la mano derecha haciendo un montoncito que recogía con la mano izquierda ahuecada en forma de cuenco y en esa mano llevaba por toda la casa lo que había barrido hasta que alguien la liberaba e iba a echar el montoncito al cubo de la basura, al váter o por la ventana. Una enfermera de la residencia de ancianos le había dicho a mi madre que ese era un síntoma de la enfermedad, que allí todos hacían lo mismo. Un hogar de espectros. Por una parte, todo estaba organizado de manera práctica y funcional pero, por otra, era un sitio poblado de cuerpos que, cada uno a su manera y en diferente grado, habían sido abandonados por sus espíritus, por los buenos y por los malos. Todos los residentes del asilo deslizaban sus manos por las superficies lisas y los ángulos redondeados de los muebles de plástico, como buscando dónde aferrarse. Era, sin embargo, una impresión engañosa. Sus manos no buscaban un punto de apoyo. Cuando Bertha descubría una mancha, aunque estuviera bajo la suela de su zapato, la rascaba con vehemente tenacidad hasta que cedía bajo sus uñas, se deshacía o se transformaba en pequeñas bolitas y acababa desapareciendo por completo. Tabula rasa: en ninguna otra parte había mesas tan limpias como en la casa del Gran Olvido. Allí se olvidaba todo, limpiamente.

Cuando Christa regresaba de sus visitas, lloraba mucho. Se cogía unos enfados tremendos si alguien decía que, en el fondo, era un consuelo que los padres volvieran a ser niños. Sus hombros se ponían tensos, su voz, gélida, y decía en un susurro que era la cosa más estúpida que había oído nunca, que los ancianos perturbados no tenían ni pizca de niños, que no eran más que viejos dementes, que no había nada en común y que compararlos con niños sería para reír si no fuera para llorar. Y que eso solo podía ocurrírsele a quien jamás había tenido hijos o a quien nunca había tenido un viejo demente en casa.

La gente, que solo había querido consolar a Christa, se callaba consternada y ofendida. La expresión «viejo demente» era dura y de mal gusto. Christa quería provocar. Y eso nos preocupaba, a mi padre y a mí. Nosotros solo la conocíamos en su faceta amable y discreta; era categórica, sí, pero nunca agresiva.

Cuando estudiábamos Macbeth en clase, no podía evitar pensar en Bootshaven. Era siempre el mismo tema de recordar y de no-querer-recordar, de eliminar manchas que no existían y, para colmo de males, estaban esas tres brujas, las tres hermanas fatídicas.

Rozar, limpiar, las manos de Bertha, que se deslizaban por todas las superficies lisas, se cercioraban así de la existencia de su propio cuerpo, de que aún estaba allí, de que aún seguía ofreciéndole resistencia, de que seguía habiendo diferencia entre ella y lo inanimado… Pero todo eso llegó más tarde. Hasta entonces, mesas y aparadores, sillas y cómodas impecablemente barridas por sus infatigables manos, habían estado llenos de papeles: pequeños papeles cuadrados, cuidadosamente separados de los blocs de notas, papeles recortados del margen de un periódico, folios arrancados de un cuaderno, dorsos de tiques de caja, listas de la compra, recordatorios, listas de aniversarios, listas con direcciones, papeles con descripciones de itinerarios, papeles con órdenes escritas en mayúsculas:«¡MARTES COMPRAR HUEVOS!» o «¡LLAVES SEÑORA MAHLSTEDT!».

Luego, Bertha empezó a preguntarle a Harriet acerca del sentido de aquellas notas y qué era lo que había querido memorizar.

—¿Qué significa «Llaves señora Mahlstedt»? —preguntaba dominada por la desesperación—. ¿La señora Mahlstedt me ha dado una llave? ¿Dónde está la llave? ¿O es que solo quiso darme una llave? ¿Pero cuál? ¿Y para qué?

Las notas se multiplicaban. Cuando estábamos en Bootshaven, los papeles revoloteaban por todas partes. Las corrientes de aire los hacían flotar lentamente por la cocina como las grandes hojas de los tilos lo hacían fuera, en el patio, en otoño. Los mensajes se volvieron cada vez más ilegibles e incomprensibles. Si al principio las notas contenían aún indicaciones precisas sobre cosas tales como el modo de empleo de la nueva lavadora, con el tiempo y a medida que se multiplicaban se fueron volviendo más lacónicas. «Derecha antes que izquierda», decía una de las notas, y eso aún podía entenderse.

Sin embargo, a veces, mi abuela escribía notas que no conseguía leer ni ella misma y se esforzaba por leer notas en las que nada era legible. Con el tiempo, los mensajes se fueron haciendo más y más extraños: «Bañador en el Ford», pero en ese entonces ya se habían desprendido del Ford y, más tarde, una y otra vez: «Bertha Lünschen, Geestestrasse 10, Bootshaven». Un día, el mensaje se redujo a «Bertha Deelwater» y después siguió reduciéndose hasta que no fue más que «Bertha». «Bertha.» Como si ella debiera cerciorarse de que todavía existía. El nombre ya no parecía una firma, sino algo copiado con gran dificultad. El trazo fugitivo mostraba varios sitios donde el bolígrafo había dejado de escribir y se había vuelto a poner en marcha tras una pausa. Las letras no eran más que pequeñas cicatrices. Transcurrió el tiempo y la lluvia de hojas remitió por completo. Si alguna vez Bertha se encontraba con uno de sus antiguos recordatorios, lo miraba fijamente con ojos extraviados y, al cabo de un momento, lo estrujaba y lo metía en el bolsillo del delantal, en la manga o dentro del zapato.

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