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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (15 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Fermín deseó estar muerto muchas veces (ojalá un coche se salte la mediana y se me lleve por delante; ojalá se caiga esa farola y me abra la cabeza; ojalá una enfermedad rápida e indolora me quite de en medio, y cosas por el estilo). Nadie lo sabe porque no lo dijo nunca en voz alta. De hecho, cuando por fin se murió, su mujer, la sueca, le definió en el Diario de Mallorca (en una noticia que después reprodujo Levante-EMV porque Fermín era un valenciano de renombre) como un hombre que amaba la vida y que peleó hasta el final para quedarse. Nada más lejos de la realidad. Fermín se fue dejando morir, un poco cada día, desde que la conoció.

Mucho antes de que se muriese del todo se fue muriendo por partes. Un día se murió el Fermín que tomaba cervezas a cualquier hora. Otro día, el Fermín perezoso y pendenciero que no renunciaba a una bronca ni a una parranda, y tampoco sobrevivieron el Fermín íntegro, el idealista, el hijo del rojo y de la puta, el que tenía problemas con la ley y con la autoridad. Eran muertes pequeñas que iban dejando pérdidas imperceptibles pero irreparables: se moría un Fermín y no quedaba nada excepto un vacío, hasta que al final se murió el que quería vengarse del mundo y nació el otro, el que prefería comérselo. Eso lo aprendió con Elin, que en realidad no era sueca, sino medio sueca y medio mallorquina. Elin Peyre March, muy rica por parte de madre y escandalosamente rica por parte de padre, se pasaba los días tostándose al sol, las tardes tomando horchata y las noches de discoteca en discoteca con sus amigas, las suecas del todo, que habían llegado a la isla de vacaciones. Éstas, las suecas, se follaban todo lo que se les ponía por delante. Elin no, porque la parte medio española se lo impedía. Ella sólo se besaba con los chicos que le gustaban y, como mucho, dejaba que le tocasen un poco las tetas, a veces por debajo de la ropa.

Eso lo supo mucho después de servirle el vaso de horchata por primera vez, al poco de haber empezado a trabajar en Mallorca. Entre la bebida y la metedura de mano tuvieron que pasar miradas, sonrisas, piropos y flirteos. Casi siempre era Elin la que tomaba la iniciativa, porque Fermín sentía terror ante la sola idea de perder el empleo por ligar con una chica en su local. Tampoco es que le fuera fiel a Pilar, pero se limitaba a darse una alegría (por noche) con las turistas a las que se camelaba en cualquier discoteca, hartas de alcohol y ansiosas de aventuras que contar a su regreso.

Pero Elin estaba fuera de su alcance porque era demasiado rica y demasiado guapa, y de no haber sido por la insistencia de ella ¿cómo te llamas?, ¿de dónde eres?, ¿por dónde vas cuando no trabajas?, ¿a qué te dedicas en Valencia?, ¿cuándo piensas regresar?, ¿por qué no nos vemos después?, mis amigas dicen que eres muy guapo, etcétera), la habría dejado pasar sin sospechar lo agradable que era la tela del vestido de verano, lo suave que era la piel de sus pechos, lo dulces que sabían sus pezones, seguramente porque conservaban el sabor de la crema solar, o puede que porque no se duchaba con jabón casero del que hacía su madre con aceite y sosa cáustica y que lo mismo servía para fregar platos que para lavar la ropa que para la higiene personal.

Pero Elin insistió, tanto que a Fermín no le quedó más remedio que dejarse querer mientras escribía cartas llenas de promesas (ganaré dinero, volveré, me casaré contigo, te querré toda la vida) que Pilar leía una y otra vez, muerta de amor, de pena y de melancolía, pero segura de que su Fermín no la engañaba en todo y de verdad ganaría dinero y volvería y se casaría con ella y la querría toda la vida. A veces escribía cartas que nunca enviaba. Las guardaba debajo del colchón de la cama de la pensión en la que vivió hasta que accedió a que Elin le ayudase a pagar el alquiler de un piso pequeño. Las escondía allí porque le daba miedo que ella las descubriese una tarde cualquiera, después de hacer el amor, y de vez en cuando las rompía y las tiraba a la basura, camino del trabajo, porque había pensado en ellas (en las cartas) al oír el quejido del somier.

En realidad, el lamento tenía que ver con soportar el peso de dos cuerpos cuando estaba tan viejo y gastado que apenas podía con uno, pero en la imaginación de Fermín la cama le echaba en cara su traición y le reprochaba que la utilizara para acostarse con otra y para esconder sus secretos más indignos. ¿Qué decían esas cartas? No mucho, en el sentido estricto de las palabras. Algunas sólo contenían el nombre de Pilar, escrito una y otra vez. Otras trataban de justificar sus actos (yo no quiero ser un muerto de hambre toda la vida). Unas pocas proponían una vida juntos, en la distancia y en el engaño, y la mayoría pedían perdón.

En las cartas que sí enviaba Fermín le contaba la verdad, o eso le gustaba pensar: que una parte de la verdad era también la verdad. Mentira hubiera sido decir que no se le había pasado por la cabeza acostarse con otras mujeres, o peor todavía, que no lo había hecho, pero escribir que la añoraba, que deseaba volver a tenerla entre sus brazos, que contaba el tiempo que faltaba para regresar, que cada día recordaba la tarde en casa de aquel amigo…, eso era verdad. Al principio, era verdad, pero también era verdad que sus cartas cada vez tenían menos verdades que contar, porque deseó tenerla entre los brazos y la siguió añorando hasta el último segundo del último minuto de la última hora del último día de su vida, pero cada vez tenía menos tiempo y menos ganas de pensar en ella: Elin se lo llevaba todo. Elin y sus declaraciones de amor (te quiero más que a nadie en este mundo) y de intenciones (te voy a querer hasta que me muera y mi familia me da igual); Elin y sus promesas de una vida mejor (todo lo mío será tuyo, no tendrás que servir mesas nunca más); Elin y su confianza ciega (yo sé que acabarás amándome como yo a ti).

Elin. Elin y su pelo rubio, y sus ojos negros, y sus caderas estrechas, y su esquizofrénica mezcla de genes nórdicos y españoles que la llevaban a querer hacer el amor a todas horas pero sólo en una postura (la del misionero), porque lo demás le parecía poco decente. Hasta que se casaron no se la chupó. Porque se casaron (y se la chupó), aunque para eso tuvieron que pasar tres años desde la tarde de la primera horchata. Por ellos (por ella) se habrían casado ese mismo verano, aunque le hubiera costado la herencia. Fermín, que entonces todavía pretendía regresar con Pilar y cumplir sus promesas, se negó. Pero Elin se mantuvo firme y Fermín se dejó querer. A mediados de julio, Elin estaba convencida de que él era el amor de su vida. En agosto, ya se había enfrentado a sus padres. En septiembre, se mudó a la casa de su abuela para presionar. Octubre, noviembre, diciembre y enero fueron meses muy difíciles. En febrero, el asunto pareció mejorar: los padres de Elin dieron su brazo a torcer y accedieron a conocerle. Fermín fue a verlos para contarles los planes de Elin: su hija quería irse a vivir con él, y él, español y honrado como era, no podía admitir eso bajo ninguna circunstancia. Les dijo parte de su verdad: que la respetaba, que pretendía hacerla feliz, que aspiraba a compartir su vida con ella. El padre le preguntó si le interesaba su dinero y, por decencia, él se limitó a contestar pero ¿por quién me toma, caballero?, e hizo amago de marcharse.

El hombre se dejó impresionar, quizá porque ya estaba cansado de plantarle cara a su hija, y le pidió disculpas. Fermín le respondió que él era un hombre libre y hasta ahora sin miedo porque la libertad consistía en no tener nada, pero que por primera vez conocía el temor, no el temor a perder algo material, sino el de perder a Elin, la única mujer con la que quería vivir, porque si en ese momento le negaba la mano de su hija, él desaparecería de allí para siempre y no molestaría más y sólo le pediría a Dios que le encontrase un hombre digno capaz de amarla y de darle lo que merecía.

El padre guardó silencio. De haberse detenido a pensar, se habría dado cuenta de que su aspirante a yerno no había mencionado ni una sola vez que estuviese enamorado de su hija, y quizá por eso (porque no se detuvo a pensarlo) en marzo Fermín ya había comido con ellos dos domingos seguidos. En abril, Elin regresó a la casa paterna. En mayo, Fermín había aprendido a chapurrear inglés y algo de sueco, a comer con varios cubiertos a izquierda y derecha del plato sin confundir el tenedor de pescado y el de la carne, a tratar a las mujeres según sus categorías (esposa, madre política, criada), a beber bourbon sin echar de menos la cerveza de barril, a navegar en yate, a mantener conversaciones sobre negocios o política internacional sin que le temblase la voz, a meterse en el bolsillo a sus suegros, a hacerles creer que le daba lo mismo el dinero de su mujer, aunque para eso tuviera que firmar un documento privado renunciando a cualquier interés económico en un supuesto e improbable caso de divorcio. Eso también era verdad: él no tenía intención de separarse de Elin, así que sabía de sobra que nunca tocaría su dinero sin contar con ella, porque no le haría falta.

El nuevo Fermín se reinventó, pero sin exagerar: su origen era humilde, pero su padre no había hecho la guerra con los republicanos, sino que había muerto honrosamente en la batalla de Brunete, con los nacionales; lo único que su madre tenía que ver con la vida alegre era que limpiaba locales de alterne cuando terminaba de arreglar bancos y oficinas, un oficio duro pero digno; había ido a Mallorca para ganar dinero, sí, pero no para casarse con una novia que a esas alturas ya estaba desesperada por la falta de noticias, sino para que su madre pudiera dejar ese horario criminal que la obligaba a salir de casa a las cinco de la mañana y a regresar cuando ya era prácticamente de noche. Tampoco eso era mentira del todo, pues Fermín era consciente de estar contándole a la familia de Elin lo que la familia de Elin quería escuchar. ¿Es eso mentira, decir a los demás lo que los demás quieren que les digan? Fermín se hacía la pregunta y casi al mismo tiempo se daba la respuesta: no, por supuesto que no, de modo que se dio de lleno a su verdadera vida de mentiras. El nuevo Fermín fingió ser honrado, generoso, trabajador y hasta franquista, pero en realidad seguía siendo miserable, cobarde, mentiroso y, sobre todo, egoísta. Fingió estar enamorado de Elin, sentirse a gusto en su nueva piel, no echar de menos nada de lo que había sido antes. Vivió hasta los cincuenta y siete años, no tuvo hijos, fue un marido fiel (excepto una vez), un hombre honesto, un hijo devoto que nunca descuidó a su madre a pesar de la distancia, un amigo leal. Eso era verdad a la manera de Fermín. La auténtica, la verdad total era ésta: Fermín fue un hombre desgraciado desde el verano del 63 hasta el 15 de octubre de veinticuatro años después porque nunca consiguió quitarse a Pilar ni de la cabeza ni del corazón, aunque eso fue algo de lo que Pilar, que creía saberlo todo, nunca llegó a enterarse.

Fermín, que también creía saberlo todo, no supo nunca la profundidad de las heridas de Pilar porque, por lo general, quien inflige el daño ignora que las cicatrices permanecen aun después de que el golpe haya dejado de doler. Aparentemente, Pilar no tardó en superar el abandono de Fermín. Nadie, excepto las cuatro mujeres que coincidieron con ella y con la madre de Fermín en la frutería del Zahonero la mañana que la que hubiera sido su suegra anunció que sería la suegra de otra, pudo decir nunca que Pilar sufría por amor, y tampoco es que ellas hubieran sido capaces de imaginar que el corazón de Pilar quedó roto en ese momento.

La reacción de Pilar cuando oyó la noticia de la boda (mi hijo se casa en septiembre con una sueca riquísima que ha conocido en Mallorca) fue limitarse a apretar con fuerza el huevo que en ese momento le estaba tendiendo a la frutera (la Zahonera) para que se lo juntara con los otros cinco que hacían la media docena que había ido a comprar. Pero ¿qué te pasa?, que vas a reventar el huevo, muchacha, le increpó la tendera. Pilar se ruborizó. Las clientas movieron la cabeza de arriba abajo y de un lado a otro y se miraron entre sí, convencidas todas de que estaban pensando lo mismo. Tampoco eso era cierto. La Zahonera fue la primera en menear la cabeza y pensó que Pilar era tonta porque se había puesto roja porque le había llamado la atención. Amparito asintió en silencio por imitación a la frutera y pensó que no se le tenía que olvidar comprar huevos porque su marido (Jaime) le había dicho que quería cenar tortilla de patatas esa noche. Juana, que quería comprar pimientos, cebollas y patatas, no sólo agitó la cabeza, sino el cuerpo entero (desde hacía unos días tenía un tembleque que no la dejaba vivir), y no pensó nada en particular. Asunción, que era conocida en el barrio como Chonín y no sabía que a sus espaldas la llamaban sor Chonín, movió la suya sin pensar ni en Pilar ni en el huevo, sino como un mudo gesto de desaprobación porque la irritaba que precisamente ese rojo maleante e indeseable fuera a solucionarse la vida en virtud del santo matrimonio.

Rosa se puso a mirar el suelo hasta que descubrió una mancha morada y se imaginó que la había dejado una mora, hacía ya tiempo, cuando se cayó de la caja sin que nadie se diera cuenta. Rosa pensó que en ese momento, si el Zahonero o su mujer, la Zahonera, hubiesen estado al tanto, se habrían dado cuenta y su tienda estaría impecable. Rosa, que era una maniática de la limpieza, se atrevió a mirar a Pilar al cabo de unos segundos y se preguntó cuánto tiempo tardaría ella en quitarse la mancha que le dejaba su hijo sin saber que había construido la primera y única metáfora de toda su vida. La Zahonera interrumpió los pensamientos de todas (menos el de Juana, que estaba en blanco).

—¡Qué alegría más grande, Rosa! ¡Ahora sí que ha encontrado un buen trabajo! —dijo—. Y tú, espabila y dame el huevo de una vez, que si tardas un poco más le va a salir el pollito, coño.

Pilar se disculpó, miró primero a Rosa y luego a las demás y luego otra vez a Rosa, quiso pedirle explicaciones, pagó la compra, tropezó con una caja de tomates, volvió a mirar a Rosa, quiso pedirle explicaciones de nuevo, y se marchó sintiendo que el corazón se le había parado en ese mismo momento y para siempre jamás. Ya en su casa, fingió estar enferma.

Para que la dejaran en paz, se puso una cabeza de ajos en cada axila y se hizo subir la fiebre. Los vómitos no tuvo que forzarlos, ni el decaimiento, ni la apatía, ni las ganas de llorar. El médico no supo bien qué diagnosticarle. Dudó entre la escarlatina, la gripe o la melancolía propia de su condición, una enfermedad a la que recurría cada vez que no sabía a qué atribuir el malestar indefinido de una mujer. Le hizo a Pilar las preguntas de rigor (¿dónde te duele?, ¿desde cuándo?, ¿te has enfriado?, ¿has tenido algún disgusto?, ¿te has peleado con el novio?), y Pilar le respondió en todo el cuerpo, desde ayer por la mañana, no, silencio, llanto.

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