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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (12 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Hoy, el recuerdo es diferente. Sí, está el recuerdo de sus hombros anchos, redondos y suaves, suaves como su pecho, peludo y suave, suave como su sexo, que era duro pero que era suave. Tócalo, le pidió Fermín, y ella llevó hasta allí la mano, turbada pero segura de que era ése el camino que quería recorrer, de que quería tocarlo, y sentirlo, y hacer cualquier cosa que él le pidiera, porque le amaba. Ese recuerdo está. Y está la sorpresa en los ojos de él, esa sorpresa, cuando ella le sostuvo la mirada, porque quizá Fermín esperaba que ella apartase la vista, que se mostrase tímida, torpe, asustada, y se encontró con una mujer dispuesta, abierta, acogedora. Y está también su boca, sus manos, sus dedos, la vena de su frente, palpitante, sus labios moviéndose sin palabras, como diciendo ay, ay, ay, Pilar. Ay. Y está ese momento, ese instante de vacilación, y después su abrazo silencioso, cálido. Así no, Pilar.

—¿Cómo? —preguntó ella, incrédula.

—Así no —repitió—. Tú no te mereces esto, así, de esta manera… No te mereces que pueda venir un guarda, o quien sea, y nos detenga por escándalo público. No te mereces esta incomodidad, esta prisa, esta vergüenza —negó con la cabeza—. No te la mereces.

—¿Es que no te gusto?

—No, no, no…, por Dios, no pienses eso, ni se te ocurra pensarlo… Me gustas tanto…, me vuelves loco. Me paso el día pensando en ti, me paso la noche imaginándote, soñando con esto que estamos haciendo…

—¿Tú has traído aquí a otras mujeres?

Fermín agachó la cabeza, avergonzado por la franqueza de ella, y decidió corresponderle.

—Sí.

—¿Y con ellas has llegado hasta el final?

—Sí.

—¿Y por qué conmigo no quieres?

—…

—¿No ves que me estás humillando?

—…

—¿Por qué conmigo no quieres? Dímelo.

—Porque a ti te quiero…, porque quiero que contigo sea diferente.

—¿Me quieres, dices?

Fermín dijo que sí, con un gesto. Eso hizo, afirmar con la cabeza. Ese recuerdo está. Pero hoy está también la decepción: no lo repitió, no fue capaz de repetir sí, te quiero, Pilar, aunque fuese mentira. Lo que sí pudo hacer fue abrazarla fuerte, muy fuerte, y frotarse contra su vientre hasta que eyaculó. Luego le pidió perdón, le dijo que se pusiera la ropa, se vistió y condujo en silencio hasta que la dejó en la parada del autobús. Pilar pensó entonces que estaba avergonzado. Hoy cree que esperaba otra cosa de ella, tal vez que le apartase de la cabeza esa idea absurda de respetarla, esa pretensión idiota de quitarle la virginidad en una cama y no en el asiento de atrás de un cuatro latas.

Mira a su hija. Le aparta un mechón de la frente que se le ha salido de la horquilla.

—¿Tú qué crees? —le pregunta. Espera un instante—. Nada. ¿Qué vas a creer, pobrecita mía?

No volvieron a hablar de aquella excursión. Se limitaban a pasear cogidos del brazo donde nadie los conocía, a meterse mano con disimulo en el cine mientras en la pantalla Marisol cantaba la vida es una tómbola, tom, tom, tómbola, de luz y de colooooor, de luz y de colooooor, a sentarse en cualquier terraza y ver pasar la tarde con una cerveza (para él) y un café con leche (para ella). Pilar, que creía estar enamorada de él desde el primer día, se dio cuenta de que había estado equivocada porque tuvo que pasar todo aquel tiempo (nueve meses) para poder decir sin temor a equivocarse que le amaba, que de verdad le amaba. Lo del principio fue, seguramente, una ilusión, una atracción física, una necesidad de afecto, de que la quisieran, de que él la quisiera (en concreto), pero ahora que estaba segura de amar a Fermín porque a pesar de todos los pesares sabía que era un buen hombre, un hombre bueno atrapado en la mala suerte, un perdedor que no se resignaba a vivir en la pérdida, un luchador que ocultaba la batalla que se libraba en su interior, un tipo tierno que observaba a los recién nacidos cuando creía que nadie le miraba, que lloraba en silencio cuando iba a llevarle flores a su hermano muerto, que quería hablar con los padres de ella para explicarles que nada de lo que decían de él era cierto, que dejó de ser un holgazán para trabajar en una chocolatería de la plaza de la Reina, ahora que ya lo sabía, no podía evitar quererle de verdad.

Le quería a pesar de sus cambios de humor, a pesar de que casi nunca podía prever de qué ánimo se lo encontraría, a pesar de que era un machista que la única ventaja que encontraba en que ella estudiase es que les servía de pretexto para encontrarse a la salida porque no veía con buenos ojos que trabajase después, a pesar de sus sospechas sobre otras mujeres con las que se desfogaba de aquel respeto que le impedía rematar la faena dentro de un coche prestado. Le quería. Tanto. Tanto que, cuando una tarde le contó que había pensado irse a Mallorca a probar fortuna con la hostelería, ella sintió que se le abría un agujero en el pecho, un agujero profundo y grande que la traspasó, que la dejó sin respiración, que la paralizó de puro terror, un agujero por el que se le coló un frío, un frío tan frío que la incapacitó para volver a sentir calor nunca más en la vida. Empezó a gestarse su final sin que Pilar se dignase darse cuenta. No quiso. Lo que quiso fue creerle. Quiso creer que volvería al cabo de un año, quizá dos. Quiso entusiasmarse con el ejemplo de Toni
el Paleta
, que en un verano ganó lo suficiente para montar una empresa de fontanería y pequeñas reformas con su primo Ramón
el Mudo
. Quiso confiar en Fermín, en su verdad. Ganaré dinero, volveré, me casaré contigo, te querré toda la vida. Eso fue lo que le prometió, y ella, como le quería, no tuvo más remedio que creerle.

Poco antes de marcharse, fue a buscarla con el mismo R4 prestado de aquella vez (la innombrable). Nada más subirse al coche, él la miró a los ojos y le dijo que esa tarde también le había dejado las llaves de su casa. Le contó que su amigo estaba trabajando, y que la mujer y los hijos se habían marchado en autobús al pueblo (Campillo de Altobuey, Cuenca) para enterrar al abuelo de ella.

—Mi amigo me ha dicho que, si llevamos sábanas, podemos usar su cama.

Pilar no dijo nada. Fermín arrancó el coche.

—He cogido unas de mi casa. Si quieres, vamos.

Fermín creyó que ella iba a mantenerse callada, pero también estaba equivocado.

—¿Quieres? —repitió—. Porque, si quieres, vamos —repitió—. No hace falta que las usemos, si no quieres. Pero si quieres, vamos.

Hubo un silencio que a él se le hizo largo y a ella corto.

—Vayamos —dijo Pilar, al fin.

Ese recuerdo también lo tiene fresco. Y lo tiene fresco porque casi todos los días algo lo trae a su memoria. Algo, lo que sea. Una pareja que discute y luego se besa, una canción, un anuncio en la tele, el comentario de una clienta, una mujer que empuja un carrito de bebé, un detergente de oferta, un perro que cruza la calle, un coche que se para en un semáforo, Paco, que le dice que se va a trabajar, un olor dulce, el silencio. Cualquier cosa le devuelve a la cabeza lo que se dijo, lo que se calló, los besos, los suspiros, las promesas, y esa mirada, la mirada de Fermín, sorprendida otra vez, agradecida esta vez. Le preguntó si le había hecho daño, al terminar. Le dijo que no, y le dijo la verdad. No le dolió, no le dolió el dolor físico, aunque entonces ya sabía que esa tarde le acabaría doliendo el resto de su vida. Pero dijo la verdad: no le dolió. Pensó que podría soportarlo porque no imaginó que el dolor sería tan grande.

El dolor de Paco también es grande. Pero no el dolor actual, sino el de toda la vida. Paco ha sufrido aunque no se haya dado cuenta y ahora le ha venido todo de golpe, zas, como un mazazo que le ha derribado. Le duele lo de hoy, pero también le duele lo de ayer, lo de hace un año, lo de hace sesenta.

Hay gente que es feliz de forma inconsciente. Paco, no. Paco ha sido un hombre triste desde que nació, sólo que no se había dado cuenta antes porque le parecía que eso era lo normal. A otros han de pegarles una palmada en el trasero para que rompan en llanto y una bocanada de aire les llene los pulmones y se cierren los conductos que los comunican con el corazón. A Paco, a Paquito, no.

Él no tuvo más que abrir los ojos, todavía con tres cuartas partes del cuerpo dentro del de su madre, y ya se puso a llorar. No se lo han contado, pero la realidad fue ésta: las lágrimas de él contagiaron a la parturienta, que le culpó de la tristeza infinita que la acompañó durante mucho tiempo y que, a la larga, sería la causante de que su marido buscase en otras la alegría que ella le negaba. A ver, nunca se lo dijo así, con todas las palabras (tú tuviste la culpa del desastre de mi matrimonio), pero era algo que se palpaba en el ambiente. Cuando los padres de Paco discutían, tarde o temprano aparecía él en el cruce de reproches (tú antes no eras así, ¿antes, cuándo?, antes, ¿antes de cuándo?, pues ¿antes de cuándo va a ser?, antes de que naciera el niño, eres un ser despreciable, y tú una loca de remate, y vuelta a empezar). Y eso que tener un niño había sido el leitmotiv de la vida de su padre (le encantaba la expresión y la usaba siempre que tenía oportunidad, aunque la soltase sin ton ni son y en su boca sonase como una patada), y todas las noches le hacía el amor a su mujer con la esperanza de dejarla preñada del chico.

Ella le explicó que no era menester que lo hicieran a diario, le habló de la fertilidad, de los días propicios y de los ciclos de la luna, pero él insistió en que era mejor apostar sobre seguro, no fuera a ser que un mes su regla se desbarajustara y perdieran la ocasión, así que todas las noches, tuviera o no ganas, estuviese o no cansado, le apeteciera o no, le decía a su mujer venga, a por el chico. Paco tampoco supo que, si estaban animados, se desnudaban con manos urgentes y apasionadas, se besaban, se mordían la lengua, los labios, las orejas, se arañaban la espalda (se hacían daño a veces), él le lamía los pechos, ella le rodeaba el sexo con los dedos, gemían, se decían marranadas al oído, rodaban por la cama para imponer posturas (ella quería estar arriba, él prefería cabalgarla a cuatro patas porque era la posición más fértil). Si la cosa no estaba para bromas, ella se levantaba el camisón y él se bajaba el calzoncillo y en dos empujones ya daban al hijo por encargado. El sistema de Julio funcionó, porque fueron encadenando embarazos hasta que su mujer casi muere en un parto, que, por suerte, fue el del crío.

No es que no quisieran a sus hijas, ojo, pero él lo que ansiaba era tener un niño que perpetuase su nombre (Julio), y ella lo que se había propuesto era darle todos los gustos a su marido. Pero, ay, el hijo se les atragantaba. Del primer embarazo nació una niña (María Amparo, como la madre), del segundo otra (María Escolástica, como la madre del padre). La tercera se llamó María Julia porque ya habían tirado la toalla del varón, que llegó al cuarto y no pudo llamarse como él porque no quedaba bien que los dos hermanos compartieran el nombre, así que le bautizaron como al abuelo paterno y para que el mal fuera menor le añadieron un «De todos los Santos» que en teoría incluía el nombre del padre.

Francisco de Todos los Santos López Andreu, Paco, Paquito, fue un bebé llorón e insomne que crispó los nervios de la madre. Siempre estaba enfermo y desinteresado por la vida. María Amparo sólo tenía un sentimiento hacia él y era malo. ¿Cuál? Uno abominable: deseaba su muerte. No dejaba de pensar lo bien que vivía antes con sus tres niñas, que eran como tres soles, que no hacían nada más que comer, dormir y obedecer a los padres. Antes, qué feliz era, cuando su marido la necesitaba, cuando la búsqueda del heredero los unía en cuerpo y alma, cuando ella no estaba siempre cansada, malhumorada, enfadada con la vida. Y, mientras tanto, Paco, Paquito, en su cuna, ajeno al drama, llorando por todo, enfermando por todo, pequeño como un ratón, siempre con ese aspecto de estar a punto de dejar este mundo.

¿Cómo no iba ella a querer que muriera de una vez? Si es que era lo mejor para todos, coño, que en esa casa no se podía ni respirar sin que Paquito lo notase y se pusiera a llorar como un maldito, si no quería su leche, si regurgitaba lo poco que se comía, si parecía que no tenía ganas de vivir. Aunque hubiera dejado que le arrancaran la piel a tiras antes que reconocerlo, no quería a su hijo, y esa falta de humanidad, ese sentimiento tan poco cristiano, la tenía reconcomida por dentro. No quería a su hijo. Le costaba abrazarle, darle besos, cantarle nanas, decirle al oído cosas bonitas, así que no hizo nada de eso. El padre, sí. Julio se pasaba las horas con su hijo en brazos. Como no tenía que trabajar (por gusto administraba las tierras que había heredado de su primera mujer, muerta en un parto), sólo consentía en dejar al bebé cuando llegaba la nodriza a darle de mamar. Para disgusto de María Amparo, de un día para otro Paco se aferró a esa vida que tan poco le interesaba, empezó a ganar peso y le robó por partida doble la atención de su marido. Por partida doble, sí, porque Julio se alegró tanto de la recuperación de Paquito que decidió beneficiarse a la nodriza, quién sabe si para agradecérselo. Tampoco nadie le ha contado eso a Paco.

Han pasado años sin pensar en ello, pero ahora se acuerda de su infancia casi todas las mañanas. Lee periódicos (
El País
y el
Levante-EMV
y el gratuito que ese día repartan en la parada del autobús), habla un rato con María José (hoy hace buen día, hoy hace mal día,
Jim
ha hecho esto,
Jim
ha hecho aquello, tienes buen aspecto —eso siempre, aunque sea mentira—, mira que es pesado el hijo de la profesora, etcétera), piensa en Cleopatra (en sus tetas, en concreto), da un par de cabezadas, se despierta sobresaltado, saca el bocadillo que se ha comprado en el bar de debajo de su casa (lo encarga todas las tardes para no tener que entretenerse por la mañana), se lo come, se limpia la boca con una servilleta, la dobla, se lleva el puño cerrado a los labios, eructa con disimulo, se compra un café de la máquina de cafés, se lo toma, va al baño, mira por la ventana, se sienta, se levanta, se sienta otra vez, se levanta otra vez, se acerca a la cama de María José, le coge la mano, se la acaricia, le dan ganas de llorar, a veces las contiene y a veces no, se hace preguntas (¿cuánto durará esto?, ¿resistiré hasta el final?, ¿podré soportarlo después?, ¿habré hecho todo lo que he podido para que mi hija fuera feliz?, ¿habrá sido feliz mi hija?, ¿qué recuerdos se llevará?, ¿en qué estaría pensando?, ¿cuál sería su último pensamiento antes del accidente?, ¿cuándo piensa pasar por aquí el hijo de la gran puta de Joaquín?, ¿sería feliz mi hija?, ¿habrá tenido todo lo que merecía?, ¿sería consciente de cuánto la quería, de cuánto la queríamos?), trata de responderlas (no lo sé, espero que sí, no, seguro que sí, no lo sé, buenos y malos, no lo sé, no lo sé, qué cabrón, espero que sí, espero que sí, Dios mío, espero que sí, espero que sí), y es más o menos entonces, después de esa conversación, cuando le vienen a la cabeza recuerdos que creía enterrados.

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