El sabor de la pepitas de manzana (6 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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—¡Señor Lexow!

La cordial sonrisa con la que se disponía a saludarme se convirtió al verme en una expresión de desconcierto. Me acordé entonces de cómo iba vestida y sentí vergüenza. Seguramente pensaría que trataba con una maníaca patológica que se desnudaba para revolver los armarios y que danzaba vestida de manera estrafalaria por el desván o tal vez incluso sobre el tejado. Al fin y al cabo, eso ya había ocurrido antiguamente en la familia.

—¡Oh!, perdone mi aspecto extravagante, se lo ruego, señor Lexow —mascullé a modo de disculpa esforzándome por encontrar una explicación—. Lamentablemente, mi vestido tenía una mancha horrible, y como apenas he traído nada para cambiarme, usted comprenderá, hace un calor tan sofocante en la casa…

Una amable sonrisa reapareció en su rostro y levantó la mano en un gesto apaciguador.

—Ese es el vestido de su tía Inga, ¿no es verdad? Le sienta a las mil maravillas, ¿sabe usted? Ya me figuré que alguien se habría quedado en la casa y, como en la cocina no hay absolutamente nada, he pensado, me he permitido, bueno, quería simplemente…

Ahora era el señor Lexow quien tartamudeaba. Retrocedí un paso para animarlo a entrar, cerré la puerta tras él y cogí una bolsa de algodón que me había tendido al mismo tiempo que hablaba. Mientras yo me preguntaba en cuál de las habitaciones desiertas podría recibirle, él pidió permiso y me precedió en el pasillo, camino de la cocina. Una vez allí, me quitó con suavidad la bolsa de las manos, extrajo de ella un gran recipiente de plástico, abrió sin vacilar uno de los armarios inferiores, echó mano de una olla y la puso sobre el fogón. Me acerqué unos pasos. El no hablaba, pero se desplazaba con tranquila seguridad por la cocina de Bertha. Ya no era necesario preguntarle al hermano de Mira quién se había ocupado de la casa y el jardín en ausencia de mi abuela.

Inquieta, yo desplazaba el peso de mi cuerpo de una pierna a otra. Por muy grande que fuera la cocina, yo siempre estaba en el medio, estorbando.

—Dígame, hija mía, ¿sería usted tan amable de ir a buscar un poco de perejil al jardín?

Me tendió unas tijeras.

Desde el patio se accedía al huerto de Bertha recorriendo el sendero que pasaba entre los dos tilos. La alambrada estaba invadida por madreselvas, la pequeña puerta del jardín se encontraba simplemente apoyada y se abrió con un chirrido al empujarla. El perejil estaba justo ahí delante, en la entrada, cubierto enteramente de capuchinas o «alcaparras», como las llamaban Bertha y sus hijas. Al final del verano, mi madre conservaba siempre en un pequeño recipiente en el frigorífico los frutos verde claro de las flores de las capuchinas. Sin embargo, ya no recuerdo si esos frutos acabaron alguna vez integrándose en las comidas. Pero ¿cómo conseguía crecer la rala planta de perejil en ese huerto? En hileras, como las desgreñadas judías de mata baja y los ásperos guisantes trepadores que se encontraban en plena floración, con flores de color blanco, rosa y naranja. Por ahí había también una hilera torcida de puerros. Y un poco más allá, entre la grama y la camomila, unas plantas de pepino que, reptando por el suelo, intentaban apartar —o al menos debilitar— con sus pelosas hojas grisáceas las malas hierbas, apestándolas de moho blanco.

La melisa y la menta habían tomado la delantera en los bancales y proliferaban entre las grosellas blancas. Los enclenques groselleros espinosos y los zarzales habían atravesado la valla e invadían el bosquecillo colindante. El señor Lexow debía de haber intentado mantener el huerto de Bertha, pero carecía del don especial de mi abuela para dar a cada planta el emplazamiento más favorable y, a fuerza de pacientes cuidados, obtener lo mejor de ellas.

Atravesé el huerto para echar una mirada a los macizos de plantas vivaces creados por Bertha, todas esas plantas antiguas que honraban la memoria de mi abuela o desafiaban su degradación, lo que venía a ser lo mismo. El matorral ondulante de polemonios exhalaba su suave perfume. Las espuelas de caballero dirigían sus lanzas azules hacia el cielo crepuscular. Los altramuces y las caléndulas resplandecían por doquier y las campanillas se rendían a mi paso. Las gruesas hojas acorazonadas de las funkias recubrían la casi totalidad del suelo. En la parte de atrás, las hortensias componían un verdadero seto con su follaje engalanado con multitud de inflorescencias de colores rosa azulado y azul rosado. Las umbelas de corolas amarillo oscuro y rosa rojizo de las artemisas se inclinaban sobre el camino y, en cuanto las tocaba para apartarlas, mis manos se impregnaban de su perfume a hierbas aromáticas y a vacaciones de verano.

Entre los groselleros y las tupidas moreras, el huerto adquiría un aspecto más salvaje. Pero esa parte del jardín se había aislado ya en su propia sombra. Más allá comenzaba el pequeño pinar. El suelo color herrumbre se escondía bajo una espesa capa de agujas de pino. Al caminar, los pasos se hacían elásticos y silenciosos y uno avanzaba como bajo un hechizo hasta el momento de salir por el otro extremo que daba al gran prado de árboles frutales. En el pasado, Rosmarie, Mira y yo colgábamos viejas cortinas de tul entre los árboles y construíamos nuestro país de las hadas, donde representábamos largas y complejas tragedias de amor. Al principio no se trataba más que de la historia de tres princesas raptadas y vendidas por un desleal tesorero del reino y que, tras años de servidumbre, habían conseguido escapar de sus crueles padres adoptivos y acababan viviendo en el bosque donde, por una feliz coincidencia, se reencontraban con sus verdaderos progenitores. Después, las princesas regresaban a los lugares donde habían sido maltratadas y castigaban a todos aquellos que las habían torturado. Rosmarie se encargaba de «la evasión»; yo, de «el reencuentro»; Mira, de «la venganza».

Caminé hacia la cancela del jardín que daba al bosquecillo y hundí la mirada en la penumbra verdinegra. Me sorprendió una ráfaga de aire frío cargado de resina. Me estremecí, sujeté con más fuerza las tijeras y di la vuelta en dirección al perejil. Al cortar un buen manojo, sentí un aroma a tierra y a cocina pese a que las hojas rizadas estaban ya bastante secas y amarillas. ¿Debería cortar también un poco de levístico? Mejor no. Recordé una tarde que había pasado en el jardín con Rosmarie y Mira. El día que hablé con Mira por última vez.

Me erguí y crucé rápidamente la puerta que daba al cobertizo. El suelo arcilloso estaba helado. Eché el cerrojo, volví a encajar las barras de hierro en sus soportes, subí corriendo la escalera y casi fui presa del vértigo al aspirar la fragancia de aquella sopa de verduras que inundaba el aire de la cocina. Deposité el manojo de perejil al lado de la olla humeante, el señor Lexow me dio las gracias y levantó brevemente la cabeza. Había tardado demasiado para un cometido tan insignificante.

—Estará lista en un momento. He puesto la mesa aquí, en la cocina.

Y efectivamente, sobre la mesa de la cocina había un plato hondo blanco y una cuchara sopera de plata.

—¡Pero usted tiene que comer también un poco! Se lo ruego, señor Lexow.

—De acuerdo, querida Iris. Será un gran placer.

Nos sentamos a la mesa con la olla entre nosotros y el perejil finamente picado sobre una tabla. Comimos la deliciosa sopa, en la que nadaban gruesas rodajas de zanahorias, dados de patatas, guisantes, judías verdes cortadas en trozos y una gran cantidad de aros transparentes de puerro. Un ligero estremecimiento recorrió al señor Lexow. Quiso decir algo, pero no reparé en ello hasta el momento en que yo misma levanté la cabeza para decir algo.

—SeñorLexowqueridalris —empezamos a hablar simultáneamente.

—Usted primero.

—No, usted, por favor.

—Pues bien. Quería simplemente darle las gracias por la sopa, este es el momento oportuno, por cierto, ¿qué hora será?, pero también por haberse ocupado de la casa y del jardín. Gracias de todo corazón, no sé cómo podríamos agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros. Todo el tiempo y… y todo el amor que ha puesto en ello, y…

El señor Lexow me interrumpió.

—No diga nada más. Soy yo quien quiere decirle algo, contarle algo que poca gente sabe. Bueno, para ser más precisos, solo quedan dos personas que lo saben, a la tercera la enterramos ayer, aunque me pregunto si aún lo sabía… Pues mire, ya que usted habla de amor, quiero decir, cuando usted abrió la puerta y yo la vi con ese vestido, fue como si…

—Perdón, comprendo que eso le haya resultado chocante, pero yo…

—No, no, cuando usted abrió la puerta yo me dije…, resumiendo: su tía Inga, quiero decir, Inga y yo…

—Usted la ama, ¿no es cierto? Ella es maravillosa.

El señor Lexow frunció las cejas.

—Sí. No, no es lo que usted acaso esté pensando. La quiero como un, como un… padre.

—Sí, naturalmente. Entiendo.

—No, veo que no lo entiende. Yo la amo como un padre, porque lo soy.

—Un padre.

—Sí. No. Su padre. Yo soy el padre de Inga. Amé a Bertha. Desde siempre, hasta el final. Ha sido un honor para mí, una deuda, en fin, una obligación el ocuparme de vuestra casa. Por favor, no me lo agradezca, eso me avergüenza. Era lo mínimo que yo…, bueno, usted me comprende, quiero decir… después de todo lo que…

El sudor perlaba la frente del señor Lexow. Estaba al borde de las lágrimas. Yo también había dejado de comer. El padre de Inga… No, no había contado con eso, desde luego. Aunque, después de todo, ¿por qué no? ¿Inga lo sabía?

—Inga lo sabe. Se lo dije en una carta cuando Bertha entró en la residencia. Le propuse ocuparme de todo hasta que… bueno, todo el tiempo que Bertha permaneciera en la residencia.

El señor Lexow se tranquilizó, su voz se hizo más firme. Me puse en pie, me dirigí al dormitorio de mis abuelos y saqué del armario de roble un par de calcetines de lana de Hinnerk y un jersey marrón grisáceo de Bertha. Me senté en el taburete ante el tocador para ponerme los calcetines. ¿Bertha, adúltera? Regresé a la cocina con paso tambaleante.

La sopa ya no estaba sobre la mesa. En vez de platos había dos vasos. El señor Lexow, el padre de mi tía y, por tanto, una especie de tío abuelo para mí, removía el contenido de una pequeña olla sobre el fogón. Volví a sentarme con las piernas cruzadas sobre el asiento. Al cabo de un momento, con la leche humeante ya en los vasos, el señor Lexow se sentó y relató sin rodeos lo que pasó.

Capítulo 4

Cuando Carsten Lexow llegó a Bootshaven acababa de recibir el diploma de maestro. Era originario de Geeste, un pueblo de los alrededores de Bremen, y no tendría entonces más de veinte años. En Bootshaven, la escuela tenía una única aula en la que se impartía clase a todos los niños que recibían enseñanza obligatoria. Un maestro enseñaba todo a todos al mismo tiempo. El pastor no intervenía más que una vez al año, justo una semana después de acabar las vacaciones de verano, para saludar a los nuevos confirmandos.

Su padre, propietario de una mercería, había muerto cuatro años antes de la llegada de Carsten a Bootshaven, a consecuencia de una herida de guerra. Una bala de fusil francesa había peregrinado por su cuerpo durante casi ocho años hasta que llegó el día en que, deteniéndose en un pulmón, detuvo su peregrinación, poniendo fin a la vida del mercero Carsten Lexow padre. Era un hombre taciturno que pasaba mucho tiempo en su tienda y nunca había dejado de ser un extraño en su familia. La madre de Carsten lo atribuía a la bala viajera que no le permitía regresar del todo a casa, aunque tal vez se debiera simplemente a su naturaleza. Las cosas cortas y menudas que manejaba y vendía en la mercería no eran lo único corto y menudo del padre de Carsten, corto también de piernas, de nariz, de cabello, como cortas eran igualmente sus frases y corto el hilo de su paciencia. Lo único largo era el camino recorrido por la bala de fusil dentro de su achaparrado cuerpo; sin embargo, cuando el proyectil alcanzó finalmente su meta, la agonía de Carsten Lexow padre fue tan breve como lo había sido su vida.

La viuda Lexow continuó llevando sola la mercería. Carsten la ayudaba a veces con la contabilidad. No tenía hermanos; en cambio, su madre sí tenía un hermano menor, funcionario de Correos y soltero, que se declaró dispuesto a echar una mano a su hermana y a su sobrino. Puesto que Carsten no mostraba ninguna inclinación particular por la venta de hilos de coser y cintas elásticas, la viuda aceptó enviar a su hijo a Bremen para que recibiera formación de docente. Carsten pasó allí dos años, al término de los cuales le asignaron el puesto de maestro en Bootshaven sin siquiera haberse postulado para ello.

El viejo maestro de la escuela había muerto de un ataque cerebral en plena aula, pero, como tenía la costumbre de dormitar durante las clases, ningún niño se inquietó al ver su cuerpo postrado. Como cada vez que se quedaba dormido, los catorce alumnos abandonaron la escuela conteniendo la risa tras la plegaria. Esa vez también olvidaron al maestro hasta que, a la mañana siguiente, lo volvieron a ver dormido sobre su pupitre en exactamente la misma postura que la víspera. El hecho de que la escuela y el aula no estuvieran cerradas con llave no llamó la atención a nadie, pues el viejo maestro siempre había sido despistado. Finalmente, el alumno mayor de la clase, Nikolaus Koop, se armó de coraje y se dirigió al pequeño y pálido hombre, cuya cabeza estaba tan profundamente inclinada sobre el pecho que solo la frente permanecía visible. Al ver que no respondía, Nikolaus se aproximó y miró a su maestro más de cerca. Los Koop eran campesinos, como casi todos los habitantes del pueblo. Nikolaus Koop había ayudado muchas veces en la matanza e incluso había visto morir una vaca durante el parto. Parpadeó repetidamente, se volvió hacia los demás alumnos y dijo con voz tranquila, marcando largas pausas entre las palabras, que aquel día no habría clase, que todos debían regresar a casa. Nikolaus era un chico muy retraído, y a menudo era el primero al que eliminaban en el balón prisionero pero, aunque no era el líder de la clase, era el de más edad y los alumnos salieron dócilmente. Anna Deelwater y su hermana menor, Bertha, abandonaron el colegio al mismo tiempo que los demás. Su granja estaba muy cerca de la de los Koop y, por lo general, las dos niñas iban a la escuela y regresaban en compañía de Nikolaus. Ese día, sin embargo, regresaron solas y en silencio, con las cabezas gachas. Nikolaus Koop llamó a la puerta de la parroquia, situada junto a la escuela, y dio la noticia al pastor, que estaba sentado en su escritorio y hojeaba el periódico. El pastor escribió el mismo día a su amigo, el pastor de Geeste, y tres días más tarde el nuevo maestro de escuela, Carsten Lexow, llegaba a Bootshaven justo para la inhumación de su predecesor, lo cual fue considerado por todos una bendición. La gente del pueblo se alegraba de poder examinar enseguida y minuciosamente al nuevo maestro. Y Carsten Lexow no podía más que considerarse dichoso por haberse puesto el traje negro confeccionado para el entierro de su padre. Además, esa era una buena oportunidad de presentarse a unos y a otros sin darles tiempo de inventarse historias sobre él. Claro que las historias se las inventarían pese a todo, puesto que Carsten Lexow era alto y esbelto y su pelo oscuro no se dejaba domar más que con una raya rigurosamente trazada a un lado de la cabeza. Sus ojos eran azules, pero Anna Deelwater descubrió un día, cuando él levantaba la mirada del cuaderno de ejercicios sobre el que había estado inclinado durante la clase, que sus pupilas estaban como engastadas en anillos de oro. Y a esos anillos se quedaría encadenada hasta el final de su vida, que, por otra parte, no estaba muy lejano.

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