El sabor de la pepitas de manzana (4 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Volví a subir. Abrí las ventanas de par en par. Ahí arriba se encontraban los viejos armarios con los vestidos suntuosos de otros tiempos. De niña había sentido sobre mi piel aquellos tejidos delicados, decadentes todos ellos. Allí estaban los viejos baúles llenos de ropa planchada, de camisones y manteles con las iniciales bordadas de mi bisabuela, de tía Anna y de Bertha. Almohadas y sábanas, mantas de lana, edredones, cubrecamas de ganchillo, manteles de encaje, bordados ingleses y largas cortinas blancas transparentes. Las vigas del techo estaban al descubierto y las puertas se abrían. Repentinamente, se me hizo un nudo en la garganta y no pude evitar llorar, porque todo había sido a la vez tan terrible y tan hermoso.

Pero yo solía sufrir de frecuentes ataques de llanto.

Puse mi bolsa en el antiguo cuarto de mi madre, la habitación central. Pesqué mi monedero de un bolsillo lateral y bajé rápidamente la escalera. Al bajar corriendo, la madera no emitía más que un ligero crujido. Cogí la llave que había dejado colgada en su sitio junto a la puerta, la abrí, la campana tintineó, y volví a cerrar detrás de mí para bajar la escalinata, aspirar una bocanada de fragancia a rosas, echar una ojeada a la terraza —el jardín de invierno había estado allí antes— para, deprisa, deprisa, atravesar el jardín por debajo del arco de rosas hasta alcanzar la pequeña puerta, y ya estaba fuera. En la gasolinera tendría que haber algo para comer. Quería evitar el
Edeka
y las cabezas tambaleantes de la juventud del pueblo. Quería evitar también las miradas curiosas de la gente, que, a esas horas, estaría seguramente casi toda en la calle.

En la gasolinera había mucho movimiento. Era sábado y el ritual del lavado del coche se cumplía escrupulosamente. En la tienda, delante del estante de chocolatinas, había dos jóvenes con profundos pliegues transversales en la frente. Ni siquiera levantaron la mirada cuando me deslicé entre ellos. Compré leche y pan negro, queso, una botella de zumo de manzana y un envase grande de batido de leche con suplemento multivitamínico. También me llevé un periódico, una bolsita de chips y una tableta de chocolate con nueces para emergencias. Bueno, dos tabletas, por si acaso, aunque siempre podría regresar en cualquier momento y comprar más chocolate con nueces. ¡Rápido! ¡A la caja! Al salir, volví a ver a los dos jóvenes que aún seguían absortos en el mismo sitio de antes.

Sobre la mesa de la cocina de Bertha, mis compras tenían un aspecto incongruente y anodino. El pan en su bolsa de plástico, el queso precintado y el envase de colores chillones del batido de leche A lo mejor hubiera debido hacer mis compras en
Edeka
. Examiné de cerca el queso: seis rectángulos amarillos idénticos. Estas cosas hechas para ser conservadas mucho tiempo son realmente extrañas, probablemente esos quesos acabarían expuestos algún día en el Museo Regional de la Asociación de Amigos de los Molinos. En la biblioteca había hojeado una vez un libro sobre el Eat Art, que contenía fotografías de la comida expuesta en una muestra gastronómica. Si los alimentos se echaban a perder, las fotografías habían detenido su putrefacción, ¡y el libro tenía más de treinta años! La comida habría desaparecido hacía mucho tiempo, devorada por hambrientas bacterias, pero esas amarillentas y brillantes páginas la conservaban en una especie de limbo cultural. Había algo de despiadado en el deseo de preservación, quizá el olvido total no fuera más que una forma digna de supresión, para no ensañarse preservando. Lo que había caído en el olvido era, sin duda alguna, la comida; tenía hambre. ¿Y si bajara al sótano a buscar un frasco de jalea de grosellas? Era deliciosa sobre el pan negro. No. Me había olvidado de comprar mantequilla.

La cocina era fría y grande. El suelo estaba hecho de millones de pequeñas piedras cuadradas, negras y blancas. No supe hasta mucho más tarde que se llamaba terrazo. De niña podía pasar horas y horas contemplándolo. Y en cualquier momento, si se me nublaban los ojos, emergían de pronto misteriosos caracteres del suelo de mosaico, pero siempre desaparecían justo antes de poder descifrarlos.

La cocina tenía tres puertas; había entrado por la del recibidor, una segunda puerta con cerrojo daba a la escalera del sótano y la tercera puerta, al cobertizo.

Este no estaba ni dentro ni fuera. Antiguamente había servido de establo, el suelo era de arcilla y tenía amplios canales de desagüe. Desde la cocina se accedía a él bajando tres escalones, allí estaban los cubos de basura y la madera, que se apilaba contra los rústicos muros de yeso. Si saliendo de la cocina se atravesaba el cobertizo en línea recta, se llegaba hasta otra puerta de madera, pintada de verde, que era la que daba al exterior, al huerto detrás de la casa, pero si se giraba inmediatamente a la derecha —y eso es lo que hice—, se encontraban las dependencias de servicio. Empecé abriendo la puerta del lavadero, donde una vez había habido una letrina; ahora no había más que dos enormes congeladores. Ambos estaban vacíos, con las puertas abiertas y los enchufes sueltos, caídos a un lado.

Desde allí, una escalera estrecha y empinada llevaba al desván donde mi abuelo se divertía jugando a los fantasmas. Detrás del lavadero estaba el cuarto con la chimenea. Antiguamente había servido de antesala para acceder al jardín de invierno, lleno de macetas y jardineras, regaderas y sillas plegables. El suelo era de piedra natural y tenía puertas correderas de cristal relativamente nuevas que daban a la terraza. Allí el enlosado era igual que el del interior. Las ramas del sauce llorón acariciaban las losas y ocultaban a la vista la escalera exterior y la puerta de entrada.

Me senté en el sofá junto a la chimenea ennegrecida y miré hacia fuera. Del jardín de invierno no quedaba nada. Había sido una construcción transparente y tan elegante que desentonaba con la sólida casa de ladrillo. Nada sino vidrio sobre un esqueleto de acero. Tía Harriet lo había hecho desmontar hacía trece años. Después del accidente de Rosmarie. Solo las losas claras, que eran demasiado frágiles para el exterior, recordaban aquel anexo de cristal.

De pronto me di cuenta de que no la quería. No quería aquella casa que, por otra parte, había dejado de ser una casa hacía mucho tiempo y no era más que un recuerdo, lo mismo que aquel jardín de invierno que ya no existía. Me levanté y abrí un poco las puertas correderas y noté que tenía las manos entumecidas, que todo olía a moho y a humedad. Cerré otra vez la puerta. La chimenea ennegrecida de humo despedía frío. Le diría al hermano de Mira que quería renunciar a la herencia. Tenía que salir de ahí. Salir y dirigirme a la esclusa, a orillas del río. Me puse rápidamente en pie, regresé al cobertizo y busqué entre los trastos una bicicleta que funcionara. Las más nuevas estaban todas en mal estado; solo la vieja bicicleta negra sin marchas de mi abuelo requería un simple inflado de ruedas.

Sin embargo, no pude marcharme hasta hacer un largo y laberíntico recorrido por toda la casa cerrando algunas puertas desde dentro y con cerrojo antes de salir por otras que había que cerrar con llave desde el exterior, y fue así como, describiendo largos círculos, llegué finalmente al jardín.

Bertha había sabido orientarse perfectamente en la casa. Cuando ya no pudo ni ir al molino sin perderse por el camino, sabía aún cómo llegar directamente al cuarto de baño partiendo del lavadero, incluso cuando una u otra de las puertas intermedias que se encontraban en su ruta estaban justamente cerradas con llave por el otro lado. Después de décadas allí, había acabado por asimilar la casa por completo y si se le hubiera hecho una autopsia seguramente se habría podido elaborar un mapa de la casa a partir de las circunvoluciones de su cerebro o a partir de su red de vasos sanguíneos. La cocina, en ese caso, habría sido el corazón.

Las provisiones de la gasolinera estaban ya puestas en orden en la canasta que había encontrado sobre un armario de la cocina. Como el asa estaba rota, aseguré la canasta sobre el portaequipajes y empujé la bici atravesando el cobertizo hasta la puerta del jardín —todos la llamaban «de la cocina», no porque saliera de la cocina, sino porque solo era visible desde ahí—. Las ramas del sauce rozaron mi cabeza y el manillar. Pasé por la escalera exterior con la bici en la mano y rodeé la casa por la derecha, hundiéndome hasta los tobillos en la alfombra de nomeolvides. En uno de los ganchos que había junto a la puerta de entrada, había descubierto una llave plana de acero cromado y, como la única puerta nueva era la pequeña galvanizada de la entrada, pensé que había llegado el momento de probarla. La llave giró rápidamente alrededor de su eje y salí a la acera.

Pasada la gasolinera, doblé a la izquierda y tomé el camino de la esclusa. Poco faltó para que derrapara en una curva con la pesada bicicleta de Hinnerk, pero recuperé el control justo a tiempo y pedaleé con más fuerza. Los resortes del sillín de cuero rechinaron alegremente cuando el asfalto comenzaba a agrietarse y se iba transformando en un sendero inseguro. Conocía bien ese camino que atravesaba en línea recta los prados donde pastaban las vacas. Conocía los abedules, los postes telefónicos y los vallados, aunque naturalmente había muchos nuevos. También me pareció reconocer cada una de aquellas vacas blanquinegras, pero eso era, evidentemente, absurdo. Sobre la bicicleta, el viento hinchaba mi vestido y, pese a que no tenía mangas, sentía el calor del sol que se abalanzaba sobre la tela negra. Por primera vez desde que estaba aquí, volvía a respirar libremente. El camino continuaba siempre recto, unas veces hacia abajo, otras veces hacia arriba. Cerré los ojos. Todas habíamos recorrido aquel sendero. Anna y Bertha en el carruaje, con vestidos blancos de muselina; mi madre, tía Inga y tía Harriet, en bicicletas de mujer
Rixe
, que eran tremendamente ruidosas, y Rosmarie, Mira y yo, sobre aquellas mismas bicis
Rixe
, cuyos asientos nos quedaban demasiado altos y nos obligaban a pedalear de pie la mayor parte del tiempo para no dislocarnos las caderas. Por nada del mundo habríamos regulado la altura de los sillines. Eso era cuestión de honor. Para ir en bici, llevábamos los viejos vestidos de Anna, Bertha, Christa, Inga y Harriet. El viento inflaba el tul azul celeste, hacía ondear la organza negra y el sol se reflejaba en el satén dorado. Usábamos pinzas de tender la ropa para sujetar nuestros vestidos a la altura adecuada a fin de que no quedaran atrapados en la cadena, y pedaleábamos descalzas hasta el río.

Acababa de rozar una valla para vacas. No había que conducir demasiado tiempo con los ojos cerrados, ni siquiera en línea recta. Faltaba muy poco para llegar. Al fondo, podía ver la pasarela de madera sobre la esclusa. Llegué hasta allí y me detuve. Me agarré a la barandilla sin retirar los pies de los pedales. No había nadie. Dos veleros estaban amarrados en el muelle y se oía un ligero ruido metálico producido seguramente por el choque de algunas piezas contra los mástiles. Bajé de la bicicleta y la empujé hasta cruzar la pasarela. Retiré la canasta del portaequipajes, dejé la bici sobre la hierba y corrí cuesta abajo. Las pendientes no se internaban directamente en el agua, sino que formaban, a derecha e izquierda, estrechas riberas cubiertas de juncos. En el pasado extendíamos las toallas en los sitios libres de juncos, pero con el transcurso de los años la vegetación había invadido de tal forma las riberas que preferí sentarme sobre uno de los pontones.

Mis pies colgaban en el agua marrón oscuro. ¡Qué blancos y extraños se veían! Para distraer la vista del espectáculo de mis pies en el río, intenté leer los nombres de los barcos. Uno de ellos se llamaba Sine, absurdo, eso no podía ser más que un fragmento, el resto de un nombre. No pude ver entero el nombre del otro barco porque estaba encarado hacia la otra orilla. Era algo terminado en «—the». Me tumbé de espaldas dejando mis extraños pies donde estaban. Olía a agua, hierba, moho y creolina.

¿Cuánto tiempo habría dormido? ¿Diez minutos? ¿Diez segundos? Tenía frío; retiré mis pies del agua y estiré el brazo hacia atrás, por encima de mi cabeza, para hacerme con la canasta, pero en vez del mimbre avejentado, mis dedos se encontraron con un zapato deportivo. Quise gritar, pero solo acerté a soltar un gemido. Al instante, rodé sobre mi vientre y me incorporé. Delante de mis ojos flotaban puntos plateados y un ruido sordo atravesó mi cabeza, como si la puerta de la esclusa se hubiera abierto junto a mí. El sol deslumbraba y el cielo era blanco, blanco. Debía evitar desmayarme; el pontón era muy estrecho, me ahogaría.

—¡Dios mío! ¡Lo siento! Le ruego me disculpe, por favor.

La voz me resultaba conocida. El zumbido se fue apagando. Ante mí estaba aquel joven abogado en ropa de tenis. Poco faltó para que vomitara de rabia. Era él, el retrasado del hermano menor de Mira; ¿cómo lo llamaba ella entonces?

—¡Ah, el inútil!

Me esforcé para que mi voz sonara relajada.

—Sé que la he asustado y de verdad que lo lamento.

Su voz se tranquilizó y percibí en ella una chispa de enfado. Bien, bien. Lo miré sin decir media palabra.

—No la he estado siguiendo ni nada parecido. Siempre vengo aquí a bañarme. Bueno, primero juego al tenis, luego nado. A mi socio no le gusta venir al río, pero yo estoy siempre aquí, en el muelle. No la he visto hasta llegar aquí abajo y he visto que dormía. Estaba a punto de irme cuando se ha agarrado usted a mi zapatilla. Naturalmente, usted no sabía que se trataba de mi zapato pero, aunque lo hubiera sabido, tampoco se lo tendría en cuenta porque, al fin y al cabo, he sido yo quien la ha asustado, y ahora…

—Válgame Dios, ¿es que siempre hablas así? ¿En el juzgado también? ¿De verdad tienes empleo fijo en ese bufete?

El hermano de Mira se echó a reír.

—Iris Berger. Para vosotras nunca fui más que un inútil y parece que eso no ha cambiado.

—Sí, eso parece.

Me incliné hacia delante y cogí mi cesta. A pesar de que el hermano de Mira tenía una risa simpática, seguía estando furiosa. Además, tenía hambre y quería estar sola, sin hablar. En cambio, él pretendía con toda seguridad hablar del testamento, de lo que yo quería hacer con la casa, del seguro que debía contratar y de todo aquello que me esperaba si aceptaba el testamento. No quería hablar más del tema, ni siquiera pensar. Cuando me incorporé con la cesta en la mano, preparando para mis adentros un inminente discurso de desprecio, cuál fue mi sorpresa al constatar que el hermano de Mira había subido ya casi la mitad de la cuesta. Avanzaba por la pendiente con paso decidido. Sonreí.

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