El sabor de la pepitas de manzana (3 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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—Oh, un estúpido accidente. Soy tan torpe…

Cuando tía Inga no podía evitar tender la mano a la gente, se disculpaba, pues dejaban escapar con frecuencia un grito de espanto. Rosmarie la llamaba «Dedos Eléctricos», pero todo el mundo sabía muy bien que ella admiraba a tía Inga.

—¿Por qué no sabes hacer eso, mamá? —le preguntó un día a tía Harriet—. Y yo tampoco. ¿Por qué?

Tía Harriet la miró y respondió que Inga no podía liberarse de sus tensiones de otra manera y que Rosmarie, en cambio, se desahogaba constantemente, de modo que nunca podría llegar a producir esas descargas y que debería sentirse feliz por ello. Tía Harriet había estado desde siempre en busca de su ser espiritual. Había deambulado por diferentes caminos para encontrar su propio centro y regresar, antes de convertirse en Mohani y llevar ese collar de madera. Cuando murió su hija, mi madre se lo explicaba a sí misma diciendo que tía Harriet había salido a buscar a un padre y que se había convertido de nuevo en hija. Había sentido la necesidad de algo sólido, de algo que impidiese su caída y al mismo tiempo la ayudase a olvidar. Nunca me conformé con aquella explicación. Tía Harriet amaba el drama, no el melodrama. Tal vez fuera un poco alocada, pero jamás vulgar. Probablemente se sintiera unida al difunto Osho. Debía de parecerle tranquilizador que un muerto pudiese estar tan vivo, puesto que según Bhagwan, sí seguía vivo, jamás había dado muestra alguna de estar muy impresionada y se burlaba de las fotos que lo mostraban delante de aquellos ostentosos automóviles.

Cuando mi madre, mi padre y tía Inga se fueron, tía Harriet y yo bebimos un té de menta en el salón de la posada. Nuestro silencio era melancólico y distendido.

—¿Irás ahora a la casa? —me preguntó finalmente.

Se levantó de la silla y cogió su bolsa de viaje de cuero, que estaba junto a la mesa. Miré a los ojos al sonriente Osho en el marco de madera del collar de tía Harriet e incliné la cabeza. El me devolvió el saludo. Yo también me puse en pie. Me estrechó tan fuerte entre sus brazos que me hizo daño. No dije nada y miré la sala vacía por encima de su hombro. El leve olor a café y a sudor que había arropado ayer con su calor a los huéspedes enlutados seguía suspendido bajo el techo pintado de blanco. Tía Harriet me besó en la frente y salió. Sus
Reebok
rechinaron sobre el parqué encerado.

En la calle, giró la cabeza y se despidió con un gesto. Levanté la mano. Tía Harriet se dirigió a la estación de autobuses. Sus hombros se inclinaban un poco hacia delante y su melenita roja desaparecía bajo el cuello de la blusa negra. Me asusté. Al verla caminar de espaldas pude comprender hasta qué punto era desdichada. Me aparté de la ventana y volví a sentarme a la mesa del desayuno. No quería humillarla. El autobús arrancó causando un gran estrépito que hizo temblar las ventanas; levanté los ojos y pude ver de refilón a la tía Harriet con la mirada clavada en el respaldo del asiento de delante.

Regresé caminando a la casa. La bolsa no era pesada, dentro estaba la falda de terciopelo. Llevaba un vestido negro corto, sin mangas y sandalias negras de tacón cuadrado grueso que me permitían caminar por las aceras de la ciudad o bajar libros de las estanterías y cargar con ellos, sin riesgo de torcerme un tobillo. No pasaba gran cosa ese sábado por la mañana. Delante del supermercado
Edeka
, algunos jóvenes comían helado sentados en sus ciclomotores. Las chicas no paraban de agitar sus cabellos recién lavados. Me produjeron una sensación inquietante, era como si sus cuellos fueran demasiado débiles para llevar aquellas cabezas y pudieran caerse repentinamente hacia atrás o hacia un lado. Debí de mirarlos demasiado fijamente, porque se callaron y clavaron sus ojos en mí. Aquello fue embarazoso pero, pese a todo, me sentí aliviada al ver que sus cabezas habían dejado de oscilar, que permanecían bien plantadas sobre sus cuellos en vez de inclinarse formando cómicos ángulos y de caer sobre sus hombros o sus clavículas.

En el punto donde la carretera principal trazaba una pronunciada curva hacia la izquierda, un camino de piedras que pasaba por delante de la gasolinera y de un par de casas llevaba directamente a los pastizales. Tenía la intención de inflar las ruedas de una de las bicicletas de la casa y tomar más tarde aquel camino para llegar a la esclusa. O incluso al lago. Hoy haría calor, había dicho tía Inga.

Caminé por el margen derecho de la carretera. A la izquierda, el gran molino se perfilaba tras los álamos. Lo habían pintado de colores hacía poco, lo que le daba un aspecto indigno que me apenaba ver. Era como si a alguien se le hubiera ocurrido obligar a las damas del círculo de mi abuela a ponerse leggings brillantes. La casa de Bertha, que ahora era la mía, estaba casi enfrente del molino. Había llegado a la entrada. La puerta estaba cerrada con llave y era más baja de lo que recordaba porque me llegaba justo a la cintura, así que la franqueé ágilmente de un salto en tijera.

A la luz de la mañana, la casa parecía un cajón oscuro y mísero al que se accedía por un ancho camino con un pavimento espantoso. Los sauces estaban en sombra. Cuando me dirigía a la escalera, me di cuenta de que el jardín delantero estaba invadido de nomeolvides a punto de marchitarse; algunas flores estaban desvaídas, otras viraban al marrón. Me agaché y arranqué una flor que había perdido su color azul, era gris y violeta y blanca y rosa y negra. ¿Pero quién se había ocupado realmente del jardín cuando Bertha estaba en la residencia? ¿Y de la casa? Se lo preguntaría al hermano de Mira.

Al entrar, el olor a manzanas y a piedra fría volvió a salir a mi encuentro. Dejé mi bolsa sobre el baúl y recorrí todo el vestíbulo. Ayer habíamos llegado tan solo hasta el estudio de mi abuelo. No entré en las habitaciones, comencé por abrir la puerta situada al final del pasillo. A la derecha, la empinada escalera conducía a las habitaciones de arriba. En línea recta, se descendían dos peldaños, y volviendo a girar a la derecha se accedía al cuarto de baño donde, una noche, había irrumpido mi abuelo atravesando el techo como un avión mientras mi madre me lavaba. Había querido asustarnos un poco haciendo el fantasma sobre nuestras cabezas y por eso había trepado al desván. Como las tablas debían de estar carcomidas y mi abuelo era un hombretón grande y pesado, él se rompió el brazo y a nosotras nos prohibió contar cómo había ocurrido.

La puerta que daba al cobertizo estaba cerrada con llave. La llave pendía de la pared contigua, sujeta a un taco de madera. La dejé allí colgada. Luego, subí la escalera para ir a las habitaciones donde habíamos dormido y jugado en otros tiempos. El tercer peldaño contando desde abajo crujía aún más fuerte que entonces, aunque quizá se debiera a que la casa se había vuelto más silenciosa. ¿Y los dos últimos peldaños de arriba? Sí, todavía seguían crujiendo, incluso se había sumado el antepenúltimo. La barandilla gemía con apenas tocarla.

Arriba, el aire era espeso y rancio, caliente como las mantas de lana que había dentro de los baúles. Abrí primero las ventanas de la habitación grande, después las cuatro puertas de los cuartos, así como las dos puertas de la habitación central —que había sido la de mi madre— y, finalmente, las doce ventanas de los cinco dormitorios. Todo, excepto el tragaluz de la escalera, estaba cubierto por una espesa capa de telarañas. Centenares de arañas habían tejido allí sus redes a lo largo de los años, viejas redes enmarañadas de las que, además de moscas resecas, colgaran tal vez los cadáveres de sus antiguas propietarias. Aquellas redes superpuestas formaban una delicada tela blanca, un filtro de luz lechosa, rectangular y mate. Pensé en la suave red de arrugas de las mejillas de Bertha. Un tejido de mallas tan grandes que la luz del día parecía centellear al trasluz de su piel. En su senectud, la piel de Bertha se había vuelto translúcida; su casa, en cambio, se había vuelto opaca.

Pero ambas agujereadas, dije en voz alta al tragaluz; las telarañas ondearon bajo mi aliento.

Ahí arriba había unos armarios antiguos, colosales. Ahí arriba jugábamos Rosmarie, Mira y yo. Mira era una vecina, un poco mayor que Rosmarie y dos años mayor que yo. Todos decían que Mira era una muchacha muy tranquila, pero a nosotras no nos lo parecía. Es cierto que no hablaba demasiado, aunque sembraba desasosiego allá donde se encontrase. No creo que se debiera únicamente a que siempre iba de negro. Eso era muy frecuente entonces. Lo inquietante en ella provenía de sus alargados ojos pardos, con aquella línea blanca siempre visible entre el párpado inferior y el iris. Con la pincelada de kohl negro que se daba solo sobre el párpado inferior, sus ojos parecían haberse desplazado. El párpado superior colgaba de tal manera que casi llegaba a la pupila, lo que confería a su mirada algo de acechante y al mismo tiempo de indolentemente sensual. Mira era muy bonita. Con su pequeña boca pintada de rojo oscuro, su corta melena estilo Bob teñida de negro, esos ojos con la raya en el párpado inferior, tenía aspecto de diva de cine mudo adicta a la morfina. Acababa de cumplir dieciséis años cuando la vi por última vez. Rosmarie debía celebrar también sus dieciséis años algunos días más tarde y yo tenía catorce.

Mira no solo iba siempre de negro, sino que además solo comía cosas negras. Del jardín de Bertha, ella solo recogía moras y grosellas negras y cerezas muy oscuras, y si hacíamos picnic teníamos que llevar chocolate amargo o pan negro con morcilla. Mira tampoco leía nada que no hubiera forrado previamente con papel liso negro, solo escuchaba música negra y se lavaba con jabón negro que le enviaba una tía suya desde Inglaterra. En clase de arte se negaba a pintar con acuarelas. Solo con tinta china o carboncillo, pero lo hacía mejor que todos los demás, y como la profesora sentía una gran debilidad por ella, le daba plena libertad.

—Ya es bastante grave que haya que pintar sobre papel blanco ¡Sería el colmo que tuviéramos que hacerlo además en colores vivos! —decía Mira con desprecio, pero le gustaba mucho dibujar sobre papel blanco, eso era evidente.

—¿Asistes también a misas negras? —le preguntó tía Harriet un día.

—Eso no me aporta nada —respondió Mira sin perder la calma y miró a mi tía por debajo de sus pesados párpados—. Sí, es cierto que allí es todo negro, pero también insípido y ruidoso.

Y añadió, con impasible sonrisa, que tampoco militaba en la CDU. Tía Harriet se rió y le tendió la caja de After Eight. Mira levantó la cabeza y tomó una bolsita negra de papel con la punta de los dedos.

Mira tenía una pasión. Una pasión que no era negra. Una pasión de colores, vehemente y tornasolada: Rosmarie. Qué había sido de Mira tras la muerte de Rosmarie, no lo sabía ni tía Harriet, más allá de que ya no vivía en el pueblo.

Me arrodillé sobre uno de los baúles y me apoyé sobre el alféizar de la ventana. Fuera centelleaban las hojas de los sauces llorones. El viento era algo casi inexistente en el calor estival de Friburgo y en la frescura tras los muros de hormigón de la biblioteca universitaria. El viento era enemigo de los libros. En la sala de lectura especialmente reservada para libros antiguos y raros estaba prohibido abrir la ventana. Terminantemente prohibido. Imaginé lo que podría hacer el viento con las hojas sueltas del manuscrito de Jakob Böhme,
De signatura rerum
, de unos trescientos cincuenta años de antigüedad , y poco faltó para que volviera a cerrar la ventana. Había una buena cantidad de libros ahí arriba. En cada cuarto había unos cuantos y en la gran habitación, desde donde se accedía a las demás habitaciones del piso superior, había espacio para almacenar todo aquello que no debía ir al sótano: todo tipo de paños y especialmente los libros. Me asomé a la ventana y vi cómo el rosal trepador se arrellanaba sobre el alero de la puerta de entrada y se precipitaba por la barandilla de la escalera para caer sobre el pequeño muro lateral. Me eché hacia atrás y bajé del baúl; tenía las rodillas doloridas. Cojeando, rocé de pasada las estanterías llenas de libros. Hinchados y deformes apéndices de Derecho casi aplastaban el frágil
Nesthäckchen
y
La Primera Guerra Mundial
. El lomo desencajado de
Nesthäckchen
mostraba el título en letras góticas. Recordé que en el interior figuraba el nombre de mi abuela con caligrafía infantil Sütterlin. Las obras completas de Wilhelm Busch se apoyaban pacíficamente en la autobiografía de Arthur Schnitzler. Aquí la
Odisea
, allá el
Fausto
. Kant se arrimaba cariñosamente a Chamisso y la correspondencia de Federico el Grande se apoyaba espalda contra espalda en el libro infantil de Magda Trott Pucki, joven ama de casa. Intenté descubrir si los libros estaban colocados de manera arbitraria o si estaban ordenados según un determinado sistema. Tal vez siguiendo un código, que yo habría de reconocer y descifrar. En ningún caso estaban clasificados según su formato. El orden alfabético y el cronológico quedaban asimismo descartados, como también cualquier orden ligado a las editoriales, la nacionalidad de los autores o el tema. Parecía, por tanto, un sistema aleatorio. No creía en el azar, pero sí en un sistema basado en el azar. Si había un sistema aleatorio, el azar dejaba de ser azaroso y de este modo se volvía, si no evitable, sí al menos previsible. Todo lo demás era accidental. El mensaje de los lomos de los libros continuaba siendo un misterio para mí, pero me propuse no perderlos de vista. Ya se me ocurriría algo con el paso del tiempo, de eso estaba segura.

¿Qué hora sería? Nunca llevaba reloj de pulsera. Me fiaba de los relojes de las farmacias, las gasolineras y las joyerías. De los relojes de las estaciones y de los despertadores de mis parientes. En la casa había relojes maravillosos, pero ninguno funcionaba. La idea de estar en ese lugar sin reloj me inquietaba. ¿Cuánto tiempo habría estado escrutando los libros de las estanterías? ¿Sería más de mediodía? ¿Habrían seguido espesándose las telarañas del tragaluz en el rato que había pasado yo ahí arriba? Levanté los ojos hacia el rectángulo centelleante y traté de serenarme pensando en la clasificación cronológica. No había anochecido aún; el entierro había tenido lugar la víspera y era sábado, al siguiente sería domingo, el lunes me lo había tomado libre y luego, yo también bajaría a Baden. Pero eso no daba resultado. Dirigí una última mirada a la biblioteca, cerré las ventanas de las habitaciones de arriba y bajé la escalera, que siguió crujiendo un buen rato después de haber llegado abajo.

Cogí mi bolsa de viaje y permanecí indecisa en el vestíbulo frío. Después de tanto tiempo, y seguramente por primera vez sola en la casa, me sentía como en medio de un inventario. ¿Qué quedaba aún, qué era lo que ya no estaba y qué lo que yo habría simplemente olvidado? ¿Qué habría cambiado en realidad, y qué se percibía simplemente de otra manera? A través de los cristales de la puerta vi las rosas, el sol sobre el sauce y el prado. ¿Dónde me instalaría? Preferiblemente, arriba. Los cuartos de abajo seguían perteneciendo a mi abuela, aunque no los hubiese pisado en los últimos cinco años. Ella había estado casi trece años en la residencia, pero mis tías la traían con frecuencia para pasar la tarde en la casa. Llegó, sin embargo, el momento en que ya no quiso y, posteriormente, ya no pudo subir más al coche, ni caminar, ni hablar. Abrí la puerta del dormitorio de Bertha. Estaba situado junto al estudio y sus ventanas daban también al patio de los sauces. Las persianas estaban bajadas. Entre las dos ventanas se encontraba el tocador. Me senté en el taburete y dirigí la mirada al gran espejo plegable que parecía un libro abierto. Mis manos sujetaron las dos hojas laterales y las movieron ligeramente hacia el interior. Como en otros tiempos, vi mi cara multiplicarse infinitas veces en las hojas que se reflejaban la una en la otra. Mi cicatriz exhibía un blanco brillante. Me vi reflejada tantas veces que ya no sabía dónde estaba realmente. Y no lo supe hasta que cerré por completo una de las hojas.

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