El sabor de la pepitas de manzana (5 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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El hombro derecho de su camiseta blanca estaba manchado de arena roja.

Después del picnic volví a guardar mis cosas en la canasta y eché una última mirada al río, a la esclusa, a los barcos; el segundo se había girado un poco, pero seguía sin poder leer su nombre entero, solo algo terminado en «—ethe». Tal vez Margarethe. Ese era un buen nombre para un barco. Monté en la bici de Hinnerk y regresé a la casa. A mi casa. A casa. ¿Cómo sonaba aquello? Raro, incluso falso. El viento hacía volar en oleadas los tañidos de las campanas sobre los prados y no logré descifrar qué hora era… ¿La una? ¿Las dos de la tarde? Quizá un poco más. El sol, la comida, la rabia y el susto y ahora, encima, el viento en contra. Estaba agotada. Pasada la gasolinera giré a la derecha, subí a la acera y entré empujando la bici. No había cerrado la cancela con llave. Vadeé las nomeolvides y dejé la bici ante la puerta de la cocina. La gran llave me permitió entrar. Un ruido metálico, otro ruido metálico más y me encontré en el frescor del vestíbulo. La escalera crujió, la barandilla gimió, hacía un calor sofocante en el piso de arriba. Me tumbé sobre la cama de mi madre. ¿Cómo se explicaba que estuviera recién hecha? Tras el bordado inglés calado brillaba una almohada lila. El calado representaba unas flores. Huecos sobre la almohada. En el bordado inglés, lo importante es lo que no está. Todo su arte consiste en eso. Si hay demasiados agujeros, no queda nada salvo agujeros. Agujeros en la almohada, agujeros en la cabeza.

Cuando me desperté, tenía la lengua pegada al paladar. Me dirigí tambaleándome hacia la puerta de la izquierda, a la habitación de tía Inga. Allí había un lavabo. El agua salobre de color marrón se obstinaba en caer de forma discontinua contra la pila blanca. Contemplé en el espejo el motivo que la almohada había impreso sobre mi mejilla, apenas unos círculos rojos. Poco a poco el agua comenzó a fluir más dócilmente hasta volverse transparente. Me rocié la cara, me quité la ropa empapada de sudor, vestido, sujetador, bragas, todo, y sentí el placer de quedarme desnuda en la habitación de tía Inga, con el linóleo frío y gris verdoso bajo los pies. Tía Inga era la única que no había tenido alfombra en su habitación; en la de mi madre, en la de mi bisabuela Käthe y, al fondo, en la de tía Harriet, el suelo estaba revestido de una moqueta de sisal de color marrón rojizo que picaba cuando uno caminaba descalzo sobre ella. En la gran habitación abuhardillada había esteras de fibra vegetal sobre la madera. La habitación de servicio, convertida desde hacía mucho tiempo en trastero, era la única en la que en el suelo se veían las tablas de madera asfixiadas bajo una espesa capa de pintura marrón. Esas ya no protestaban.

Entré al gran desván y abrí el armario de nogal. Todos los vestidos seguían colgados allí dentro, algo menos radiantes que entonces, eso sí, pero inconfundibles. Estaba el tul ilusión que había llevado tía Harriet en su último baile y aquel otro, el dorado, que había estrenado mi madre el día de su pedida. Allí estaba también el vestido negro de seda que hacía frufrú, un vestido de tarde muy chic, de los años treinta, que había pertenecido a Bertha. Seguí revolviendo hasta dar con un vestido largo de seda verde bordado en el escote con lentejuelas que era de tía Inga. Me lo puse. Olía a polvo y lavanda, el dobladillo estaba deshecho y faltaban algunas lentejuelas, pero sentía el tacto fresco de la tela sobre mi pecho, mil veces más agradable que el del vestido negro con el que acababa de dormir. Además, nunca antes había permanecido tanto tiempo en la casa sin ponerme los vestidos encerrados en los viejos armarios, y me había sentido todo el día disfrazada con mi propia ropa. Luciendo el vestido de seda de tía Inga, regresé a su cuarto y me senté en la silla de mimbre. El sol de la tarde, que centelleaba a través de las copas de los árboles, sumergió la habitación en un baño de suave luz verde. Las estrías del linóleo parecían moverse como el agua, una ligera brisa se deslizaba por la ventana y yo tenía la sensación de mecerme en el fluir de un apacible río esmeralda.

Capítulo 3

Tía Inga llevaba ámbar. Largos collares de piedras de ámbar talladas, en las que se podían ver pequeños insectos. Nosotras los mirábamos convencidas de que aquellos insectos sacudirían sus alas y saldrían volando tan pronto como se rompiera la resina que los envolvía. El brazo de Inga estaba ceñido por un grueso brazalete de un amarillo lechoso. El hecho de que llevara aquella joya de ámbar, un nombre cuyo significado está ligado al mar, no se debía, sin embargo, al azul marino de su habitación ni a su vestido de sirena sino, como ella misma decía, a razones de salud. Ya de bebé transmitía a quienquisiera que la acariciara una descarga eléctrica —es verdad que apenas perceptible, pero la chispa estaba allí— y, por la noche, cuando Bertha le daba el pecho, la niña soltaba una breve descarga, casi como un mordisco, antes de empezar a mamar. Bertha no hablaba con nadie del tema, tampoco con Christa, mi madre, que tenía entonces dos años y se estremecía cada vez que tocaba a su hermana.

A medida que Inga fue creciendo, la carga eléctrica se volvió más fuerte. Hacía ya tiempo que otra gente había advertido el fenómeno, pero cada niño tenía, al fin y al cabo, algo que lo diferenciaba de los demás y por lo que era objeto, según el caso, de burlas o de admiración; la particularidad de Inga eran esas descargas. Hinnerk, mi abuelo, montaba en cólera cuando la emisión de la radio sufría interrupciones por la proximidad de Inga, quien, a través de interferencias y crujidos, llegaba de vez en cuando a oír voces que discutían en voz baja o que la llamaban por su nombre. Inga no tenía permiso para entrar en el salón cuando Hinnerk escuchaba la radio. Y él siempre escuchaba la radio en el salón. Cuando no estaba en el salón, estaba en su despacho y allí, de todos modos, nadie podía molestarle. De modo que Hinnerk e Inga no se veían más que a la hora de las comidas durante las estaciones frías. En verano, todo el mundo estaba fuera. Al atardecer, Hinnerk se sentaba en la terraza de atrás o paseaba en bicicleta por los prados cercanos. Inga evitaba montar en bici; demasiado metal, demasiada fricción. Eso era más bien algo para Christa, así que Hinnerk y Christa salían juntos en bicicleta los domingos y los atardeceres de verano e iban a la esclusa, al lago, a visitar a primos y primas en los pueblos vecinos. Inga se quedaba cerca de la casa, apenas si abandonaba el terreno, y por eso era quien mejor lo conocía.

La señora Koop, vecina de Bertha, nos había contado que Inga nació durante una violenta tormenta eléctrica en que los relámpagos habían salido de cacería y que mi tía vino al mundo en el preciso instante en que un rayo atravesaba la casa de arriba abajo. La habitación se había iluminado repentinamente como en pleno día y la recién nacida no había emitido sonido alguno. Solo al retumbar los truenos salió un grito de su pequeña boca roja. Entonces Inga se había vuelto eléctrica. «La pequeñaja», como la señora Koop explicaba a todo aquel que quisiera escucharla, «no había aterrizado todavía» sino que «estaba aún semiflotando en el otro mundo, el pobre bicho». He de confesar que lo de «el pobre bicho» era un añadido que inventó tiempo después Rosmarie. Pero la señora Koop habría podido muy bien pronunciar esas palabras y quizá las hubiera omitido intencionadamente. En todo caso, nosotras jamás volvimos a contarnos esa historia sin agregar «ese pobre bicho». Nos parecía que sonaba mucho mejor así.

Christa, mi madre, había heredado la alta estatura y la nariz larga y un poco afilada de los Deelwater. La espesa cabellera castaña le venía de los Lünschen, como los labios bien marcados, las cejas gruesas y los ojos almendrados de color gris. Demasiado angulosa para ser considerada una belleza en los años cincuenta. Yo me parecía a mi madre, solo que todo en mí, mi cabeza, mis manos, mi cuerpo, incluso mis rodillas, todo, era más redondo. Demasiado rolliza para ser considerada una belleza en los años noventa. Ella y yo teníamos también eso en común. En cuanto a Harriet, la más joven, pese a que no era precisamente bonita, poseía un encantador aspecto desaliñado con sus mejillas rojas, cabello castaño y dientes sanos aunque ligeramente torcidos. Con su andar algo patoso y sus grandes manos hacía pensar en un perro muy joven. Pero Inga, ella sí que era hermosa. Tan alta como Bertha, si no más, Inga tenía una gracia en la forma de moverse y una dulzura en los rasgos que no cuadraban con el austero paisaje de turberas estériles de la región de Geest. Su cabello era oscuro, más oscuro que el de Hinnerk, tenía ojos azules como los de su madre, aunque más grandes y enmarcados por oscuras pestañas, largas y arqueadas. Delicadamente arqueada era también su boca roja y burlona. Hablaba con voz reposada y clara aunque modulando las vocales hacia tonalidades graves y vibrantes, lo que confería cierto acento de profecía a la frase más banal. Todos los hombres estaban enamorados de Inga. Pero mi tía mantenía siempre las distancias, aunque tal vez menos por prudencia que por temor a las reacciones electrofísicas que se producirían si ella los besaba, y mucho más si se entregaba a ellos por entero. Por esa razón, Inga se recluía, pasaba mucho tiempo en la casa, escuchaba música en un voluminoso tocadiscos que un admirador listo y con talento artesano le había montado a partir de piezas de recambio y bailaba sola sobre el reflejo mate del linóleo que cubría el suelo de su habitación.

En las estanterías, diversos manuales de electricidad compartían espacio con gruesas y tristes novelas de amor. Mi madre nos había contado que el libro preferido de Inga era una antigua y muy deteriorada selección de cuentos que había pertenecido a mi bisabuela Käthe, los Cuentos de la bruja de ámbar, sobre una bruja que vivía en el fondo del mar y que atraía a los hombres a sus profundidades. Quizá creyera ser ella misma una bruja de ámbar. Inga llevaba la joya de ámbar desde niña porque había leído en uno de los manuales de electricidad que elektron era la palabra griega para «ámbar» y que tenía la particularidad de absorber cargas eléctricas.

Cuando acabó la escuela, Inga se había lanzado a estudiar fotografía y tenía en Bremen un estudio propio que, con el tiempo, había adquirido gran prestigio. Era especialista en fotografía de árboles y plantas, organizaba de vez en cuando pequeñas exposiciones y recibía cada día más encargos importantes para decorar salas de espera, salas de conferencias y otros locales donde la gente pasaba horas enteras mirando fijamente las paredes o contemplaba por primera vez troncos de haya y descubría que eran tan lisos como las piernas de mujer con medias de seda, que las semillas de caléndula se enroscaban efectivamente sobre sí mismas como ciempiés prehistóricos fosilizados y que la mayor parte de los árboles viejos tenían rasgos que parecían humanos. Inga nunca se había casado. Ahora andaba por los cincuenta y cinco años y era más hermosa de lo que jamás serían la mayoría de las mujeres a los veinticinco.

Rosmarie, Mira y yo habíamos creído siempre que Inga había tenido amantes. Tía Harriet había dado a entender una vez que precisamente su amigo manitas, el del tocadiscos, había llegado a desarrollar un tacto especial en cuestiones de electricidad. En aquella época, sin embargo, tía Inga vivía aún en la casa y era impensable que cualquiera de las tres hermanas mantuviera relaciones amorosas ante los ojos de Hinnerk. Rosmarie se preguntaba qué ocurría con los amantes de nuestra tía. ¿Morían de paro cardíaco inmediatamente después de haber disfrutado del instante de placer más gratificante y feliz de su vida?

—¡Qué muerte gloriosa! —exclamaba.

Mira decía que tal vez Inga no tuviese ningún contacto epidérmico y lo hiciese todo protegida por un traje de goma finísima.

—Negro, desde luego —añadía.

Yo decía que Inga lo hacía sin duda como todos los demás, solo que tomaría probablemente la precaución de conectarse antes a tierra a través de un radiador o algo parecido.

—¿Le dolerá?— preguntaba Mira pensativa.

—¿Y si se lo preguntamos? Pero ni siquiera Rosmarie se atrevía a hacerlo.

Inga también fotografiaba gente, pero solo de la familia. En realidad, fotografiaba casi exclusivamente a su madre. Cuanto más se desvanecía la personalidad de Bertha, mayor era la vehemencia con que Inga la fotografiaba. Al final, tuvo que recurrir al flash, por una parte, porque mi abuela apenas abandonaba su habitación en la residencia de ancianos —había olvidado cómo se caminaba— y, por otra, porque Inga, en contra del sentido común, esperaba traspasar las nieblas que, cada vez más densas y espesas, envolvían el cerebro de Bertha. Una vez, tras la visita que yo le había hecho a mi abuela cuatro años atrás, tía Inga me mostró una caja llena de fotos en blanco y negro del rostro de su madre. En los últimos cuatro carretes, Bertha salía siempre con la misma expresión incomprensible de miedo, la boca entreabierta, los ojos muy abiertos con minúsculas pupilas retraídas como por reflejo. Pero no se veía ni una chispa de discernimiento ni de voluntad. Bertha no conocía ni quería nada más. Las fotos estaban muy desgastadas a fuerza de manipularlas. Algunas estaban borrosas o movidas, ese no era el estilo de tía Inga. El destello deslumbrante disimulaba las profundas arrugas que surcaban el rostro de Bertha, que, liso y blanco, resaltaba sobre el desvaído fondo gris. Tan blanco y tan vacío como la mesa de plástico que barría con su mano. Cuando le devolví las fotos a tía Inga, volvió a examinarlas detenidamente antes de meterlas otra vez en la caja. Evidentemente conocía a fondo cada una de sus instantáneas y podía distinguirlas de las demás, pues parecía preocupada por colocarlas en un orden preciso. Yo habría querido estrecharla entre mis brazos, pero como eso no era tan fácil con mi tía, me limité a estrechar una de sus manos entre las mías, pero ella estaba completamente absorta en la clasificación de su grotesca colección de retratos idénticos. El brazalete de ámbar no dejaba de golpear ruidosamente contra el borde de la caja.

Por la ventana abierta llegó el ruido metálico de un caballete de bicicleta abajo en el patio, seguido del golpe de un portaequipajes. Me asomé, pero el visitante ya había doblado la esquina de la casa para ir a llamar a la puerta de entrada. Me pareció reconocer esa bicicleta negra. La campana —una auténtica campana con su badajo—, repicó en la entrada. Descendí atropelladamente la escalera, recorrí el vestíbulo y traté de ver a través del cristal contiguo a la puerta. Era un hombre mayor, se había situado delante de la pequeña ventana para que yo pudiera reconocerlo. Sorprendida, abrí la puerta.

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