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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (11 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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—¿Qué reparos van a tener? —le preguntaba Marga.

—¿Y yo qué sé qué reparos?…, pero alguno deben de tener, porque no es más que un crío.

—Bueno, pues entonces la que más reparos debería tener eres tú, tía.

—Pues que no lo digan, por lo menos. Que tengan vergüenza y se callen la boca hasta que se líen con uno de su edad.

—Eso es lo que tendrías que hacer tú.

—¿Callarme la boca?

—No…, bueno, eso también. Pero digo lo otro, buscarte a otro.

María José no siguió el consejo de Marga, porque no quiso y porque no supo. Las cosas no eran tal como ella las veía, y no es que María José estuviera ciega. Sólo miope. Por eso, la noche que se perdió el beso de Orry y de Madeleine acabó viendo las cosas distintas de como habían sido. ¿Cómo? Pues haciendo caso a la voz que no había sabido escuchar aquella tarde. Disfrútalo, le decía la voz mientras Joaquín se frotaba contra ella sin dar demasiadas muestras de saber lo que estaba haciendo. Disfrútalo. Disfrútalo. Y así fue cómo horas después, cuando las lágrimas ya se habían secado, cuando el sabor amargo de la derrota se le había ido de la boca, cuando la casa estaba en silencio y se oía el rítmico ronquido de su padre al otro lado del pasillo, cuando la sábana bajera se había salido del colchón porque María José no había parado de dar vueltas, Joaquín volvió a poner sus labios en los labios de María José y volvió a meterle la lengua hasta la garganta, y volvió a pegar su cuerpo al de ella, y volvió a dejar la mano quieta encima de su teta, pero esta vez, en su recuerdo, nada fue patético ni humillante ni triste.

¿Por qué? Pues porque podría haber sido otra, como tantas veces, y lo que es peor, porque podría haber sido otro el dueño de su primer beso, y eso sí que no se lo hubiera perdonado nunca. Se reconcilió con Joaquín, dulcificó ese recuerdo, vale, de acuerdo, ni se había dado cuenta de que ella era ella, y de haberlo sabido igual la habría dejado pasar de largo, y al día siguiente no se acordaría y, en caso de acordarse, se arrepentiría de haberse besado con ella, y estaba borracho y no la amaba pero, como diría Billy Wilder, nadie es perfecto, y al fin y al cabo, ese beso también podía significar el final de la extraña amistad que había conseguido tener con Joaquín a base de estrategia y paciencia, sí, pero también era posible que fuese el principio de algo, de otra cosa, de otra relación que no se limitase a espiarle, a oírle hablar de fútbol, de tías buenas y/o de ropa de marca para mantener su atención durante más de tres segundos.

Tardó en dormirse, esa noche, y cuando lo consiguió no soñó con Joaquín.

Pilar cree que no sueña cuando duerme, pero está equivocada. Sí tiene sueños, lo que pasa es que no los recuerda. Si se lo contase a la sicóloga que de vez en cuando pasa por la habitación a ver cómo está, le diría que probablemente sueña con su hija en una de estas dos direcciones: o hacia atrás, cuando estaba bien, o hacia adelante, cuando ya esté muerta, y que ambos recorridos son tan dolorosos (uno por inalcanzable, el otro por irreparable) que cuando se despierta no se acuerda porque su mente trata de protegerla, pero cuando la sicóloga le pregunta qué tal, Pilar siempre le dice aquí estamos, y luego guarda un silencio incómodo y maleducado hasta que Isabel Jumillas (lleva su nombre bordado en la bata) no tiene más remedio que salir de la habitación. La sicóloga sabe que Pilar es una bomba que tarde o temprano tendrá que explotar. Pilar también lo sabe, y se ha propuesto retrasar ese momento todo lo que pueda. Por eso se mantiene callada.

Últimamente, no habla con Paco ni siquiera para martirizarle, y eso que hasta la fecha ha sido su mejor método para aliviar la tensión por el exceso de clientas o por la falta de clientas o por las peleas con María José. Ahora ya no. Ya no le sirve. Ahora, la entristece. Recuerda que una vez leyó un reportaje sobre el amor en un periódico y le llamó la atención una frase de Unamuno para definirlo (si le veo la pierna a mi mujer ya no siento nada, pero si a ella le duele la pierna, a mí me duele la mía), y se pregunta si no querrá a su marido, después de todo, porque de repente el dolor de él tiene la capacidad de hacer más duro el dolor de ella, como si en realidad ella sufriese por la suma de los dos.

Le ve tan triste, tan abatido, que no encuentra motivos para increparle por más que haya descubierto unas gotas sospechosas en la taza del váter (no sube la tapa), por más que el banco de la cocina esté lleno de hormigas (olvida limpiar los restos de la merienda), por más que no se acuerde de comprar leche y ella tenga que desayunar magdalenas con un vaso de agua (porque tampoco se acuerda del zumo y ella no toma café). Le duelen las piernas. Las cuatro.

No sabe cómo enfrentarse a esa situación, a esa ternura que es nueva para ella, así que decide que lo mejor es mantenerse alejada de Paco, no verle, no hablarle. Tiene la excusa perfecta porque apenas coinciden. Por la mañana, él sale temprano, y por la noche, ella llega tarde. No se dicen nada porque ya lo saben todo, o eso piensan.

Pilar sabe todo lo que hace Paco. O eso supone. Para Pilar (que tarda en conciliar el sueño pero luego no hay quien la despierte), Paco se ha levantado a las seis y media de la mañana, se ha metido en el cuarto de baño medio dormido, ha hecho pis, se ha lavado la cara y los dientes, se ha enjuagado la boca y ha escupido en la pila, se ha quitado el pijama y lo ha dejado detrás de la puerta, ha descolgado el chándal y se ha vestido, ha ido a la cocina y ha puesto la cafetera, ha mirado al perro, ha jugueteado con sus orejas y le ha dado los buenos días (
Jim, Jim
, buenos días,
Jim
, mira que eres formal), le ha colocado la correa y le ha sacado a pasear mientras se hacía el café. ¿Y después? Desayuno, ducha, bar para recoger el bocadillo que se comerá a mediodía, saludos por doquier, ¿qué tal?, bien, parada de autobús, mañana con su hija. Pilar se pregunta qué hará allí todas esas horas, y se figura que, al contrario que ella, le dará palique a todo el mundo, a las enfermeras, a la profesora de física médica, a su hijo el cura. Pilar piensa que Isabel Jumillas no habrá tenido que tirarle de la lengua a Paco para que le cuente cómo está (mal, doctora, peor que mal…), y en parte siente envidia por esa capacidad suya de verbalizar cualquier cosa que le pase por la cabeza porque entiende que eso le hace bien, que la sicóloga tiene las herramientas para conseguir que él se sienta mejor, más tranquilo, más resignado con la suerte que ha tenido su hija.

Lo que no sabe es lo equivocada que está. Paco no ha hablado nunca con Isabel Jumillas, ni con la profesora de física médica, ni con su hijo el cura. De hecho, a sus espaldas, madre e hijo critican su pésima educación, su falta de respeto y de valores cristianos porque nunca les da conversación ni les pregunta cómo están, y encima no reza. Son tal para cual, mamá, él y su mujer. Dios los cría y ellos se juntan, hijo mío.

Si Pilar supiera, le dolería la pierna. Pero Pilar no sabe. Pilar no sabe que Paco no se levanta a las seis y media sino a las seis en punto y que no lo hace antes porque no tiene adónde ir a esas horas, que no se mete en el cuarto de baño medio dormido sino totalmente despejado porque no pega ojo en toda la noche, que ha hecho pis (eso sí), pero que antes de lavarse la cara y los dientes se ha quedado mirando en el espejo y ha pensado que ese día su niña tampoco podrá ver su reflejo y se ha echado a llorar sabiendo que llorará varias veces más a lo largo de esa jornada que no ha hecho más que empezar, que no se quita el pijama sino que se pone el chándal por encima, con dejadez, y que en la cocina llora por segunda vez cuando el perro sale a su encuentro, y que es el perro el que le mueve la mano con el hocico insistentemente para que le acaricie y que al final le acaricia pero no le da los buenos días, sino que le dice con mal tono
Jim
, coño, qué pesado eres, y que luego se arrepiente y (entonces sí) juguetea con las orejas (una blanca y otra blanca y negra) y le dice
Jim, Jim
, buenos días,
Jim
, perdóname, es verdad que eres pesado pero, ay, qué guapo eres, y el perro se pone a dar saltos como un loco, así que no puede ponerle la correa hasta que se meten en el ascensor y
Jim
se queda sin escapatoria.

Pilar no sabe que Paco no siempre toma café porque la mayoría de las veces se le olvida ponerlo en la cafetera y las demás se entretiene demasiado en el paseo, así que se bebe un vaso de leche apresurado antes de meterse en la ducha, rápida, y de salir de casa, cansado, y de montarse en el autobús, triste, y de pasarse la mañana con su hija, aliviado, al fin, aliviado por verla, por saber que no ha muerto (todavía), que aún puede tocarle la mano, hacerle cosquillas en los pies, leerle las noticias del periódico, decirle que hace buen tiempo o mal tiempo, que llueve o que hace sol, contarle un chiste (van unos a una terapia de grupo y la terapeuta les dice que cuenten qué son y por qué son lo que son, y uno va y le dice yo soy arquitecto porque lo que más me gusta es hacer edificios, y otro dice pues yo soy médico porque lo que más me gusta es curar a las personas, y la única chica del grupo dice yo soy lesbiana porque lo que más me gusta son las tías, y el último dice yo iba a decir que soy fontanero pero acabo de darme cuenta de que soy lesbiana), de susurrarle al oído que espera que la profesora de física médica no haya dado clase a ninguno de los doctores de ese hospital porque es una bruja y de una bruja no puede salir nada bueno, y cosas por el estilo. ¿Cómo no va a sentirse aliviado? Está con ella. Puede hablarle. Todavía. Así que el día que fue Isabel Jumillas y le dijo ¿qué?, estoooo (miró sus informes buscando su nombre), y le repitió estoooo, Paco, ¿cómo te sientes?, y Paco le dijo que bien, que ahora, en ese momento, se sentía bien porque estaba al lado de su hija, la sicóloga le apretó el brazo con complicidad y le dijo llámame cuando me necesites, y ya no volvió más por la habitación porque supo que Paco le estaba diciendo la verdad.

Pero todo esto no lo sabe Pilar, por mucho que ella crea que lo sabe todo y viva según estas cuatro verdades indiscutibles (basadas en esa certeza): todos te van a traicionar, todos te van a utilizar, todos te van a abandonar, la vida entera es una mierda.

De Fermín tampoco lo supo todo. De Fermín supo lo que quería saber, lo que le convenía, y a lo demás hizo oídos sordos. Eso es lo que le cuenta a María José, ahora que han pasado los años y es capaz de percatarse de aquel error (no ver lo que tenía delante de los ojos). Cuando se quedan solas, le cuenta que Fermín y ella fueron novios en secreto durante nueve meses. Le cuenta que él la recogía todas las tardes cuando ella terminaba sus clases en la academia, y a veces antes porque ella empezó a faltar, que le prometía llevarla a la playa cuando hiciera calor, que paseaban por el centro y que él le pasaba el brazo derecho por encima del hombro y que con la mano izquierda (casi siempre) aguantaba un cigarro Celta Largo Extra que fumaba a caladas cortas y lentas, para hacerlos durar más. Le cuenta que entonces a ella le parecía que saboreaba cada cigarrillo, pero que ahora se da cuenta de que aquellos Celtas eran el anuncio de la sueca con la que se casó tiempo después. ¿Por qué? Pues porque costaban seis pesetas cada paquete y él, que no tenía ni para pipas, se compraba uno todas las tardes.

Eso era lo que debería haber visto: que Fermín no era más que un fraude, que aparentaba ser duro cuando era tierno, que presumía de gamberro cuando sentía pánico por los grises, que fingía ser moderno cuando lo que quería era tener una vida convencional, una mujer que le esperase en casa, hijos, un coche, un televisor, y si no lo tenía que pagar él, mejor todavía. Lo normal. Si hubiera sido lista, lo habría visto. Pero no. No vio nada de nada, más que la mano de él apoyada en el hombro todas las tardes. Mira que eres descarado, le decía cuando la rozaba más de la cuenta. Y él contestaba pero no seas así, mujer, que éstos no saben si estamos casados o no. Sí, casados vamos a estar, como si no se notase que yo soy una cría. Una cría para lo que quieres.

Eso era verdad, porque para lo que quería se volvía una mujer. Una tarde, Fermín se presentó en la puerta de la academia con un Renault 4 que le había prestado un amigo, y ella fue lo suficientemente mujer como para subirse aun imaginando lo que pasaría después. También entonces estuvo equivocada.

¿Qué pasó? Pasó que dieron una vuelta por la ciudad, por la calle de la Paz, por la calle San Vicente, por la calle de las Barcas, por Navarro Reverter, y por otras cuyo nombre desconocía. Pasó que ella se agarraba muy fuerte al bolso, como si fuera el bolso lo que Fermín le iba a robar esa tarde, y que salieron de Valencia, que llegaron a la Albufera cuando el sol se ponía sobre los arrozales (qué bonito, ¿verdad, Pilar?), que Fermín la miró mientras conducía y le dijo esta tarde es perfecta, con esta luz, contigo tan cerca, los dos solos, y ella contestó que sí moviendo la cabeza. Pasó que la voz no le salió del cuerpo cuando Fermín paró el coche entre los pinos y la miró y le dijo (otra vez) que la tarde era perfecta, que la luz era perfecta, que su cara, que su boca, que sus pechos, que su cintura, que toda ella era perfecta, que la vida lo era (perfecta) desde que estaban juntos, que ella hacía que él quisiera ser un hombre más bueno, más noble, mejor, para darle a ella todo lo que merecía, que era mucho, que era todo, que era el mundo entero a sus pies.

Y Pilar, callada. Y Fermín, sin dejar de mirarla y sin dejar de hablar porque estaba nervioso, y Fermín, cuando estaba nervioso, no podía mantener la boca cerrada, así que le dijo (otra vez) lo guapa que era, que quería pasar la vida entera a su lado, que quería hacerla feliz, que necesitaba hacerla suya, que la quería. Hoy Pilar piensa que era mentira, que todo fue una estratagema para vencer su resistencia porque él ignoraba que le quería tanto, pero tanto, que se había rendido desde el primer momento, y es precisamente eso lo que más le duele.

—Yo se lo habría dado todo de todas formas —le dice a María José—. No hacía falta que me mintiese de esa manera, que me hiciese creer que me amaba cuando en realidad quería lo que quería.

¿Qué quería Fermín? Desabrocharle la blusa y el sujetador, besarle los senos, acariciárselos con los dedos y luego con los labios; pedirle que se quitase la falda, bajarle las medias, dejarla con las bragas puestas mientras él se desabotonaba la camisa con las manos temblorosas por la urgencia y se arrancaba los pantalones, los calzoncillos, los calcetines y los zapatos con un único movimiento. Pilar, entonces, no pensó nada porque la desnudez de él lo llenó todo.

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