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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (76 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—¿Tú también? —dijo Langdon, riendo—. Tu hermano intentó convencerme de que la Biblia está llena de información científica codificada.

—Lo está —replicó ella—. Y si no crees a Peter, lee algunos de los textos esotéricos de Newton sobre la Biblia. ¿Sabes, Robert?, cuando empiezas a entender sus parábolas crípticas te das cuenta de que la Biblia es un estudio de la mente humana.

Langdon se encogió de hombros.

—Supongo que tendré que volver a leerla.

—Voy a hacerte una pregunta —dijo ella, que obviamente no apreciaba su escepticismo—. Cuando la Biblia nos dice que construyamos nuestro templo..., un templo que debemos «construir sin herramientas y sin ruido», ¿a qué templo crees que se refiere?

—Bueno, el texto dice que nuestro cuerpo es un templo.

—Sí, Corintios 3, 16, pero lo que dice en realidad es que el templo de Dios somos nosotros. —Katherine le sonrió—. Y el Evangelio de Juan dice exactamente lo mismo. Robert, las Escrituras aluden claramente al poder latente en nuestro interior, y nos instan a dominarlo... Nos animan a construir el templo de nuestra mente.

—Por desgracia, creo que gran parte del mundo religioso está esperando la reconstrucción de un templo real. Es parte de la profecía mesiánica.

—Sí, pero ese punto de vista pasa por alto un aspecto importante. La Segunda Venida es el advenimiento del hombre, el momento en que la humanidad construye por fin el templo de su mente.

—No sé —dijo Langdon, rascándose la barbilla—. No soy un experto en estudios bíblicos, pero estoy bastante seguro de que las Escrituras describen detalladamente un templo material, que es preciso construir. La estructura que describen consta de dos partes: un templo exterior, llamado sancta, y otro interior, el sanctasanctórum, separado del otro por un delgado velo.

Katherine sonrió.

—Para ser un escéptico de la Biblia, tienes muy buena memoria. Por cierto, ¿has visto alguna vez un cerebro humano? Consta de dos partes: una exterior, llamada duramadre, y otra interior, la piamadre. Ambas están separadas por la aracnoides, un velo semejante a una tela de araña.

Él hizo un gesto de sorpresa.

Suavemente, Katherine alargó la mano y la apoyó en la sien de Langdon.

—Éste es tu templo, Robert.

Mientras Langdon intentaba procesar lo que Katherine acababa de decirle, recordó inesperadamente un pasaje del Evangelio gnóstico de María: «Donde está la mente, está el tesoro.»

—Quizá hayas oído hablar —dijo Katherine, bajando la voz— de los escáneres cerebrales realizados a yoguis durante la meditación. En estados avanzados de concentración, el cerebro humano crea una sustancia física similar a la cera, secretada por la glándula pineal. Esa secreción cerebral no se parece a ninguna otra del cuerpo. Tiene increíbles efectos curativos, puede regenerar las células, y quizá sea una de las razones por las que los yoguis son tan longevos. Te estoy hablando de auténtica ciencia, Robert. Esa sustancia tiene propiedades inconcebibles y sólo puede ser generada por una mente absolutamente enfocada en un estado de concentración profunda.

—Recuerdo haber leído algo al respecto, hace varios años.

—Sí, probablemente. Y a propósito, supongo que recordarás la narración bíblica del maná que cae del cielo.

Langdon no veía la conexión.

—¿Te refieres a la sustancia mágica que cayó del cielo para dar de comer a los hambrientos?

—Exacto. Se decía que curaba a los enfermos, otorgaba larga vida y, curiosamente, no producía deyecciones en quienes la consumían. —Katherine hizo una pausa, como esperando a que Langdon comprendiera—. ¡Robert! —lo aguijonéo—. ¡Un alimento que cae del cielo! —Se golpeó la sien con un dedo—. ¡Que cura mágicamente! ¡Que no produce deyecciones! ¿No lo ves? ¡Es un código, Robert! «Templo» significa «cuerpo», «cielo» significa «mente», la «escalera de Jacob» es la columna vertebral, y el «maná» es esa rara secreción cerebral. Cuando veas esas palabras en la Biblia, presta atención, porque a menudo son marcadores que señalan un significado más profundo, oculto bajo la superficie.

Katherine siguió explicándole con elocuente vehemencia que esa misma sustancia mágica aparecía en todas las manifestaciones de los antiguos misterios: era el néctar de los dioses, el elixir de la vida, la fuente de la eterna juventud, la piedra filosofal, la ambrosía, el rocío, el
ojas
y el soma. Después, su amiga se embarcó en una exhaustiva descripción de la glándula pineal, como representación del ojo de Dios, que todo lo ve.

—En Mateo 6, 22 —dijo con entusiasmo—, el Evangelio no habla de los ojos, sino del ojo. Dice: «Si tu ojo está sano, entonces todo tu cuerpo estará lleno de luz.» Ese concepto está representado también por el
ajna
o sexto chakra, y por el punto que los hindúes se marcan en la frente, que...

Katherine se detuvo en seco con expresión avergonzada.

—Oh, lo siento... Estoy divagando. ¡Es que me entusiasma tanto todo esto! Llevo muchos años estudiando lo que dijeron los antiguos acerca del increíble poder mental del hombre, y ahora la ciencia nos demuestra que es posible acceder a ese poder mediante un proceso físico. Bien utilizado, nuestro cerebro puede desplegar poderes literalmente sobrehumanos. La Biblia, como muchos textos antiguos, es una exposición detallada de la máquina más compleja jamás creada: la mente humana. —Lanzó un suspiro—. Increíblemente, hasta ahora la ciencia no ha hecho más que rascar la superficie de la enorme potencialidad de la mente.

—Y tu trabajo en el campo de la noética será un salto gigantesco hacia el futuro...

—O hacia el pasado —replicó ella—. Los antiguos ya conocían muchas de las verdades científicas que ahora estamos redescubriendo. En cuestión de años, el hombre moderno se verá obligado a aceptar lo que ahora es impensable: nuestros cerebros podrán generar energía capaz de transformar el mundo físico. —Hizo una pausa—. Las partículas reaccionan con nuestros pensamientos..., lo que significa que nuestros pensamientos tienen el poder de cambiar el mundo.

Langdon esbozó una sonrisa.

—Las conclusiones de mi investigación son éstas —prosiguió Katherine—. Dios es algo muy real: una energía mental que lo impregna todo. Y nosotros, los seres humanos, hemos sido creados a su imagen y semejanza...

—¿Cómo? —la interrumpió él—. ¿Dices que hemos sido creados a imagen y semejanza de una energía mental?

—Exactamente. Nuestros cuerpos físicos han evolucionado a través del tiempo, pero nuestra mente fue creada a imagen y semejanza de Dios. Nuestra lectura de la Biblia es demasiado literal. Decimos que Dios nos creó a su imagen, pero no es nuestro cuerpo físico lo que se parece a Dios, sino nuestra mente.

Langdon guardó silencio, completamente absorbido por la idea.

—Ése es el gran don, Robert, y Dios está esperando a que lo comprendamos. En el mundo entero, levantamos la vista al cielo y esperamos a Dios..., sin darnos cuenta de que Él nos está esperando a nosotros. —Katherine hizo una pausa para dar tiempo a que Langdon asimilara sus palabras—. Somos creadores, pero ingenuamente asumimos el papel de «creados». Nos vemos como corderos indefensos, manipulados y zarandeados por el Dios que nos creó. Nos arrodillamos como niños asustados y le suplicamos que nos ayude, que nos perdone y que nos conceda suerte. Pero cuando por fin entendamos que verdaderamente hemos sido creados a su imagen y semejanza, entonces empezaremos a comprender que también nosotros debemos ser creadores. Cuando entendamos eso, se abrirán todas las puertas para la realización del potencial humano.

Langdon recordó un pasaje de la obra del filósofo Manly P. Hall que siempre lo había impresionado: «Si el infinito no hubiera deseado que el hombre fuera sabio, no le habría otorgado la facultad de conocer.» Volvió a levantar la vista para contemplar
La apoteosis de Washington,
el ascenso simbólico del hombre a la categoría de dios. «El creado... convertido en Creador.»

—Lo más asombroso de todo —dijo Katherine— es que, en cuanto los humanos comencemos a explotar nuestro verdadero poder, tendremos un enorme control sobre todo nuestro mundo. Seremos capaces de diseñar la realidad, en lugar de reaccionar simplemente a sus dictados.

Langdon bajó la mirada.

—Creo que eso es bastante peligroso.

Katherine pareció sorprendida e impresionada.

—¡Sí, exactamente! Si los pensamientos afectan al mundo, entonces debemos tener mucho cuidado con lo que pensamos. Los pensamientos destructivos también tienen su influencia, y todos sabemos que es mucho más fácil destruir que crear.

Langdon pensó en todas las tradiciones que insistían en la necesidad de proteger la antigua sabiduría de aquellos que no la merecían y de compartirla únicamente con los iluminados. Pensó en el Colegio Invisible y en el gran científico Isaac Newton, que había pedido a Robert Boyle la mayor discreción respecto a su investigación secreta. «No se puede comunicar —escribió Newton en 1676— sin un daño inmenso para el mundo.»

—Hay un aspecto interesante en todo eso —dijo Katherine—. La gran ironía es que todas las religiones del mundo, durante siglos, han instado a sus fieles a abrazar los conceptos de «fe» y «creencia». Ahora la ciencia, que durante siglos ha tachado a la religión de superstición infundada, debe admitir que su próxima gran frontera es literalmente la ciencia de la «fe» y de la «creencia»: el poder de la convicción y la intención concentradas. La misma ciencia que erosionó nuestra fe en los milagros ahora está construyendo un puente para salvar el abismo que creó.

Langdon consideró durante un buen rato sus palabras. Después, lentamente, volvió a levantar la vista hacia la
Apoteosis.

—Tengo una objeción —dijo, mirando otra vez a Katherine—. Aunque acepte por un instante, sólo por un instante, que tengo el poder de cambiar el mundo físico con la fuerza de la mente y de hacer que se manifieste todo aquello que deseo..., me temo que no encuentro nada en mi vida que me haga pensar que estoy en posesión de semejante poder.

Ella se encogió de hombros.

—Eso es que no has buscado con suficiente empeño.

—¡Vamos! Quiero una respuesta de verdad. Ésa es la respuesta de un sacerdote y yo quiero la de una científica.

—¿Quieres una respuesta de verdad? La tendrás. Si te doy un violin y te digo que tienes la capacidad de producir una música maravillosa, no te estaré mintiendo. Es cierto que tienes esa capacidad, pero necesitarás muchísimo tiempo y esfuerzo para ponerla en práctica. Con el uso de la mente pasa lo mismo, Robert. El pensamiento bien dirigido es una habilidad que se aprende. Para materializar una intención, hace falta una concentración con la intensidad de un láser, una visualización que abarque todos los sentidos y una fe profunda. Lo hemos demostrado en el laboratorio. Y al igual que sucede con el violin, hay gente con más talento natural que otra. Piensa en la historia. Piensa en las vidas de todos los iluminados que obraron milagros.

—Por favor, Katherine, no me digas que de verdad crees en milagros. ¿Realmente crees en lo de transformar el agua en vino y curar a los enfermos con sólo tocarlos?

Ella hizo una inspiración profunda y exhaló lentamente el aire.

—He visto a gente transformar células cancerosas en células sanas sólo con pensar en ellas. He visto cómo la mente humana puede transformar el mundo físico de mil maneras diferentes. Cuando has sido testigo de algo así, Robert, cuando esas cosas han pasado a formar parte de tu realidad, entonces creer en algunos de los milagros que aparecen en los libros es sólo cuestión de grado.

Langdon estaba pensativo.

—Es una manera muy estimulante de contemplar el mundo, Katherine, pero a mí me exigiría un esfuerzo de fe del que no me siento capaz. Como sabes, la fe nunca ha sido mi fuerte.

—Entonces no pienses que es fe. Piensa sólo en cambiar de perspectiva y en aceptar que el mundo no es exactamente como lo imaginas. A lo largo de la historia, todos los grandes avances científicos comenzaron con una simple idea que amenazaba con derribar todas nuestras convicciones. Una aseveración tan sencilla como que la Tierra es redonda fue ridiculizada como algo imposible porque la mayoría de la gente pensaba que, si así hubiera sido, se habría derramado el agua de todos los océanos. El heliocentrismo fue tildado de herejía. Las mentes pequeñas siempre atacan lo que no entienden. Hay gente que crea y gente que destruye. Esa dinámica existe desde el principio de los tiempos. Pero, al final, los creadores encuentran creyentes y, cuando el número de creyentes alcanza una masa crítica, entonces el mundo se vuelve redondo, y el sistema solar, heliocéntrico. La percepción se transforma y nace una nueva realidad.

Langdon asintió mientras sus pensamientos empezaban a divagar.

—Tienes una expresión curiosa —le dijo ella.

—Sí, quizá. No sé por qué, pero me estaba acordando de cuando salía por la noche con la canoa y remaba hasta el centro del lago, para tumbarme bajo las estrellas y pensar en esas cosas.

Ella asintió porque sabía de qué hablaba Langdon.

—Todos tenemos un recuerdo similar. Por alguna razón, tumbarse en el suelo para contemplar el cielo... abre la mente. —Levantó la vista al techo y pidió—: Dame tu americana.

—¿Qué?

Él se la quitó y se la dio.

Katherine la dobló un par de veces y la depositó sobre la pasarela, a modo de almohada.

—Acuéstate.

Langdon se echó de espaldas y Katherine le apoyó la cabeza sobre la mitad de la americana doblada. Después se acostó a su lado. Parecían dos niños tumbados hombro con hombro en la estrecha pasarela, contemplando el enorme fresco de Brumidi.

—Muy bien —susurró ella—. Ahora intenta recuperar aquella actitud mental. Eres un chico tumbado en una canoa, mirando las estrellas, con la mente abierta y llena de asombro y maravilla.

Langdon trató de obedecer, aunque en ese momento, cómodamente acostado, empezó a sentir que el cansancio lo invadía. Cuando la vista se le empezó a volver borrosa, percibió sobre su cabeza una forma vaga, que de inmediato lo hizo despertar.

«¿Será posible?»

Le parecía mentira no haberlo visto antes, pero las figuras de
La apoteosis de Washington
estaban claramente dispuestas en dos anillos concéntricos: un círculo dentro de otro círculo.

«¿También la
Apoteosis
es un circumpunto?»

Se preguntó qué otras cosas le habrían pasado inadvertidas esa noche.

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