El sabor de la pepitas de manzana (2 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Aún hacía calor cuando abandonamos el local. El señor Lexow se sujetó las perneras del pantalón con dos aros metálicos y montó en la bicicleta negra que lo esperaba, apoyada y sin candado, contra la pared de la casa. Nos saludó levantando fugazmente la mano y se fue pedaleando en dirección al cementerio. Mis padres y mis tías permanecieron ante la puerta del local, parpadeando bajo el molesto resplandor del sol de la tarde. Mi padre carraspeó:

—Los hombres del bufete… los habéis visto, ¿verdad? Bien, Bertha ha hecho testamento.

Eran los abogados, pues. Mi padre no había acabado aún; abrió la boca y la volvió a cerrar; las tres mujeres seguían mirando hacia el sol rojizo sin decir palabra.

—Nos esperan ante la casa.

Rosmarie había muerto en verano también, pero en un momento en que por las noches los prados comenzaban a exhalar fragancias de otoño y una no podía tumbarse sobre la hierba sin quedarse rápidamente aterida de frío. Pensaba en mi abuela, que yacía bajo tierra; en el húmedo y negro agujero donde ella reposaba ahora, un suelo pantanoso, fértil y negro bajo la arena. El montículo de tierra junto a su sepultura se secaba al sol y la arena se escurría infatigable. Se precipitaba en pequeñas morrenas, exactamente igual que en un reloj de arena.

—Así soy yo —dijo Bertha un día—, así es mi cabeza.

Gimió inclinando la cabeza hacia el reloj de arena situado al borde de la mesa. Se levantó luego bruscamente de la silla y barrió el reloj de la mesa con la cadera. El delgado soporte de madera se había roto. El vidrio, hecho añicos, había saltado por los aires. Yo era una niña y su enfermedad aún no se notaba demasiado. Me arrodillé y con el dedo índice esparcí la arena blanca por el suelo de piedra blanca y negra de la cocina. La arena era muy fina y resplandecía bajo la luz de la lámpara. Mi abuela, de pie junto a mí, suspiró y preguntó que cómo se me podía haber roto aquel hermoso reloj de arena. Cuando le dije que era ella quien lo había hecho caer, sacudió la cabeza y la volvió a sacudir una y otra y otra vez. Después, recogió los fragmentos de vidrio y los echó al cubo de las cenizas.

Tía Harriet me agarró por el brazo. Me sobresalté.

—¿Nos vamos? —preguntó.

—Sí, vamos.

Hice un gesto para liberarme de la leve presión de su mano y me soltó en el acto. Sentí que me miraba con el rabillo del ojo.

Regresamos caminando a casa. Bootshaven es un pueblo muy pequeño. La gente inclinaba formalmente la cabeza a nuestro paso y en el camino nos cruzamos varias veces con mujeres de avanzada edad que nos daban la mano a nosotras, pero no á mi padre. Yo no las conocía, aunque todas ellas parecían conocerme a mí y —es cierto que en voz baja, por deferencia a nuestro luto, pero sin poder reprimir un leve atisbo de satisfacción porque esta vez le hubiese tocado a otra— decían que me parecía a la pequeñaja Christa. Tardé un rato en comprender que «la pequeñaja» era mi madre.

La casa se veía desde lejos. La parra silvestre cubría por entero la fachada y las ventanas superiores no eran más que huecos cuadrados en aquel espeso matorral verde oscuro. Los dos viejos sauces de la entrada llegaban hasta el tejado. Al pasar rozando el muro lateral de la casa sentí la tosca piedra roja y caliente bajo mi mano. Un golpe de viento atravesó la parra, los sauces se inclinaron, la casa suspiró suavemente.

Al pie de la escalera que llevaba a la puerta de entrada esperaban los abogados. Uno de ellos tiró su cigarrillo al vernos llegar; después, se agachó rápidamente a recoger la colilla. Mientras subíamos los amplios peldaños, agachó también la cabeza; se había dado cuenta de que lo habíamos visto; su rostro se había puesto colorado mientras hurgaba concentrado en su portafolios. Los otros dos hombres contemplaban a tía Inga. Ambos eran más jóvenes que ella, pero aun así empezaron enseguida a cortejarla. Uno de ellos sacó una llave de su cartera y nos interrogó con la mirada. Mi madre cogió la llave y la introdujo en la cerradura. Cuando se oyó el ruidoso tintineo de la campana de latón encima de la puerta, una misma sonrisa iluminó fugazmente la cara de las tres hermanas.

—Podemos pasar al estudio —dijo tía Inga precediéndonos.

El olor del vestíbulo me aturdió. Seguía flotando aquella misma fragancia de manzanas y piedras viejas, y el baúl tallado del ajuar de mi bisabuela Käthe también seguía allí, apoyado contra la pared. A izquierda y derecha del baúl, las sillas de roble con el escudo de la familia, un corazón partido en dos por una sierra. Los tacones de mi madre y de tía Inga hacían ruido y la arena rechinaba bajo las suelas de cuero; tan solo tía Harriet, con sus
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, caminaba despacio y silenciosamente.

El estudio de mi abuelo Hinnerk estaba ordenado. Mis padres y uno de los abogados —el joven del cigarrillo— colocaron cuatro sillas, tres de ellas unas junto a otras y la cuarta enfrente. El pesado escritorio no parecía sentirse afectado por todo aquel trajín y seguía ahí, plantado contra la pared entre las dos ventanas que daban a la entrada y a los tilos. La claridad del día se colaba por entre el follaje y salpicaba de manchas luminosas la habitación. El polvo danzaba. Hacía fresco allí. Mi madre y mis tías se sentaron en las tres sillas oscuras y uno de los abogados en la silla de escritorio de Hinnerk. Mi padre y yo estábamos de pie detrás de las tres hermanas. Los otros dos abogados, también de pie, se quedaron junto a la pared, a nuestra derecha. Las patas y el respaldo de las sillas eran tan altos y verticales que un cuerpo sentado quedaba enseguida formando un ángulo recto: pies y tibias, muslos y espalda, brazos y antebrazos, cuello y hombros, mentón y cuello. Las hermanas parecían estatuas egipcias de una cámara funeraria.

El hombre sentado en la silla de escritorio de Hinnerk —no el del cigarrillo— oprimió con los dedos el cierre del portafolios, lo que pareció ser una señal para los otros dos, que se aclararon la garganta y miraron al primero, el jefe obviamente, con aire circunspecto. El hombre en cuestión se presentó como antiguo socio de Heinrich Lünschen, mi abuelo.

Se leyó y se comentó el testamento de Bertha y mi padre fue nombrado ejecutor testamentario. Un ligero y único movimiento atravesó los cuerpos de las tres hermanas cuando oyeron que la casa sería para mí. Me dejé caer sobre un taburete y miré al socio del socio. El hombre del cigarrillo giró la cabeza. Yo bajé los ojos y clavé la vista en el papel que aún llevaba en la mano, con los cantos para las exequias de mi abuela. En la palma de mi mano se habían estampado las notas del coral «Oh, cabeza cubierta de sangre y heridas». Impresora de inyección de tinta. Ante mis ojos, cabezas cubiertas de sangre y heridas, cabellos como regueros de tinta roja, cabezas llenas de agujeros, lagunas de la memoria de Bertha: arena que fluye por el cuello del reloj. Con la arena —solo si estaba lo suficientemente caliente— se hacía vidrio. Rocé con los dedos la cicatriz de mi frente; no, aún no caía arena de allí; solo polvo escapó de mi falda de terciopelo al volver a cerrar la mano y cruzar las piernas. Observé en mi media una carrera fina que partiendo de la rodilla se perdía bajo el terciopelo negro. Sentí la mirada de Harriet y levanté la cabeza. Sus ojos estaban llenos de compasión. Ella odiaba la casa. Le traía recuerdos de Rosmarie. ¿Quién había pronunciado aquellas palabras? Olvidado… Cuanto más se extendían las lagunas de la memoria de Bertha, tanto mayores eran los fragmentos de recuerdo que escapaban atravesándola. Cuanto más avanzaba su perturbación, tanto más descabelladas se volvían las prendas de lana que tejía y que, por los puntos que dejaba escapar sin cesar, por las reducciones que hacía al tejer o por los agregados de nuevos puntos en los bordes, crecían y se estrechaban en todas direcciones y se abrían, se enredaban y deshacían por todas partes. Mi madre había reunido las prendas de punto de Bootshaven y se las había llevado a casa. Las conservaba en una caja en el armario de su dormitorio. Un día la encontré por casualidad y, con una mezcla de estupefacción y regocijo, desplegué las esculturas de lana sobre la cama de mis padres. Mi madre llegó en ese momento. Yo no vivía ya en casa de mis padres y Bertha estaba en la residencia de ancianos. Pasamos un rato contemplando las monstruosidades de lana.

—Es que todo el mundo necesita un lugar donde conservar sus lágrimas —dijo mi madre como para justificarse, y guardó otra vez la caja en el armario. Nunca más volvimos a hablar de los tejidos de Bertha.

Salimos todos del despacho en fila india, recorrimos otra vez el vestíbulo hasta la puerta de entrada y la campana hizo un ruido metálico. Los hombres nos estrecharon la mano y se alejaron. Nosotros nos sentamos fuera, en la escalera de la entrada. Las losas, llanas y de un blanco amarillento, estaban casi todas rajadas, pero no transversalmente, sino en sentido longitudinal: las piedras se habían roto en delgadas capas que podían retirarse, como si fueran lascas. Antiguamente no eran más de seis o siete las losas rotas; nosotras las utilizábamos como cajones secretos donde escondíamos plumas, flores o cartas.

Por aquella época yo aún escribía cartas, todavía creía en lo escrito, en lo impreso, en lo leído. Con el paso del tiempo había dejado de hacerlo. Era bibliotecaria en la Universidad de Friburgo. Trabajaba con libros, me compraba libros, a veces incluso me los llevaba en préstamo. Pero ¿leer? No. En otros tiempos, sí. Entonces sí. Entonces leía sin parar, en la cama, mientras comía, en la bicicleta. Pero eso había acabado. Leer era lo mismo que coleccionar y coleccionar era lo mismo que conservar y conservar era lo mismo que recordar y recordar era lo mismo que no saber exactamente y no saber exactamente era lo mismo que haber olvidado y olvidar era lo mismo que caer, y había que ponerle fin a la caída.

Esa era una explicación.

Sin embargo, disfrutaba siendo bibliotecaria. Por las mismas razones por las que había dejado de leer.

Comencé estudiando Filología alemana, pero en los trabajos prácticos me di cuenta de que todo aquello que venía después de la búsqueda bibliográfica carecía de interés para mí: catálogos, tablas de materias, manuales, índices tenían su propia y sutil belleza; una belleza de cuya fugaz lectura se desprendía tan poco como de un poema hermético. Cuando me aparté de las obras generales de referencia y de sus páginas desgastadas por innumerables consultas, y fui pasando de libro en libro hasta que por fin di con una monografía altamente especializada cuya cubierta jamás había estado en contacto con las manos de nadie excepto las de un bibliotecario, eso desencadenó en mí un sentimiento de satisfacción tal que no podía equipararse con el que me procuraban mis propios escritos. A eso se sumaba el hecho de que las notas que tomaba para no olvidar, correspondían realmente a aquello que no era necesario recordar; es decir, a lo que podía olvidar con toda tranquilidad, puesto que ya sabía dónde volver a encontrarlo.

La faceta más placentera de mi oficio era descubrir los libros olvidados, los libros que habían permanecido en su sitio desde hacía siglos y que probablemente jamás habían sido leídos; libros con una densa capa de polvo en su canto superior y que, sin embargo, habían sobrevivido a millones de no-lectores. Había localizado siete u ocho de esos libros e iba a verlos con cierta frecuencia, pero jamás los tocaba. De vez en cuando los olfateaba un poco. Como la mayor parte de los libros de biblioteca, olían a humedad. El libro sobre los frisos del antiguo Egipto era el que tenía peor olor, estaba ya completamente negro y desgastado. Durante toda su estancia en la residencia de ancianos, no había ido a ver a mi abuela más que una vez. La encontré sentada en su cuarto. Se asustó al verme y se lo hizo encima. Una enfermera entró y le cambió los pañales. Me despedí de Bertha besándola en la mejilla. Aquella mejilla estaba fría y sentí en los labios la red de arrugas que se extendía suavemente sobre su piel.

Mientras esperaba sobre un escalón y recorría con el dedo las grietas de las piedras, mi madre, sentada dos peldaños más arriba, se dirigió a mí. Hablaba en voz baja y no acababa las frases, de modo que el sonido de su voz parecía, por momentos, flotar en el aire. Irritada, me pregunté qué era lo que desde hacía un tiempo la llevaba a hablar siempre de esa manera. Cuando depositó en mi regazo una gran llave de latón cromado, que con su paletón simple y su ligero abarquillado hacía pensar más en un accesorio para cuentos de Navidad que en una verdadera llave, comprendí por fin qué ocurría. Se trataba de la casa. Se trataba de las hijas de Bertha, aquí, en la escalera en ruinas. De su difunta hermana que había nacido en la casa, de mí y de Rosmarie, que había muerto en la casa. Y se trataba también del joven abogado con el cigarrillo. Casi no lo había reconocido, pero no cabía duda, era el hermano pequeño de Mira Ohmstedt, nuestra mejor amiga. La mejor amiga de Rosmarie y mi mejor amiga.

Capítulo 2

Mis padres, mis tías y yo pasamos la noche en las tres habitaciones disponibles en la posada del pueblo.

—Bajaremos de nuevo a Baden —dijo mi madre a la mañana siguiente.

Lo repitió una y otra vez, como si necesitara convencerse a sí misma. Sus hermanas suspiraron, como si hubiera dicho que bajaría al jardín de las delicias. Y tal vez fuera eso lo que en efecto sentía. Tía Inga se dispuso a acompañarlas hasta Bremen. La abracé y recibí una ligera descarga eléctrica.

—¿Ya de buena mañana? —pregunté sorprendida.

—Hoy hará calor —dijo Inga excusándose.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho y dejó que sus manos la recorrieran desde los hombros hasta por encima de las muñecas en un largo y rápido movimiento descendente, extendió los dedos y los sacudió. Se oyó un ligero chasquido cuando salieron chispas de las puntas de sus dedos. Rosmarie siempre había adorado los chisporroteos de tía Inga.

—Haz llover otra vez estrellas —le pedía todo el tiempo, sobre todo cuando estábamos en el jardín y era de noche.

Mirábamos atemorizadas los diminutos puntos luminosos que durante una fracción de segundo se escapaban de las manos de tía Inga.

—¿Y eso duele? —preguntábamos.

Ella negaba con la cabeza, pero yo no la creía, pues se sobresaltaba cuando se apoyaba en un coche, cuando abría la puerta de un armario, al encender la luz o el televisor. Llegaba incluso a dejar caer las cosas. A veces entraba en la cocina y me encontraba a tía Inga sentada en el taburete, recogiendo fragmentos de vidrio con la escobilla. Si le preguntaba qué había pasado, ella decía:

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