El sabor de la pepitas de manzana (11 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Mi abuelo aprovechaba siempre esa historia para burlarse de la estupidez y la afición al alcohol de algunos curas, que no eran capaces de distinguir un hombre de un animal, que dejaban sus cosas tiradas en cualquier parte y que además se extraviaban al buscarlas. Esa historia le parecía muy ilustrativa y tomaba partido por los habitantes de Fischdorf. A Hinnerk no le gustaba que a la gente se la castigara por salirse con la suya.

Es posible que el señor Lexow no fuera el padre de Inga. Quizá solo había querido obtener lo mejor que Bertha podía darle. Algo que todavía no poseía nadie. Bertha, en todo caso, había amado siempre a Hinnerk. Tendría que preguntarle a Inga. Pero ¿qué podía contarme ella sino una historia ajena?

Deposité el ramo de flores rojas y lilas sobre la tumba de Rosmarie. El señor Lexow había desaparecido. Yo empezaba ya a estar harta de viejas historias. A pasos largos, desanduve el camino hacia la entrada. Por el rabillo del ojo vi algo moverse a mi izquierda, entre las tumbas. Miré fijamente en esa dirección y descubrí, a no poca distancia de nuestro panteón familiar, a un hombre sentado con la espalda apoyada en una lápida, a la sombra de un ciruelo silvestre. Me detuve. Junto al hombre había una botella. Tenía un vaso en la mano y el rostro vuelto hacia el sol. No podía distinguir bien de quién se trataba, solo que llevaba gafas de sol y que no daba la impresión de ser ni un mendigo ni un pariente afligido. Qué sitio extravagante… Bootshaven. ¿Quién querría vivir aquí? ¿Y quién ser enterrado?

Eché una última mirada a la gran lápida negra bajo la cual, además de mis bisabuelos y de mi tía abuela Anna, yacían también Hinnerk, mi prima Rosmarie y ahora Bertha Lünschen. Mis tías ya habían reservado su sitio. ¿Qué sería de mi madre? Su espíritu atormentado por la nostalgia, ¿encontraría verdaderamente la paz en este infértil suelo pantanoso? ¿Y yo? ¿Tenía la nueva propietaria de la casa también su sitio en el panteón familiar?

Aceleré el paso y cerré la puerta tras de mí. Ahí estaba la bicicleta de Hinnerk. Me monté y regresé a la casa. Nada más llegar, me dirigí rápidamente a la cocina, me serví un vaso de agua grande y salí a sentarme en la escalera de la entrada, allí donde unos días antes había estado sentada en compañía de mis padres y mis tías.

En tiempos pasados, cuando aún éramos pequeñas, Rosmarie, Mira y yo nos sentábamos las tres muy juntas allí, atraídas por los secretos escondidos bajo las losas y, más tarde, por el sol crepuscular. Esa escalera era un sitio maravilloso que pertenecía tanto a la casa como al jardín. Estaba tapizada con rosales trepadores y, si se dejaba abierta la puerta de entrada, el olor de las piedras del corredor se mezclaba con el perfume de las rosas. La escalera no estaba ni arriba ni abajo, ni dentro ni fuera. Estaba allí para asegurar una suave pero firme transición entre dos mundos. Acaso fuera ese el sentido de nuestra inclinación adolescente por acuclillarnos en unas escaleras como esas, por apoyarnos en los marcos de las puertas, por sentarnos sobre los muros, holgazanear en las paradas de autobús o correr por las traviesas de una vía férrea y mirar hacia abajo desde un puente. Pasajeros en tránsito, prisioneros de un espacio intermedio.

Algunas veces, mi abuela se sentaba con nosotras. Bertha estaba tensa, pues también ella parecía estar esperando algo, aunque sin saber bien a quién ni qué. Casi siempre esperaba a alguien que ya había muerto hacía mucho tiempo. Primero a su padre, luego a Hinnerk y también, alguna que otra vez, a su hermana Anna.

De cuando en cuando, Rosmarie sacaba vasos y una botella de vino salido de las reservas de la bodega de Hinnerk. Aunque era hijo de un posadero, no entendía de vinos. En la posada del pueblo se bebía sobre todo cerveza. El compraba vino cuando encontraba ocasiones que le parecían especialmente ventajosas; prefería el vino dulce al seco y el blanco al tinto. Mira no bebía más que vino de color rojo oscuro, casi negro. Como la bodega estaba llena de botellas, Rosmarie encontraba siempre un vino oscuro para Mira.

Yo no bebía con ellas. El alcohol me atontaba. Corte de película, blackout, bloqueo mental, pérdida de conocimiento… todas esas cosas horribles que pueden suceder cuando se bebe. Eso lo sabía todo el mundo. Y yo detestaba que Rosmarie y Mira bebieran vino. Cuando empezaban a subir la voz y a reírse demasiado, era como si una pantalla de televisor gigantesca se alzara de pronto entre nosotras. A través del cristal, podía observar a mi prima y a su amiga como un documental de arañas gigantes que se hubiera quedado sin sonido. Sin la sobria explicación del comentarista, las criaturas se volvían repugnantes, extrañas y odiosas.

Mira y Rosmarie no se daban cuenta de nada. Sus ojos de araña se volvían un poco vidriosos y parecían divertirse con mi mirada fija en ellas. Yo siempre me quedaba más tiempo del que era capaz de soportar y después me levantaba ceremoniosa y entraba en la casa. Jamás he vuelto a sentirme tan sola como entonces con las dos chicas araña.

Cuando estaba con nosotras, Bertha también bebía. Rosmarie le servía y mi abuela, como ya no se acordaba de si había bebido uno o tres vasos de vino, volvía a acercar el vaso siempre que lo veía vacío. O se servía ella misma. Sus frases se volvían aún más confusas, se reía y sus mejillas se teñían de rosa. Mira se abstenía de beber en presencia de Bertha, puede que por respeto o también a causa de su madre, la señora Ohmstedt, famosa por beber más de la cuenta.

Una vez, Bertha nos hizo una seña con la cabeza y dijo lo que siempre decía: «La manzana no cae lejos del tronco». Mira se puso pálida y vertió sobre las rosas el vaso que estaba a punto de llevarse a los labios. Rosmarie animaba a Bertha a beber. Quizá así se sintiera menos culpable, aunque era sincera al decir:

—Bebe, abuelita, que así no tendrás que llorar tanto.

Bertha no participó más que un verano en la cata de vinos en la escalera. Poco después, víctima de un profundo desasosiego, no permanecía quieta en ningún sitio, y a finales del verano siguiente murió Rosmarie.

El sol se estaba ocultando y mi vaso estaba vacío. Como aún tenía unos días por delante, ¿por qué no hacer también una visita a los padres de Mira y preguntar por ella? Su hermano no me había dado mucha información. Esta vez no giré a la izquierda, sino que seguí recto en dirección al centro del pueblo. El timbre seguía sonando con aquel tono familiar de entonces, como de campanadas de reloj. El jardín estaba asilvestrado y había dejado de tener el aspecto modélico de otros tiempos, con sus setos recortados geométricamente y cada arriate con su espaldera.

—Vaya, ¿tu padre ha vuelto a jugar con la escuadra? —Solía burlarse Rosmarie cuando Mira nos abría la puerta.

Ahora, en cambio, la hierba era alta y los setos y árboles estaban sin podar. De aquello, evidentemente, hacía mucho tiempo que no se había ocupado nadie.

Debía habérmelo imaginado pero, sin embargo, quedé muy sorprendida cuando Max abrió la puerta. El también pareció un poco asombrado, pero antes de que yo pudiera decir nada, se me acercó con una sonrisa. Parecía realmente encantado de verme.

—¡Iris, qué bien! Justamente quería pasar a verte.

—¿De verdad?

¿Por qué razón decía yo eso y con esa voz tan estridente? Por supuesto que tenía que pasar a verme si, al fin y al cabo, era algo así como mi abogado. Max me lanzó una mirada temerosa.

—Bueno, quería decir que qué casualidad —aclaré—. ¡Y en realidad no eres tú a quien yo venía a ver!

Su sonrisa empezó a desvanecerse.

—No, no —rectifiqué—. Naturalmente, no quería decir eso. Lo que pasa es que no sabía que vivías aquí. Pero bueno, ya que estás, me conformo, ah… contigo.

Max arqueó las cejas. Me maldije y sentí cómo se me ponía la cara colorada. Justo cuando estaba por emprender la retirada con una reflexión sagaz del tipo «ah, bueno, pues me voy», dijo Max con una sonrisa irónica:

—¿De verdad? ¿Te conformas conmigo? Pero si eso es lo que he deseado toda la vida. No, no soy tan estúpido. ¡Quédate, Iris! Venga, entra ya. De lo contrario, salimos los dos, así que mejor pasa. Seguramente recuerdas dónde está la terraza.

—Sí.

Al atravesar, desconcertada, aquella casa que en tiempos me había sido tan familiar, mi confusión no hizo más que crecer. Esa no era la casa que yo conocía. Ya no había puertas, ni papel pintado en las paredes, ¡ni techo! Todo era un gran ambiente pintado de blanco y mis sandalias rechinaban sobre el desnudo suelo de madera. Había una cocina de un blanco luminoso, un gran sofá azul algo estropeado, una pared llena de libros y otra con un descomunal pero elegante equipo de alta fidelidad.

—¿Dónde están tus padres? —Me oí gritar.

—Viven en el garaje. Al fin y al cabo, ahora gano mucho más que mi padre con su pensión.

Giré la cabeza y lo miré. ¡Max me caía bien!

—Eh, solo era una broma. Mi madre siempre quiso marcharse de esta casa, ya sabes, y mi padre estaba enfermo, muy enfermo incluso. Cuando se recuperó, decidieron viajar todo cuanto pudieran, y tienen un pequeño apartamento en la ciudad. A veces vienen a visitarme y entonces duermen en el garaje. Mi coche no es particularmente grande, y por eso…

—Max, cierra el pico, eres una calamidad. En cualquier caso, no quería dejar de preguntarte dónde puedo ir a nadar por aquí sin que tú me sigas disimuladamente. ¿No podrías simplemente decirme dónde piensas ir a nadar los próximos días para que sepa qué sitios evitar?

—Venga, no presumas tanto. Me limito a hacer lo que hago siempre. No tengo la culpa de que te hayas aprendido mis hábitos y que ahora aparezcas siempre en mi camino como por casualidad y la última vez, incluso desnuda. ¡Y por si fuera poco todo eso, vienes, llamas a mi puerta y me haces preguntas insolentes!

Max negó con la cabeza, se dio la vuelta y se fue a la cocina. Llevaba una camisa blanca, otra vez con manchas en la espalda; esta vez eran grises y verdes, como si se hubiese apoyado en un árbol. Mientras le escuchaba trajinar con vasos y botellas, lo oía mascullar. Distinguía algunas expresiones, como «está chiflada», «incoherencia», «compulsiva».

En la terraza bebimos vino blanco con agua mineral. En mi copa había naturalmente más agua que vino. A diferencia del jardín, que estaba en un estado de total abandono, la terraza se conservaba igual que entonces. Los grillos cantaban. Me entró un hambre canina.

—Tengo que irme.

—¿Por qué? Si acabas de llegar. Aún no te he preguntado por qué querías ver a mis padres. De hecho, tampoco te he preguntado qué es de tu vida y dónde vives porque ya lo sé. Todo consta en mis archivos.

—¿De verdad? ¿Y cómo ha llegado eso a tus archivos?

—Secreto profesional. Lo siento, pero no puedo darte más información sobre mis clientes.

—Bueno, pero alguien debe de haberte dado información sobre tus clientes.

—No digo que no, pero no te diré quién.

—¿Cuál de mis tías ha sido? ¿Inga o Harriet? Max rió y se calló.

—Tengo que irme, Max. Aún tengo que… quiero decir, aún no he… De todas formas, debo irme.

—Bueno. Ya veo que se trata de un caso de fuerza mayor. ¿Por qué no lo dijiste antes? ¿Quieres que dé algún recado a mis padres? ¿Y no quieres saber dónde voy a nadar mañana? ¿Y no quieres cenar conmigo?

Mientras hablaba, se concentraba en desenroscar el corcho del tirabuzón sin mirarme más que de refilón, al hacer la última pregunta.

Me recliné hacia atrás y lancé un profundo suspiro.

—Sí. Sí, con mucho gusto, Max. Me gustaría mucho, mucho, cenar contigo, gracias.

Max me contemplaba en silencio, con una sonrisa un poco forzada.

—¿Qué pasa? —pregunté sorprendida—. ¿Me has invitado solamente por cortesía?

—No, pero esperaba el «pero».

—¿Qué «pero»?

—El «pero» que viene después de «sí, sí, Max, me gustaría tanto, pero…»; a ese «pero» me refería.

—No hay «pero».

—¿No hay «pero»?

—No, hombre, pero si insistes en preguntar, entonces…

—¿Lo ves? ¡Claro que había un «pero»!

—Sí, es cierto.

—Lo sabía —dijo Max en tono victorioso.

Entonces se levantó bruscamente de la silla y agregó:

—Andando. Vamos a ver qué encontramos en la cocina.

Encontramos todo tipo de cosas en la cocina. Me reí mucho esa noche, tal vez demasiado para alguien que venía de un entierro, pero Max y su amable desfachatez me hacían sentir bien. Tenía tanto pan y olivas y salsas para untar y dips en la nevera que no pude evitar preguntarle si esperaba invitados. El hizo una breve pausa, me miró como si tuviera monos en la cara y se limitó a sacudir la cabeza. Luego se rindió y admitió que había tenido previsto invitarme porque él era una persona hipersensible y se había dado cuenta de que me había asustado mortalmente en la esclusa pero que no había podido prever que fuera a irrumpir en su casa sin haberle dado tiempo a proponérmelo. Al decir esto, esbozó una sonrisa maliciosa y untó una rebanada de pan con crema de puerros. Yo no dije nada.

Cuando me levanté, para irme ya era de noche. Max salió conmigo y me acompañó hasta la bici. Cuando puse mi mano sobre el manillar, él puso su mano sobre la mía y me besó furtivamente sobre la comisura de la boca. Su beso me atravesó con una fuerza que me dejó aturdida. Los dos dimos un paso atrás y al hacerlo volqué un tiesto con el pie. Volví a colocarlo atropelladamente en su lugar y dije:

—Perdón. Siempre me pasa lo mismo cuando me siento bien en algún sitio.

Max dijo entonces que él también se había sentido bien esa noche y permanecimos un momento allí de pie en la oscuridad, sin decir palabra. Y antes de que Max pudiera hacer o decir nada, cogí la bici y emprendí el camino de regreso a casa.

Esa noche dormí mal de nuevo. Después de todo aquello tenía que recapacitar.

Volví a despertarme muy temprano. Los rayos del sol apenas acariciaban tímidamente la pared de la habitación. Me levanté, me puse el vestido de baile dorado de mi madre, pedaleé hasta el lago, nadé hasta la otra orilla y regresé; me encontré otra vez con los mismos propietarios de perros de la víspera, pero no con Max. Volví a casa, me preparé un té, puse una loncha de queso entre dos rebanadas de pan negro y dispuse todo sobre una bandeja con la que atravesé el cobertizo y salí al huerto de detrás de la casa. Allí había algunos muebles de jardín corroídos. Puse dos sillas plegables blancas al sol, coloqué la bandeja sobre una de ellas y me senté en la otra. Mis pies descalzos estaban mojados por el rocío y el dobladillo del vestido también. La hierba llevaba tiempo sin que la segaran, aunque no parecía que tuviera una altura de más de cuatro o cinco semanas. Bebí mi té con la leche que había traído el señor Lexow, contemplé los viejos manzanos y pensé en mi abuela Bertha.

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